DOS

BECKA PAULSON

1

Rebecca Bouchard Paulson estaba casada con Joe Paulson, que era uno de los dos carteros de Haven y constituía la tercera parte del personal de Correos de la ciudad. Joe engañaba a su esposa, algo que Bobbi Anderson ya sabía. Becka Paulson también lo sabía. Se había enterado tres días antes. Jesús se lo había dicho. En esos tres últimos días, Jesús le había dicho las cosas más horribles, asombrosas y preocupantes que imaginarse pueda. La asqueaban, le arruinaban el sueño, le aniquilaban la cordura… pero ¿no eran también maravillosas en cierto modo? ¡Caramba! ¿Y cómo no escuchar a Jesús? ¿Poniéndolo boca abajo, gritándole que se callara? Imposible. Para empezar, sentía una especie de patética obligación a saber las cosas que Jesús le decía. Por otra parte, Él era el Salvador.

Jesús estaba sobre el televisor Sony de los Paulson. Llevaba seis años allí. Con anterioridad había estado sobre dos Zenith consecutivos. Becka calculaba que Jesús había permanecido en el mismo sitio durante dieciséis años.

Jesús, representado en un dibujo tridimensional que lo hacía parecer vivo; era un cuadro que les había dado Corinne como regalo de bodas. Corinne, hermana mayor de Becka, que vivía en Portsmouth. Cuando Joe comentó que su cuñada era medio avara, Becka le ordenó que se callara; aunque no la sorprendió mucho en realidad; no se podía esperar de un hombre como Joe que comprendiera esas cosas, pero no se puede poner precio a la Verdadera Belleza.

En el cuadro, Jesús vestía una sencilla túnica blanca y sostenía un cayado de pastor. Se peinaba más o menos como Elvis al terminar el servicio militar. Sí. Se parecía un poquito a Elvis en G. I. Blues. Tenía los ojos pardos y mansos. Detrás de Él, en perfecta perspectiva, ovejas tan blancas como las sábanas de los anuncios televisivos para jabones se alejaban hacia el horizonte. Becka y Corinne se habían criado en una granja y sabían, por propia experiencia, que las ovejas no eran tan blancas e iguales entre sí, como nubecillas de buen tiempo caídas a tierra. Pero si Jesús podía convertir el agua en vino y devolver la vida a los muertos, no había razón alguna para que no fuera capaz de borrar la caca apelmazada en las ancas de unos cuantos corderos, si así lo deseaba.

En un par de oportunidades, Joe había tratado de quitar aquel cuadro del televisor. Becka creía saber ahora el porqué, ¡oh síseñorrr! ¡Caramba! Joe daba excusas, por supuesto.

—No me parece bien tener a Jesús sobre el televisor cuando estamos viendo Magnum o Corrupción en Miami —decía—. ¿Por qué no lo pones en tu tocador, Becka? O… ¡Ya sé! ¡Puedes ponerlo en tu tocador hasta el domingo! ¡Y lo traes cuando ves los servicios religiosos! Seguro que a Jesús le gustará mucho más Jimmy Swaggart que Corrupción en Miami.

Ella se negó.

—Cuando toca en casa jugar el póquer del jueves por la noche —dijo él en otra ocasión—, a los muchachos no les gusta ese cuadro. A nadie le gusta que Jesucristo lo mire mientras miente.

—A lo mejor se sienten incómodos porque saben que el juego es obra del diablo —observó Becka.

Joe, que era un buen jugador de póquer, se molestó.

—Pues entonces fue la obra del diablo lo que te compró el secador de pelo y ese anillo con un granate que llevas en el dedo —dijo—. Haz que te devuelvan el dinero y dónalo al Ejército de Salvación, en todo caso. Creo que tengo los recibos en mi escritorio.

Por lo tanto, ella permitió que Joe diera vuelta al cuadro de Jesús un jueves al mes, la noche en que recibía a sus amigos, todos borrachines bocasucias, para jugar al póquer. Pero nada más.

