NUEVE

ANDERSON TEJE UN RELATO

1

Bobbi se estaba levantando poco a poco del sofá, con muecas de vieja.

—Bobbi… —comenzó Gardener.

—Oh, Dios, me duele todo el cuerpo —dijo ella—. Y tengo que cambiarme la… ¿Cuánto tiempo he dormido?

Gard echó un vistazo al reloj.

—Catorce horas, calculo. Un poco más. Bobbi, tu nuevo libro…

—Sí. Hablaremos de eso cuando vuelva.

Anderson se dirigió con paso lento hacia el cuarto de baño, al tiempo que se desabrochaba la camisa. Mientras tanto, Gardener pudo apreciar (mejor de lo que hubiera deseado) la enorme cantidad de peso que había perdido. Eso ya no era estar delgada, sino en los huesos.

Ella se detuvo, como si supiese que Gard la estaba mirando.

—Puedo explicarte todo esto, ¿sabes? —dijo sin volverse.

—¿Sí? —repuso Gardener.

2

Permaneció mucho tiempo en el baño, mucho más de lo que necesitaba para usar el inodoro y cambiarse la compresa. Gard estaba bien seguro de que se trataba de eso; su expresión decía bien a las claras: «Me ha venido el asunto». Él prestó atención, y trató de oír la ducha, pero no estaba abierta. Empezó a intranquilizarse. Bobbi se había despertado muy lúcida al parecer, pero ¿significaba eso que lo estaba? Gard empezó a tener incómodas visiones: Bobbi, que se deslizaba por la ventana del baño para huir hacia los bosques vestida sólo con sus vaqueros, entre graznidos de loca.

Se llevó la mano a la sien izquierda, donde tenía la cicatriz. La cabeza le palpitaba un poco. Dejó pasar un minuto o dos y se levantó para acercarse al cuarto de baño, haciendo un esfuerzo no muy consciente por pisar sin ruido. La visión de Bobbi escapando por la ventana para no darle explicaciones había sido reemplazada por otra: Bobbi, cortándose tranquilamente el cuello con una de las navajas de Gard, para evitar de una vez por todas esas mismas explicaciones.

Decidió que se limitaría a escuchar. Si oía los ruidos habituales, iría a la cocina y prepararía café, además de unos huevos revueltos también. Si no oía nada…

No tenía por qué preocuparse. Ella no había echado el pestillo y dejando a un lado las otras mejoras, en esa casa, las puertas sin pestillo tendían a abrirse solas. La única manera de evitarlo era, quizá, elevar todo el lado norte de la casa. «A lo mejor tiene proyectado hacerlo la semana que viene», pensó él.

La puerta se había entreabierto lo suficiente para que él pudiera verla de pie ante el espejo, con el cepillo de dientes en una mano y el tubo de dentífrico en la otra, pero aún no le había quitado la tapa. Se miraba en el espejo con una atención casi hipnótica. Tenía los labios estirados hacia atrás, para dejar los dientes al descubierto.

Bobbi advirtió movimiento a través del espejo y se volvió hacia Gard, sin hacer nada por cubrirse los agostados senos.

—Dime, Gard, ¿me ves algo raro en los dientes?

Gardener se los miró. Parecían estar como siempre, aunque no le parecía que antes fueran tan visibles. Recordó de nuevo aquella horrenda fotografía de Karen Carpenter.

—No, claro. —Trataba de no mirar sus costillas salientes, el doloroso bulto del hueso pélvico por debajo de la cintura de los vaqueros, que se le deslizaban pese al cinturón, tan ajustado que parecía la soga de tender la ropa de algún vagabundo—. Creo que no. —Sonrió con cautela—. Mira, mamá: sin agujeros.

Anderson trató de devolverle la sonrisa con los labios aún recogidos hasta las encías. El resultado de ese experimento fue algo grotesco. Ella presionó un molar con el índice.

—¿Je muegue guango o coco?

—¿Qué?

—Si se mueve cuando lo toco.

—No. Al menos, no que yo vea. ¿Por qué?

—Es que tengo un sueño repetido. Es… —Se echó un vistazo al cuerpo—. Sal de aquí, Gard. No estoy vestida.

«No te preocupes, Bobbi. No pienso saltar sobre tu bolsa de huesos».

—Disculpa —dijo—. He visto la puerta entreabierta, y he pensado que ya habías salido.

Cerró la puerta, echando el picaporte con firmeza.

Del otro lado, ella dijo con toda claridad:

—Ya sé lo que te estás preguntando.

