TRES

HILLY BROWN

1

El día en que Hillman Brown efectuó el truco más espectacular de su carrera como mago aficionado (en realidad, el único truco espectacular de su carrera como mago aficionado) fue el domingo, 17 de julio: exactamente una semana antes de que el ayuntamiento de Haven volara. El hecho de que William Brown nunca hubiera logrado antes un truco espectacular de verdad no resultaba sorprendente. Después de todo, sólo tenía diez años.

Su nombre de pila era igual al apellido de soltera de su madre. En Haven, los Hillman era tan antiguos como los Montgomery; aunque Marie Hillman no había lamentado pasar a ser Marie Brown (¡después de todo, estaba enamorada de su novio!), quiso conservar su apellido de soltera y Bryant se mostró de acuerdo. El recién nacido no llevaba en su casa una semana y ya todos lo llamaban Hilly.

Hilly creció nervioso. Ev, el padre de Marie, decía que tenía bigotes de gato en vez de nervios y que pasaría la vida sobre ascuas. No era lo que Bryant y Marie Brown habrían deseado oír, pero cuando Hilly cumplió su primer año ya estaba comprobado; era un hecho de la vida. Algunos bebés tratan de reconfortarse meciéndose de vez en cuando en su cuna; otros se chupan el pulgar. Hilly se mecía casi constantemente (mientras lloraba con furia, la mayor parte de las veces) y se chupaba los dos pulgares; se los chupaba con tanta fuerza que, a los ocho meses, ya le habían salido dolorosas ampollas.

—Ahora dejará de hacerlo —pronosticó el doctor Lester, de Derry, con toda confianza, después de examinar las horribles ampollas que rodeaban los pulgares de Hilly; Marie había llorado sobre esas llagas como si estuvieran en su propia piel.

Pero Hilly no lo dejó. Al parecer, su necesidad de consuelo era mayor que el dolor provocado por las ampollas. Con el correr del tiempo, se le convirtieron en duros callos.

—Se pasará la vida sobre ascuas —profetizaba el abuelo del niño a quien se interesara (y también a quien no se interesara; a los sesenta y tres años, Ev Hillman se había vuelto un hombre gárrulo-tirando-a-cargante)—. Tiene bigotes de gato en vez de nervios, sí. Éste Hilly tendrá siempre a los padres con el ¡Jesús! en la boca.

Y así era, sin duda. Por instigación de Marie, su marido había puesto tocones de árboles talados a ambos lados del camino de entrada. En cada uno de esos tocones, Marie instaló un plantero; en cada plantero, una planta diferente o un ramo de flores. Cierto día, cuando tenía tres años, Hilly escapó de su cuna mientras se creía que dormía la siesta («¿Por qué tengo que dormir la siesta, mamá?», preguntaba Hilly. «Porque yo necesito descansar, Hilly», respondía su exhausta madre). Se escurrió por la ventana y tumbó los doce planteros con tocones y todo. Cuando Marie vio lo que Hilly había hecho, lloró con tanto desconsuelo como había llorado por los pulgares de su hijo. Al verla así, Hilly también estalló en lágrimas (sobre sus pulgares; estaba tratando de chuparse los dos juntos a un mismo tiempo). No había tumbado tocones y planteros por ser malo; sólo porque le había parecido una buena idea en ese momento.

—No sabes lo que cuesta esto, Hilly —dijo su padre en esa oportunidad. Lo diría muchas veces hasta el domingo 17 de julio de 1988.

A la edad de cinco años, Hilly subió a su trineo y salió disparado hacia la carretera por el camino de entrada de los Brown, cubierto de hielo. Más adelante diría a su pálida madre que no se le había ocurrido pensar que por la carretera podía venir algo. Levantarse, ver la capa de hielo formada durante la noche y preguntarse a qué velocidad correría por allí su trineo habían sido una sola cosa. Marie lo vio; también vio el camión-tanque que bajaba por la carretera 9, y llamó a Hilly en voz tan alta que en los días siguientes no pudo hablar sino en susurros. Esta noche, temblando entre los brazos de Bryant, le dijo que había visto la lápida del niño como si la tuviera ante los ojos: Hillman Richard Brown, 1978-1983. Se fue demasiado pronto.

—¡HIIILLYYYY!

Hilly volvió la cabeza de pronto al oír el grito de su madre, que le pareció tan potente como un avión de propulsión. Como resultado, cayó del trineo un momento antes de llegar al final del camino. El sendero estaba asfaltado y la capa de nieve helada era realmente fina; además, Hilly Brown nunca había tenido esa habilidad con que Dios suele dotar a los niños más activos: la habilidad de caer con suerte. Se fracturó el brazo izquierdo por encima del codo y se dio tal golpe en la cabeza que perdió el sentido.

Su trineo salió disparado. El conductor del camión-tanque reaccionó antes de haber podido ver que nadie iba sobre el pequeño vehículo. Hizo girar el volante y el camión bailó hacia un bajo terraplén de nieve, con la enorme gracia de las elefantas bailarinas de la película Fantasía. Atravesó el montón de nieve y cayó en la zanja, inclinado hacia un costado de manera alarmante. Menos de cinco minutos después, el conductor salió por la portezuela derecha del vehículo y corrió hacia Marie Brown, dejando el camión tendido de flanco en la hierba helada, como un mastodonte muerto, mientras el costoso combustible brotaba por las tres bocas superiores.

Marie llegaba corriendo por la carretera, gritando, con el niño inconsciente entre los brazos. En su terror y su confusión, estaba segura de que Hilly había sido atropellado, aunque lo había visto caer del trineo en el extremo del camino.

—¿Está muerto? —aulló el conductor, con los ojos dilatados, blanco como un papel, erizados los cabellos. En la entrepierna de los pantalones se le iba extendiendo una mancha oscura—. Señora, diga, por lo que más quiera, ¿está muerto?

—Creo que sí —sollozó Marie—. Creo que sí, que está muerto.

—¿Quién está muerto? —preguntó Hilly, abriendo los ojos.

—¡Oh, Hilly, gracias a Dios! —aulló su madre, abrazándolo.

El niño gritó a su vez con gran entusiasmo. Marie le estaba apretando los extremos astillados del hueso fracturado en el brazo izquierdo.

Hilly pasó los tres días siguientes en el Hospital Municipal de Derry.

—Al menos así se quedará un poco quieto —dijo Bryant Brown a la noche siguiente, mientras cenaba salchichas con guisantes.

Por una casualidad, Ev Hillman cenaba con ellos esa noche. Desde la muerte de su esposa acostumbraba hacerlo de vez en cuando: unas cinco noches por semana como promedio.

—¿Apostamos? —preguntó Ev, con la boca llena de pan de maíz.

Bryan echó una agria mirada de reojo a su suegro y no dijo nada.

Como de costumbre, Ev tenía razón; ése era uno de los motivos por los que Bryant solía mirarle con acritud. En su segunda noche de internamiento, mucho después de que los otros niños de Pediatría se quedaran dormidos, Hilly decidió salir a explorar. Cómo hizo para pasar ante la enfermera de noche sin ser visto resultó ser todo un misterio; pero el caso es que pasó. A las tres de la mañana se descubrió su desaparición. Una primera búsqueda por la sala de Pediatría no dio resultado. Tampoco la búsqueda en toda la planta. Se llamó a Seguridad para organizar una búsqueda por todo el hospital (los administradores, en un principio levemente fastidiados, comenzaron a preocuparse seriamente). Nada se descubrió. Telefonearon a los padres, que acudieron de inmediato, con cara de neurosis de guerra. Marie lloraba, pero su hinchada laringe sólo le permitía hacerlo en sofocados graznidos.