Y ahora ella sabía el verdadero motivo por el que Joe deseaba deshacerse del cuadro. Tal vez sospechaba desde siempre que se trataba de un cuadro mágico. O quizá fuese mejor decir «santo», porque lo de mágico era para los paganos, para los cazadores de cabezas, los caníbales, los católicos y gente así. Pero era más o menos lo mismo, ¿no? De cualquier modo, Joe debía de sospechar que el cuadro tenía algo especial, que sería el medio por el cual se descubrirían sus pecados.

Bueno, tal vez ella sabía desde hacía tiempo que había algo raro. Él no la buscaba ya por la noche. Aunque hasta cierto punto era un alivio (el sexo era tal como su madre le había anticipado: feo, brutal, doloroso a veces, y siempre humillante). De vez en cuando, él llegaba con olor a perfume en el cuello de la camisa. Y eso no era todo. Ella habría pasado por alto la coincidencia (los manoseos habían cesado en el mismo tiempo que olían a perfume sus cuellos) si el cuadro de Jesús, sobre el Sony, no hubiese empezado a hablarle el día 7 de julio. Hasta habría ignorado un tercer factor: más o menos por la época en que los manoseos cesaron y los perfumes comenzaron, el viejo Charlie Eastbrooke se jubiló como empleado de Correos, y desde Augusta enviaron a una mujer llamada Nancy Voss para que lo reemplazara. Becka suponía que la Voss (a quien ella llamaba in mente La Buscona) tenía unos cinco años más que ella y Joe; por lo tanto, rondaría los cincuenta. Pero eran cincuenta años bien llevados. Becka admitía que, por su parte, había aumentado un poco de peso; de cincuenta y siete kilos a noventa y uno, casi todos desde que Byron, el único polluelo, abandonó el nido.

Podría haber pasado todo eso por alto. Lo habría hecho. Tal vez hasta lo hubiera tolerado con alivio. Si La Buscona disfrutaba con el animalismo del contacto sexual (con los gruñidos, los empujones y la escupida final de aquella cosa pegajosa, que olía a pescado y parecía detergente barato), eso demostraba que La Buscona era poco más que un animal. Además, así liberaba a Becka de una obligación que le cansaba, a pesar de que cada vez era menos frecuente. Sí, lo habría ignorado, si el cuadro de Jesús no le hubiese hablado.

Ocurrió por primera vez a las tres de la tarde de un jueves. Becka iba a la sala desde la cocina, con un «bocadito» para entretenerse (media tarta y un jarro de cerveza lleno de refresco de cerezas) mientras veía el capítulo de Hospital. Ya había dejado de creer que Luke y Laura volverían alguna vez, pero no estaba dispuesta a abandonar la esperanza.

En el momento en que se inclinaba para encender el televisor, Jesús habló.

—Becka —dijo Jesús—, Joe se acuesta con La Buscona del Correo, todos los días a la hora del almuerzo, y a veces también a la salida. Una vez él estaba tan caliente que lo hicieron mientras se suponía que clasificaban la correspondencia. ¿Y sabes una cosa? Ella nunca le dice: «Por lo menos déjame clasificar primero la correspondencia certificada».

»Y eso no es todo —agregó Jesús, que caminó hasta la mitad del cuadro, con la túnica flameándole alrededor de los tobillos. Se sentó en una roca que sobresalía del suelo, y sostuvo el cayado entre las rodillas mientras la miraba con gesto adusto—. En Haven pasan muchas cosas. No creerías ni la mitad.

Becka gritó y cayó de rodillas.

—¡Señor! —exclamó.

Una de sus rodillas aterrizó bien en el centro de la media tarta (que tenía más o menos el tamaño y el grosor de la Biblia familiar). La cobertura de frambuesas voló a la cara de Ozzie, el gato, que había salido de debajo de la cocina económica para ver qué sucedía.

—¡Señor, Señor! —seguía chillando Becka.

Ozzie huyó a la carrera, entre bufidos, y volvió a esconderse bajo la cocina, con los bigotes chorreando de pasta roja. Allí pasó el resto del día.

—Bueno, ninguno de los Paulson ha sido bueno —dijo Jesús.

Una oveja se le acercó. Él la apartó con el cayado con un gesto de distraída impaciencia que recordó a Becka, pese a su estado de obnubilación, a su difunto padre. La oveja se alejó, ondulando un poquito por el efecto tridimensional y desapareció por el borde del cuadro. En realidad, allí pareció curvarse… pero era una ilusión óptica, sin duda.

