GARDENER DECIDE
1
—¡Por Dios!
Gardener se dejó caer pesadamente en un tocón recién cortado. Era cuestión de sentarse o derrumbarse. Como cuando uno recibe un fuerte golpe en el estómago. No, era más extraño y más radical que eso: como si alguien le hubiese plantado el tubo de una aspiradora industrial en la boca para absorberle todo el aire de los pulmones en sólo un segundo.
—Por Dios —repitió, con voz diminuta y sofocada. Parecía no ser capaz de otra cosa.
—Es tremendo, ¿no?
Estaban en medio de la cuesta, no lejos del lugar donde Anderson había encontrado la marmota muerta. Antes, esa cuesta estaba muy arbolada. Pero había una senda abierta entre los árboles para dar paso a un vehículo extraño, que Gardener casi llegó a reconocer. Estaba en el borde de la excavación, empequeñecido por el hoyo y el objeto a medio desenterrar.
La zanja medía sesenta metros de longitud y unos seis de anchura en cada extremo. El corte se abultaba hasta llegar a unos nueve metros de amplitud a lo largo de unos doce metros; esas curvas daban a la excavación la forma de una cadera de mujer vista a contraluz. El borde gris de la nave, cuya curvatura quedaba triunfalmente a la vista, se elevaba como el borde de un gigantesco plato de acero.
—Por Dios —susurró Gardener, otra vez—, ¡mira eso!
—Ya lo he mirado —dijo Bobbi, con una sonrisita lejana en los labios—. Llevo más de una semana mirándolo. Es lo más hermoso que haya visto en mi vida, Gard. Y va a resolver muchísimos problemas. «Vino un hombre a caballo, galopando y galopando…»
Eso se abrió paso entre la niebla. Gardener volvió la cabeza para mirar a Anderson, que quizá había estado a la deriva en los sitios oscuros de donde había surgido aquel objeto increíble. La expresión de su rostro lo dejó helado. Los ojos de Bobbi no estaban sólo distantes: eran como ventanas desiertas.
—¿Qué significa eso?
—¿Eh? —Anderson se volvió a mirarlo como si saliese de una profunda ensoñación.
—¿A qué te refieres al hablar de un hombre a caballo?
—Me refiero a ti, Gard. Me refiero a mí. Pero creo… creo que sobre todo a ti. Ven, baja a echar un vistazo.
Ella inició el descenso con celeridad, con la gracia desenvuelta de la experiencia repetida. Recorrió cinco o seis metros antes de darse cuenta de que Gardener no bajaba con ella. Miró hacia atrás. Gard se había levantado del tocón, pero eso era todo.
—No muerde —dijo Anderson.
—¿No? ¿Y qué hace, Bobbi?
—¡Nada! ¡Están muertos, Gard! Tus Tommyknockers eran reales, sí, pero mortales, y esta nave se encuentra aquí desde hace cincuenta millones de años, por lo menos. ¡El glaciar se rompió alrededor! La cubrió, pero no pudo moverla. Ni siquiera tantas toneladas de hielo lo hicieron. Por eso el glaciar se quebró alrededor. Puedes mirar el corte y lo verás, como una onda petrificada. El doctor Borns, de la Universidad, se volvería loco con esto… Pero están muertos, Gard.
—¿Has estado adentro? —preguntó Gardener, sin moverse.
—No. La escotilla (creo, siento que hay una) todavía se halla bajo tierra. Pero eso no altera lo que sé. Están muertos, Gard. Muertos.
—Están muertos y no has penetrado en la nave, pero inventas cosas como Thomas Edison hacía en uno de sus ataques y eres capaz de leer la mente. Por eso repito mi pregunta: ¿Qué hace? ¿Qué me hará a mí?
Entonces, ella le respondió con la más grande de todas las mentiras. Y lo hizo con calma, sin el menor remordimiento.
—Nada que tú no quieras.
Y reinició el descenso, sin volverse a mirar si él la seguía.
Gardener vaciló. La cabeza le palpitaba de manera angustiosa. Luego echó a andar tras ella.
2
El vehículo estacionado junto a la zanja era la vieja camioneta de Bobbi… sólo que hasta entonces había sido una Country Squire. En ella había llegado Anderson a la universidad, desde Nueva York, trece años antes; tampoco en aquel entonces era nueva. Se mantuvo en la carretera hasta 1984, año en que ni siquiera Elt Barker, que manejaba la estación de servicio y el único taller de Haven, aceptó pegar en ella la señal de haber pasado la revisión. Entonces, después de trabajar durante todo un fin de semana (casi todo el tiempo, borrachos; a Gardener aún le parecía un milagro que no se hubieran asado con el viejo soldador de Frank Garrick) los dos cortaron el techo del vehículo, desde el asiento delantero hacia atrás, convirtiéndolo en una especie de camioneta descubierta.
—Mira esto, viejo Gard —había proclamado Bobbi Anderson, con solemnidad, mientras contemplaba los restos—. Nos hemos fabricado un auténtico bombardero de campaña.
Y se agachó para vomitar. Gardener se levantó y la llevó al porche, mientras Peter se cruzaba preocupado con sus pies a lo largo de todo el trayecto. Cuando llegó a la casa, ella había perdido el sentido. Gard la depositó cuidadosamente en el suelo y se desmayó también.
La camioneta en cuestión era fuerte, pero estiró la pata. Anderson la puso en un extremo de la huerta, sobre dos bloques de madera, con la seguridad de que nadie la querría, ni siquiera para desguazarla. Gardener sospechaba que lo hacía por sentimentalismo.
Y ella la había resucitado…, aunque casi no parecía el mismo vehículo, salvo por la pintura azul y los restos de imitación madera que caracterizaban la marca Country Squire. La portezuela del conductor y casi toda la parte delantera habían desaparecido por completo, esta última reemplazada por un extraño conglomerado de elementos para excavar y trasladar tierra. Ante los ojos perturbados de Gardener, la camioneta parecía la excavadora de un niño enloquecido. Por el sitio donde antes tenía la parrilla sobresalía algo semejante a un destornillador gigantesco. Daba la sensación de que el motor pertenecía a una vieja y gigantesca excavadora.
«¿De dónde sacaste ese motor, Bobbi? ¿Cómo lo trajiste desde donde estuviera hasta aquí? ¡Por Dios!»
Sin embargo, todo eso, por asombroso que pareciera, sólo retuvo su atención por un momento. Se acercó a Bobbi, que estaba de pie, con las manos en los bolsillos, y contemplaba el tajo abierto en la tierra.
—¿Qué piensas, Gard?
Él no sabía qué pensar. De cualquier modo, había enmudecido.
La excavación alcanzaba una profundidad asombrosa: diez o doce metros, según calculó. Si el sol no hubiese estado a la altura exacta, ni siquiera habría visto el fondo de la zanja. Entre la pared de la excavación y el liso casco de la nave había un espacio de un metro o poco menos. Ese casco no tenía la menor señal: ni números ni símbolos ni imágenes ni jeroglíficos…
En el fondo del corte, el objeto desaparecía en la tierra. Gardener meneó la cabeza, abrió la boca y, como descubriera que aún estaba mudo, la cerró de nuevo.
La parte del casco con que Anderson había tropezado estaba frente a la nariz de Gardener. Habría sido fácil tender la mano para tocarla, tal como ella había hecho apenas dos semanas antes para intentar desprenderla. Pero existía una gran diferencia: al tocar por primera vez la nave enterrada, Bobbi lo había hecho de rodillas. Gardener, en cambio, permanecía de pie.
Había reparado de manera muy vaga en los cambios sufridos por la pendiente: el suelo, desigual y embarrado; los árboles, talados y caídos fuera del paso; los tocones, arrancados como dientes con caries. Aparte de esa observación pasajera, no prestó mucha más atención. Lo habría hecho de saber hasta qué punto Anderson había destruido la colina. Como la elevación del terreno le dificultaba las cosas… había reducido la loma a la mitad para facilitarlas.
«Platillo volante», pensó Gardener. Y luego: «Salté al agua, sí. Esto es una fantasía de muerte. En cualquier momento reaccionaré y me encontraré intentando respirar agua salada. En cualquier momento».
Sólo que no ocurrió nada de eso, porque el objeto era real. Se trataba de un platillo volante.
Y eso, de algún modo, era lo peor. Ni nave espacial, ni vehículo alienígena, ni aparato extraterrestre: era un platillo volante. Habían sido descartados por las Fuerzas Aéreas, por los científicos, por los psicólogos. Ningún escritor de ciencia ficción que se respetara los incluiría en sus relatos; si lo hacía, no habría editor que pensara en publicarlos. Los platillos volantes habían pasado de moda dentro del género, más o menos por la época de Edgar Rice Burroughs y Otis Adelbert Kline. No sólo estaban pasados de moda: la idea de su existencia en sí era un chiste, y sólo le otorgaban espacio mental los chiflados, los excéntricos religiosos y, por supuesto, los periódicos sensacionalistas, donde todas las semanas había que publicar cuando menos un artículo sobre ellos, al estilo de: NIÑA DE SEIS AÑOS EMBARAZADA POR TRIPULANTE DE PLATILLO VOLANTE, REVELA ANGUSTIADA MADRE.