—Pensamos que tal vez haya salido del edificio, de un modo u otro —les dijo el director.

—¿Cómo diablos puede haber salido del edificio un niño de cinco años? —gritó Bryant—. ¿Qué clase de hospital es éste?

—Bueno, señor Brown… justamente es un hospital, no una cárcel.

Marie los interrumpió.

—Tienen que encontrarlo —susurró—. Afuera hay una temperatura de cinco grados bajo cero. Hilly iba en pijama. Podría estar…

—Oh, señora, creo que es prematuro preocuparse así —la interrumpió el director, con una sonrisa que trató de que fuese sincera.

Porque, en realidad, no le parecía prematuro en absoluto. Lo primero que había hecho, después de asegurarse de que el niño podía haber salido después de la ronda de las once, había sido averiguar qué temperatura hacía fuera. La respuesta provocó una llamada al doctor Elfman, especialista en casos de hipotermia, muy abundantes durante los inviernos de Maine. El pronóstico del doctor Elfman fue grave: «Si ha salido del hospital, es probable que a estas horas haya muerto».

Otra búsqueda por todo el hospital, con la colaboración de los bomberos y la Policía de Derry, dio también resultados nulos. Administraron un sedante a Marie Brown y la pusieron a dormir. La única buena noticia era de tipo negativo: hasta el momento, nadie había encontrado el cadáver congelado de Hilly. Pero el director pensaba que el río Penobscot estaba cerca del hospital, con la superficie helada. Era posible que el niño hubiera tratado de cruzar el hielo y caído por alguna rotura. Oh, cómo lamentaba que los Brown no hubieran llevado a su mocoso al hospital del Este…

A las dos de la tarde, Bryant se sentó en una silla junto a su esposa dormida; aturdido, se preguntaba cómo decirle que su único hijo había muerto, si llegaba el caso. Más o menos al mismo tiempo, un ordenanza bajó al sótano para verificar el hervido de la ropa blanca y se encontró con un espectáculo asombroso: un niñito, abrigado sólo con pantalones de pijama, y con un brazo escayolado, se paseaba despreocupado entre dos de las gigantescas calderas del hospital, completamente descalzo.

—¡Eh! —chilló el ordenanza—. ¡Eh, nene!

—Hola —dijo Hilly, acercándose. Tenía los pies negros de polvo y el pantalón del pijama manchado de grasa—. ¡Caramba, qué grande es esto! Creo que me he perdido.

El ordenanza llevó a Hilly en brazos a la administración. El director sentó al niño en un gran sillón (después de poner sobre el asiento una prudente cobertura de papel de diario) y envió a su secretaria en busca de una Pepsi-Cola y una bolsa de galletitas. En otras circunstancias, el director habría ido personalmente a buscar todo aquello, para impresionar al niño con su paternal amabilidad. En otras circunstancias; eso significaba, según se dijo el ceñudo director, con otra clase de criatura. En el caso de Hilly, temía dejarle solo.

Cuando la secretaria volvió con el refresco y las galletitas, el director la envió en busca de Bryant Brown. Éste, que era un hombre fuerte, al ver a Hilly sentado en el sillón de la administración, los pies sucios a diez centímetros de la alfombra, el papel de diario que crujía bajo su trasero y la boca llena de galletitas, no pudo contener las lágrimas de alivio y agradecimiento. Por supuesto, eso hizo que Hilly (que nunca en su vida había hecho nada malo a conciencia) rompiera también a llorar.

—Por Dios, Hilly, ¿dónde estabas?

Él contó la historia lo mejor que pudo, dejando que el padre y el director extrajeran de eso la verdad objetiva, dentro de sus posibilidades. Se había perdido; llegó al sótano detrás de un duende, según dijo, y se tendió a dormir bajo una de las calderas. Como allí hacía mucho calor, se había quitado la chaqueta del pijama, con mucho cuidado para no mover el yeso.

—Me gustaron mucho los cachorritos —dijo—. ¿Puedo tener un cachorrito, papi?

El ordenanza que había encontrado a Hilly halló asimismo la chaqueta, bajo la caldera número dos. Al sacarla de allí vio también a los «cachorritos», que escaparon de la luz. Prefirió no mencionarlos al matrimonio Brown; los pobres podían derrumbarse si recibían un golpe más. El ordenanza, hombre bondadoso, consideró mejor dejarles en la ignorancia de que su hijo había pasado la noche en compañía de varias ratas de sótano, algunas de las cuales tenían, en verdad, el tamaño de cachorros.

2

Si alguien le hubiese preguntado cómo percibía él mismo estas cosas (y los incidentes similares, aunque menos espectaculares, que ocurrieron en los cinco años siguientes), Hilly se habría encogido de hombros: «Creo que siempre me meto en líos», habría dicho. Con ello quería significar que era «propenso a los accidentes», pero hasta entonces nadie le había enseñado esa útil expresión.

A los ocho años, dos después del nacimiento de David, llegó a su casa con una nota de la señora Underhill, la maestra de tercer grado, quien pedía al matrimonio Brown que fuesen al colegio para mantener una breve entrevista con ella. Los Brown se presentaron, no sin ciertos temores. Entonces se enteraron de que, la anterior semana, habían sometido al tercer grado a una batería de tests para medir el coeficiente intelectual. Bryant, para sus adentros, esperaba oír que Hilly había resultado estar por debajo de lo normal y que necesitaba clases especiales. Marie, por su parte, que fuera disléxico. Ninguno de los dos había dormido bien la noche anterior.

Lo que la señora Underhill les anunció fue que Hilly estaba por completo fuera de la escala; dicho en términos sencillos, el muchacho era un genio, un superdotado.

—Si quieren saber cuál es su verdadero coeficiente intelectual —les dijo la maestra—, tendrán que llevarlo a Bangor para que le apliquen un test de Wechsler. Aplicarle el de Tompall es como tratar de determinar el coeficiente intelectual humano con un test de inteligencia ideado para cabras.

Marie y Bryant lo hablaron entre ellos… y decidieron no insistir al respecto. En realidad, no deseaban saber qué grado de inteligencia tenía Hilly. Les bastaba con saber que no era retrasado. Eso explicaba muchas cosas, comentó Marie esa noche en la cama: la inquietud de Hilly, el hecho de que no pudiera dormir más de seis horas, sus feroces ataques de interés, que aparecían y desaparecían como huracanes. Un día, cuando Hilly tenía casi nueve años, Marie volvió de Correos con el bebé y se encontró su impecable cocina hecha un desastre. La pileta estaba llena de fuentes con grumos de harina. En la mesa había un charco de mantequilla medio derretida. Y algo se cocía en el horno. Marie se apresuró a poner a David en el corralito y abrió el horno, esperando recibir grandes nubes de humo y olor a quemado. Por el contrario, había una bandeja de panecillos dulces que, si bien algo deformes, resultaron bastante sabrosos. Esa noche los comieron con la cena, pero no antes de que Marie calentara bien el trasero de Hilly y lo enviara a su habitación, berreando disculpas. Después se sentó ante la mesa de la cocina para llorar, mientras David (un bebé plácido y despreocupado, una soleada Tahití junto al Cabo de las Tormentas que era Hilly) la miraba cómicamente, sentado en su corralito, aferrado a los barrotes.

Un punto muy a favor de Hilly era su sincero amor por el hermanito. Aunque Marie y Bryant se mostraban reacios a permitir que lo tuviera en brazos y hasta a dejarle solo con él más de medio minuto, poco a poco se fueron tranquilizando.

—¡Caramba, si podríamos mandar a Hilly con David por dos semanas a un campamento en el bosque y volverían perfectamente! —protestaba Ev Hillman—. El chico adora a ese bebé. Y lo trata muy bien.