—¡No señor! —continuó Jesús—. El tío-abuelo de Joe era un asesino, Becka, como tú bien sabes. Asesinó a su hijo, a su esposa, y hasta a sí mismo. Y cuando llegó aquí, ¿sabes qué le dijimos?: «¡No hay sitio!», eso le dijimos. —Jesús se inclinó, apoyándose en el cayado—. «Vete a ver al Cabrón allá abajo», le dijimos. «Allá encontrarás tu refugio, sí. Pero quizá el nuevo propietario te pida un alquiler de todos los diablos y nunca baje la calefacción», le dijimos.

Cosa increíble, Jesús le guiñó un ojo… y fue entonces cuando Becka huyó de la casa, gritando.

2

Se detuvo en el patio trasero. Jadeaba, con el pelo rubio descolorido que le colgaba sobre el rostro y el corazón tan acelerado que sintió miedo. Nadie había oído sus chillidos, gracias al Señor. Ella y Joe vivían en un sitio apartado, en la calle Nista, y sus vecinos más próximos eran los Brodsky, que vivían en aquella porquería de remolque. Los Brodsky estaban a un kilómetro de distancia, por suerte. Cualquiera que la hubiese oído habría pensado que en casa de los Paulson había una loca.

«Bueno, y la hay, ¿no? Si crees que ese cuadro ha empezado a hablar es porque estás loca. Papá te dejaría en tres tonos de azul por decir semejante cosa: una paliza por mentir, otra por creerlo y la tercera por levantar la voz. Becka, los cuadros no hablan».

No…, y no habló, dijo otra voz, de pronto. Esas palabras salían de tu propia cabeza, Becka. No sé cómo ha ocurrido… cómo te has enterado de todo…; pero eso fue lo que ocurrió. Hiciste que el cuadro de Jesús dijera tus propios pensamientos, como los ventrílocuos con sus muñecos.

Pero esa idea la asustaba aún más, le parecía más loca que la del cuadro en sí. Se negó a darle cabida en su mente. Después de todo, los milagros eran cosa de todos los días. En México, un tipo había encontrado una imagen de la Virgen María en una enchilada o algo así. Y había milagros en Lourdes. Para no mencionar a esos chicos que los periódicos sacaron en grandes titulares: habían llorado piedras. Eran verdaderos milagros, tan reconfortantes como un buen sermón. Eso de oír voces, en cambio, era cosa de locos.

Pues eso fue lo que pasó. Y hace rato que suenan voces en tu cabeza, ¿no es cierto? Has estado oyendo su voz, la de Joe. Y es de ahí de donde te ha venido. No de Jesús, sino de Joe.

—No —gimió Becka—. Yo no oigo voces en mi cabeza.

Estaba junto al tendedero de ropa y miró hacia los bosques, al otro lado de la calle. El calor los hacía parecer borrosos. Dentro de esos bosques, a un kilómetro de distancia, Bobbi Anderson y Jim Gardener seguían desenterrando sin pausa un titánico fósil.

Loca, insistió la voz implacable de su difunto padre dentro de su cabeza. Loca por el calor. Ven aquí, Becka Bouchard, que voy a dejarte en tres tonos de azul por decir locuras.

—No he oído voces en mi cabeza —repitió Becka entre gemidos—. Ese cuadro ha hablado, lo juro. ¡No soy una ventrílocua!

Mejor que fuese el cuadro. Si era así, se trataba de un milagro, y los milagros provenían de Dios. Un milagro la volvería medio chiflada a una (y el buen Dios sabía que ella se sentía así en ese mismo instante); pero eso no quería decir que una estuviera loca desde el comienzo. En cambio, si una oía voces en la cabeza o creía percibir los pensamientos de otros…

Becka bajó la vista y se vio la rodilla izquierda cubierta de sangre. Volvió a chillar y corrió a su casa para avisar al médico, a la ambulancia, a alguien, a cualquiera. Estaba otra vez en la salita, manoteando el disco del teléfono con el auricular pegado a la oreja, cuando Jesús dijo:

—Eso es sólo la cobertura de frambuesa de tu tarta, Becka. ¿Por qué no te tranquilizas un poco, antes de que te dé un ataque al corazón?