Esas historias, por alguna extraña razón, parecían ocurrir siempre en Brasil o en New Hampshire.
Sin embargo, delante tenía una «cosa» de ésas. Había estado en aquel lugar desde siempre, mientras los siglos transcurrían sobre ella como si de minutos se tratara. De pronto, a su mente acudió una línea del Génesis que lo hizo estremecer como si de una ráfaga de aire frío se tratara: En aquellos tiempos, la Tierra estaba habitada por gigantes.
Se volvió hacia Anderson, los ojos suplicantes.
—¿Es real? —preguntó, en un susurro apenas.
—Es real. Tócalo. —Ella le dio un golpecito, reproduciendo un ruido de puño contra caoba.
Gardener tendió la mano… y la retiró. Por el rostro de Anderson pasó una expresión de fastidio, como una sombra.
—Te he dicho que no muerde, Gard.
—¿No me hará nada que yo no quiera?
—En absoluto.
Gardener reflexionó (tanto como era capaz de hacerlo en su estado de tremenda confusión) que en otros tiempos había pensado lo mismo de la bebida. Bien meditadas las cosas, también lo había oído decir de diversas drogas, casi siempre a sus alumnos universitarios, a principios de los años setenta. Muchos de ellos habían terminado internados en clínicas o como asistentes a sesiones de orientación para drogodependientes.
«Dime, Bobbi, ¿querías trabajar hasta caer rendida? ¿Querías perder peso hasta parecer anoréxica? En realidad, sólo deseo saber esto: ¿actuaste o se te hizo actuar? ¿Por qué me has mentido con respecto a Peter? ¿Por qué no se oyen los gorjeos de los pájaros en este bosque?»
—Anda —dijo ella, con paciencia—. Tenemos mucho que discutir y decisiones difíciles que tomar. No quiero que te derrumbes a la mitad, convencido de que todo ha sido una alucinación surgida de alguna botella.
—Qué sucio, eso que acabas de decir.
—Como casi todas las cosas que la gente debe reconocer. Has tenido episodios de delirium tremens. Lo sabes, y yo también lo sé.
«Desde luego, pero la Bobbi de antes nunca lo habría mencionado… al menos, no de esta manera».
—Si lo tocas, lo creerás. Eso es todo lo que quiero decir.
—Por la forma en que lo haces, parece que es importante para ti.
Anderson movió los pie, inquieta.
—Está bien —dijo Gardener—. Está bien, Bobbi.
Tendió de nuevo la mano y agarró el borde de la nave, tal como Anderson lo había hecho aquella primera vez. Tuvo conciencia, demasiada conciencia, de que el rostro de Bobbi había asumido una expresión de desnuda ansiedad, la de alguien que espera el estallido de un petardo.
Varias cosas ocurrieron casi al mismo tiempo.
La primera fue una sensación vibrante que penetraba por sus dedos, la clase de vibración que se siente al apoyar la mano en un poste con cables de alta tensión. Por un momento pareció entumecerle la carne, como si la vibración tuviese una velocidad increíblemente alta. Luego desapareció. En el instante en que eso ocurría, la cabeza de Gardener se llenó de música, pero a tan alto volumen que fue, antes bien, un alarido. En comparación con aquello, lo que oyó la noche anterior había sido un susurro. Tuvo la sensación de estar dentro de un altavoz estéreo a todo volumen.
La luz del día me molesta, para qué voy a negarlo, El horario de la oficina no me lleva a mi destino, Cuando salgo y vuelvo a casa para…
Comenzaba a abrir la boca para gritar pero la canción se cortó, de súbito. Gardener la conocía; había estado de moda cuando él iba a la primaria. Más tarde cantó el fragmento que había escuchado, para cronometrar el tiempo. La secuencia parecía haber sido de uno o dos segundos de alta vibración: un estallido de música estridente que duró doce segundos; después, la hemorragia nasal.
Sólo que no se podía hablar de estridencia. No la había percibido en los oídos, sino en la cabeza. Había penetrado en ésta como una flecha, desde ese maldito trozo de acero que tenía en la frente.
Vio que Anderson retrocedía, tambaleándose, y extendía los brazos delante de ella, como si tratara de protegerse de algo. Su expresión ansiosa dejó paso a otra de sorpresa, miedo, desconcierto y dolor. Lo último fue que el dolor de cabeza desapareció.
Desapareció por completo.
Pero lo de su nariz no era un simple goteo de sangre; sino una verdadera hemorragia.
3
—A ver, toma. Por Dios, Gard, ¿estás bien?
—Ya pasará —respondió él, con la voz algo apagada por el pañuelo de Bobbi.
Lo plegó y se lo puso contra la nariz, presionando con firmeza en el puente. Echó la cabeza hacia atrás, y el sabor de la sangre comenzó a llenarle la garganta.
—Las he tenido peores —dijo.
Era cierto… pero eso había sido hacía mucho tiempo.
Se apartaron unos diez pasos de la zanja, para sentarse en un árbol caído. Bobbi lo miraba con preocupación.
—Caramba, Gard, no sospeché que ocurriera algo así. Me crees, ¿verdad?
—Sí —respondió él. No sabía muy bien qué había supuesto Bobbi que ocurriría… pero eso no—. ¿Has oído la música?
—No puedo decir que la haya oído —dijo Anderson—. La recibí de tu cabeza, de segunda mano, y estuvo a punto de hacerme estallar.
—¿Sí?
—Sí —Bobbi rió, algo estremecida—. Cuando estoy entre muchas personas, las desconecto.
—¿Puedes hacer eso? —Gard se quitó el pañuelo de la nariz; estaba empapado de sangre; si lo hubiese retorcido, la sangre habría caído para formar un arroyuelo morboso. Pero la hemorragia empezaba a ceder…, gracias a Dios. Dejó caer el pañuelo y se arrancó un faldón de la camisa.
—Sí —dijo Anderson—. Bueno…, no del todo. No puedo desconectar por completo los pensamientos, pero sí restarles volumen, de modo que sean…, un leve susurro en el fondo de mi mente.
—Es increíble.
—Es necesario —lo corrigió ella, ceñuda—. Si no pudiese hacerlo, creo que no saldría más de esa maldita casa. El sábado, en Augusta, abrí la mente para ver cómo era.
—Y lo averiguaste.
—Sí, lo averigüé: como tener un huracán dentro de la cabeza. Lo peor fue lo mucho que me costó volver a cerrar la puerta.
—Esa puerta… esa barrera o lo que sea…, ¿cómo la cierras?
Anderson meneó la cabeza.
—Imposible explicártelo; es lo que le ocurre a quien mueve las orejas y no sabe decir cómo lo hace.
Carraspeó y se miró los zapatos durante un instante. Gardener vio que eran botas de trabajo y que estaban embarradas. Al parecer, no habían abandonado esos pies por mucho tiempo, en el último par de semanas.
Bobbi sonrió un poco. Fue una sonrisa azorada y dolorosamente humorística, todo al mismo tiempo… y en ese momento volvió a ser por completo la Bobbi de antes. La que era su amiga cuando nadie quería serlo. Tenía la misma expresión que Gardener le había visto desde el primer momento, cuando ella era una universitaria recién ingresada y él, un profesor recién graduado, dedicado con apatía a una tesis de doctorado, quizá a sabiendas de que jamás la terminaría. Afectado por una resaca, y con un ataque de hígado, Gardener había preguntado a la clase de nuevos alumnos qué era el caso dativo. Nadie le dio respuesta. En el momento en que él se preparaba, con gran placer, a vapulearles de lo lindo, Anderson, Roberta, fila 5, asiento 3, levantó la mano y se arriesgó. Su respuesta fue tímida…, pero correcta. Como cabía esperar, era la única del grupo que había estudiado latín durante el bachillerato.
Y había esbozado idéntica sonrisa. Gard se sintió inundado de afecto. Diablos, Bobbi había pasado por momentos difíciles, mas seguía siendo Bobbi. Sobre eso no cabía duda.
—De cualquier manera, las mantengo cerradas casi siempre —le estaba diciendo—. De otro modo sería como espiar por las ventanas. Te dije que Paulson, mi cartero, tenía una aventura, ¿recuerdas?
Gardener asintió.
—Yo no quería saberlo. Ni que algún pobre tipo es cleptómano o que bebe a escondidas. ¿Cómo está tu nariz?
—La hemorragia ha cesado. —Gardener dejó el trozo de camisa ensangrentado junto al pañuelo de Bobbi—. Y por eso mantienes el bloqueo.