Y eso resultó ser cierto. Casi todos «los líos» en que Hilly se metía (si no todos) surgían, ya del deseo de superarse, ya del genuino deseo de ayudar a sus padres. Las cosas le salían mal, eso era todo. Pero en el caso de David, que adoraba el suelo por donde su hermano mayor pisara, Hilly parecía acertar siempre.

Eso fue hasta el 17 de julio, día en que Hilly hizo el gran truco.

3

El señor Robertson Davies (que su muerte se posponga por mil años más) ha sugerido en su Deptford Trilogy que nuestra actitud hacia los magos y la magia indica, en gran parte, nuestra actitud ante la realidad, y que nuestras actitudes ante la realidad indican nuestra actitud con respecto a todo el mundo de maravillas en el cual nos encontramos: como niñitos en el bosque, incluso los más ancianos (hasta el señor Davies en persona, cabe creer), donde algunos de los árboles muerden y otros confieren grandes favores místicos, por alguna propiedad de su corteza, sin duda.

Hilly Brown percibía con claridad que vivía en un mundo de maravillas. Ésa había sido siempre su actitud y jamás cambió, pese a todos sus «líos». El mundo era tan místicamente bello como las bolas de cristal que sus padres colgaban todos los años en el árbol de Navidad (Hilly se moría por colgar algunas, pero la experiencia le había enseñado, al igual que a sus padres, que una bola de ésas en sus manos tenía la muerte asegurada). Para él, el mundo era tan glorioso y desconcertante como el Cubo-Rubik que le habían regalado en su noveno cumpleaños (en realidad, el cubo fue glorioso y desconcertante durante dos semanas, hasta que su solución se volvió rutinaria). Su actitud hacia la magia también era previsible: la amaba. La magia estaba hecha para Hilly Brown. Por desgracia, Hilly Brown, como el Dunstable Ramsey de la Deptford Trilogy, no estaba hecho para la magia.

El día que Hilly cumplía diez años, Bryant Brown tuvo que pasar por la galería comercial de Derry a elegir otro regalo para su hijo. Marie le había telefoneado a mediodía.

—Papá se olvidó de comprarle un regalo, Bryant. Pregunta si puedes pasar por la galería y comprarle un juguete o algo así. Te pagará el dinero cuando cobre la jubilación.

—Sí, claro —repuso Bryant, mientras pensaba: «Ése día los cerdos volarán en escobas».

—Gracias, cariño —dijo ella, agradecida. Sabía muy bien que su padre (ahora cenaba con ellos seis y siete noches a la semana, no sólo cinco) era como papel de lija en el alma de su esposo. Pero él nunca se quejaba; por eso Marie lo amaba tanto.

—¿Qué ha pensado comprarle?

—Dice que confía en tu criterio.

«Típico», pensó Bryant.

Así fue como esa tarde se encontró en una de las dos jugueterías del centro comercial, entre juegos, muñecos (los muñecos para varones, bajo el eufemismo de «figuras de acción»), modelos y equipos. Bryant vio un gran equipo de química, pero se estremeció de terror al imaginar a Hilly mezclando sustancias en un tubo de ensayo. Nada le parecía adecuado; su hijo, a los diez años, estaba en esa edad en que ya no interesaban los juguetes y era demasiado pequeño aún para los juegos de construcción más sofisticados. Nada, nada le parecía adecuado, y ya no tenía tiempo. La fiesta de cumpleaños empezaría a las cinco y eran las cuatro y cuarto. Necesitaba esos tres cuartos de hora para llegar a casa.

Eligió el equipo de magia casi al azar. ¡Treinta trucos nuevos!, anunciaba la caja. Bien. ¡Horas de alegría para el pequeño prestidigitador!, decía la caja. Bien, también. Para 8 a 12 años, decía la caja, y eso fue lo mejor de todo. Bryant lo compró y lo metió de contrabando en la casa, bajo su chaqueta, mientras Ev Hillman dirigía un desafinado coro compuesto por Hilly, David y tres amigos del mayor.

—Llegas a tiempo para la tarta —saludó Marie, dándole un beso.

—Antes envuelve esto, ¿quieres? —Él le entregó el equipo de magia. Ella le echó un vistazo y asintió—. ¿Cómo anda todo?

—Bien —dijo Marie—. Han jugado a ponerle la cola al burro. Cuando le tocó a Hilly, tropezó con una pata de la mesa y clavó la cola en el brazo de Stanley Jernigan; pero, hasta ahora, nada más.

Bryant se alegró de inmediato. Desde luego, las cosas andaban bien. El año anterior, mientras jugaban al escondite, Eddie Golden se había desgarrado la pierna con un trozo de alambre de púas oxidado que Hilly había pasado por alto en su «siempre-limpio-escondite» (en realidad, nunca había visto ese alambre viejo). Eddie había tenido que recibir tres puntos de sutura y una inyección antitetánica, que le provocó una mala reacción y lo envió dos días al hospital.

Marie le sonrió y volvió a besarle.

Hilly abrió todos sus regalos con placer, pero cuando retiró el envoltorio del equipo de magia quedó transportado de alegría. Corrió hacia su abuelo (que para entonces había devorado media tarta de chocolate y se cortaba otra porción) y lo abrazó con fiereza.

—¡Gracias, abue! ¡Gracias! ¡Justo lo que yo quería! ¿Cómo lo adivinaste?

Ev Hillman le sonrió cálidamente.

—Creo que no he olvidado del todo lo que era ser niño —dijo.

—¡Es estupendo, abue! ¡Caramba! ¡Treinta trucos! Mira, Barney…

Cuando se volvía para exhibir el regalo a Barney Applegate, golpeó la taza de café de Marie con el borde de la caja y la rompió. El café quemó a Barney en el brazo y le hizo dar un grito.

—Disculpa, Barney —dijo Hilly, sin dejar de bailotear. Tenía los ojos tan brillantes que parecían un incendio—. ¡Pero mirad! ¡Genial! ¿No? ¡Formidable!

Los tres o cuatro regalos para los que Bryant y Marie habían estado ahorrando, que habían reservado con antelación por catálogo para que llegaran a tiempo, quedaron así relegados a la condición de porteadores de bultos en una aventura selvática. Bryant y Marie intercambiaron una mirada telepática.

Caramba, cariño, lo siento, dijeron los ojos de ella.

¡Qué se le va a hacer…! Así es la vida con Hilly, respondieron los de él.

Y los dos estallaron en una carcajada.

Los concurrentes a la fiesta se volvieron a mirarles por un momento (Marie nunca olvidaría los ojos redondos y solemnes de David), pero de inmediato concentraron la atención en Hilly, que estaba abriendo su juego de magia.

—¿Quedará un poco de helado con nueces? —se preguntó Ev en voz alta.

Y Hilly que esa tarde consideraba a su abuelo como el hombre más grande del mundo, corrió a buscar el helado.

4

El señor Robertson Davies también ha sugerido en su obra que a la magia se le aplica la misma gran verdad que a la literatura, la pintura, la elección del caballo ganador en las carreras y la capacidad de decir mentiras creíbles: algunos nacen con esa habilidad; otros, no.

Hilly, no.

En Fifth Business, de Davies, el primer libro de la trilogía, el narrador, encantado por la magia (es un niño de la edad de Hilly) realiza (mal) muchas pruebas ante un aprobador público unipersonal (un niño mucho menor, de la edad de David), con este irónico resultado: el niño mayor descubre que el pequeño tiene un talento natural para la prestidigitación, el mismo del que él carece. Ese niño menor avergüenza por completo al narrador la primera vez que trata de hacer que unos centavos desaparezcan.