Miró el televisor. El auricular cayó a la mesa con ruido fuerte. Jesús aún estaba sentado en el saliente rocoso y parecía haber cruzado las piernas. Era sorprendente que se pareciera tanto a su padre… sólo que Él no daba la sensación de ser tan adusto, ni de estar tan dispuesto a enojarse por cualquier cosa. La miraba con una especie de exasperada paciencia.

—Prueba y verás que tengo razón —dijo Jesús.

Con suavidad, ella se tocó la rodilla, haciendo una mueca, en una anticipación al dolor. No lo hubo. Pudo ver que la cosa rojiza estaba llena de semillas y se tranquilizó. Se lamió la cobertura de frambuesa que tenía en los dedos.

—Además —dijo Jesús—, tienes que quitarte de la cabeza esa idea de que oyes voces y de que estás volviéndote loca. Soy Yo, nada más, y puedo hablar con quién me dé la gana.

—Porque eres el Salvador —susurró Becka.

—En efecto —replicó Jesús.

Debajo de Él, en la pantalla del televisor, un par de ensaladeras animadas bailaban agradecidas por el Aderezo Hidden Valley que iban a recibir.

—Y me gustaría que apagaras esta porquería, si no te molesta. No podemos conversar con ese ruido. Además, me hace cosquillas en los pies.

Becka se aproximó al Sony y lo apagó.

—Mi Señor —susurró.

3

El domingo siguiente, por la tarde, Joe Paulson dormía como un tronco en la hamaca del patio, con Ozzie instalado en su amplio vientre. Becka lo observaba desde la sala, apartando un poco la cortina. Dormido en la hamaca. Y estaría soñando con su Buscona, sin duda; soñaría que la tumbaba sobre un montón de catálogos y circulares para… ¿cómo lo dirían esos cerdos con quienes él jugaba al póquer? Bajarle la caña, o algo así.

Sujetaba la cortina con la mano izquierda, porque en la derecha sostenía un puñado de pilas de nueve voltios. Llevó éstas a la cocina, donde armaba algo en la mesa. Jesús le había explicado cómo. Ella le dijo que no sabía hacer cosas. Era muy torpe. Su padre se lo decía. Pensó en agregar lo que él añadía siempre: que por milagro sabía limpiarse el culo sin un manual de instrucciones, pero no era el tipo de cosas que una pueda decirle al Salvador.

Jesús le contestó que no fuera tonta; si era capaz de seguir las instrucciones de una receta, también construiría aquella pequeñez. Fue un placer descubrir que Él tenía razón. No sólo era fácil, sino divertido. Mucho más divertido que cocinar, por cierto; en realidad, para eso tampoco era muy hábil. Las tortas y el pan nunca le salían bien. El día anterior había empezado aquella pequeña tarea; trabajaba con la tostadora, el motor de su vieja licuadora y un curioso tablero, lleno de cosas electrónicas, sacado de una vieja radio que tenían guardada en el cobertizo. Calculaba que habría terminado mucho antes de que Joe despertara y encendiera el televisor para ver el partido de fútbol, a las dos en punto.

Tomó su pequeño soldador y lo encendió diestramente con un fósforo. Una semana atrás se habría echado a reír si alguien le hubiera predicho que trabajaría con un soldador de propano, pero resultaba fácil. Jesús le dijo exactamente cómo y dónde soldar los cables al tablero electrónico de la vieja radio.

No era eso lo único que Jesús le había enseñado en los tres últimos días. Le había dicho cosas que quitaban el sueño; le daba miedo ir a la aldea para hacer sus compras, por si acaso el conocimiento culpable se reflejaba en su rostro («Siempre me doy cuenta cuando has hecho algo malo, Becka —decía su padre— porque tu rostro es de los que no saben guardar secretos»); cosas que, por primera vez en la vida, le hacían perder el apetito. Joe, concentrado en su trabajo, el fútbol y su Buscona, no veía casi nada extraño… aunque sí había observado que Becka se roía las uñas mientras veía la televisión, cosa que nunca había hecho hasta entonces; más aún, ella le regañaba por su costumbre de roérselas. Joe Paulson pensó en eso doce segundos antes de volver la vista a la pantalla del televisor y perderse en sueños basados en los palpitantes y blancos senos de Nancy Voss.