—Sí. Lo mantengo por un motivo u otro: moral, ético o sólo por no volverme loca con tanto ruido. Contigo alzo las barreras, pues nada capto de ti aunque lo intente. Y lo he probado un par de veces (si te enfadas, lo harás con razón), pero sólo era pura curiosidad, porque nadie más está… en blanco, como tú.
—¿Nadie?
—No. Tiene que haber algún motivo, algo así como un grupo sanguíneo raro. A lo mejor es eso, justamente.
—Lo siento, pero tengo el tipo universal.
Anderson se levantó, riendo.
—Si estás repuesto, podríamos volver a casa, Gard.
«Es la placa que tengo en la cabeza, Bobbi». Estuvo a punto de decirlo; pero, por algún motivo, decidió no hacerlo. «La placa te impide entrar. No sé cómo lo sé, pero lo sé».
—Sí, estoy bien —dijo—. Me vendría bien…
(un trago)
una taza de café, eso sí.
—Concedida. Vamos.
4
Aunque una parte de ella reaccionaba ante Gard con calidez y el sincero afecto de siempre, otra parte suya (la que no era, estrictamente hablando, Bobbi Anderson) se mantenía fría, a un lado, y lo observaba todo con atención. Evaluaba. Interrogaba. Y la primera pregunta era si
(ellos)
ella quería, en realidad, que Gardener estuviera allí. Ella
(ellos)
había pensado, en un principio, que todos sus problemas quedarían resueltos; Gard la ayudaría en la excavación y ya no necesitaría hacer eso…, bueno, esa primera parte, ella sola. Gard tenía razón en un aspecto: tratar de hacerlo sola había estado a punto de matarla. Pero el cambio que esperaba en él no se había producido. Sólo esa preocupante hemorragia nasal.
«Si lo hace sangrar así, no querrá tocarlo más. Mucho menos, entrar».
«Tal vez no haga falta. Después de todo Peter nunca lo tocó. Peter no quería acercársele, pero su ojo… y el rejuvenecimiento…»
«No es igual. Gard es un hombre, no un viejo sabueso. Y debes aceptarlo, Bobbi: exceptuando la hemorragia y ese estallido de música, no hubo el menor cambio».
«Cambio inmediato, no».
«¿Será la placa de acero que tiene en el cráneo?»
«Tal vez… pero ¿por qué ha de ser diferente por tenerla?»
La parte fría de Bobbi lo ignoraba. Sólo sabía que quizá ésa fuese la causa. La nave en sí transmitía una especie de fuerza tremenda, casi animada; lo que había viajado en ella había muerto, fuera lo que fuese, y ella estaba segura de no haber mentido en ese sentido. Pero la nave en sí estaba casi viva; emitía ese enorme esquema de energía a través de su piel metálica… Y sabía que la zona de emisión se ampliaba un poco más con cada centímetro de superficie que ella liberaba. Esa energía se había comunicado a Gard, sí, pero después…, ¿qué?
Había sido convertida, de algún modo, y descargada en esa breve y feroz transmisión radial.
«¿Y ahora qué hago?»
Aunque lo ignoraba, estaba segura de que no tenía importancia.
Ellos se lo dirían.
Cuando el momento hubiese llegado, ellos la enseñarían.
Mientras tanto valía la pena observarle. Pero ¡si al menos le hubiera sido dado leerle la mente! Habría resultado mucho más fácil en ese caso, qué joder.
Una voz respondió fría: Emborráchalo. Entonces podrás leérsela. Entonces lo leerás sin problemas.
5
Acababan de bajar del Tomcat, que no volaba, por cierto; sólo rodaba por el suelo, como siempre, aunque en completo silencio, en vez de hacerlo entre los habituales rugidos de su motor; de algún modo, eso parecía espectral y horrible.
Salieron del bosque y avanzaron a tumbos por el borde de la huerta. Anderson dejó el Tomcat en el mismo sitio en que Gard lo había visto por la mañana. Él echó un vistazo al cielo, que empezaba a cubrirse otra vez.
—Harías mejor metiéndolo en el cobertizo, Bobbi.
—Nada le pasará —replicó ella, escueta.
Se guardó la llave en el bolsillo y echó a andar hacia la casa. Gardener lanzó una ojeada al cobertizo. Iba a caminar tras ella, pero se volvió una vez más. En la puerta del cobertizo había un gran candado. Otro agregado. Al parecer, los había a montones.
«¿Qué tienes ahí dentro? ¿Una máquina del tiempo que funciona con pilas de linterna? ¿Qué tienes ahí Bobbi, Modelo-Nuevo-y-Mejorado?»
6
Cuando entró en la casa, Bobbi trasteaba en la nevera. Sacó un par de latas de cerveza.
—¿Hablabas en serio cuando me pediste café? ¿No preferirías una de éstas?
—¿Una Coca-Cola? —preguntó Gardener—. Los platillos volantes van mejor con Coca-Cola, según mi lema.
Y soltó una risa medio chiflada.
—Bueno —dijo Bobbi. Pero se detuvo en el acto de guardar las latas y coger dos de Coca-Cola—. Lo he hecho, ¿verdad?
—¿Eh?
—Te llevé al bosque para mostrártela. La nave. ¿No?
«Por Dios —pensó Gardener—. Por todos los santos del cielo».
Durante un momento, petrificada, con los refrescos en las manos, ella pareció atacada del mal de Alzheimer.
—Sí —respondió Gardener, al tiempo que se sentía la piel fría—, lo has hecho.
—Bien —dijo Bobbi, aliviada—. Ya me lo parecía.
—Bobbi…, ¿te sientes bien?
—Claro —replicó Anderson. Y agregó sin preocuparse, como si el asunto tuviera muy poca importancia—: es que no recuerdo bien qué ocurrió desde que salimos de casa hasta ahora. Pero creo que, en realidad, no importa, ¿verdad? Aquí tienes tu Coca-Cola, Gard. Brindemos por la vida en otros mundos. ¿Qué te parece?
7
Brindaron por otros mundos. Después Anderson le preguntó qué debían hacer con la nave espacial que ella había encontrado detrás de la casa.
—Nosotros, nada. Tú serás quien lo haga.
—Ya lo estoy haciendo, Gard —observó ella, con suavidad.
—Por supuesto —respondió él, algo irritado—. Hablo de una decisión definitiva. Con mucho gusto te daré todos los consejos que gustes (nosotros, los poetas quebrados y borrachines, somos estupendos para aconsejar), pero, en último término, tú serás quien lo decida. Harás algo más que desenterrarlo. Porque es tuyo. Está en tus tierras y te pertenece.
Anderson pareció escandalizada.
—No pensarás que eso pertenece a alguien, ¿verdad? Caramba, sólo porque tío Frank me dejó estas tierras en su testamento… Porque tenía un título de propiedad que se remontaba a parte de una parcela que el rey Jorge III arrancó de los franceses, después de que éstos se la arrebataran a los indios… Por Dios, Gard, esa cosa tenía cincuenta millones de años cuando los antepasados de esta maldita raza humana estaban encogidos en las cuevas, escarbándose la nariz.
—No lo dudo, desde luego —aseguró Gardener, con sequedad—, sin embargo, eso no altera la ley. Y de cualquier modo, ¿vas a decirme que no te sientes dueña de él?
Se la vio alterada y pensativa a un tiempo.
—¿Dueña? No, yo no diría eso. Lo que me siento es responsable, no dueña.
—Bueno, lo que sea. Puesto que me has pedido una opinión, te la daré. Llama a la Base Limestone de las Fuerzas Aéreas. A quien te atienda, le dices que has encontrado un objeto no identificado en tus tierras y que parece una especie de máquina voladora de tipo avanzado. Quizá te cueste un poco, pero los convencerás. Entonces…
Bobbi Anderson se echó a reír. Y continuó riendo bastante rato, con ganas, a todo pulmón. Fue una carcajada de verdad; y aunque no había nada maligno en ella, Gardener se sintió muy incómodo. Ella rió hasta que las lágrimas le corrieron por el rostro. Gard se envaró.
—Disculpa —dijo Bobbi, al ver su expresión—. Pero me cuesta creer que tú, después de todo, me digas eso. Mira… es… —Volvió a estallar en risas—. Bueno, es una verdadera sorpresa. Como si un predicador bautista me aconsejara beber para curarme de la lujuria.
—No comprendo.
—Por supuesto que comprendes. Tengo ante mí un tipo a quien arrestaron en Seabroock con un revólver en el bolsillo. Un tipo convencido de que el Gobierno no será feliz hasta que todos relumbremos en la oscuridad, como los relojes. Ese mismo tipo me aconseja que llame a las Fuerzas Aéreas para que vengan a hacerse cargo de una nave interestelar.
—Las tierras son tuyas…
—¡Al diablo, Gard! Mis tierras son tan vulnerables como las de cualquiera ante el derecho que asiste al Gobierno a actuar según los intereses generales. Ese derecho permite que se construyan autopistas, por ejemplo.
