CUATRO

BENT Y JINGLES

1

En el atardecer del 24 de julio, al cabo de una semana de la desaparición de David Brown, el agente de la policía estatal Benton Rhodes salía de Haven, alrededor de las ocho, conduciendo un coche patrulla. Su compañero era Peter Gabbons, a quien sus camaradas conocían con el apodo de Jingles. El crepúsculo yacía en cenizas. Cenizas metafóricas, por supuesto, en contraposición a las que cubrían las manos y el rostro de los dos, que eran reales. La mente de Rhodes volvía una y otra vez al brazo cercenado y al hecho de que él hubiera reconocido al instante a quién había pertenecido. ¡Por Dios!

«¡Basta de pensar en eso!», ordenó a su mente.

De acuerdo, convino su mente. Y siguió pensando en ello.

—Prueba la radio otra vez —dijo—. Apostaría a que tenemos interferencias de ese maldito reflector de microondas que han instalado en Troy.

—Bueno. —Jingles tomó el micrófono—. Aquí unidad 16, llamando a Base. ¿Me recibes, Tug? Cambio.

Soltó el botón y escuchó. Lo que se percibía era una estática bastante chillona, con voces fantasmales sepultadas muy dentro de ella.

—¿Quieres que pruebe otra vez? —preguntó Jingles.

—No. Pronto estaremos fuera de la estática.

Bent circulaba con las luces largas puestas, a más de cien kilómetros por hora, por la carretera tres, que llevaba a Derry. ¿Dónde demonios estaban las unidades de apoyo? No habían tenido problemas de comunicación con Haven; las transmisiones fueron tan claras que casi parecía un misterio. Pero la radio no era lo único misterioso en Haven esa noche.

¡En efecto!, convino su mente. A propósito, reconociste el anillo de inmediato, ¿verdad? Es imposible no reconocer un anillo de policía estatal, aun cuando esté en la mano de una mujer, ¿verdad? ¿Y viste cómo pendían sus tendones, igual que flecos? Parecía un trozo de carne en el mostrador de la carnicería, ¿no? Una pata de cordero, algo así. ¡El brazo derecho arrancado! Es…

«¡Basta! ¡Basta de una vez, qué joder!»

Bueno, bueno, está bien. Por un momento he olvidado que no querías pensar en eso. ¡Y cuánta sangre!

«Basta, por favor, basta», gimió él.

Bueno, está bien. Sé que me voy a volver loca si continúo pensando en eso, pero creo que sigo pensando, de cualquier modo, porque no puedo dejar de hacerlo. Esa mano, ese brazo…, qué horrible, nunca vi algo peor, ni siquiera en accidentes de tráfico. Pero ¿y todos aquellos otros pedazos? ¿Las cabezas cercenadas? ¿Los pies? Esa explosión de caldera debió de ser terrible.

—¿Dónde está la unidad de apoyo? —preguntó Jingles, nervioso.

—No lo sé.

Pero cuando los viera les diría unas cuantas cosas que los dejaría atónitos. Podía decirles: «Os tengo un acertijo que no adivinaríais jamás. ¿Cómo se explica que una explosión haya dejado cuerpos mutilados por todo el sector, pero un solo muerto? Más aún: ¿cómo es posible que el único daño provocado por una caldera al estallar sea arrancar la torre del ayuntamiento? ¿Y cómo es posible que Berringer, el jefe del cuerpo administrativo, no fuera capaz de identificar el cadáver, si hasta yo sabía quién era? ¿Os rendís, muchachos?»

Había cubierto el brazo con una manta. Con respecto a los otros fragmentos de cuerpos, nada se podía hacer. De cualquier modo, no importaba. Pero había cubierto el brazo de Ruth.

En la acera de la plaza de Haven: Allí lo había hecho, mientras el idiota de Allison, el jefe de los bomberos voluntarios, sonreía como si aquello fuese una cena entre amigos y no una explosión en que había muerto una estupenda mujer. Todo aquello era cosa de locos. Cosa de locos sin remedio.

A Peter Gabbons lo llamaban Jingles[12] por su voz grave, como la de Andy Devine; Jingles era uno de los personajes que Devine había representado en una vieja serie de vaqueros. Tug Ellender, el operador de radio, había empezado a llamarle así al llegar Gabbons de Georgia, y el apodo quedó. Pero Gabbons habló ahora con una voz aguda, estrangulada, distinta de la suya habitual:

—Sal de la carretera, Bent. Estoy descompuesto.

Rhodes se apartó con rapidez a un lado, en el borde mismo de una pendiente que estuvo a punto de arrojar el coche patrulla a la zanja. Al menos, Gabbons había sido el primero en aflojar. Eso era algo.