He aquí algunas de las cosas dichas por Jesús que le provocaron desvelos e hicieron que empezara a morderse las uñas a la avanzada edad de cuarenta y cinco años:

En 1973, Moss Harlingen, uno de los que jugaban al póquer con Joe, había asesinado a su padre. Se suponía que la muerte de Abel Harlingen había sido un trágico accidente, ocurrido mientras los dos cazaban venados en Greenville, pero no era así. Moss se había limitado a tenderse en el suelo con su rifle tras un árbol caído para esperar a que su padre vadeara un arroyuelo, a unos cincuenta metros de distancia colina abajo. Mató a su padre con tanta facilidad como si hubiese disparado contra un blanco de arcilla en una galería de tiro. Él creía haberle matado por dinero. La empresa constructora de Moss debía cubrir dos vencimientos en diferentes Bancos en un plazo de seis semanas; ninguno de los Bancos quería aplazarle el vencimiento en favor del otro. Moss recurrió a su padre, pero Abel se negó a ayudarle, aunque tenía el dinero para hacerlo. Por lo tanto, él lo mató y heredó una buena cantidad en cuanto el médico forense dictaminó que se trataba de muerte accidental. Los vencimientos fueron liquidados y Moss Harlingen quedó convencido (salvo en sus sueños más profundos, quizá) de que lo había asesinado por interés. El verdadero motivo era otro: Mucho tiempo atrás, cuando Moss tenía diez años y su hermano Emory siete, la esposa de Abel viajó al Sur y estuvo ausente por todo un invierno. Su hermano había muerto de repente y la cuñada necesitaba ayuda para sobreponerse. En ausencia de su madre, hubo varios incidentes de sodomía en casa de los Harlingen. Los incidentes cesaron cuando la madre de los niños volvió y jamás volvieron a repetirse. Moss lo había olvidado por completo. Ya no recordaba haber permanecido despierto en la oscuridad, lleno de terror, vigilando la puerta por si la sombra de su padre aparecía. No tenía el menor recuerdo de haber apretado la boca contra su propio antebrazo, mientras se le escapaban saladas lágrimas de vergüenza e ira de los ojos calientes y le corrían por el rostro frío hasta la boca, en tanto Abel Harlingen se untaba la verga de grasa y la deslizaba por la puerta trasera de su hijo, con un gruñido y un suspiro. Eso había dejado tan poca impresión en Moss que no recordaba haberse mordido el brazo hasta hacerlo sangrar para no gritar; mucho menos recordaba los sofocados gritos de pájaro de su hermano Emory, en la cama vecina: «Por favor, papá; no, papá, esta noche yo no; por favor, papá». Los niños, por supuesto, olvidan con mucha facilidad. Pero algún recuerdo debía de perdurar en él, porque cuando Moss Harlingen apretó el gatillo contra el degenerado hijo de perra, al apagarse el eco en el gran silencio forestal de Maine, Moss susurró: «Esta noche tú no, Em».

Alice Kimball, maestra de la escuela primaria de Haven, era lesbiana. Jesús se lo dijo a Becka el viernes, no mucho después de que la dama, corpulenta, sólida y respetable con su traje pantalón verde, pasara por la casa haciendo la colecta para la Asociación de Lucha contra el Cáncer.

Darla Gaines, la bonita chica de diecisiete años que les llevaba el periódico los domingos, tenía quince gramos de marihuana bajo el colchón de su cama. Jesús se lo contó a Becka cuando Darla se fue, el sábado, después de cobrar las cinco últimas semanas (tres dólares, más cincuenta centavos de propina, que ella se arrepentía de haberle dado); la muchacha y el novio fumaban la marihuana en la cama de ella antes de tener relaciones sexuales, sólo que los dos hablaban de «hacer la horizontal». Fumaban marihuana y «hacían la horizontal» casi todas las tardes laborables, entre las dos y media y las tres. Los padres de Darla trabajaban en una zapatería de Derry y no volvían hasta pasadas las cuatro.

