BEACH JERNIGAN Y DICK ALLISON
1
A nadie agradó tanto el «convertirse» como a Beach Jernigan. Si los Tommyknockers de Gard se le hubiesen aparecido en persona, cargados de armas nucleares, para proponerle que plantara una en cada metrópoli del mundo, Beach habría comenzado de inmediato a reservar pasajes de avión. Aun en Haven, donde el fanatismo silencioso se estaba convirtiendo en un modo de vida, la actitud de Beach era extremada. Si hubiese tenido alguna idea de que las dudas aumentaban en Gardener, lo habría eliminado. De un modo definitivo. Y al instante, si no antes.
Ese fervor de Beach estaba muy justificado. En mayo (poco después del cumpleaños de Hilly Brown en realidad), Beach contrajo una tos seca de la que no se curaba. Lo preocupante era que había aparecido sin fiebre ni resfriado alguno. Y se tornó aún más preocupante cuando empezó a escupir hilos de sangre. A quien tiene un restaurante, la tos no le conviene. A los parroquianos no les gusta. Los pone nerviosos. Tarde o temprano, alguien hace la denuncia a la Junta de Salud Pública y el local queda clausurado por una semana o más, mientras no se sepan los resultados de los análisis.
En el mejor de los casos, el Minutas Haven daba ganancias reducidas (Beach trabajaba doce horas al día para sacar sesenta y cinco dólares limpios a la semana; si el local no hubiese sido suyo, libre de deudas, se habría muerto de hambre). No podía permitir que lo cerraran por una semana en pleno verano. Y aunque la estación no había llegado todavía, se aproximaba con celeridad.
Por lo tanto, fue a visitar al viejo doctor Warwick, que lo envió a Derry para que le hicieran una radiografía del pecho. Cuando la radiografía llegó, el doctor Warwick la estudió durante veinte segundos, después llamó a Beach. Cuando lo tuvo ante sí, le dijo:
—Tengo malas noticias para ti, Beach. Siéntate.
Beach se sentó. Si no hubiese tenido una silla a mano habría caído al suelo, porque sus piernas habían perdido toda la fuerza. En mayo aún no existía telepatía en Haven, no más que la habitual en todo el mundo, al menos; pero esa telepatía habitual bastó. Beach supo lo que Warwick iba a decirle antes de que abriera la boca: no era tuberculosis, sino cáncer. Cáncer de pulmón.
Pero eso había ocurrido en mayo; en julio, Beach estaba fuerte como un roble. El doctor Warwick le había pronosticado que hacia mediados de julio quizá tuviera que hospitalizarse, pero allí estaba todavía: comiendo como un caballo, caliente como perro salido la mayor parte del tiempo y con toda la sensación de que podía ganar a Bobby Tremain una carrera pedestre. No había vuelto a Derry para que le hicieran otra radiografía. No necesitaba saber si la gran mancha de su pulmón izquierdo había desaparecido. Si hubiese querido una radiografía, se habría tomado una tarde libre para fabricarse un aparato de rayos X. Sabía a la perfección la forma de hacerlo.
Pero en esos momentos, después de la explosión, había otras cosas que construir, otras cosas que hacer… y cuanto antes.
Todos conferenciaron, todos los de la ciudad. No hizo falta que se reunieran. Beach siguió con sus hamburguesas en el Minutas Haven. Nancy Voss, con la clasificación de los sellos en Correos (ahora que Joe había muerto, al menos tenía dónde ir, aunque fuera domingo). Bobby Tremain, debajo de su Challenger, continuó aplicando un reciclador que le permitía hacer más de cincuenta kilómetros por litro. No era la píldora de Anderson, pero casi. Newt Berringer, muy consciente de que no había tiempo que perder, se encaminó a casa de los Applegate, tan rápido como pudo. De cualquier modo, estuvieran donde estuviesen y ocupados en lo que fuera, una red de voces silentes los unía, las mismas voces que tanto habían asustado a Ruth.
Menos de cuarenta y cinco minutos después de la explosión, unas setenta personas se habían reunido en casa de Henry Applegate. Henry contaba con el taller mejor equipado de la ciudad, ahora que la estación de servicio ya casi no hacía trabajos de reparación. Christina Lindley, que tenía sólo diecisiete años, pero ya había sacado el segundo premio en el concurso fotográfico del estado, el año anterior, llegó casi dos horas después, asustada y sin aliento (y sintiéndose muy atractiva, a decir verdad), por haber viajado desde el centro con Bobby Tremain, a una velocidad que a veces llegaba a los ciento sesenta y cinco kilómetros por hora. Cuando Bobby sacaba jugo a su Dodge, se convertía en una línea amarilla.