—Y, a veces, reactores nucleares.
Bobbi se sentó otra vez y miró a su amigo en sereno silencio.
—Piensa con detenimiento en eso que me has dicho —continuó, con suavidad—. Tres días después de esa llamada, ni la tierra ni la nave seguirían siendo «mías». Seis días después tendrían todo esto rodeado con alambre de espino y centinelas apostados cada quince metros. Seis semanas después, el ochenta por ciento de los habitantes de Haven habrían sido desalojados, por las buenas o por las malas… o habrían desaparecido, sin más. Pueden, Gard. Tú sabes que está en su mano el hacerlo. En resumen: quieres que coja el teléfono para llamar a la Policía de Dallas.
—Bobbi…
—Sí, en resumen se trata de eso. He encontrado una nave espacial extraña y tú quieres que la entregue a la Policía de Dallas. De verdad crees que vendrían a decirme: «Por favor, señorita Anderson, acompáñenos a Washington; el Estado Mayor Conjunto tiene mucho interés en conocer sus ideas acerca de este asunto, no sólo porque usted es (bueno, era) la dueña de las tierras donde “eso” está enterrado, sino porque el Estado Mayor Conjunto consulta siempre a los escritores de novelas de aventuras antes de tomar una decisión sobre estas cuestiones. El presidente también quiere que se presente en la Casa Blanca para que usted le haga conocer su opinión, señorita. Y de paso quiere expresarle personalmente lo mucho que le gustó Navidad junto a la fogata.»
Anderson echó la cabeza atrás. Su carcajada fue salvaje, histérica, casi escalofriante. Gardener apenas se dio cuenta de ello.
¿En verdad pensaba que esa gente iría a las tierras de Bobbi con actitud cortés? ¿Tratándose de algo tan potencialmente importante? No, por cierto. Le quitarían la tierra. La amordazarían, y también a él… Pero quizá eso no bastara para que se sintieran cómodos, y tal vez ambos terminaran en algún lugar, mezcla de gulag ruso con sanatorio de lujo, para descansar: con todas las diversiones gratis, pero jamás saldrían de él.
Y quizá ni siquiera eso sería bastante. «Se ruega no enviar flores». Sólo así dormirían tranquilos los nuevos encargados de la nave espacial.
Después de todo, no era una reliquia arqueológica, ni un florero etrusco, ni una miniatura desenterrada en el lugar donde se celebró alguna batalla de la guerra civil, ¿verdad? La mujer que lo había encontrado proporcionaba a su casa toda la energía necesaria con pilas secas. Y Gardener estaba dispuesto a creer que, si la nueva marcha del Tomcat no funcionaba todavía, pronto lo haría.
¿Y a base de qué funcionaba, al fin y al cabo? ¿De microchips? ¿De semiconductores? No. El ingrediente adicional era Bobbi, la Nueva Bobbi Perfeccionada. Bobbi. O quizá cualquier persona que se acercara al objeto. Y un objeto como aquél… bueno, no podía dejarse en manos de cualquier ciudadano común, ¿verdad?
—Sea lo que fuere —murmuró—, ese maldito plato ha de ser estupendo para el cerebro. Te ha convertido en un genio.
—No. En un sabio idiota —corrigió Anderson, en voz baja.
—¿Qué?
—Un sabio idiota. En Pineland, la institución oficial para retrasados mentales graves, hay cinco o seis de ellos. En mis tiempos de universitaria pasé dos veranos allí, en un programa de práctica laboral. Había un tipo que multiplicaba mentalmente dos cifras de seis dígitos y te daba la respuesta correcta en menos de cinco segundos… pero se meaba en los pantalones en cualquier momento. Había un niño de doce años, hidrocéfalo: su cabeza parecía una calabaza premiada. Pero componía páginas perfectamente alineadas en los márgenes a razón de ciento sesenta palabras por minuto. No sabía hablar, no sabía leer, no sabía pensar, pero en tipografía era un huracán.
Anderson manoseó un cigarrillo y lo encendió. Desde el rostro flaco, ojeroso, sus ojos seguían fijos en Gardener.
—Eso es lo que soy: un sabio idiota. Eso es lo único que soy —repitió—, y ellos lo saben. Estos arreglos (el del calentador, y el de la máquina de escribir) sólo los recuerdo por fragmentos. Mientras los llevo a cabo, todo parece muy claro. Pero después… —miró a Gard, suplicante—. ¿Comprendes?
Él asintió.
—Viene de la nave, como trasmisiones radiales de una torre emisora. La radio sintoniza las trasmisiones y las envía al oído humano, pero eso no es hablar. Al Gobierno le gustaría encerrarme en alguna parte y cortarme en pedacitos para ver si se han producido cambios físicos en mí…, en cuanto un lamentable accidente mío les proporcionara motivos para una autopsia, claro está.
—¿Estás segura de que no me lees la mente, Bobbi?
—No. Pero ¿crees de verdad que se abstendrían de liquidar a unas cuantas personas por un asunto como éste?
Gardener negó con la cabeza.
—Por lo tanto, tu consejo se reduce a esto: primero telefoneo a la Policía de Dallas; después me dejo aprehender por la Policía de Dallas, por último, me dejo asesinar por la Policía de Dallas.
Gard la observó, preocupado.
—De acuerdo, me rindo —dijo él—. Pero ¿qué alternativa queda? Tienes que hacer algo, por Dios. Esa cosa te está matando.
—¿Qué?
—Has perdido quince kilos, para empezar.
—Quin… —Anderson dio un respingo, intranquila—. No, Gard, es imposible. Siete, ocho…, tal vez. Pero me estaban apareciendo «michelines»; de cualquier forma…
—Pésate —dijo Gardener—. Si logras que la aguja pase de los cuarenta y tres, aun con las botas puestas, me comeré la balanza. Si pierdes un par de kilos más, enfermarás. Tal como estás, podría atacarte una arritmia cardíaca y morirías en dos días.
—Me hacía falta adelgazar un poco. Y estaba…
—Demasiado ocupada para comer, ¿verdad?
—Bueno, no era lo que iba a d…
—Cuando te vi anoche, parecías una superviviente de los campos de concentración. Sólo sabías quién era yo; nada más. Todavía no estás bien. Volvemos de ver tu maravilla y, cinco minutos después, me preguntas si ya hemos ido a verla…
Los ojos de Bobbi seguían bajos, pero su expresión era visible: terca, mohína. Él la tocó con suavidad.
—Sólo digo que, por maravilloso que sea ese objeto del bosque, te ha hecho cosas en el cuerpo y en la mente que han sido terribles para ti.
Bobbi se apartó.
—Si con eso insinúas que estoy loca…
—¡No, en absoluto digo que estés loca, por el amor de Dios! Pero sí que tal vez enloquezcas si no te detienes. ¿Acaso me negarás que has tenido lagunas?
—Me estás interrogando como un policía, Gard.
—Si tenemos en cuenta que me pediste consejo hace quince minutos, eres un testigo bastante hostil, ¡qué joder!
Se fulminaron con la mirada por un momento. Anderson fue la primera en ceder.
—No es del todo correcto hablar de lagunas. No trates de comparar lo mío con lo que te ocurre cuando bebes demasiado. No es lo mismo.
—No pienso discutir cuestiones de semántica, Bobbi. Eso es irse por las ramas, y tú lo sabes. Esa cosa enterrada resulta peligrosa. Eso es lo que me parece importante.
Anderson levantó la vista, la expresión inescrutable. Sus palabras no fueron una pregunta ni una declaración; surgieron neutras, sin inflexiones.
—Te parece.
—No se trata sólo de que hayas concebido o recibido ideas —apuntó Gardener—. Has estado actuando impulsada.
—Impulsada. —La expresión de Anderson no cambió.
Gard se frotó la frente.
—Impulsada, sí; como el tipo malo y estúpido que obliga a su caballo a andar hasta que cae muerto entre las varas del carro y entonces aún azota al cadáver porque el maldito jamelgo ha tenido el valor de morirse. Un hombre así resulta un peligro para los caballos. Lo que hay en esa nave, sea lo que fuere… es peligroso para Bobbi Anderson. Si yo no hubiese aparecido…
—¿Qué? Si tú no hubieses aparecido…, ¿qué?
—Creo que todavía estarías metida en eso: trabajando noche y día, sin comer…, y para el próximo fin de semana habrías muerto.
—Pienso que no —dijo Bobbi, con serenidad—, pero supongamos que tienes razón. Ahora estoy normal.
—No estás normal. No te encuentras bien.
El rostro de Bobbi había recobrado su expresión de mula; esa expresión le decía que sólo decía idioteces y que ella prefería no escucharle.
—Mira —dijo Gardener—, estoy de acuerdo contigo en una cosa al menos: esto es lo más grande, lo más importante, lo más apabullante que haya ocurrido jamás. Cuando se sepa, los titulares del New York Times parecerán los de un pasquín. La gente cambiará de religión por esto, qué joder. ¿Lo sabes?