Hank Buck, otro integrante del grupo de póquer, trabajaba en un gran supermercado de Bangor, pero odiaba tanto a su patrón que un año antes le había puesto media caja de píldoras laxantes en la leche chocolatada que debía llevarle con el almuerzo. El patrón sufrió algo más espectacular que un movimiento de intestinos: ese día, a las tres y cuarto, había hecho en sus pantalones el equivalente de una bomba atómica de mierda. La bomba A (mejor dicho, la bomba M) estalló mientras el hombre cortaba carne en el sector de los asados. Hank logró mantenerse serio hasta la hora de salir, pero cuando subió a su auto rió con tantas ganas que también él estuvo a punto de ensuciarse en los pantalones. Por dos veces tuvo que salirse de la carretera, a causa de la risa.

—Se rió —comentó Jesús a Becka—. ¿Qué te parece eso?

A Becka le pareció una treta sucia y despreciable. Y esas cosas eran sólo el principio, al parecer. Jesús sabía algo desagradable o inquietante de casi todos los que Becka conocía.

No podía dormir con esas horribles informaciones.

Tampoco, vivir sin ellas.

Una cosa era segura: tenía que hacer algo al respecto.

—Lo estás haciendo —dijo Jesús.

Hablaba a sus espaldas, desde el cuadro puesto sobre el Sony, por supuesto. La idea de que Su voz estaba en su propia cabeza era algo así como… bueno… como leer los pensamientos de la gente… una ilusión horrible, por fuerza. Esa alternativa la horrorizaba.

Satanás. Brujería.

—En realidad —dijo Jesús, confirmando su existencia con esa voz seca, firme, tan parecida a la del padre de Becka—, casi has terminado con esta parte. Ahora debes soldar el cable rojo a ese punto a la izquierda del chirimbolo largo… no, ahí no… ahí. ¡Buena chica! ¡Poca soldadura, recuerda! Es como la gomina, Becka. Basta un poquito.

Cosa extraña, que Jesucristo hablara de gomina.

4

Joe despertó a las dos menos cuarto, arrojó a Ozzie de su regazo y cruzó el prado, quitándose los pelos de gato de la camiseta sin mangas, para echar una cómoda meada sobre la hierba venenosa de atrás. Después se encaminó hacia la casa. Jugaban los Yankees contra los Red Sox; estupendo. Abrió la nevera y echó un vistazo a los trocitos de cable que había sobre la mesa. Se preguntó qué diablos habría estado haciendo la idiota de Becka. Pero no les prestó demasiada atención.

Pensaba en Nancy Voss. Y en cómo sería hacerlo entre las tetas de Nancy. Tal vez el lunes lo averiguara. Reñía con ella; ¡por todos los santos!, a veces peleaban como dos perros en época de celo.

Al parecer, no eran sólo ellos; todo el mundo estaba de malas pulgas en los últimos tiempos. Pero cuando se trataba de joder… ¡hijo de puta! ¡Desde los diecisiete años no había estado así de «caliente»! Y ella, igual. Era como si ninguno de los dos se cansara. Joe había llegado a hacerlo dos veces en una noche, como a los dieciséis años.

Cogió un botellín de cerveza y se encaminó hacia la sala. Era casi seguro que ganarían los de Boston, ocho a cinco, según sus cálculos. De un tiempo a esa parte tenía mucha cabeza para calcular esas cosas. En Augusta había un individuo que aceptaba apuestas, y Joe había ganado casi quinientos dólares en las tres últimas semanas. Claro que Becka lo ignoraba. Joe los había escondido. Era extraño: sabía con exactitud quién ganaría y el porqué; cuando llegaba a Augusta había olvidado el porqué y sólo recordaba el quién. Pero eso era lo importante, ¿verdad? La última vez, el tipo de Augusta le había pagado a regañadientes una apuesta de veinte dólares, tres a uno; habían sido los Mets contra los Pirates; los Mets parecían tenerla ganada sin moverse, pero Joe había apostado por los Pirates, que ganaron cinco a dos. El tipo de Augusta no seguiría recibiéndole apuestas por mucho tiempo, pero ¿qué importaba eso? Podía ir a Portland, donde había dos o tres apostadores. En los últimos tiempos le dolía la cabeza cada vez que salía de Haven (quizá necesitara gafas), pero cuando uno tenía una racha como ésa había que aprovecharla; el dolor de cabeza era pagar poco a cambio. Si ganaba suficiente dinero, se fugarían los dos y dejaría a Becka con Jesús. Después de todo, Becka sólo quería estar casada con su Jesús.