Se le había encargado que tomara dos fotografías de la torre del reloj. Se trataba de un trabajo delicado, considerando que la torre estaba reducida a trozos diseminados de ladrillos, mampostería y piezas de reloj: requería hacer una fotografía de otra fotografía.
Muy deprisa, Christina hojeó un álbum de la ciudad. Newt le había indicado mentalmente dónde buscarlo: en el propio despacho de Ruth McCausland. La muchacha descartó dos instantáneas, aunque ambas eran muy buenas, porque estaban en blanco y negro. La idea consistía en crear una ilusión óptica: una torre que la gente viera…, pero a través de la cual pudiera pasar un avión, en caso necesario.
En otras palabras, pensaban proyectar una gigantesca diapositiva en el cielo.
Buen truco.
En otros tiempos, Hilly Brown lo habría envidiado.
Cuando Christina empezaba a perder las esperanzas, la halló: una magnífica foto del ayuntamiento, con su torre bien visible… y con dos lados a la vista. Magnífico; así tendrían la profundidad necesaria. Las cuidadosas anotaciones de Ruth, debajo de la ilustración, decían que provenía de la revista Yankee, número de mayo de 1987.
Tenemos que irnos, Chris, había dicho Bobby, hablando sin molestarse en abrir la boca. Pasaba el peso del cuerpo de un pie al otro, como un niñito que necesitara ir al baño.
Sí, está bien. Ésta será…
Se interrumpió.
Oh —dijo—. ¡Oh, caramba!
Bobby Tremain se adelantó deprisa. «¿Qué diablos ocurre?»
Ella le señaló la foto.
—¡Oh, mierda! —chilló Bobby, en voz alta.
Christina asintió.
2
A las siete de esa misma tarde, trabajando en silencio y deprisa (descontando algún gruñido irritado de alguien que no veía a otro esforzarse lo suficiente), habían construido un artefacto que parecía un inmenso proyector de diapositivas puesto sobre una aspiradora industrial.
Lo probaron. Sobre el sembrado de Henry apareció un rostro de mujer, enorme y pétreo. Los que se habían reunido allí contemplaron ese estereopticón de la abuela Applegate en silencio, pero aprobadores. La máquina funcionaba. Ahora, en cuanto la chica trajera la fotografía (las fotografías, en realidad, porque lo que necesitaban crear era, por supuesto, una imagen en estereopticón) del ayuntamiento, podrían…
En eso les llegó la voz, débil pero fortalecida por la mente de Bobby Tremain.
Eran malas noticias.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kyle Archinbourg a Newt—. No he conseguido captarlo todo.
—¿Estás sordo o eres estúpido? —bramó Andy Baker—. Por Dios, la explosión que esa perra ha provocado ha sido oída en tres condados. Por dos centavos te…
Y apretó el puño.
—Basta, ustedes dos —dijo Hazel McCready. Se volvió hacia Kyle—. Esa chica se ha portado muy bien. —Estaba proyectando deliberadamente sus pensamientos con tanta fuerza como podía, con la esperanza de que llegaran a Christina Lindley, al tiempo que explicaba la situación a Kyle Archinbourg. Para animarla. La muchacha sonaba distraída, casi histérica. Así, de nada les serviría. En semejante estado, lo arruinaría todo. Y no había tiempo para fracasos.
—No es culpa suya que en la fotografía se vea el reloj.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Kyle.
—Ha encontrado una foto en color con un ángulo perfecto —explicó Hazel—. Se verá perfectamente desde la iglesia y el cementerio. Desde la carretera, apenas un poquito distorsionada. Durante un par de días será preciso evitar que los forasteros la rodeen por atrás, hasta que Chris descubra un ángulo coincidente. Pero como sólo les interesará la caldera… y Ruth…, creo que pasará. ¿Se podrían cerrar algunas calles? —preguntó, mirando a Newt.
—Para trabajar en las cloacas —decidió él, de inmediato—. Sencillísimo.
—Todavía no entiendo cuál es el problema —dijo Kyle.
—Porque eres un imbécil, por eso —repuso Andy Baker.
Kyle se volvió hacia el mecánico con aire truculento. Newt intervino.
—Basta, vosotros dos. —Y a Kyler—: El problema es que Ruth hizo volar la torre a las tres y cinco de hoy. En la única foto adecuada que Christina ha podido encontrar se ve la esfera del reloj. Marca las diez menos cuarto.
—Ah —exclamó Kyle. De pronto, el sudor le aceitó el rostro. Sacó un pañuelo para enjugárselo—. Oh, mierda. ¿Y qué hacemos ahora?