En este último punto acaba la similitud; David no tenía más talento para la magia que Hilly. Pero adoraba a su hermano. Lo habría observado en paciente y amoroso silencio aun si, en vez de tratar que los comodines escaparan del mazo, o de que Victor, el gato de la familia, saltera de su chistera (chistera que fue tirada a la basura el mes de junio, porque Victor defecó en ella), Hilly le hubiera dado una conferencia sobre la termodinámica del vapor o leído íntegro el Evangelio según san Mateo.

No se puede decir que Hilly fuera un completo fracaso como mago. Por el contrario, la PRIMERA FUNCIÓN DE GALA DEL MAGO HILLY BROWN fue considerada un verdadero éxito. Asistieron diez o doce niños (casi todos amigos de Hilly, pero también algunos compañeros del jardín de infancia de David, para mayor seguridad) y cuatro o cinco adultos, ante quienes Hilly hizo más de diez trucos. En su mayor parte resultaron bien, no porque hubiera talento natural ni verdadera genialidad, sino por la voluntad con que Hilly los había ensayado. Toda la inteligencia y la voluntad del mundo no pueden crear una muestra de arte sin un poco de talento, pero sí algunas grandes falsificaciones.

Además, cabía decir algo en favor del juego de magia elegido casi al azar por Bryant: sus creadores, sabiendo que la mayoría de los aspirantes a mago serían torpes y con poco talento, se habían basado sobre todo en artificios mecánicos. Había que esforzarse mucho para arruinar el truco de las Monedas Multiplicadas, por ejemplo. Lo mismo ocurría con la Guillotina Mágica, un pequeño modelo (cuya base decía, discretamente, MADE IN TAIWAN) cargado con una hoja de afeitar. Cuando algún nervioso espectador (o David, de lo más tranquilo) ponía el dedo en el hueco de la guillotina, por encima de un agujero que sostenía un cigarrillo, Hilly dejaba caer la hoja y cortaba el cigarrillo en dos… pero dejaba el dedo milagrosamente intacto.

No todos los trucos dependían de artificios mecánicos, Hilly pasó horas enteras practicando un movimiento de las manos que le permitiría hacer «flotar» una carta desde el fondo del mazo hasta su superficie. Llegó a hacerlo muy bien, sin saber que el truco era mucho más útil para los tramposos en el juego que para los magos. Cuando el público supera las veinte personas, se pierde la intimidad de la sala familiar; entonces falla hasta el más espectacular de los juegos de naipes. Pero como el público de Hilly era reducido, pudo fascinar a niños y adultos por igual: hizo aparecer arriba las cartas puestas en el medio del mazo; logró que en el bolso de Rosalie Skehan apareciera la carta que ella había mirado y puesto otra vez con las demás. Y, por supuesto, hizo que los comodines huyeran de la casa en llamas, tal vez el mejor truco de naipes que se haya inventado jamás.

Hubo fracasos, por supuesto. Esa noche, en la cama, Bryant diría que Hilly sin meteduras de pata habría sido como McDonald’s sin hamburguesas. Cuando trató de volcar una jarra de agua en un pañuelo que había pedido a Joe Paulson, el cartero que se electrocutaría un mes más tarde, sólo consiguió mojar el pañuelo y la parte delantera de sus pantalones. Victor se negó a salir de la chistera. Lo peor fue que el truco de las Monedas Desaparecidas fracasó, aunque Hilly había sudado sangre para dominarlo. Hizo desaparecer las monedas sin dificultad (en realidad, eran grandes discos de chocolate envueltos de papel dorado), pero en el momento de volverse se le cayeron de la manga, ante la carcajada general y el estruendoso aplauso de sus amigos.

Pese a todo, los aplausos que cerraron la función fueron sinceros. Todo el mundo coincidió en que Hilly Brown era un verdadero mago, si tenían en cuenta sus diez años. Sólo tres personas estuvieron en desacuerdo con esa opinión: Marie Brown, Bryant y el mismo Hilly.

—Aún no lo ha descubierto, ¿verdad? —comentó Marie a su esposo, esa noche, en la cama.

Se daba por entendido: se refería a lo que Dios tenía asignado a Hilly como misión para el faro que había puesto en su cerebro.

—No —dijo Bryant, después de una larga pausa pensativa—, creo que no. Pero se ha esforzado mucho, ¿no? Ha trabajado como una mula.

—Sí —confirmó ella—. Me alegro de que haya salido bien. Es bueno saber que puede, en vez de saltar de una cosa a otra. Pero también me entristece un poco. Trabajó con esos trucos como un estudiante universitario para graduarse.

—Lo sé.

Marie suspiró.

—Ahora que ha dado su función, supongo que se olvidará de eso y pasará a otra cosa. Con el tiempo, descubrirá qué es lo suyo.

5

En un principio pareció que Marie tenía razón, que el interés de Hilly por la magia se borraría como se había borrado su interés por las hormigas, las piedras lunares y la ventriloquía. El equipo de magia había dejado de estar bajo su cama, a mano por si Hilly despertaba en medio de la noche con una idea, y se encontraba en su atestado escritorio. Marie reconoció en ese cambio la primera escena de una vieja comedia. El desenlace se produciría cuando el equipo de magia fuese a parar a los polvorientos rincones de la buhardilla.

Pero la mente de Hilly no había seguido ese curso. No era tan sencillo. Las dos semanas siguientes a la función de magia fueron un período de profunda depresión para el chico. Sus padres nunca lo supieron. David, sí; pero con sus cuatro años no podía hacer gran cosa, salvo desear que Hilly se animara.

Hilly Brown trataba de asimilar la idea: por primera vez en su vida había fracasado en algo que realmente deseaba hacer. Los aplausos y las felicitaciones lo habían gratificado, y no era tan inocente como para confundir los elogios con la cortesía. Pero en él había una parte férrea (esa parte, en otras circunstancias, le habría convertido en un gran artista), que no se conformaba con elogios. Los elogios, insistía esa parte férrea suya, era lo que los chapuceros de este mundo acumulaban sobre la cabeza de los apenas competentes.

En pocas palabras, con elogios no bastaba.

Por supuesto, Hilly no lo pensaba en términos tan adultos, pero lo pensaba. Si su madre hubiese conocido su forma de pensar, se habría enfadado mucho con él por tanto orgullo. La Biblia enseña que el orgullo precede a la caída. Se habría enfadado más que la vez del trineo y el camión-tanque, o que aquella otra en que él había querido dar a Victor un baño con sales perfumadas en el lavabo del cuarto de baño. «¿Qué quieres, Hilly? —habría exclamado, mientras levantaba las manos—: ¿Elogios sinceros?»

Ev, que veía mucho, y David, que veía más aún, habrían podido decírselo.

Quería que su público abriera los ojos como para que se le salieran de las órbitas. Que las niñas gritaran y los muchachos chillaran. Que todos rieran cuando Victor saltara de la chistera con una cinta en la cola y una moneda de chocolate en la boca. Hubiera cambiado todos los elogios y los aplausos del mundo por un solo grito de miedo, por una carcajada sonora, por una mujer que se desmayara como, según el folleto, hacían cuando Harry Houdini llevaba a cabo sus famosos trucos. Porque el elogio significa que uno es bueno y nada más. Cuando el público grita, ríe y se desmaya, significa que uno es… ¡grandioso!

Pero Hilly sospechaba…, no: Hilly sabía que él nunca sería grandioso. Y toda la voluntad del mundo no cambiaría eso. Era un golpe duro, no tanto el fracaso en sí como el hecho de saber que la situación no podía ser cambiada. En cierto modo, era como el fin de Santa Claus.