Jingles se arrojó del coche por la derecha. Bent Rhodes lo hizo por la izquierda. A la palpitante luz azul del coche patrulla, los dos echaron fuera todo lo disponible. Bent retrocedió, tambaleante, y se apoyó contra el vehículo, limpiándose la boca con una mano; entre las hierbas altas, más allá del borde de la carretera, aún se oían náuseas. Giró la cabeza hacia lo alto, agradecido por la brisa.

Benton se volvió hacia su compañero. Los ojos de Jingles eran oscuros y espantados agujeros. Tenían la mirada del hombre que está procesando toda su información sin llegar a conclusiones razonables.

—¿Qué ha ocurrido allá atrás? —preguntó Bent.

—¿Estás ciego, hombre? La torre del ayuntamiento salió por los aires como un cohete.

—¿Y cómo pudo una explosión de caldera hacer volar la torre?

—No lo sé.

—Me cago en eso. ¿Quién lo creería? ¿Una caldera estalla en pleno verano y hace volar la torre?

—No. Es ridículo.

—En efecto, compañero. Ridículo a más no poder. —Bent hizo una pausa—. ¿Qué has sentido, Jingles? ¿No has notado algo extraño allá?

—Podría ser —dijo su compañero, cauteloso—. Algo.

—¿Qué?

—No lo sé —dijo Jingles. Su voz había empezado a ascender por la escala, a tomar las inflexiones desparejas y gorjeantes de los niños pequeños cuando están al borde del llanto. Arriba refulgía una galaxia de estrellas, los grillos cantaban en el fragante silencio estival—. Pero me alegro muchísimo de haber salido de aquella ciudad…

Entonces recordó que al día siguiente volvería a Haven, para colaborar en los trabajos de limpieza y en la investigación. Eso sí hizo que se echara a llorar.

2

Al cabo de un rato reanudaron el viaje. Para entonces, del cielo había desaparecido hasta la última huella de luz. Bent se alegró de eso. En realidad no quería mirar a Jingles, ni que Jingles lo mirara.

A propósito, Bent, dijo entonces su mente, aquello era muy extraño, ¿no? Extrañísimo. Las cabezas esparcidas y las piernas, con los zapatos puestos, en la mayor parte de los casos. ¡Y los torsos! ¿Viste los torsos? ¡El ojo! ¡Ese único ojo azul! ¿Lo viste? Por supuesto, si lo enviaste de una patada a la alcantarilla cuando te inclinaste para recoger el brazo de Ruth McCausland. Muchos brazos, piernas, cabezas y torsos, pero Ruth fue la única persona que murió. Es un acertijo como para un campeonato, sí.

Las partes de cuerpecitos habían sido cosa fea. Los restos despedazados de los murciélagos, en cantidades enormes, también habían sido cosa fea. Pero nada tan horrible como el brazo de Ruth, con el anillo de su marido en el dedo corazón de la mano derecha, porque la mano y el brazo de Ruth eran de verdad.

Aquellos brazos, piernas y torsos habían sido, en un primer momento, una espantosa sorpresa; durante el primer momento de aturdimiento, Bent se había preguntado si, pese a las vacaciones de verano, no había algún grupo escolar recorriendo el ayuntamiento en el momento de la explosión. Después, su mente entumecida comprendió que ni siquiera los párvulos de un jardín de infancia poseían miembros tan pequeños, y que ningún niño poseía brazos y piernas que no sangraran cuando les eran arrancados del cuerpo.

Miró alrededor y vio que Jingles sostenía una cabecita humeante en una mano, y una pierna parcialmente derretida, en la otra.

—Muñecos —había dicho Jingles—. Muñecos, carajo. ¿De dónde han salido todos estos muñecos, Bent?

Cuando él iba a responder, diciendo que no lo sabía (aunque aun en ese momento lo de los muñecos le había sugerido algo, que ya recordaría a su debido tiempo), notó que todavía había parroquianos comiendo en el Minutas Haven. Y gente que compraba en el mercado. Un intenso frío le tocó el corazón como un dedo de hielo. Se trataba de una mujer a la que casi todos conocían de siempre (y en muchos casos, la amaban), pero cada uno seguía con lo suyo.

Seguían con lo suyo, como si nada hubiese ocurrido.

Entonces fue cuando Bent Rhodes empezó a desear, a desear muy en serio, salir de Haven cuanto antes.

Y ahora, al bajar el volumen de la radio que aún no transmitía sino estática sin sentido, Bent recordó qué le había acicateado su mente un instante antes.

—Ella misma tenía muñecos, la señora McCausland.

«Me gustaría haberla conocido a fondo, haberme tuteado con ella, como Monstruo. Que yo sepa, todo el mundo la quería. Por eso me extraña que cada uno siga en lo suyo…»

—Sí, creo que me lo dijeron —confirmó Jingles—. Era su hobby, ¿no? Tal vez lo he oído comentar en el Minutas Haven. O quizá en Cooder, tomando un refresco con los veteranos.