—Improvisar —dijo Hazel, con calma.
—¡Esa perra! —gritó Andy—. ¡Si no estuviese muerta, yo la mataría!
—En la ciudad, todos la amaban. Ya lo sabes, Andy —observó Hazel.
—Sí, y espero que el demonio la esté tostando con un tenedor largo, allá, en el infierno.
Andy apagó el artefacto y la abuela de Henry desapareció, para alivio de Hazel. Era medio fantasmagórico ver esa mujer de facciones duras flotando sobre el campo, en tres dimensiones perfectas, mientras las vacas (que hubieran debido estar en el establo desde hacía rato) pastaban a través de ella o desaparecían tranquilamente a través de su gran broche antiguo.
—Todo saldrá bien —aseguró Bobbi Anderson, de pronto, en el silencio.
Todos la oyeron, incluida Christina Lindley, en la ciudad, y se sintieron aliviados.
3
—Llévame a mi casa —dijo a Bobby Tremain—. Rápido. Ya sé lo que vamos a hacer.
—Enseguida. —La tomó del brazo y empezó a tirar de ella hacia la puerta.
—Espera —dijo ella.
—¿Eh?
—¿No sería mejor llevarnos la fotografía? —concluyó.
—¡Oh, mierda! —exclamó Bobby, con una palmada en la frente.
4
Mientras tanto, Dick Allison, jefe del cuerpo de Bomberos Voluntarios, se hallaba sentado en su oficina, sudando la gota gorda pese al aire acondicionado. Su misión era atender las llamadas telefónicas. La primera fue del jefe de policía de Troy; la segunda, de la policía de Unity; la tercera, de la policía estatal; la cuarta, de Associated Press.
Era probable que hubiera sudado igual sin las llamadas telefónicas; uno de los motivos por los que el aire acondicionado no servía de nada era que la fuerza de la explosión había hecho volar la puerta de la oficina. Casi todo el yeso se había desprendido de las paredes, revelando listones que eran como costillas en putrefacción. Sentado entre esas ruinas, dijo a quienes telefoneaban que había sido una explosión terrible, sin duda, y que al parecer tenían una víctima fatal, pero que no era tan grave como se podría pensar. Mientras desarrollaba esas tonterías para un periodista de Bangor llamado John Leandro, uno de los paneles de corcho que formaban el techo le cayó en la cabeza, Dick lo apartó de un manotazo, con un gruñido de lobo; escuchó, rió un poquito y dijo que era el tablero de comunicaciones; estaba sujeto sólo con una especie de engrudo, ¿no? Una porquería, esas cosas. Se caían a cada rato. Y bueno, lo barato sale caro, como decía siempre su madre, y…
Le llevó otros cinco minutos, pero al final consiguió que Leandro cortara de puro aburrido. Cuando puso el auricular en la horquilla, la mayor parte del cielo raso del pasillo cayó ante su puerta con un empolvado estrépito.
—¡Me cago en la puta madre que lo parió! —aulló Dick Allison.
Y descargó su puño izquierdo contra el escritorio, con todas sus fuerzas. Aunque se rompió cuatro dedos, la ira impidió que se diera cuenta. Si en ese momento hubiese entrado alguien en su oficina, Allison le habría abierto el cuello para llenarse la boca con sangre caliente y rociar con ella la cara del moribundo.
Gritó, juró y hasta pataleó como un niño en medio de una rabieta, cuando se le niega un paseo.
Parecía un niño.
También parecía sumamente peligroso.
Los Tommyknockers, los Tommyknockers, llamando a la puerta.
5
Entre una y otra llamada telefónica, Dick fue a la oficina de Hazel, buscó el sedante que guardaba en el cajón y tomó seis píldoras. Después se envolvió la mano, hinchada y palpitante, y se olvidó de ella. Si aún hubiese sido humano, eso habría resultado imposible; nadie se olvida, por las buenas, de cuatro dedos rotos. Pero él se había «convertido». Una de las cosas incluidas en ese hecho era la capacidad de ejercer la voluntad consciente sobre el dolor.
Resultaba práctico.
Entre sus conversaciones con el exterior (y a veces durante ellas) Dick hablaba con hombres y mujeres que trabajaban al máximo en casa de Henry Applegate. Les dijo que esperaba a dos policías estatales; llegarían a las cuatro y media o a las cinco como muy tarde. ¿Tendrían listo el proyector a tiempo?