Por eso, mientras sus padres creían que aquella falta de interés suponía sólo otro cambio de los caprichosos vientos primaverales que soplan en casi toda niñez, en realidad era el resultado de la primera conclusión adulta de Hilly: si jamás sería grandioso como mago, tenía que apartar el juego a un lado. No podía dejarlo a mano para hacer un truco de vez en cuando, a manera de diversión. El fracaso dolía demasiado como para permitirle esa actitud. Era una mala ecuación. Mejor borrarla e intentar otra.

Si los adultos fueran capaces de arrinconar sus obsesiones con igual firmeza, el mundo andaría, sin duda, mucho mejor. Robertson Davies no dice eso en su Deptford Trilogy, pero lo insinúa con fuerza.

6

El 4 de julio, día de la Independencia de Estados Unidos, David entró en el cuarto de su hermano y vio que Hilly había sacado de nuevo el equipo de magia. Tenía varios elementos diseminados ante sí… y algo más. Pilas. Las pilas de la radio grande de papá, según pensó David.

—¿Qué haces, Hilly? —preguntó el pequeño, amistoso.

La frente del mayor se oscureció. Se levantó de un salto y sacó a David a empujones, con tanta violencia que el niño cayó en la alfombra. Esa conducta resultaba tan poco habitual en su hermano que David, de tan sorprendido como estaba, ni siquiera lloró.

—¡Fuera de aquí! —gritó Hilly—. ¡No se pueden mirar los trucos nuevos! Los príncipes de Médicis hacían ejecutar a quien era sorprendido mirando los trucos de sus magos favoritos.

Después de haber pronunciado esa declaración, Hilly cerró la puerta en las narices de su hermano. David aulló pidiendo entrar, pero de nada le sirvió. Esa desacostumbrada dureza en alguien siempre tan dulce, aunque raro, era tan asombrosa que David bajó por la escalera, encendió el televisor y lloró hasta quedarse dormido frente a Barrio Sésamo.

7

El interés de Hilly por la magia se había reavivado más o menos por la época en que el cuadro de Jesús empezó a hablar con Becka Paulson.

Un solo y poderoso pensamiento reinaba en su mente: si sólo estaban a su alcance los trucos mecánicos, como el de las Monedas Multiplicadas, inventaría sus propios trucos mecánicos. ¡Los mejores que jamás se hubieran visto! ¡Mejores que el reloj de Thurston o los espejos con bisagras de Blackstone! Si para provocar exclamaciones, gritos y carcajadas hacían falta inventos y no manipulaciones, así sería.

En los últimos días se sentía muy capaz de inventar cosas.

En los últimos días, su mente parecía casi llena de ideas para inventos.

No era la primera vez que algunas ideas de inventar cosas pasaban por su mente, pero las que había tenido hasta entonces habían sido vagas, potenciadas por ensoñaciones y no por principios científicos: naves espaciales hechas con cajas de cartón, pistolas de rayos que tenían un sospechoso parecido a ramas de árbol con trozos de gomaespuma y cosas así. De vez en cuando se le ocurrían ideas buenas, casi prácticas; pero siempre las descartaba porque no sabía cómo llevarlas a la práctica: sabía clavar un clavo o aserrar una madera, y nada más.

Ahora, en cambio, los métodos parecían claros como el cristal.

«Trucos grandiosos», pensó mientras ponía cables, enroscaba tuercas y atornillaba. El 18 de julio, cuando su madre le dijo que iba de compras a Augusta (hablaba de una manera distraída; hacía cosa de una semana que le dolía la cabeza; la noticia de que Joe y Becka Paulson habían muerto al incendiarse su casa no la había calmado, por cierto), Hilly le pidió que pasara por la ferretería principal y le comprara un par de cosas. Le dio una lista y los ocho dólares que le quedaban del dinero recibido para su cumpleaños; luego le preguntó si podía «algo así como prestarle» el resto.

Diez (10) contactos tipo resorte (N.° 1334567) c/u 0,70 dól.

Tres (3) contactos tipo resorte (N.° 1334709) c/u. 1,00 dól.

Un (1) enchufe de seguridad para cable coaxial (N.° 19776-C) 2,90 dól.

Si no hubiese sido por su dolor de cabeza y por una sensación generalizada de nerviosismo que tenía, Marie no habría dejado de preguntarle para qué era todo aquello; interesándose también por saber de dónde sacaba Hilly información tan exacta, hasta con el número de inventario, si no había hecho una llamada de larga distancia a la ferretería en cuestión. Hasta quizá hubiera sospechado que Hilly, por fin, «lo había descubierto».

En cierta forma terrible, eso era lo que había ocurrido.

Pero ella aceptó comprar las cosas y «algo así como prestarle» los cuatro dólares que faltaban.

Cuando volvió de Augusta con David, ya se le habían ocurrido algunas de esas preguntas. El viaje le había hecho mucho bien, pues su dolor de cabeza había desaparecido por completo. David, que estaba silencioso e introspectivo (aunque siempre era alegre y dicharachero) desde que Hilly lo echó de su cuarto, también parecía reanimado. Parloteó hasta que a ella le ardieron las orejas. David le informó que Hilly había fijado su SEGUNDA FUNCIÓN DE MAGIA para dentro de nueve días, en el patio trasero.

—Va ’cer muchos trucos nuevos —dijo el niño, mohíno.

—¿De veras?

—Sí.

—¿Y te parece que serán buenos?

—No sé —respondió David.

Pensaba de qué manera lo había sacado su hermano a empujones de la habitación. Estaba al borde de las lágrimas, pero Marie no se dio cuenta. Diez minutos antes habían pasado los límites de Albion; se encontraban otra vez en el distrito de Haven, y el dolor de cabeza le empezaba de nuevo. Y con él, la anterior sensación (ahora algo más fuerte) de que no ordenaba sus pensamientos como habría debido. Para empezar, parecía tener demasiados. Por otra parte, ni siquiera sabía a qué se referían muchos de ellos. Eran como si… Lo pensó con atención y finalmente llegó a la comparación: en secundaria había participado en un grupo de teatro (era posible que Hilly hubiese heredado de ella el amor por lo dramático); los pensamientos de su mente eran como el murmullo del público, oído a través del telón, antes de que se iniciara el espectáculo. No sabía qué decían, pero sí sabía que estaban allí.

—No creo que sean muy buenos —dijo David, por fin.

Miraba por una ventanilla; de súbito, sus ojos eran los de un prisionero, solitario y sin salida. David vio a Justin Hurd en sus tierras, traqueteando con el tractor. Estaba arando, aunque corría el mes de julio: pleno verano. Por un momento, la mente de Justin Hurd, de cuarenta y dos años, quedó totalmente abierta a la de David Brown, de cuatro. El niño comprendió que Justin estaba destrozando toda su huerta: rompía el maíz sin madurar, desgarraba las judías, hacía puré los tiernos melones bajo las ruedas del tractor. Justin Hurd creía estar en primavera. Justin Hurd se había vuelto loco.

—No creo que sean nada buenos —repitió David.

8

En la PRIMERA FUNCIÓN DE GALA DEL MAGO HILLY, el público había sido de unas veinte personas. En la segunda hubo sólo siete asistentes: sus padres, su abuelo, David, Barney Applegate (que tenía diez años, como Hilly) y la señora Crenshaw (que había ido desde la ciudad con la esperanza de vender a Marie algunos productos de Avon), aparte del mismo Hilly. Ese drástico descenso de asistentes no fue el único contraste con el primer espectáculo.