—Sí.
—No es un barril de pólvora, sino una bomba atómica. ¿Sabes también eso?
—Sí —repitió Anderson.
—Entonces no me mires con esa cara de culo. Si quieres hablar, hablemos, qué joder.
Anderson suspiró.
—Sí, está bien. Disculpa.
—Admito que me equivoqué al sugerirte que llamaras a las Fuerzas Aéreas.
Hablaron juntos, y luego rieron juntos, y eso les hizo bien.
—Algo hay que hacer —insistió Gard, sin dejar de sonreír.
—De acuerdo —reconoció Anderson.
—Pero por todos los diablos, ¡no pude aprobar química y sólo estudié física elemental! Aunque no sé mucho, me parece que es preciso… amortiguarlo o algo por el estilo.
—Necesitamos expertos.
—¡Eso! —exclamó Gardener—. ¡Expertos!
—Y todos los expertos trabajan para la Policía de Dallas, Gard.
Él levantó las manos, disgustado.
—Contigo aquí, nada me ocurrirá. Estoy segura.
—Lo más probable es que suceda al revés. En cuanto nos descuidemos, seré yo quien tenga lagunas y deje de comer.
—Creo que valdría la pena.
—Estás decidida, ¿eh?
—He decidido qué quiero hacer, sí. Y lo que quiero es callarme y terminar la excavación. Ni siquiera será necesario desenterrarlo del todo. Creo que si profundizo (espero que profundicemos los dos) otros doce o quince metros, llegaremos a una escotilla. Y si logramos entrar…
Los ojos de Bobbi centellearon. Gardener sintió que en su propio pecho se levantaba el entusiasmo, a manera de reacción. Todas las dudas del mundo no lograrían apagar ese entusiasmo.
—¿Si logramos entrar? —repitió.
—Si logramos entrar, llegaremos a los mandos. Y si lo conseguimos, haré que esa maldita cosa salga volando de la Tierra.
—¿Crees poder conseguirlo?
—Estoy segura.
—¿Y después?
—Después…, no sé —repuso Bobbi, con un encogimiento de hombros. Era el mejor y más eficiente de cuantos embustes había dicho hasta ese momento… y Gardener supo que mentía—. Después…, algo ocurrirá. Es todo lo que sé.
—Pero dices que me corresponde decidir a mí.
—Eso he dicho, sí. En cuanto al mundo exterior, sólo me es posible seguir callando. Si tú decides hablar, ¿cómo impedírtelo? ¿Matándote con el rifle de tío Frank? Sería incapaz. Tal vez lo hiciera un personaje de alguna de mis novelas, pero yo, no. Por desgracia, esto es la vida real, donde no hay soluciones de verdad. Creo que en la vida real me quedaría aquí, siguiéndote con la mirada, mientras te alejaras.
»Pero no importa a qué persona acudieras, Gard (un científico de la universidad, un biólogo de laboratorio, un físico de la Tecnológica), tarde o temprano resultaría que, en realidad, habrías avisado a la Policía de Dallas. La gente vendría aquí en camiones con alambres de espino y rifles. —Esbozó una ligera sonrisa—. Al menos no tendría que ir sola a ese sanatorio de lujo policiaco.
—¿No?
—No. Tú también estás metido en esto. Si me llevasen allí, vendrías conmigo en el asiento vecino. —Aquella débil sonrisa se estiró, pero sin mucho humor—. Bienvenido a la casa de los locos, amigo mío. ¿No te alegras de haber venido?
—Estoy encantado al máximo —repuso Gardener.
8
Cuando la risa pasó, Gardener descubrió que la atmósfera había sufrido un notable cambio en la cocina, para mejorar.
—¿Qué supones que sucedería con la nave si la Policía de Dallas se apoderase de ella? —preguntó Bobbi.
—¿No has oído hablar del Hangar 18? —preguntó Gard.
—No.
—Según rumores, el Hangar 18 formaría parte de una base de las Fuerzas Aéreas instalada en las afueras de Dayton. O de Dearborn. O en algún lugar de Estados Unidos. Se supone que allí guardan los cadáveres de unos cinco hombrecitos que tienen rostro de pez y agallas en el cuello. Tripulantes de platillos volantes. Es una de esas cosas que se dicen como la de que alguien encontró una cabeza de rata en su hamburguesa o que en las cloacas de Nueva York hay caimanes. Pero ahora empiezo a preguntarme si será, de verdad, un cuento de hadas. De cualquier modo creo que ése sería el final.
—¿Puedo contarte uno de esos modernos cuentos de hadas, Gard?
—Con toda confianza.
—¿Has oído el de ese tipo que descubrió una píldora que reemplazaba a la gasolina?
9
El sol se ponía en una brillante combinación de rojos, amarillos y púrpuras. Gardener lo contemplaba sentado en un gran tocón del patio trasero. Habían pasado la mayor parte de la tarde enfrascados en la conversación; y discutido a ratos. Otras veces se habían enzarzado en algún razonamiento difícil. Bobbi había puesto fin a la charla al declarar que volvía a estar muerta de hambre. Preparó una enorme olla de fideos y asó gruesas costillas de cerdo. Gardener la siguió a la cocina, con ganas de reabrir la discusión (los pensamientos rodaban por su mente como bolas en una mesa de billar), pero Anderson no quiso. Ofreció una copa a Gardener; él, tras una larga pausa pensativa, la aceptó. El whisky le sentó bien, pero no sintió necesidad de otro. No mucha, al menos. Y, allí sentado, colmado de alimento y con aquella vista del cielo, se dijo que Bobbi parecía estar en lo cierto. Habían mantenido toda la conversación constructiva que era necesaria.
Llegaba el momento de la decisión.
Bobbi había tomado cantidades ingentes de comida.
—Vas a vomitar, Bobbi —dijo él. Hablaba en serio, pero no pudo contener la risa.
—No —replicó ella, con placidez—. Nunca me he sentido mejor. —Y eructó—. En Portugal, esto es un cumplido para el cocinero.
—Y después de una buena jodida… —Gard levantó una pierna y dejó escapar una ventosidad.
Bobbi rió con ganas.
Una vez hubieron lavado los platos («¿Todavía no has inventado algo para hacer esto, Bobbi?» «Ya lo haré, dame tiempo»), se instalaron en la pequeña salita, que no había cambiado mucho desde los tiempos del tío, para ver las noticias de la noche. No había nada bueno en ellas. Oriente Medio ardía otra vez. Israel lanzaba ataques aéreos contra las fuerzas terrestres sirias en el Líbano (y había volado una escuela por accidente; Gardener hizo una mueca de horror ante las imágenes de los dolientes niños quemados); los rusos se lanzaban contra los reductos montañeses de los rebeldes afganos; en América del Sur, un golpe militar…
En Washington, la Comisión de Regulación Nuclear había divulgado una lista de noventa instalaciones nucleares de treinta y siete estados, todas ellas con problemas de seguridad que iban «de lo moderado a lo serio».
«De lo moderado a lo serio; magnífico», pensó Gardener, al tiempo que sentía como la vieja ira impotente se agitaba en él, y le quemaba igual que el ácido. «Si perdemos Topeka, eso es moderado. Si perdemos Nueva York, ya es serio».
Notó que Bobbi lo miraba con un poco de tristeza.
—Sigues con lo mismo, ¿eh? —dijo ella.
—Sí.
Cuando el informativo terminó, Anderson dijo que iba a acostarse.
—¿A las siete y media?
—Todavía estoy molida.
Y en verdad lo parecía.
—De acuerdo. Yo también me acostaré muy pronto, porque estoy cansado. He tenido un par de días terribles, pero no sé si podré dormir con todo esto dando vueltas en mi cabeza.
—¿Quieres un Valium?
Él sonrió.
—Ya he visto que aún están allí, pero paso. A ti te habrían venido bien, en el último par de semanas, al menos.
El estado de Maine había aceptado la decisión de Nora de no presentar cargos contra Gardener, a condición de que él iniciara un programa de ayuda psicológica. El programa en cuestión duró seis meses; el Valium, al parecer, se prolongaría para siempre. Gardener llevaba casi tres años sin tomarlo, pero a veces (sobre todo cuando salía de viaje) presentaba la receta en alguna farmacia. De lo contrario, cualquier ordenador eructaría su nombre y algún psicólogo a sueldo del Estado pasaría a visitarle, para asegurarse de que tenía la cabeza reducida al tamaño adecuado.
Después de que Bobbi se acostó, él apagó el televisor y pasó un rato sentado en la mecedora leyendo Los soldados del búfalo. Al poco rato la oyó roncar. Sus ronquidos parecían formar parte de una conspiración para mantenerlo despierto, pero no importaba. Bobbi había roncado siempre a consecuencia de un tabique nasal desviado; eso no había dejado de fastidiarle, pero desde la noche anterior sabía que existían cosas peores. Por ejemplo, el horrible silencio con que ella había dormido en el sofá.