Cuando Hazel le explicó el problema, Dick empezó a delirar otra vez, ahora tanto de miedo como de furia. Se calmó (sólo un poco) al saber que Christina Lindley tenía una idea. La chica contaba con un cuarto oscuro en su casa. Allí haría un cuidadoso negativo de la foto en cuestión y la ampliaría un poco, no porque hiciera falta para el funcionamiento del proyector (por el contrario, si ampliaba demasiado la imagen, adquiriría un aspecto extraño, granuloso), sino porque necesitaba una imagen algo mayor para trabajar con ella.
Hazel explicó, mentalmente, que ella eliminaría del negativo las manecillas del reloj. Bobby Tremain las volverá a trazar con un cuchillo de precisión, dijo, para que marquen las tres y cinco. Tiene el pulso firme y algo de talento. En realidad, el pulso firme es lo más importante.
Si se hace un negativo de un positivo, ¿no sale borroso?, se extrañó Dick Allison. Sobre todo si el positivo es en color.
Ella ha perfeccionado su equipo de revelado, dijo Hazel. No necesitó agregar que Christina Lindley, a los diecisiete años, contaba, probablemente, con el cuarto oscuro más avanzado del mundo.
¿Cuánto tardarán?
Ella dice que estará a medianoche, respondió Hazel.
—¡Dios del cielo! —gritó Dick, con tanta potencia que quienes estaban en el campo de Henry hicieron una mueca.
Necesitamos unas treinta pilas secas, intervino la voz de Bobbi Anderson, con calma. Sé bueno y encárgate de eso, Dick. En cuanto a la policía, lo comprendemos. Hazte el idiota, ¿sabes?
Él hizo una pausa. Sí, hablaré imbecilidades.
Exacto. Y retenlos. Lo que más me preocupa es la radio, no ellos. Enviarán una sola unidad; dos, para empezar. Pero si ven…, si transmiten por radio que…
Hubo un murmullo de asentimiento que sonó como el océano en un caracol marino.
¿Tienes algún modo de estropearles las transmisiones desde la ciudad?, preguntó Bobbi.
Yo…
De pronto Andy Baker intervino, jubiloso:
Tengo una idea mejor. Que Buck Peters venga volando a la estación de servicio.
¡Sí!, se agregó Bobbi, con pensamientos chillones de entusiasmo. ¡Bien! ¡Grandioso! Y cuando salgan de la ciudad, alguien… Beach, supongo.
Beach tuvo el honor de ser el elegido.
6
Bent Rhodes y Jingles Gabbons, de la policía estatal de Maine, llegaron a Haven a las cinco y cuarto. Iban esperando ver las humeantes y aburridas consecuencias de un estallido de caldera: algún camión-cisterna de los bomberos en punto muerto junto a la acera y veinte o treinta curiosos holgazaneando por allí. Lo que vieron, en cambio, fue que toda la torre del ayuntamiento se había disparado como una cañita voladora. La calle estaba sembrada de ladrillos, las ventanas habían estallado, por doquier se veían muñecos desmembrados… y demasiada gente que seguía con lo suyo.
Dick Allison los recibió con extraña cordialidad, como si hubieran ido a una merienda campestre de la policía y no a tratar de lo que parecía un verdadero desastre.
—Por Cristo Todopoderoso, hombre, ¿qué ha ocurrido aquí? —le preguntó Bent.
—Bueno, creo que es un poquito peor de lo que dije por teléfono —reconoció Dick, paseando la mirada por la calle sembrada de escombros. Luego dedicó a los dos policías estatales una incongruente sonrisa que decía: «Qué travesura la mía, ¿no?»—. Me pareció que nadie iba a creerlo si no lo veía.
—Yo lo veo y no lo creo —murmuró Jingles.
Los dos habían descartado a Dick Allison, tomándolo por un tonto pueblerino, loco por añadidura. Eso vendría bien. Se mantuvo detrás de ellos; mientras estudiaban los escombros, él los vigilaba. Su sonrisa se fue borrando de forma gradual y dejó lugar a una expresión fría.
Rhodes fue quien vio el brazo humano entre todos los diminutos miembros. Cuando se volvió hacia Dick, su rostro estaba más pálido que antes y parecía mucho más joven.
—¿Dónde está la señora McCausland? —preguntó. Su voz se elevó sin que pudiera dominarla y se quebró en la última sílaba.
—Bueno, les diré…; creo que ésta puede ser una parte de nuestro problema —comenzó Dick.
7
Dick los retuvo en la ciudad tanto tiempo como pudo sin que les llamara la atención. Cuando partieron eran ya las ocho menos cuarto y empezaba a oscurecer. Por otra parte, si no se iban pronto, comenzarían a preguntarse por la ausencia de las unidades de apoyo que habían solicitado.