El público que asistió al primero había sido alegre y hasta algo descarado (por ejemplo, el sarcástico aplauso que saludó a las monedas de chocolate caídas de la manga de Hilly). El público del segundo se mostraba ceñudo e inquieto; parecían maniquíes sentados en las sillas de campaña que habían instalado Hilly y su «ayudante» (David, pálido y silencioso). El padre de Hilly, que tanto rió, aplaudió y lo festejó en la primera función, interrumpió el discurso de apertura de Hilly sobre los «misterios del Oriente» para decirle que no podía perder mucho tiempo con esos misterios, si al mago no le molestaba, acababa de cortar el césped y necesitaba una ducha y una cerveza.

También el clima había cambiado. El día de la PRIMERA FUNCIÓN DE GALA había sido claro, cálido y verde, el más esplendoroso de los días que Nueva Inglaterra puede ofrecer a fines de primavera. Ese día de pleno verano era caluroso y húmedo; el sol, deslumbrante, castigaba desde un cielo color cromo. La señora Crenshaw se abanicaba con uno de sus catálogos de Avon, en espera de que todo aquello terminara pronto. Una podía desmayarse allí, sentada al sol. Y ese niñito, sobre su estrado hecho con cajones de naranjas, con su traje negro y el bigote pintado con crema de los zapatos… malcriado… exhibicionista… De pronto, la señora Crenshaw sintió ganas de matarlo.

Los actos de magia eran mucho mejores (sorprendentes, en realidad), pero Hilly quedó atónito y enfurecido al ver que estaba aburriendo a su público hasta las lágrimas. Vio que su padre se removía en la silla, como si fuese a levantarse, y eso lo puso frenético; quería impresionar a su padre más que a nadie.

«Bueno, ¿qué quieres? —se preguntó, enojado, sudando tanto como la señora Crenshaw bajo su traje dominguero de lana—. Estoy actuando muy bien, hasta mejor que el mismo Houdini, pero nadie grita, nadie ríe, nadie se horroriza. ¿Por qué? ¿Qué cuernos anda mal?»

En el centro del estrado de cajones había una pequeña plataforma (otro cajón de naranjas, éste cubierto con una sábana). El cajón escondía un artefacto inventado por Hilly, usando las pilas que David había visto en su cuarto y las entrañas de una vieja calculadora robada (sin el menor remordimiento) del fondo de un cajón, en el escritorio que había en el vestíbulo. La sábana que cubría el cajón de naranjas estaba recogida en los bordes; entre los pliegues se ocultaba otro de los desacostumbrados robos de Hilly: el pedal de la máquina de coser de su madre. Hilly había conectado el pedal a su artefacto. También había usado los contactos de resorte que ella le había comprado en Augusta.

El artefacto que había inventado hacía desaparecer las cosas y las devolvía de regreso. A Hilly eso le parecía espectacular, asombroso. Sin embargo, la reacción de su público empezó siendo apenas tibia y fue descendiendo.

—¡Para mi primera prueba, el Tomate que Desaparece! —trompeteó Hilly. Sacó un tomate de su caja de «elementos mágicos» y lo mostró a los presentes—. Me gustaría que un voluntario del público se adelantara para comprobar que se trata de un tomate verdadero, no de una imitación. ¡Usted, señor! ¡Gracias!

Señaló a su padre, que se limitó a agitar cansadamente la mano, diciendo:

—Está bien, Hilly, es un tomate. Ya lo veo.

—¡Bien! Ahora veamos cómo se producen… ¡los Misterios del Oriente!

Hilly se inclinó, puso el tomate en el centro de la sábana blanca que cubría el cajón y lo tapó con uno de los pañuelos de seda de su madre. Agitó la varita mágica sobre el montículo circular que abultaba el pañuelo azul y chilló:

¡Presto-magesto! —Mientras pisaba subrepticiamente el pedal escondido. Se produjo un breve zumbido en tono grave.

El montículo desapareció bajo el pañuelo, que quedó plano. Hilly retiró el pañuelo para mostrar a los presentes que no había nada sobre la plataforma y esperó, complacido, las exclamaciones y los gritos de asombro. Sólo obtuvo un aplauso.

Un aplauso cortés, nada más.

Con toda claridad, desde la mente de la señora Crenshaw, le llegó: «Una trampilla. Esto no tiene nada de innovador. Parece mentira que deba aguantar este sol y a ese malcriado que hace desaparecer tomates por trampillas, sólo para vender un frasco de perfume a su madre. ¡Qué cosa!»

Hilly empezaba a enfurecerse.

—Ahora. ¡Otro Misterio del Oriente! ¡El Regreso del Tomate Desaparecido! —Miró a la señora Crenshaw con un ceño formidable—. Y si alguno de ustedes está pensando en algún truco estúpido como el de las trampillas, hasta el más estúpido ha de saber que se puede hacer bajar un tomate por una de ellas, pero sería bastante difícil hacer que subiera, ¿verdad?

La señora Crenshaw mantuvo su sonrisa agradable; sus nalgas desbordaban los bordes de la silla de jardín, que se estaba hundiendo poco a poco en el césped. Sus pensamientos se habían borrado de la cabeza de Hilly como una señal de radio deficiente.

El niño puso otra vez el pañuelo de seda sobre la plataforma. Agitó la varita mágica. Pisó el pedal. La seda azul se abultó sobre algo esférico. Hilly retiró el pañuelo, triunfante, y dejó al descubierto el tomate.

—¡Ta-taaaa! —gritó. Ahora sí sonarían los gritos y las exclamaciones de asombro.

Más aplausos corteses.

Barney Applegate bostezó.

Hilly lo hubiera matado de muy buena gana.

Había pensado pasar de número en número hasta el Gran Final, y la idea era buena, pero no llegó muy lejos. En su disculpable entusiasmo por haber inventado una máquina que hacía desaparecer de verdad las cosas (planeaba entregarla al Pentágono o algo así, después de que su retrato hubiera aparecido en la portada de Newsweek, nombrándolo como el mago más grande de la historia), Hilly había pasado dos cosas por alto. Primero, que sólo los niños pequeños y los estúpidos toman por ciertos los actos de magia; segundo, que estaba repitiendo, en esencia, el mismo truco, una y otra vez. Cada nuevo ejemplo difería del anterior sólo en un grado de dificultad.

Del Tomate que Desaparece y el Regreso del Tomate Desaparecido, Hilly pasó ceñudo a la Radio que Desaparece (la de su padre, bastante aligerada por falta de ocho pilas secas, ahora en las entrañas del artefacto oculto bajo la plataforma) y el Regreso de la misma.

Corteses aplausos.

La Silla que Desaparece, seguida del Regreso de Usted-lo-ha-Dicho.

El público se iba encorvando en su asiento, como aturdido por el sol… o tal vez por lo que había en la atmósfera de Haven, fuera lo que fuese. Si algo se estaba oxidando en el casco de la nave y pasaba al aire, su condensación era mucha ese día pues no había el más leve soplo de viento.

«Tengo que hacer algo», pensó Hilly, presa del pánico.

En la prisa del momento, decidió saltar la Biblioteca que Desaparece, la Bicicleta que Desaparece (de mamá) y la Motocicleta que Desaparece (de papá). De cualquier modo, dado el humor de su padre, le resultaría difícil que se la llevara hasta la plataforma. Pasaría sin más al Gran Final.

El Hermanito que Desaparece.

—Y ahora…

—Disculpa, Hilly, pero… —comenzó su padre.

—… como última demostración —agregó el chico, apresuradamente. El padre volvió a sentarse, a desgana—, necesito un voluntario. Acércate, David.

David se levantó, con una expresión que equilibraba el miedo y la resignación, Aunque no se le había dicho con exactitud, David sabía cual era el último truco. Lo sabía demasiado bien.

—No quiero —susurró.

—Lo harás —respondió Hilly, con el ceño fruncido.

—Tengo miedo, Hilly —suplicaba David, con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Y si no vuelvo?