«Una cerveza con los veteranos, querrás decir», pensó Rhodes. Pero se limitó a asentir.

—Sí, y supongo que eso era lo que había allí. Sus muñecos. Un día de la primavera pasada estuve hablando de la señora McCausland con Monstruo y…

—¿Con Monstruo? —repitió Jingles—. ¿Monstruo Dugan la conocía?

—Sí, y creo que bastante bien. Él había sido compañero de su esposo antes de que éste muriera. Y me comentó que la señora McCausland tenía más de cien muñecos, tal vez doscientos. Me dijo que era su único hobby y que una vez los exhibieron en Augusta. Según me contó, ella estaba más orgullosa de esa exposición que de todo cuanto había hecho por la ciudad… ¡Y mira que hizo cosas en Haven!

«¡Me gustaría haber podido tutearla!», pensó otra vez.

Monstruo dijo que, aparte de sus muñecos, trabajaba sin cesar —continuó Bent. Luego agregó—: Por la forma en que me hablaba, se me ocurrió que estaba… eh… enamorado de ella. —Sonaba más anticuado que una película de vaqueros de Roy Rogers, pero era la sensación que siempre le había dado Butch Dugan, el Monstruo, con respecto a Ruth McCausland—. Es muy improbable que te encarguen darle la noticia de su muerte; pero, en todo caso, recuerda este consejo: haz como que no sabes nada.

—De acuerdo, lo tendré en cuenta. ¡Monstruo Dugan en mi caso: lo único que me faltaba!

Bent sonrió sin humor.

—Su colección de muñecos —musitó Jingles, con un asentimiento de cabeza—. Claro que era su colección de muñecos, me di cuenta enseguida… —Vio la mirada irónica de Bent y sonrió un poquito—. Bueno, en realidad, durante uno o dos segundos… Pero en cuanto vi que no había sangre y que el sol los hacía brillar, comprendí que eran muñecos. Sólo que no me explicaba cómo había tantos.

—Y todavía no te lo has explicado. Ni eso ni nada. No sabemos qué hacían allí. Ni por qué estaba ella en aquel lugar, por todos los diablos.

Jingles puso expresión de angustia.

—¿Quién querría su muerte, Bent? Era una mujer tan simpática… ¡Maldición!

—Creo que la asesinaron —dijo Bent. A sus propios oídos, su voz sonó como platillos que se quebraban—. ¿Te ha parecido un accidente?

—No. Eso no fue la explosión de una caldera. Y los humos que nos impidieron bajar al sótano… ¿para ti olían a queroseno?

Bent sacudió la cabeza. No importaba qué fuese aquel humo; nunca en su vida había olido algo parecido. Tal vez aquel idiota de Berringer había tenido razón en una sola cosa: en que respirar el humo podía ser peligroso y que era mejor quedarse arriba hasta que se despejara el aire en el sótano del ayuntamiento. Pero ahora Bent comenzaba a preguntarse si no los habría mantenido afuera deliberadamente… quizá para que no vieran que la caldera estaba intacta.

—Cuando presentemos nuestros informes sobre este lío —dijo Jingles—, los rufianes de la zona tendrán que dar muchas explicaciones: Allison, Berringer, esos tipos. Y quizá algunas explicaciones deban darlas al mismo Dugan.

Bent asintió, pensativo.

—Todo esto es una locura, qué joder. Allí había algo raro. Hasta empecé a sentirme mareado. ¿Y tú?

—Los vapores… —comenzó Jingles, vacilante.

—No jodas con los vapores. Me mareé en la calle.

—Los muñecos, Bent. ¿Qué pintaban los muñecos allí?

—No lo sé.

—Yo, tampoco. Pero es otra de las cosas que no me trago. Piensa un momento: si alguien la odiaba tanto como para querer matarla, quizá la odiaba lo suficiente para hacerla volar junto con sus muñecos. ¿No te parece?

—En realidad, no —respondió Benton Rhodes.

—Pero podría ser —insistió Jingles, como si con decirlo lo demostrara.

Bent empezó a comprender que Jingles trataba de sacar cordura de la demencia, y le dijo que intentara comunicarse por radio otra vez.

La recepción era algo mejor, pero ninguna maravilla, por cierto. Bent no recordaba que el reflector de microondas de Troy hubiera producido tanta interferencia a tan poca distancia de Derry.

3

Según los testigos con quienes habían hablado, la explosión había tenido lugar a las quince y cinco, medio minuto más o menos. El reloj de la torre del ayuntamiento dio las tres de la tarde, como siempre. Cinco minutos después, ¡BLAMMM! Y ahora, mientras volvía a Derry en la oscuridad, a la mente de Benton Rhodes acudió una imagen extrañamente convincente, tanto que le puso carne de gallina en todo el cuerpo.