Los dos habían llamado a la base de Derry por la radio del coche patrulla. Los dos dejaron el micrófono con expresión desconcertada, distraída. Las respuestas que les llegaban eran correctas; lo que les extrañaba era la voz. Pero ninguno de ellos podía ocuparse de ese detalle, al menos por el momento. Tenían demasiadas cosas que atender. La magnitud del accidente, para empezar. El hecho de que conocían a la víctima. La necesidad de sentar las bases para investigar un caso potencialmente importante, sin cometer errores de procedimiento, que enlodaran las aguas más adelante, para continuar.
Además, comenzaban a sentir los efectos de su permanencia en Haven.
Como los hombres que aplican plastificado vinílico al suelo de madera de un cuarto cerrado, se estaban drogando sin siquiera saberlo. No captaban los pensamientos ajenos (aún era demasiado pronto para eso y se irían antes de que les ocurriera), pero se sentían muy extraños. Trabajaban con lentitud, y necesitaban gran esfuerzo para algo que habría debido ser rutinario.
Dick Allison captó todo eso en sus mentes, en tanto bebía una taza de café en el Minutas Haven, al otro lado de la calle. Sí, estaban demasiado ocupados y demasiado descompuestos como para notar que
(Tug Ellender)
el operador de radio no hablaba como siempre. El motivo era simple. No hablaban con Tug Ellender, sino con Buck Peters. Las transmisiones de su radio no se efectuaban con Derry, sino con la estación de Elt Barker, donde Buck Peters sudaba ante un micrófono, junto a Andy Baker. Buck transmitía instrucciones e información por la radio de Andy (algo que él había armado en su tiempo libre, un aparatejo que habría establecido contacto con Urano, si hubiese habido allí alguien capaz de responder). Varios vecinos se concentraban atentamente en la mente de Bent Rhodes y Jingles Gabbons. Transmitían a Buck todo cuanto podían recoger sobre Ellender, a quien los dos policías esperaban oír, por supuesto. Buck Peters tenía cierto talento natural para la imitación (lograba mucho éxito imitando a los presidentes, a Jimmy Cagney y a John Wayne en el festival de cada año). Aunque nunca sería una estrella en el oficio, cuando imitaba a alguien, reconocían quién era…, casi siempre.
Lo más importante era que quienes escuchaban transmitían a Buck qué respuesta debía dar a cada una de las transmisiones, puesto que, en general, quien dice algo sabe, en el fondo, qué respuesta cabe esperar a su pregunta o a su manifestación. Si Bent y Jingles se tragaban la imitación (y se la tragaron en gran medida) no sería tanto por el talento de Buck como por lo esperado de las respuestas que recibían. Además, Andy había disimulado la voz de Buck superponiendo estática, no tanta como la que los afectaría en el viaje de regreso a Derry, pero sí la suficiente para que la voz de Tug se hiciera confusa cada vez que el tono raro
«caramba éste no parece Tug, a lo mejor está resfriado»
acudía a su mente.
A las siete y cuarto, cuando Beach les sirvió otra taza de café, Dick preguntó:
—¿Estás preparado?
—Seguro.
—¿Y estás seguro de que el artefacto funcionará?
—Funciona a la perfección. ¿Quieres verlo? —Beach se mostraba casi jactancioso.
—No, no hay tiempo. ¿Y el venado? ¿Lo tienes?
—Sí. Lo mató Bill Elderly y Dave Rutledge lo desolló.
—Bien. Ponte en marcha.
—Bueno, Dick.
Beach se quitó el delantal y lo colgó de un clavo, detrás del mostrador. Después dio la vuelta al cartelito que pendía sobre la puerta, para que dijera CERRADO. Por lo general permanecía inmóvil en su sitio, pero esa noche, debido a la rotura del vidrio, se estremecía y daba vueltas ante la leve brisa.
Beach hizo una pausa y miró a Dick con enojo.
—Ella no tenía por qué hacer lo que hizo —comentó.
Dick se encogió de hombros. No importaba; estaba hecho.
—Ha desaparecido. Eso es lo que importa. Los chicos están haciendo un buen trabajo con esa foto. En cuanto a Ruth…, no hay nadie como ella en la ciudad.
—¿Y ese tipo que está en lo del viejo Garrick?
—Se pasa el día borracho. Y él también quiere desenterrarlo. Anda, Beach. Pronto se irán. Y conviene que ocurra tan lejos de la aldea como sea posible.
—Bueno, Dick. Ten cuidado.
Dick sonrió.
—Ahora todos tendremos que andarnos con cuidado. Éste es un asunto delicado.