—Volverás —susurró el mayor—. Todo lo demás ha vuelto, ¿no?

—Sí, pero no has hecho desaparecer nada vivo —objetó David. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

Hilly miró a su hermano, que había amado tanto y con tanto éxito (había tenido más éxito en su amor a David que con cualquier otra de sus empresas, incluida la magia). Experimentaba un momento de horribles dudas. Era como despertar por un momento de una pesadilla antes de que lo empujara a uno hacia algo. No vas a hacer eso, ¿verdad? No lo empujarías a una calle transitada sólo porque creyeras que todos los vehículos se detendrían a tiempo, ¿verdad? Ni siquiera sabes adónde van esas cosas cuando dejan de estar aquí.

Pero miró al público, aburrido y desatento; el único que parecía más o menos vivo era Barney Applegate, que se estaba rascando una costra en el codo. El resentimiento volvió a surgir. Dejó de ver las lágrimas de miedo en los ojos de David.

—¡Sube al estrado, David! —susurró, adusto.

La carita de David tembló, pero caminó hacia allí. Nunca había desobedecido a Hilly; lo había idolatrado en cada uno de los más de mil quinientos días de su vida. No lo desobedecería tampoco ahora. De cualquier modo, sus piernas regordetas lo sostuvieron a duras penas hasta que subió al cajón de naranjas cubierto por la sábana, con la máquina loca debajo.

David se enfrentó al público: un niño redondo, de pantaloncitos azules y camiseta desteñida con la leyenda: ME LLAMAN DOCTOR AMOR. Las lágrimas le corrían por el rostro.

—Sonríe, maldición —siseó Hilly, mientras ponía el pie en el pedal de la máquina de coser.

David, aunque sollozando aún más, se las compuso para esbozar la horrible parodia de una sonrisa. Marie Brown no vio las lágrimas de terror de su hijo menor. La señora Crenshaw había cambiado de asiento (el que había ocupado hasta entonces tenía la mitad de las patas de aluminio hundidas en el prado) y se disponía a retirarse. Ya no le importaba vender algún producto a esa idiota. NO valía la pena soportar aquella tortura.

—¡Y AHORA! —tronó Hilly a su aturdido público—. ¡El mayor secreto que retiene el Oriente! ¡Conocido por pocos y practicado por muchos menos! ¡El Ser Humano que Desaparece! ¡Observen bien!

Arrojó la sábana sobre la trémula silueta de David. En el momento en que ésta ondeaba sobre los pies del pequeño, desde abajo surgió un sollozo audible. Hilly sintió otro estremecimiento de miedo o de cordura, que luchaba débilmente por afirmarse.

—Hilly, por favor… por favor, tengo miedo…, —surgió el susurro ahogado.

Hilly vaciló. Y de pronto pensó: «¡Vamos! ¡Tienes el poder! Porque el Tommyknocker te enseñó qué hacer».

Fue muy poco después de eso que Hilly Brown perdió realmente el juicio.

—¡Presto-majesto! —gritó.

Y agitó la mano sobre el bulto estremecido de la plataforma, mientras pisaba el pedal.

La sábana cayó perezosamente, como cuando se arroja cualquier sábana sobre el colchón y se le permite que se pose.

Hilly la retiró con un movimiento rápido.

—¡Ta-taaa! —chilló.

Estaba medio delirante por una mezcla de triunfo y miedo, momentáneamente equilibrados a la perfección, como niños de igual peso en un columpio.

David había desaparecido.

9

Por un momento, la apatía general se equilibró. Barney Applegate dejó de arrancarse crostitas. Bryant Brown se incorporó en la silla, boquiabierto. Marie y la señora Crenshaw interrumpieron su conversación; Ev Hillman frunció el entrecejo, preocupado, aunque esa expresión no resultó nueva en él; llevaba varios días preocupado.

«Ahhh», pensó Hilly. Un bálsamo untó su alma. ¡El éxito!

Tanto el interés del público como el triunfo de Hilly tuvieron poca vida. Los trucos aplicados a seres humanos siempre son más interesantes que los referidos a objetos o a animales (sacar un conejo de la chistera es muy aceptable, pero ningún mago que se precie de tal decidirá, sobre esa base, aserrar en dos un caballo en vez de una bonita muchacha de generosa silueta, envuelta en un trajecito escaso); pero, aun así, se trataba del mismo truco. En esa ocasión, el aplauso fue más potente (y Barney Applegate dejó escapar un estentóreo «¡Bieeen Hilly!»), pero se apagó enseguida. Hilly vio que su madre volvía a conversar en susurros con la señora Crenshaw. Su padre se levantó.

—Voy a darme una ducha, Hilly —murmuró—. Un espectáculo buenísimo.

—Pero…

—Ésa es mi mamá —dijo Barney, levantándose de un salto, con tanta prisa que estuvo a punto de derribar a la señora Crenshaw—. ¡Hasta luego, Hilly! ¡Te felicito por el truco!

—Pero… —Hilly sentía ya el escozor de las lágrimas en sus propios ojos.

Barney cayó de rodillas y agitó la mano hacia el espacio libre, debajo de la plataforma.

—¡Adiós, Davey! ¡Buena actuación!

—¡No está aquí debajo, maldición! —chilló Hilly.

Pero Barney se iba ya a la carrera. La madre de Hilly y la señora Crenshaw caminaban hacia la puerta trasera, mirando un catálogo de Avon. Todo estaba ocurriendo a demasiada velocidad.

—No digas palabrotas, Hilly —le regañó su madre, sin mirar atrás—. Y que David se lave las manos en cuanto entréis en casa. Allí abajo está todo sucio.

Sólo quedaba Ev Hillman, el abuelo. Ev miraba a Hilly con la misma expresión preocupada.

—¿Por qué no te vas también? —preguntó Hilly, con una amarga ferocidad, sólo arruinada por lo vacilante de su voz.

—Si tu hermano no está ahí debajo, Hilly —dijo Ev, con tono apagado, muy distinto del habitual—, ¿dónde está?

«No lo sé», pensó Hilly.

Fue entonces cuando el columpio empezó a moverse. Descendió el enfado. Descendió del todo. Y subió el miedo hasta lo más alto. Con el miedo, los remordimientos acudieron en tropel. Una instantánea del aterrorizado y sollozante rostro de David. Una instantánea del suyo propio (por gentileza de una buena imaginación) con expresión enojada y casi cruel; mandona, sin lugar a dudas. «Sonríe, maldición». David, tratando de sonreír entre lágrimas.

—Oh, está aquí abajo, sí —aseguró. Rompió en fuertes sollozos y se sentó en el escenario, con las rodillas recogidas y el encendido rostro apoyado contra ellas—. Está aquí abajo, sí. Todos han descubierto mis trucos y no les han gustado a nadie. Detesto la magia. Ojalá no me hubieras regalado nunca este estúpido juego de magia, para empezar…

—Hilly… —Ev se adelantó, preocupado, pero ahora también afligido. Algo andaba mal en la casa… en la casa y en todo Haven. Él lo percibía—. ¿Qué ocurre?

—¡Vete de aquí! —sollozó Hilly—. ¡Te odio! ¡TE ODIO!