Vio el reloj de la torre del ayuntamiento, que marcaba las tres y cuatro minutos de esa tarde calurosa y sin viento, ya a finales de julio. De pronto, una mirada pasa entre quienes están en el Minutas Haven; entre los clientes del almacén de Cooder; entre quienes se encuentran en la Ferretería Haven; entre las damas del Trastorio; entre los niños que se mecen o que penden de las paralelas, inquietos en el calor estival, en el patio junto a la escuela. Pasa de los ojos de una señora gorda que juega dobles de tenis en el club municipal, detrás del ayuntamiento, a su compañera de juego; después, a sus gordas adversarias, por encima de la red; la pelota rueda lentamente a un rincón de la cancha, en tanto ellas se tienden en el suelo, se cubren los oídos con las manos y esperan… esperan la explosión.

Todos los habitantes de la ciudad, tendidos en el suelo, esperando el blam que perforará el día, como el golpe de una maza sobre madera gruesa.

De súbito, Bent sintió un estremecimiento tras el volante del coche patrulla.

Las cajeras de Cooder. Los clientes entre las góndolas. Los parroquianos del Minutas Haven, sentados en los banquillos, y los que estaban tras el mostrador. A las quince y cuatro minutos todos se arrojaron al suelo, los malditos. Y a las quince y seis se levantaron para seguir cada uno con lo suyo. Todos ellos, salvo los Papanatas Elegidos. Y también Allison y Berringer, quienes dijeron a todos que se trataba de una explosión de la caldera, lo cual no era cierto; y que no sabían quién era la víctima, cuando lo sabían muy bien.

No creerás que todos sabían lo que iba a pasar, ¿o sí?

Una parte de él lo creía. Porque si las buenas gentes de Haven no hubieran sabido algo, ¿cómo era posible que las únicas bajas fueran Ruth McCausland y sus muñecos? ¿Por qué los demás no habían sufrido daño alguno, si la lluvia de cristales rotos había volado por la calle principal a una velocidad de ciento setenta kilómetros por hora, más o menos?

—Creo que a esta altura deberíamos estar fuera del alcance de ese maldito reflector —dijo Bent—. Prueba de nuevo.

Jingles cogió el micrófono.

—Sigo sin entender adónde se ha metido esa maldita unidad de refuerzo.

—Tal vez haya ocurrido algo en otra parte. Las desgracias nunca vienen solas.

—Sí vienen en tropel. Esto de que lluevan pedazos de muñecos…

Mientras Jingles oprimía el botón del micrófono, Bent cogió una curva con el coche patrulla. Los reflectores y la señal giratoria cayeron sobre una camioneta en medio de la carretera, en diagonal.

—¡Por todos los…!

Entonces los reflejos entraron en acción y le hicieron pisar el freno. Las cubiertas aullaron y desprendieron humo. Por un momento, Bent pensó que se estrellaban, pero el coche se detuvo con el parachoques a tres metros del vehículo detenido.

—Pásame el papel higiénico —bromeó Jingles, en voz baja y trémula.

Bajaron, desabrochando las pistoleras sin pensar. El olor a caucho quemado pendía en el aire de verano.

—¡Qué mierda ocurre! —exclamó Jingles.

Y Bent pensó: «Él también lo siente. Esto no es normal. Forma parte de lo que ocurría en esa escalofriante ciudad, y él también lo percibe».

Se levantó brisa. Bent oyó el ruido de una lona que se agitaba por un segundo. En la parte trasera de la camioneta se deslizó una lona, con un seco ruido de serpiente de cascabel. Los testículos del policía iniciaron un apresurado viaje hacia el norte. Aquello parecía el cañón de un bazuca. Iba a agacharse cuando se dio cuenta de que sólo era un caño de alcantarilla, apoyado en un soporte de madera. Nada había que temer. Pero él temía. Estaba aterrorizado.

—Vi esa camioneta en Haven, Bent. Estacionada frente al restaurante.

—¿Quién anda ahí? —gritó Bent.

No hubo respuesta.

Miró a Jingles. Éste, con los ojos resaltando grandes y oscuros en el pálido rostro, le devolvió la mirada.

De pronto, Bent pensó: «¿Interferencia de microondas? ¿Era eso en realidad lo que nos impedía comunicar?»

—¡Si hay alguien en esa camioneta, será mejor que hable! —amenazó—. A ver…

Desde la caja de la camioneta surgió una risa aguda, loca. Después se hizo el silencio.

—Oh, por Dios, esto no me gusta nada —gimió Jingles Gabbons.

Bent dio un paso hacia delante, al tiempo que elevaba el arma reglamentaria. De pronto, el mundo se llenó de luz verde.