Siguió con la vista a Beach, quien subió a su camioneta y abandonó el sitio donde estacionaba su viejo Chevy desde hacía doce años, frente al restaurante. Mientas el vehículo partía calle arriba, a marcha lenta, zigzagueando para esquivar las montañas de vidrios rotos, Dick apreció la forma oculta bajo la tela alquitranada, en la parte trasera, y otra forma, envuelta en una lámina de plástico grueso: el venado más grande que Bill Elderly había podido hallar en tan poco tiempo. En el estado de Maine, la caza de venados estaba estrictamente prohibida durante el mes de julio.
Cuando la camioneta de Beach se perdió de vista, Dick se volvió hacia el mostrador y cogió su taza de café. El café de Beach siempre era fuerte y rico. Le hacía falta. Estaba más que cansado: deshecho. Aunque todavía quedaba luz en el cielo y siempre había sido de los que no se duermen hasta que acaban todos los programas de noche en el televisor, en ese momento sólo quería acostarse en su cama. El día había sido tenso y cargado de miedo; no terminaría hasta que Beach se comunicara con ellos. Y el desastre causado por Ruth McCausland no quedaría resuelto con la muerte de los dos policías. Se podían ocultar muchas cosas, pero no el simple hecho de que esos policías habían salido de Haven, donde otro policía (una delegada, cierto, pero policía al fin y al cabo, y, por añadidura, viuda de un policía estatal) acababa de desaparecer de la circulación.
Todo lo cual significa que el baile apenas estaba en sus comienzos.
—Si esto se puede llamar baile —dijo Dick, agrio, a nadie en particular—. Me cago en el baile.
El café empezaba a provocarle acidez. De cualquier modo, siguió bebiéndolo.
Afuera rugió un poderoso motor. Dick se giró en el taburete y vio que los dos policías estatales partían de la ciudad. La señal luminosa del coche patrulla lanzaba luces azules y sombras negras sobre los escombros.
8
Christina Lindley y Bobby Tremain, el uno junto a la otra, observaban la lámina en blanco sumergida en el baño de revelado. Esperaban, sin respirar, a que la imagen surgiera o no surgiera.
Poco a poco fue apareciendo.
Allí estaba la torre del reloj. A color, nítida. Y las manecillas del reloj marcaban las tres y cinco.
Bobby dejó escapar el aliento con lentitud.
Perfecto, dijo.
No del todo, respondió Christina. Falta algo.
Él la miró, aprensivo. ¿Qué ha salido mal?
Nada. Todo está perfecto. Pero tenemos que hacer algo más.
No era fea, pero siempre había pensado que sí, sólo porque usaba gafas y tenía el cabello ratonil. Con diecisiete años, nunca había salido con un muchacho. Ahora nada de eso parecía importar. Se quitó la falda, junto con la enagua y la braga de algodón, todo ello comprado en las rebajas de una tienda de Derry. Luego sacó cuidadosamente la fotografía del baño de revelado. Se puso de puntillas para colgarla, flexionando las suaves nalgas. Después se volvió hacia él, las piernas abiertas.
Tenemos que hacer esto.
Él la poseyó de pie. Contra la pared. Al estallar el himen, la chica le mordió el hombro con tanta fuerza que él también sangró. Y cuando terminaron juntos, lo hicieron entre gruñidos y zarpazos. Fue muy, pero que muy grato.
«Como en los viejos tiempos», pensó Bobby, en tanto la llevaba en el coche a casa de Applegate. Y se preguntó qué había querido decir con eso.
Luego decidió que, en realidad, no tenía importancia.
9
Beach imprimió a su Chevy una repiqueteante velocidad de noventa y cinco kilómetros por hora; no daba más que eso. Una de las cosas que todavía había sido incapaz de arreglar con sus fantásticos conocimientos nuevos era aquel viejo motor. Pero confiaba en llegar con él hasta donde debía llegar esa noche.
Cuando hubo dejado atrás la señal de tráfico que indicaba el límite con Troy, sin haber visto señales del coche patrulla detrás de sí, disminuyó la velocidad a ochenta (fue un alivio, porque el motor comenzaba a recalentarse). Una vez en Newport, bajó a setenta. Para entonces, ya estaba bastante oscuro.
Al cruzar la línea municipal de Derry, cuando empezaba a preguntarse si aquellos condenados policías no habrían tomado otro camino (parecía difícil, porque ése era el más rápido, pero caramba, ¿dónde se habían metido?) oyó el murmullo grave de sus pensamientos.
Se apartó del camino y permaneció inmóvil por un momento, con la cabeza inclinada y los ojos entornados, escuchando para asegurarse. Su boca, extrañamente floja y desigual por la falta de dientes, era la boca de un anciano. Pensaban algo sobre
(pecas)
Ruth. Eran ellos, sí. El pensamiento se hizo más claro.