Esa mujer era más fría que el hielo. Y Nancy, en cambio… ¡Qué mujer tan caliente! Y con inteligencia, además. Caramba, esa misma mañana lo había llevado a la trastienda de la oficina de Correos para mostrarle algo.

—Mira, ¡mira lo que se me ha ocurrido! ¡Creo que debería patentarlo, Joe! ¡De veras!

—¿Qué? —preguntó él. La verdad era que estaba algo enfadado con ella. La verdad era que le interesaban mucho más sus tetas que sus ideas; enfadado o no, ya estaba a punto de romper la cremallera de los pantalones. Se había vuelto muchacho otra vez, sí. Pero lo que ella le mostró fue suficiente para que se olvidara de los pantalones y de su cierre, durante cuatro minutos, como mínimo.

Nancy Voss había cogido un transformador de algún tren de juguete para conectarlo, de algún modo, a un puñado de pilas secas. Ese artefacto estaba combinado con siete tamices para harina a los que les había retirado la tela metálica. Los tamices estaban puestos de costado. Cuando Nancy encendió el transformador, varios cables finos como filamentos conectados a algo que parecía una batidora, comenzaron a recoger la correspondencia certificada de un montón arrojado en el suelo y a ponerla en los tamices, al parecer al azar.

—¿Para qué es eso?

—Para clasificar la correspondencia certificada —dijo ella. Y fue señalando los distintos tamices—. Ésta es para Haven…, ésta, para RFD 1, o sea, la carretera a Derry…, ésta, para la calle Ridge…, ésta, para la calle Nista…, ésta…

Al principio, Joe no lo pudo creer. Le pareció una broma y se preguntó cómo le sentaría una buena bofetada. «¿Por qué lo has hecho?», le preguntaría ella. «Algunos aceptan las bromas —respondería él, como Sylvester Stallone en la película Cobra—, pero yo no soy de ésos». Pero antes de dársela vio que aquello funcionaba de verdad. Era todo un artefacto, sí, aunque el ruido de los cables raspando el suelo le daba escalofríos. Susurrante, áspero, como patas de araña vieja. Funcionaba, sí; él no hubiera podido decir cómo, pero ¡por todos los diablos!, funcionaba. Vio que uno de los cables recogía una carta para Roscoe Thibault y la empujaba hacia el tamiz correcto: RFD 2, que era la cortada de Hammer, aunque había sido incorrectamente enviada a la aldea de Haven.

Le habría gustado preguntarle cómo funcionaba, pero no quiso quedar como un idiota. Entonces se interesó por saber de dónde había sacado los cables.

—De esos teléfonos que compré en la galería de Bangor. Estaban de rebajas. Y también puse otras piezas de los teléfonos. Tuve que cambiarlo todo, pero fue fácil. Se me ocurrió… por las buenas, ¿sabes?

—Sí —dijo Joe, con lentitud, pensando en la expresión del apostador cuando le pagó sus sesenta dólares, después de la derrota de los Mets—. No está mal… para una mujer.

Por un momento, la frente de Nancy se oscureció.

«¿Quieres decir algo? —pensó Joe—. ¿Quieres pelear? Anda, vamos, está bien. Tan bien como lo otro».

Entonces la frente de Nancy se despejó en una sonrisa.

—Ahora tenemos más tiempo para hacerlo. —Le deslizó los dedos por el duro bulto de los pantalones—. Tienes ganas, ¿eh, Joe?

Y Joe tenía ganas. Se tumbaron en el suelo y él olvidó todo su enfado; se olvidó de que últimamente adivinaba los resultados de todos los partidos, de todas las carreras de caballos, de todos los torneos de golf. Se introdujo en ella, Nancy gimió y Joe se olvidó hasta de los ruidos susurrantes que aquellos cables hacían al pasar la correspondencia certificada por la hilera de tamices.

5

Cuando Joe entró en la salita, Becka estaba sentada en su mecedora, fingía leer una revista. Apenas diez minutos antes había terminado de conectar al televisor el artefacto que Jesús le había enseñado a hacer. Seguía sus instrucciones al pie de la letra, porque Él decía que era preciso andarse con cuidado cuando una metía la mano dentro del televisor.