Eso era mucho peor.
Gardener asomó la cabeza un momento y vio que Bobbi dormía en una postura mucho más normal en ella: desnuda, con excepción del pantalón del pijama, con los pechitos al aire y la sábana revuelta entre las piernas; una mano bajo la mejilla, la otra junto al rostro y el pulgar casi en la boca. Bobbi se encontraba bien.
Por lo tanto, Gardener se instaló allí para tomar una decisión.
La pequeña huerta de Bobbi estaba espléndida; Gard no había visto maíz tan alto en su viaje desde Arcadia; los tomates eran dignos de una exposición. Algunas plantas le llegaban al pecho. En medio de todo había un grupo de girasoles gigantescos, ominosos como trífidos, que cabeceaban con una ligera brisa.
Un rato antes, cuando Bobbi le preguntó si alguna vez había oído hablar de la supuesta «píldora de gasolina», Gardener asintió con una sonrisa. Más cuentos de hadas del siglo XX, sí. Ella le había preguntado entonces si lo creía. Gard, siempre con una sonrisa, respondió que no. Bobbi le recordó lo del Hangar 18.
—¿Eso significa que sí crees en esa píldora? ¿Algo que dejas caer en tu tanque para viajar todo un día?
—No —respondió Bobbi, en voz baja—. De cuanto he leído, nada sugiere la posibilidad de que esa píldora exista. —Se inclinó hacia adelante, con los antebrazos en los muslos—. Pero te diré algo que sí creo: si existiera, no estaría a la venta. Alguna compañía petrolífera grande, tal vez el mismo Gobierno, la compraría… o la robaría.
—Sí —convino Gard con ella.
Más de una vez había pensado en las locas ironías inherentes a todo statu quo: ¿abrir las fronteras de Estados Unidos y dejar sin trabajo a toda la gente de Aduanas? ¿Legalizar la droga y acabar con la DEA[5]? Era como disparar contra la Luna con una carabina de aire comprimido.
Gard estalló en una carcajada.
Bobbi lo miró, desconcertada, pero también sonriente.
—¿Qué sucede? Cuenta.
—Pensaba que si existiese una píldora así, la Policía de Dallas mataría al descubridor y lo pondría con los enanitos verdes del Hangar 18.
—Para no hablar de toda su familia —añadió Bobbi.
Esa vez Gard no rió, no le pareció tan divertido.
—Con ese punto de vista —dijo Anderson—, piensa en lo que he hecho aquí. No tengo habilidad con las herramientas, mucho menos soy una científica; pero la fuerza que obró a través de mí produjo una serie de aparatos que parecen proyectos para niños, elaborados por un muchachito bastante incompetente.
—Pero funcionan —replicó Gardener.
Sí. Anderson estaba de acuerdo. Funcionaban. Hasta tenía una vaga idea de cómo lo hacían, según un principio que se podía titular «fusión de la molécula en desintegración». No era atómico; no contaminaba. La máquina de escribir telepática, dijo, dependía de la fusión de la molécula en desintegración en cuanto a energía, pero el verdadero principio era muy diferente y ella no lo comprendía. Adentro había un paquete energético que había iniciado su vida como máquina depiladora; a parte de eso, nada más sabía.
—Si trajeses aquí a unos cuantos científicos oficiales, es probable que analizaran todo esto en seis horas —dijo Anderson—. Recorrerían la casa como si alguien les hubiese dado una patada en las pelotas y se preguntarían cómo diablos pasaron por alto durante tanto tiempo conceptos tan elementales. ¿Y sabes qué ocurriría después?
Gard se concentró en ello, con la cabeza gacha; una mano aferraba la lata de cerveza que Bobbi le había dado; la otra sostenía su frente. De pronto se vio otra vez en aquella fiesta horrible, escuchando la defensa que Ted, el hombre nuclear, hacía de la central nuclear Iroquois, que en ese mismo momento cargaba cilindros radiactivos: «Si hiciésemos lo que esos locos antinucleares quieren, en uno o dos meses estarían protestando por no poder usar los secadores para el cabello o porque las cocinas eléctricas no funcionarían para preparar sus comidas macrobióticas». Se vio a sí mismo llevando a Ted, el hombre nuclear, al bufé de Arberg. Lo veía con tanta claridad como si hubiese ocurrido. ¡Diablos, como si estuviese ocurriendo en ese mismo instante!
En la mesa, entre las patatas fritas y las fuentes de verduras crudas, se hallaba uno de los artefactos de Bobbi. Pilas conectadas a un interruptor común, de los que se consiguen en cualquier ferretería. Gardener se vio a sí mismo pulsando el interruptor. De pronto, todo cuanto había en la mesa: patatas fritas, verduras, la fuente con divisiones para cinco clases de salsas, los restos de carnes frías y los huesos de pollo, ceniceros, bebidas… todo se elevó quince centímetros en el aire y se mantuvo allí. Sus sombras formaban decorosos charcos en el mantel.
Ted, el hombre nuclear, miró todo aquello durante un momento, con leve fastidio. Después, arrojó de un manotazo el artefacto fuera de la mesa. Los cables se desprendieron. Las pilas rodaron por todas partes. Los objetos cayeron de nuevo en la mesa con estruendo; los vasos volcaron; los ceniceros desparramaron colillas. Ted se quitó la chaqueta deportiva y cubrió los restos del artefacto con ella, tal como habría cubierto el cadáver de un animal atropellado en la carretera. Hecho eso, se dirigió de nuevo hacia el grupito que escuchaba su perorata.
«Esta gente cree que puede salirse con la suya, no importa cómo. Esta gente da por sentado que siempre hay posiciones alternativas. Se equivoca, no las hay: o las plantas nucleares o nada».
Gardener se oyó gritar, con una ira que, para variar, era sobria: «¿Y lo que usted acaba de romper? ¿Qué me dice de eso?» Ted se inclinó para recoger su chaqueta deportiva, con tanta gracia como un mago que agita su capa ante la deslumbrada concurrencia. Bajo ella… nada, salvo algunas patatas fritas. Ni señales del artefacto. Ni el menor rastro de él.
«¿Qué le digo de qué?», preguntó Ted, el hombre nuclear, al tiempo que miraba a Gardener con expresión de simpatía, mezclada con una generosa porción de desprecio. Se volvió hacia su público: «¿Alguien ve algo aquí?»
«No», respondieron todos al unísono, como niños que recitaran: Arberg, Patricia McCardle, todos; hasta el joven camarero y Ron Cummings. «No, nada vemos, absolutamente nada. Ted. Tienes razón; Ted, las plantas nucleares o nada».
Ted sonreía. «En cuanto nos descuidemos, vendrá a contarnos esa vieja historia de la píldora mágica que se puede echar en el tanque de gasolina para viajar todo el día». Ted, el hombre nuclear, empezó a reír. Los otros lo imitaron. Y todos se reían de Gard.
Levantó la cabeza y volvió los ojos atormentados hacia Bobbi Anderson.
—¿Qué te parece que harían? ¿Ocultar todo esto?
—¿Qué te parece a ti? —Y al cabo de un momento, con voz muy suave, ella había insistido—: ¿Gard?
—Sí —había reconocido Gardener, después de largo rato. Por un momento estuvo a punto de estallar en lágrimas—. Sí, claro. Seguro.
10
Y ahora se hallaba sentado en un tocón del patio trasero, sin la menor idea de que una escopeta cargada le apuntaba a la nuca.
Pensaba en su recomposición mental de la fiesta. Todo era tan horrible, tan obvio, que era perdonable el hecho de que hubiera tardado tanto en comprenderlo. No se podía encarar lo de la nave sepultada pensando sólo en el bienestar de Bobbi o de Haven. Hiciera lo que hiciera con Bobbi o con todos los que estuvieran en las cercanías, la decisión definitiva sobre la nave enterrada tendría que basarse en el bienestar del mundo.
Gardener había actuado en muchas comisiones, cuyas metas variaban entre lo posible y lo ridículo. Había participado en manifestaciones; y dado más de lo permitido por su economía como colaboración solicitada en dos campañas sin éxito para que se cerrara una central nuclear en Maine por referendo; en sus tiempos de estudiante, había estado en manifestaciones contra la participación estadounidense en Vietnam; pertenecía a un grupo ecológico pacifista. De cinco o seis modos distintos, había intentado ocuparse del bienestar mundial, pero sus esfuerzos, aunque nacidos del pensamiento individual, habían tenido siempre expresión como parte de un grupo. Ahora…
«Es cosa tuya, Gard. Sólo tuya». Suspiró. Fue como un sollozo. «Pide esos famosos cambios, muchacho, de acuerdo. Pero antes pregúntate quién desea que el mundo cambie. Los hambrientos, los enfermos, los desalojados, ¿verdad? Los padres de esos niños africanos de vientres abultados y grandes ojos agonizantes. Los negros de Sudáfrica. ¿Querrá Ted, el hombre nuclear, una gran parte de esos cambios? ¡La boca se te haga a un lado! Ni Ted, ni el Politburó, ni los Knesset, ni el presidente de Estados Unidos, ni Xeros, ni Barry Manilow».