(se le veían las pecas a través de la sangre)
Y Beach asintió. Eran ellos, de veras. Se acercaban a buena velocidad. Tenía tiempo, pero sólo si se daba prisa.
Cubrió quinientos o seiscientos metros más, hasta dejar atrás una curva. Ante sí tenía el último tramo recto de la carretera Tres hasta llegar a Derry. Entonces atravesó la camioneta en medio, para bloquearla, y retiró la lona que cubría aquella especie de fusil de la parte trasera; sus dedos picoteaban los nudos, nerviosos. Las voces de los policías se iban tornando más y más potentes en su cabeza.
Cuando las luces del coche patrulla iluminaron los árboles de la curva, Beach bajó la cabeza. Echó mano de los seis transformadores pequeños que había clavado a un tablero (el tablero estaba atornillado al chasis, para que no se moviera). Los fue encendiendo uno a uno, percibiendo el rumor de la energía. Un momento después, ese ruido y todos los demás se perdieron en un chillido de frenos y cubiertas. La parte trasera de la camioneta se llenó de una luz blanca, manchada con palpitaciones azules. Beach se apretó contra el fondo, con las manos cruzadas sobre la nuca, pensando que había echado a perder todo por estacionar demasiado cerca de la curva. Se estrellarían contra su Chevy; tal vez ellos sólo salieran heridos, pero él moriría y entonces encontrarían los restos del «fusil» y dirían: «Caramba, ¿qué es esto?»
Lo has echado todo a perder, Beach, ellos te salvaron la vida y tú…, oh…, ¡maldito seas! ¡Maldito seas!
Entonces el chirriar de las cubiertas cesó. El olor a caucho quemado era fuerte y desagradable, pero no se produjo el choque que él temía. Las luces siguieron palpitando. Un micrófono resquebrajaba la estática.
Oyó la voz áspera de un policía:
—¡Qué mierda ocurre!
Beach, tembloroso, se irguió apenas y espió por encima de la caja de la camioneta; asomó sólo los ojos. Vio que el vehículo se había detenido al final de dos largas marcas negras, bien visibles aun a la luz de las estrellas. El coche estaba inmovilizado en ángulo, apenas a tres metros de distancia. «Si hubiesen ido sólo a siete kilómetros por hora más…»
Pero no fue así.
Sonidos. El doble golpe de las portezuelas que se cerraban al bajar los policías. El leve zumbido de los transformadores que daban energía a su artefacto…, un artefacto no muy distinto del que Ruth había introducido en el vientre de sus muñecos. Y un grave zumbido. Moscas. Olían la sangre bajo la lámina plástica y no podían llegar al venado.
«Ya les tocará el turno —pensó Beach, sonriendo—. Lástima que no puedan probar a esos dos muchachos».
—He visto esta camioneta en Haven, Bent —dijo el de voz ronca—, estacionada frente al restaurante.
Beach hizo girar el caño de alcantarilla en su soporte. Al mirar por él, les vio a ambos. Si uno de ellos se apartaba del eje de potencia, no importaría: tenía un leve efecto de ensanchamiento.
«Apartaos del coche patrulla, muchachos —pensó Beach, apoyando el dedo en el timbre instalado en el artefacto. Su sonrisa dejaba al descubierto las rosadas encías—. No quiero darle al vehículo. Apartaos, ¿queréis?»
—¿Quién anda ahí? —gritó el otro policía.
«Aquí los Tommyknockers, llamando a tu puerta, entrometido», pensó. Y comenzó a reír como una niñita. No podía evitarlo. Hizo lo posible por callar.
—¡Si hay alguien en esa camioneta, será mejor que baje!
Beach siguió riendo, cada vez más fuerte. Era incapaz de evitarlo. Y tal vez fue mejor así, porque los dos intercambiaron una mirada y empezaron a caminar hacia el Chevy al tiempo que desenfundaban las pistolas. Hacia el Chevy…, alejándose del coche patrulla.
Beach esperó hasta asegurarse de que el rayo no tocaría el vehículo policial; le habían indicado que no le hiciera el menor daño y él estaba decidido a no quitar siquiera una gota del cromado del parachoques.
Cuando los policías estuvieron lejos del coche, Beach pulsó el timbre. «Llegan visitas, idiota», pensó. Y esa vez no se limitó a una risita aguda: fue una enorme carcajada. Una gruesa rama de fuego verde atravesó la oscuridad y envolvió a los dos policías. Beach vio varios estallidos amarillos dentro del fulgor verde; comprendió que uno de ellos estaba disparando su pistola, una y otra vez.