—Podrías freírte —le dijo—. Allí hay más electricidad que en un taller, hasta cuando está apagado.

Y ahora el televisor estaba apagado.

—Podrías haberme puesto el partido —dijo Joe, malhumorado.

—Creo que no te cuesta trabajo encender tú solo este maldito televisor —respondió Becka, hablando con su marido por última vez.

Joe enarcó las cejas. Eso de «maldito» era muy raro en boca de su mujer. Pensó en llamarle la atención, pero decidió dejarlo pasar. Cierta vieja gorda se quedaría sola en la casa en cuanto se descuidara.

—Creo que sí —dijo Joe, hablando con su mujer por última vez.

Cuando pulsó el botón del encendido, más de dos mil voltios se lanzaron hacia él: corriente alterna que había sido acumulada, convertida en mortífera corriente directa y acumulada otra vez. Los ojos se le abrieron mucho, se dilataron y sus globos oculares estallaron como uvas en un horno microondas. Había estado a punto de poner el botellín de cerveza sobre el televisor, junto a Jesús, pero ante la descarga eléctrica su mano se cerró con tanta fuerza que rompió el vidrio. Las astillas pardas se hundieron en los dedos y en la palma. La cerveza se hizo espuma y corrió hasta el televisor cuya cubierta de plástico ya se estaba levantando en ampollas; allí se convirtió en vapor con olor a levadura.

—¡IIOOOOOO! —aulló Joe Paulson.

Su rostro empezó a ponerse negro. Del cabello y de las orejas le brotaba un humo azul. Tenía el dedo clavado al botón de encendido del televisor.

En la pantalla apareció un rostro. Era Dwight Gooden, la estrella de los Mets, en el salvaje pitch que enriquecía a Joe Paulson en cuarenta dólares. La imagen cambió. Lo mostraba a él con Nancy Voss, mientras jodían en la oficina de Correos, en un colchón de catálogos, revistas y avisos de la compañías de seguros que le prometían que usted obtenía toda la cobertura necesaria, aunque tuviera más de sesenta y cinco años, que ningún vendedor llamaría a su puerta ni se le exigirían exámenes físicos, que sus seres amados serían protegidos a un costo de centavos por día.

—¡No! —gritó Becka.

Y la imagen cambió otra vez. Ahora se veía a Moss Harlingen detrás de un pino caído, ubicando a su padre en la mira de su 30.30 y murmurando: «Esta noche tú no, Em». Cambió y Becka vio a un hombre y a una mujer excavando en los bosques; la mujer, tras los mandos de algo que se parecía un poco a una grúa y otro poco a un coche de tebeo; el hombre, enganchando una cadena a un tocón. Detrás de ellos, un gran objeto en forma de plato sobresalía de la tierra, plateado, pero opaco; el sol lo tocaba en algunos lugares, pero no le arrancaba destello alguno.

Las ropas de Joe Paulson estallaron en llamas.

La salita se llenó de olor a cerveza hervida. La imagen tridimensional de Jesús giró y estalló.

Becka lanzó un chillido, pues comprendió que, le gustara o no había sido ella, siempre ella y sólo ella, ¡que estaba asesinando a su esposo!

Corrió hacia él para agarrar aquella mano estirada, espasmódica…, y quedó galvanizada a su vez.

«Jesús, oh Jesús sálvalo, sálvame, sálvanos a los dos», pensó al recibir la descarga, que la levantó de puntillas como si fuera la mejor bailarina clásica del mundo. Y una voz loca, carcajeante, la voz de su padre, se elevó en su cerebro:

Te engañé, Becka ¿verdad que te engañé? ¡Así aprenderás a no mentir! ¡Así aprenderás de una vez por todas!

Cuando la tapa del televisor, que ella había vuelto a atornillar después de hacer sus alteraciones, voló contra la pared, en un poderoso destello de luz azul, Becka fue a parar a la alfombra y arrastró con ella a Joe que ya estaba muerto.

El empapelado de la pared detrás del televisor prendió fuego a las cortinas, pero Becka Paulson estaba muerta también.