Oh, no; los grandes, nunca; los que tenían el verdadero poder y manejaban la máquina del Statu Quo, jamás. Su lema era: «Quiten esos cambios de mi vista».
En otros tiempos, él no habría vacilado ni por un momento, y esos tiempos no estaban tan lejanos. Bobbi no hubiera necesitado argumentar. El mismo Gard habría azotado al caballo hasta reventarle el corazón… sólo que él también se encontraría entre las varas, tirando del carro. Por fin había una fuente de energía limpia, tan abundante y fácil de producir que podía ser considerada casi gratuita. En seis meses, todos los reactores nucleares de Estados Unidos serían detenidos en seco. En el curso de un año, todos los reactores del mundo. Energía barata. Transporte barato. Viajes a otros planetas, y hasta a otros sistemas estelares; parecía posible: después de todo, la nave de Bobbi no había llegado a Haven, Maine, en un barco de vela. Era una realidad, era (un redoble de tambores, maestro, por favor) ¡la solución para todo!
«¿Te parece que habrá armas a bordo de esa nave?» —pensó en preguntarle a Bobbi, pero algo le hizo callar. ¿Armas? Tal vez. Y si Bobbi recibía suficiente «fuerza residual» como para crear una máquina de escribir telepática, ¿no podría crear también algo que pareciera una pistola de balas paralizantes a lo Flash Gordon, pero que funcionara de verdad? ¿Un desintegrador? ¿Un rayo-tractor? Algo que, en vez de hacer brooommm o uaca-uaca-uaca, pudiera convertir a la gente en montones de cenizas humeantes. Tal vez. ¿No era posible que alguno de los científicos hipotéticos de Bobbi adaptara objetos como el artefacto del calentador o el motor del Tomcat para provocar un daño radical a las personas? Seguro. Después de todo, mucho antes de que las tostadoras, los secadores de pelo y las estufas fueran inventados, el estado de Nueva York usaba la electricidad para freír a los asesinos en Sing-Sing.
Lo que asustaba a Gardener era que la idea de las armas tenía cierto atractivo. En parte, quizá por propio interés. Si llegaba la orden de echar una chaqueta deportiva sobre el desastre, era probable que él y Bobbi formaran parte de lo que quedara cubierto. Pero más allá de eso había otras posibilidades. Una de ellas, descabellada, aunque no por ello carente de atractivo, era la de patear unos cuantos culos que merecían patadas. La idea de enviar a la Zona Fantasma a ciertos tipos, como el Ayatollah, era tan deliciosa que casi le hizo reír entre dientes. ¿Por qué esperar a que los israelíes y árabes solucionaran sus problemas? Y los terroristas de cualquier color… ¡adiós, queridos!
¡Magnífico, Gard! ¡Me encanta! ¡Lo pasaremos por televisión en cadena! Será mejor que Corrupción en Miami. En vez de dos temerarios perseguidores de traficantes, serán ¡Gard y Bobbi recorriendo el planeta en su platillo volante! ¡Que alguien me alcance un teléfono! ¡Tengo que avisar a la televisión!
«Eso no es divertido», meditó Gardener.
¿Y quién bromea? ¿No pensabas en eso? ¿De jugar al Llanero Solitario y el indio con Bobbi?
«¿Y qué? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que esa alternativa empiece a gustar? ¿Cuántas bombas escondidas harán falta? ¿Cuántas mujeres muertas a tiros en las embajadas? ¿Cuántos niños asesinados? ¿Por cuánto tiempo dejaremos que todo siga?»
Me encanta, Gard. «Bueno, todos los habitantes del planeta Tierra, canten con Gard y Bobbi: Dad una oportunidad a la paz…»
«Eres un asco».
Y tú empiezas a parecerme peligroso. ¿Recuerdas el miedo que tenías cuando el policía te encontró la pistola en la mochila? Porque ni siquiera recordabas haberla puesto allí. Y todo vuelve a empezar. La única diferencia es que ahora hablas de un calibre mayor. ¡Por Dios!
Cuando era joven, nunca se le habrían ocurrido estas cuestiones. En todo caso, se hubiera limitado a descartarlas, sin más. Al parecer, Bobbi lo había hecho ya. Después de todo, ella era quien había mencionado el hombre a caballo.
«¿Qué quiere decir eso? ¿Hombre a caballo?»
«Me refiero a nosotros, Gard. Pero creo… creo que, sobre todo, a ti».
«Cuando yo tenía veinticinco años, ardía constantemente. A los treinta, ardía parte del tiempo. Pero el oxígeno, aquí dentro, debe de estar escaseando, porque ahora sólo ardo cuando me embriago. Me da miedo montar ese caballo, Bobbi. Si la historia me ha enseñado algo es que a los caballos les gusta desbocarse».
Volvió a cambiar de posición en el tocón. El cañón de la escopeta lo siguió. Anderson estaba sentada en un banquillo, en la cocina, y seguía con el arma cada pequeño movimiento que él hacía. Captaba muy poco de sus pensamientos, y eso la enloquecía de frustración; pero alcanzaba a comprender que Gard se acercaba cada vez más a la decisión… Y cuando la tomara, Anderson creía saber cuál era.
Esperó, tranquila, con la mente sintonizada al leve hilo de los pensamientos de Gardener, para establecer la tenue conexión.
Ya no faltaba mucho.
11
Lo que en realidad te asusta es la posibilidad de negociar desde una posición de fuerza por primera vez en tu miserable y confusa vida.
Se sentó más erguido, con expresión de fastidio. No era cierto, ¿verdad? No podía serlo.
Oh, pero lo es, Gard. Si incluso apoyas a los peores equipos de béisbol. De ese modo no has de preocuparte ante la posibilidad de deprimirte si acaso uno de ellos falla en el Campeonato del Mundo. Lo mismo ocurre con los candidatos y las causas que apoyas, ¿no es así? Si tu política nunca tiene la posibilidad de verse puesta a prueba, jamás deberás preocuparte porque descubras que el nuevo patrón es lo mismo que el anterior, ¿verdad?
«No tengo miedo. De eso no».
¿Que no? ¿Hombre a caballo, tú? Qué risa. Te daría un ataque al corazón si alguien te pidiera que fueras hombre a triciclo. Tu propia vida personal no ha sido sino un esfuerzo constante por destruir todas las bases de poder que tuviese. El matrimonio, por ejemplo. Nora era fuerte; al final tuviste que meterle un balazo en el rostro para liberarte de ella; pero cuando el juego estuvo sobre la mesa no lo sostuviste, ¿verdad? Te las arreglas para salirte con la tuya en cualquier situación, eso hay que reconocértelo. Hiciste que te despidieran de la cátedra y así eliminaste otra base de poder. Has pasado doce años regando con alcohol la pequeña chispa de talento que Dios te dio, en cantidades suficientes para apagarla. Y ahora, esto. Será mejor que huyas, Gard.
«¡Eso no es justo! ¡De veras, no es justo!»
Tal vez sí. Tal vez no. De un modo u otro, descubrió que la decisión estaba tomada ya. Apoyaría a Bobbi, al menos por un tiempo. Haría las cosas a su modo.
La alegre aseveración de Bobbi en cuanto a que todo estaba bien no concordaba con su agotamiento y su pérdida de peso. Lo que la nave enterrada había hecho con ella, era probable que también lo hiciera con él. Lo ocurrido (o dejado de ocurrir) esa tarde no demostraba nada: no se podía esperar que todos los cambios fueran instantáneos. Sin embargo, la nave, y la fuerza que emanaba de ella, fuera lo que fuese, tenía una gran capacidad para llevar a cabo cosas buenas. Eso era lo principal y… bueno, ¡a la mierda con los Tommyknockers!
Gardener se levantó para encaminarse hacia la casa. El sol se había puesto y la penumbra iba cobrando el color de la ceniza. Tenía la espalda entumecida. Se desperezó, y su columna emitió un crujido, arrancándole una mueca. Más allá de la oscura silueta silenciosa del Tomcat estaba la puerta del cobertizo, con su nuevo candado. Gard pensó en ir a echar un vistazo por alguna de las sucias ventanas, pero decidió que no. Tal vez temía que algún rostro blanco asomara por el oscuro vidrio, y mostrara una sonrisa llena de afilados dientes canibalescos en mortífero anillo. «Hola, Gard. ¿Quieres conocer a algunos Tommyknockers de verdad? ¡Pasa! ¡Aquí somos muchos!»