Percibió el denso aroma de los transformadores que se recalentaban. Se oyó un súbito ¡Pop! y uno de ellos lanzó un chorro de chispas. Algunas le cayeron en el brazo, punzantes, y se las quitó de un manotazo. El fuego verde que brotaba del caño se apagó. Los policías habían desaparecido. Bueno…, casi.
Beach bajó de la camioneta, tan rápido como pudo. Aquello no era una autopista, por cierto, y nadie iba de compras a Derry a esas horas, pero alguien pasaría, tarde o temprano. Tenía que…
En el pavimento había quedado un zapato humeante. Beach, al levantarlo, estuvo a punto de dejarlo caer; no esperaba que pesara tanto. Al mirar dentro comprendió por qué; en él había quedado un pie metido en su calcetín.
Lo llevó a la camioneta y lo arrojó al interior de la cabina. Ya se desharía de él cuando llegara a la ciudad. No hacía falta enterrarlo, en Haven había modos más eficaces de eliminar cosas. «Si la mafia supiera lo que tenemos aquí, creo que querría comprarnos el invento», pensó, riendo otra vez.
Retiró las trabas de la puerta trasera, que cayó con crujidos a herrumbre. Mientras tiraba del venado envuelto, se preguntó de quién habría sido la idea. ¿Del viejo Dave? En realidad, no importaba. En Haven, todas las ideas se estaban volviendo una sola.
El bulto envuelto en plástico era pesado y difícil de manejar. Beach pasó los brazos alrededor de las patas traseras y tiró. La cabeza golpeó contra el pavimento. El hombre volvió a mirar alrededor, temeroso de ver faros en uno u otro extremo del horizonte, pero no los había. Arrastró el venado al otro lado de la carretera, tan deprisa como pudo. Lo dejó caer con un gruñido y retiró el plástico. Entonces levantó el venado, ya desollado y limpio. Los tendones de su cuello resaltaron como cables tensos. Los labios estirados habrían mostrado los dientes, pero no le quedaban. La cabeza del venado, con la cornamenta a medio crecer, le colgaba por debajo del antebrazo derecho. Sus ojos polvorientos miraban la noche con fijeza.
Beach caminó tres pasos tambaleantes por la curva de la zanja y dejó caer al animal, que aterrizó con un ruido seco. Se apartó y recogió el plástico para llevarlo hasta la camioneta. Lo arrojó dentro de la cabina, aunque habría preferido llevarlo atrás (hedía); pero cabía la posibilidad de que el viento lo arrebatara y que alguien lo encontrara. Corrió hacia la portezuela del conductor, apartándose la camisa ensangrentada del pecho, con una mueca. Se cambiaría en cuanto llegara a su casa.
Se instaló tras el volante y puso el motor en marcha. Cuando hubo colocado el vehículo en dirección a Haven, hizo una pausa para estudiar la escena, tratando de ver si se ajustaba a la historia que debía contar. Un coche patrulla abandonado en medio de la carretera, tras una larga frenada ennegrecida en el pavimento. El motor apagado, la señal luminosa encendida. En la zanja, la res limpia y desollada de un gran venado. Eso no pasaría inadvertido durante mucho tiempo, en pleno verano.
¿Algo en esa historia susurraba el nombre de Haven?
Beach se dijo que no. Hablaba de dos policías que volvían a su base, después de investigar un accidente con una sola víctima. Por casualidad, se habían encontrado con una banda de cazadores furtivos. ¿Qué había ocurrido con los policías? Ah, caramba, ahí estaba la incógnita, ¿no? Y las respuestas posibles parecerían más y más sombrías a medida que los días transcurrieran. En la historia había cazadores furtivos, cazadores que quizá habían sido presa del pánico y, después de un par de disparos, los habían sepultado en el bosque. Pero sobre Haven… Beach quedó convencido de que lo de Haven parecería otra historia, totalmente distinta, y mucho menos interesante.
Por el espejo retrovisor vio unos faros que se aproximaban. Puso el camión en primera y rodeó el vehículo policial. Su señal luminosa lo bañó con cinco o seis pulsos azules; luego quedó atrás. Beach echó un vistazo a la derecha. El zapato reglamentario negro, con un jirón de calcetín reglamentario azul que asomaba como la cola de un barrilete, le hizo reír por lo bajo. «Cuando te pusiste ese zapato, esta mañana, no tenías ni idea de dónde estarías por la noche, señor policía del estado».
Beach Jernigan volvió a reír y metió la segunda con violencia. Iba hacia su casa y nunca en su vida se había sentido tan bien.