Los abuelos son tan susceptibles al dolor, la vergüenza y la confusión como cualquier persona. Ev Hillman sintió esas tres cosas en ese momento. Dolía oír que Hilly lo odiaba; dolía, aun teniendo en cuenta que el niño estaba emocionalmente exhausto. Le avergonzaba que fuera su regalo lo que le hiciera llorar, y no importaba que hubiera sido una elección de su yerno. Si Ev lo había aceptado como un regalo suyo ante el placer de Hilly, ahora debía aceptarlo cuando le hacía llorar, con el rostro contra las sucias rodillas. Le confundía percibir que allí estaba ocurriendo algo más…, pero ¿qué? Lo ignoraba. Sí sabía que cuando empezaba a hacerse a la idea de que se estaba volviendo senil (oh, los efectos eran aún muy débiles; pero era algo que se aceleraba un poquito año a año), llegaba ese verano y todo el mundo parecía volverse senil. ¿Qué significaba eso, exactamente? ¿Una cierta expresión en los ojos? ¿Extraños lapsos, olvidos de nombres que habrían debido acudir con prontitud y facilidad? Todo eso, sí, pero había algo más. Sólo que no lograba determinar qué era ese algo más.

Aquella confusión, tan distinta de la vacuidad que había afectado a los demás asistentes a la SEGUNDA FUNCIÓN DE GALA, hizo que Ev Hillman, única persona presente cuya mente estaba realmente lúcida (en realidad, su mente era la única lúcida de todo Haven, en esos días; aunque también la de Jim Gardener se veía bastante indemne ante los efectos de la nave enterrada, hacia el día 17 Jim había vuelto a beber en exceso), hiciera algo que más adelante lamentaría amargamente.

En vez de doblar sus crujientes y artríticas rodillas y agacharse para ver si David Brown estaba realmente debajo del improvisado escenario, emprendió la retirada. Y lo hizo, entre otras muchas cosas, ante la idea de que su regalo de cumpleaños hubiera causado ese dolor a Hilly. Dejó al chico solo, con la idea de volver «cuando el niño estuviera más calmado».

10

Mientras seguía con la vista a su abuelo, que se alejaba con aquel arrastrar de pies, los remordimientos y la angustia se duplicaron en Hilly… para triplicarse de inmediato. Esperó a que Ev hubiera desaparecido. Luego se levantó con trabajo y volvió al estrado. Puso el pie sobre el oculto pedal y lo pisó.

Brummm.

Esperó que la sábana se abultara con la forma de David. Le quitaría bruscamente la sábana y le diría: «¿Has visto, llorón, cómo nada te pasaba?» Hasta podía darle un coscorrón por haberlo asustado de ese modo. O tal vez…

Nada ocurría.

El miedo empezó a hincharse en la garganta de Hilly. ¿O tal vez había estado allí desde el principio? Desde el principio, sí. Sólo que ahora se… hinchaba, ésa era la palabra justa. Se le hinchaba dentro, como si alguien le hubiera metido un globo por la garganta y estuviera inflándolo. Ese nuevo temor hizo que la angustia pareciera buena cosa y el remordimiento una belleza, en comparación. Intentó tragar, pero no consiguió que la saliva pasara por aquella hinchazón.

—¿David? —susurró. Y pisó el pedal otra vez.

Brummm.

Decidió no propinar un coscorrón a David. Le daría un abrazo. Cuando David volviera, Hilly caería de rodillas, lo abrazaría y le diría que le prestaba todos los juegos (salvo, tal vez, Ojos de Serpiente y Bola de Cristal) durante toda una semana.

Todavía nada.

La sábana bajo la cual David había desaparecido seguía arrugada sobre la que cubría el cajón y su artefacto. No se abultaba con la forma de David, no. Hilly, solo en el patio, con el fuerte sol del verano castigándolo, sintió que el corazón se le aceleraba cada vez más en el pecho, que el globo se le hinchaba en la garganta.

«Cuando esté a punto de reventar —pensó— es probable que comience a gritar».

¡Basta! ¡Ya volverá! ¡Seguro! El tomate ha vuelto, y la radio y la silla. Todas las cosas con las que experimenté en mi cuarto volvieron. Él… él…

—¡Hilly y David, venid a lavaros! —llamó su madre.

—¡Sí, mamá! —respondió Hilly, con voz vacilante, demencialmente alegre—. ¡Enseguida!

Y pensó: «¡Por favor, Dios, que vuelva! Perdón, Dios, haré cualquier cosa. David puede quedarse con todos los juegos para siempre, lo juro, puede quedarse con el MOBAT y hasta con la Cúpula del Terror, pero Dios querido, haz que esta vez funcione. ¡Haz que vuelva!»

Presionó el pedal otra vez.

Brummm.

Miró la sábana arrugada con los ojos borrosos a causa de las lágrimas. Por un momento creyó que ocurría algo, pero sólo era un golpe de viento que había agitado la tela.

El pánico, brillante como astillas de metal, empezó a retorcerse en la mente de Hilly. Pronto comenzaría a gritar, hasta atraer a su madre, desde la cocina, y a su padre, desnudo, con una toalla atada a la cintura y el champú corriéndole por las mejillas. Ambos se preguntarían qué habría hecho Hilly esta vez. El pánico sería misericordioso en un sentido: cuando apareciese, lo borraría todo.

Pero las cosas no habían llegado tan lejos todavía, por desgracia. Dos pensamientos pasaron por el brillante cerebro de Hilly en rápida sucesión.

El primero: «Nunca había hecho desaparecer algo que estuviera vivo. Hasta el tomate había sido cortado, y papá dijo una vez que cuando se corta algo deja de estar vivo».

El segundo: «¿Y si David no puede respirar allí donde está? ¿Y si no puede respirar?»

Había pensado muy poco en qué sucedía con las cosas que hacía desaparecer. Pero ahora…

Su último pensamiento coherente, antes de que el pánico descendiera como un gran dosel (o un velo de luto), fue, en realidad, una imagen mental. Vio a David tendido en medio de un paisaje extraño, inanimado. Parecía la superficie de un mundo duro y muerto. La tierra gris era seca y fría; las grietas se abrían como bocas de reptil muerto, zigzagueando en todas direcciones. Arriba había un cielo más negro que terciopelo de joyería; mil millones de estrellas aullaban hacia abajo, más brillantes que las estrellas jamás vistas desde la superficie de la Tierra, porque el sitio que Hilly estaba mirando, con los enormes y horrorizados ojos de su imaginación, carecía (casi o totalmente) de aire.

Y en medio de esa extraña desolación yacía su regordete hermano de cuatro años, con sus pantaloncitos cortos y su camiseta, ME LLAMAN DOCTOR AMOR. David se aferraba la garganta, en un intento de respirar el no-aire de un mundo que estaba tal vez a mil millones de años-luz de casa. David tenía náuseas y se estaba poniendo azul. La escarcha trazaba diseños mortales en sus labios y en sus uñas. Estaba…

Ah, pero entonces se impuso, por fin, el misericordioso pánico.

Arrancó la sábana que había usado para cubrir a David y tumbó el cajón bajo el cual estaba oculta la máquina. Pisó una y otra vez el pedal de la máquina de coser. Empezó a gritar, a aullar. Sólo al llegar a su lado, la madre notó que no aullaba: en sus gritos había palabras.

—¡Todos los juegos! —chillaba Hilly—. ¡Todos los juegos! ¡Por siempre jamás, todos los juegos!

Y luego algo infinitamente más escalofriante:

—¡Vuelve, David! ¡Vuelve, David! ¡Vuelve!

—Por Dios, ¿qué significa esto? —gritó Marie.

Bryant tomó a su hijo por los hombros y le hizo girar para mirarle al rostro.

—¿Dónde está David? ¿Dónde ha ido?

Pero Hilly se había desmayado. Nunca recuperó la conciencia del todo. No mucho después, más de cien hombres y mujeres (Bobbi y Gardener entre ellos) estaban en los bosques, al otro lado de la carretera, escarbando entre las matas en busca de David, el hermano de Hilly.

Si hubiesen podido preguntarle, Hilly les habría dicho que, en su opinión, buscaban demasiado cerca de la casa.

Demasiado cerca.