Gardener se estremeció; casi oía finos dedos malignos que rascaban los cristales. Entre el día anterior y ése habían ocurrido demasiadas cosas. Su imaginación estaba desbocada; esa noche lo volvería loco. No sabía qué deseaba: si dormir o ser atacado por el insomnio.
12
Una vez dentro de la casa, observó que su intranquilidad se evaporaba; y con ella, parte de su ansiedad de beber. Se quitó la camisa y echó un vistazo al dormitorio de Anderson. Bobbi seguía tendida como antes, con las sábanas hechas un bollo entre las piernas, horriblemente flacas, y un brazo extendido fuera de la cama. Roncaba.
«Ni siquiera se ha movido. Qué cansada ha de estar, por Dios».
Se dio una larga ducha, con el agua tan caliente como pudo soportar (gracias al nuevo calentador de Bobbi Anderson, eso requería girar la llave del grifo apenas cinco grados a la izquierda de FRÍO). Cuando su piel empezó a enrojecer, salió a un cuarto de baño tan lleno de vapor como Londres apresado en una niebla de época victoriana. Se secó con la toalla, se limpió los dientes con un dedo («Tengo que hacer algo para conseguir algunas cosas», pensó), y se metió en la cama.
En el momento de dormirse descubrió que otra vez estaba pensando en lo último que Bobbi le había dicho durante la discusión: creía que la nave enterrada comenzaba a afectar a los vecinos. Cuándo él le pidió detalles, Anderson respondió con vaguedades y cambió de tema. Gardener se dijo que, en ese caso descabellado, todo era posible. A pesar de que las tierras del viejo Frank Garrick estaban donde el diablo dio las tres voces, constituían casi el centro geográfico exacto del distrito en sí. Aunque existía la aldea de Haven, estaban a siete kilómetros al norte.
—Por tu modo de expresarte, se diría que emite gas venenoso —había comentado él, en un intento de no mostrar su inquietud—. Tóxico del espacio. Vinieron del Agente Naranja.
—¿Gas venenoso? —repitió Bobbi. Se había distraído otra vez. Su rostro flaco, tan flaco ahora, estaba cerrado y distante—. No, gas venenoso, no. En todo caso…, vapores, por darle un nombre. Pero antes bien se trata de la vibración, cuando alguien lo toca.
Gardener no repuso; no quería apartarla de su estado de ánimo.
—¿Vapores? No, eso tampoco. Pero algo así. Creo que si los de Contaminación Ambiental vinieran con sus artefactos, no hallarían elementos contaminantes. Si existe algún residuo físico en el aire, ha de ser insignificante.
—¿Te parece posible, Bobbi? —preguntó Gardener en voz baja.
—Sí. No puedo decir que yo sé lo que está pasando, porque no es cierto. No tengo información interna. Pero pienso que una capa muy fina del casco de la nave (y cuando digo fina quiero decir no más de una molécula de espesor) puede ir oxidándose a medida que la desentierro y va quedando expuesta al aire. Eso significa que yo recibo la dosis más densa; después, el viento se la lleva, como a las hojas. La gente de la ciudad recibirá la mayor parte; pero, en este caso, esa «mayor parte» sería mínima.
Bobbi se movió en la mecedora y estiró la mano derecha hacia el suelo. Gardener le había visto hacer muchas veces ese gesto; la expresión de desconsuelo que cruzó el rostro de su amiga lo llenó de simpatía. Bobbi puso otra vez la mano en el regazo.
—Pero no estoy segura de que ocurra eso en realidad. Hay una novela llamada El dragón flotante de un tal Peter Straub. ¿La has leído?
Gardener negó con la cabeza.
—Bueno, postula algo similar a tu Agente Naranja del Espacio, al Tóxico de los Dioses o como lo hayas llamado.
Gardener sonrió.
—En el relato, la atmósfera absorbe cierto producto químico experimental, que cae en un suburbio de Connecticut. Ese producto es venenoso, una especie de gas de la demencia. La gente empieza a pelear sin motivo; uno decide pintar toda su casa de un rosa intenso, incluidas las ventanas; una mujer trota hasta que muere de un infarto, etcétera.
»Y hay otra novela llamada Onda cerebral, escrita por… —Anderson frunció el entrecejo, pensativa. Su mano volvió a deslizarse hacia la derecha de la mecedora, y volvió—. Igual que yo: Anderson; Poul Anderson. En ese relato, la Tierra pasa por la cola de un cometa y, una parte de los residuos hace que los animales se vuelvan más inteligentes. El libro empieza cuando un conejo deduce la forma de escapar de una trampa.
—Más inteligente —repitió Gardener.
—Así es. Si antes de que la Tierra pasara por la cola del cometa tenías un coeficiente de inteligencia de ciento veinte, después tendrías ciento ochenta. ¿Comprendes?
—¿Inteligencia completa?
—Sí.
—Pero el término que has utilizado sería el de «sabio idiota». Eso es lo opuesto de inteligencia completa, ¿verdad? Es una especie de… de facultad hiperdesarrollada.
Anderson descartó eso con un gesto de la mano.
—No importa —dijo.
Y ahora, tendido en la cama, casi entre sueños, Gardener se preguntó, si en efecto, sería así.
13
Esa noche tuvo un sueño. Fue bastante simple. Se hallaba de pie en la oscuridad, ante el cobertizo, entre la casa y la huerta. A su izquierda, el Tomcat era una silueta oscura. Estaba pensando exactamente lo mismo que ese atardecer: miraría por una de las ventanas. ¿Y qué vería allí? Caramba, los Tommyknockers, por supuesto. Pero no tenía miedo. Por el contrario, se sentía lleno de aliviado placer. Porque los Tommyknockers no eran monstruos ni caníbales, sino personajes como los duendes del cuento, los que ayudaban al zapatero bueno. Miraría por la sucia ventana del cobertizo, como un niño encantado mira por la ventana de su cuarto, en las ilustraciones de los cuentos de Navidad (¿y qué era Santa Claus, el viejo duende alegre, sino un Tommyknockers grande y viejo, vestido de rojo?) Y los vería, mientras reían y parloteaban, sentados ante una mesa larga, llena de generadores, patinetes levitatorios y televisores que mostrarían imágenes mentales en vez de películas normales.
Caminó hacia el cobertizo, que se iluminó de súbito con el mismo fulgor que había visto brotar de la máquina de escribir. Era como si el cobertizo se hubiera convertido en un gigantesco fuego fatuo, sólo que esa luz no era cálida y amarilla, sino de un verde podrido y horrible. Brotaba entre las tablas. Proyectaba rayos a través de los agujeros dejados por los nudos en la madera y tatuaba ojos de gato en el suelo. Llenaba las ventanas. Entonces Gard tuvo miedo, porque esa luz no podía ser obra de pequeños duendes amistosos: si el cáncer tenía color, era el que brotaba de todas las rendijas, de todos los agujeros, de todas las ventanas del cobertizo de Bobbi Anderson.
Pero se acercó, porque en los sueños no siempre se hace lo que uno quiere. Se acercó, aunque ya no quería ver, del mismo modo que ningún niño querría mirar por la ventana de su habitación, en Nochebuena, y ver a Santa Claus deslizándose por el tejado nevado de la casa vecina con una cabeza arrancada en cada mano, humeante en el frío la sangre de los cuellos desgarrados.
«¡No, por favor, no…!»
Pero se acercó más. Y al entrar en el resplandor de luz verde, la cabeza se llenó de música de rock, en un torrente paralizante, enloquecedor. Eran George Thorogood y los Destroyers, y él supo que, cuando George empezara a tocar la guitarra, su cráneo vibraría por un instante con una armonía asesina y luego estallaría, sin más, como las copas de la casa cuya historia había contado a Bobbi, una vez.
Nada de todo eso importaba. Sólo importaba el miedo: el miedo a los Tommyknockers que estaban en el cobertizo de Bobbi. Los percibía, casi los olía: un olor denso, eléctrico, como de ozono y sangre.
Y… los extraños ruidos de líquidos, los chapoteos. Los oía a pesar de la música que llenaba su cabeza. Parecía una lavadora antigua; sin embargo, el ruido no era de agua; ese ruido estaba mal, mal, mal.
Cuando se puso de puntillas para mirar hacia el interior del cobertizo, con el rostro tan verde como el de un cadáver arrancado de un pantano, George Thorogood comenzó a tocar la guitarra y Gardener aulló de dolor; entonces, su cabeza estalló. Se despertó de pronto, incorporándose en la vieja cama de dos plazas, en la habitación para huéspedes, con el pecho cubierto de sudor y las manos estremecidas.
Volvió a acostarse. «¡Por Dios! —pensó—. Si vas a tener pesadillas por ese cobertizo, échale un vistazo mañana. Así te quedarás tranquilo de una vez».
Esperaba tener pesadillas por haber tomado esa decisión; y pensó que ésa había sido sólo la primera. Pero no hubo más sueños.
«Esa» noche.
Al día siguiente excavó junto a Bobbi.