Él no replicó. Se limitó a quedarse allí, aunque tenía la sensación de que ella sabía (sabía) que él esperaba junto a la puerta. Como si pudiese ver a través de la madera.

—Te preguntas si no estoy perdiendo la razón.

—No —dijo él—. No, Bobbi, pero…

—Estoy tan cuerda como tú. Me siento tan entumecida que apenas soy capaz de andar, llevo una venda en la rodilla derecha por algo que no acabo de recordar, tengo un hambre canina y sé que he adelgazado mucho…, pero estoy cuerda, Gard. Creo que, antes de que el día termine, tendrás tiempo para preguntarte si tú mismo lo estás. Lo cierto es que ambos estamos cuerdos.

—¿Qué ocurre aquí, Bobbi? —La pregunta le salió en forma de grito indefenso.

—Quiero quitarme esta maldita venda para ver qué tengo debajo —dijo Anderson, a través de la puerta—. Parece que me he dado un buen golpe. Es probable que haya sido en el bosque. Después me daré una ducha caliente y me pondré ropa limpia. Mientras tanto, ¿por qué no preparas el desayuno para los dos? Más tarde te contaré todo.

—¿De veras?

—Sí.

—Muy bien, Bobbi.

—Me alegro de que estés aquí, Gard —dijo ella—. Una o dos veces tuve un mal presentimiento. Como si las cosas no te estuvieran yendo muy bien.

Gardener sintió que su visión se duplicaba, se triplicaba y se alejaba flotando en prismas. Se pasó un brazo por el rostro.

—No hay problema —contestó—. Prepararé el desayuno.

—Gracias, Gard.

Él se alejó. Pero tenía que caminar despacio, porque por mucho que se enjugara los ojos, la vista insistía en hacérsele añicos.

3

Se detuvo justo en la cocina y regresó al cerrado cuarto de baño, pues acababa de ocurrírsele otra idea. Oyó correr el agua.

—¿Dónde está Peter?

—¿Cómo? —preguntó ella, por encima del ruido de la ducha.

—He preguntado que dónde está Peter —repitió él, elevando la voz.

—Ha muerto… —anunció Bobbi, entre el golpeteo del agua—. Lloré, Gard. Pero era… ya me entiendes…

—Viejo —murmuró él. Se dio cuenta y volvió a levantar la voz.

—¿Fue la vejez?

—Sí —confirmó Anderson, por sobre el rumor del agua.

Gardener se entretuvo ante la puerta un momento más antes de volver a la cocina; se preguntaba por qué tenía la sensación de que Bobbi mentía con respecto a Peter y la muerte de éste.

4

Gard preparó unos huevos revueltos y frió un poco de tocino. Notó que había un horno microondas encima del horno convencional, además de iluminación fluorescente sobre los principales lugares de trabajo y la mesa de la cocina, donde Bobbi acostumbraba a comer casi siempre, y, por lo general, con un libro en la mano.

Preparó café, fuerte y negro. Lo llevaba todo a la mesa cuando entró Bobbi, con pantalones limpios y una camiseta con un pájaro negro. Traía el cabello mojado y envuelto en una toalla. Echó un vistazo a la mesa.

—¿No hay tostadas?

—Prepáralas tú, si quieres, qué joder —replicó Gard, en tono amistoso—. ¿Crees que he viajado trescientos kilómetros en autostop para hacerte el desayuno?

Anderson lo miró muy fijo.

—¿Cuándo? ¿Ayer? ¿Bajo la lluvia?

—Sí.

—¿Qué ocurrió, por amor de Dios? Muriel me dijo que estabas dando una serie de lecturas y que la última sería el 30 de junio.

—¿Telefoneaste a Muriel? —se extrañó, conmovido hasta lo absurdo—. ¿Cuándo?

Ella agitó la mano como si no importara. Tal vez no importara, en efecto.

—¿Qué ocurrió? —insistió ella.

Gardener iba a decírselo; en realidad, tenía ganas de contarle todo, según descubrió, horrorizado. ¿Para eso quería a Bobbi? ¿Como muro de las lamentaciones? Vaciló ante las ganas de contar… pero no lo hizo. Ya habría tiempo para eso.

Quizá.

—Después —dijo—. Antes quiero saber qué ha ocurrido.

—Primero, el desayuno —exigió Anderson—. Y es una orden.

5

Gard sirvió a Bobbi la mayor parte de los huevos y el tocino. Ella no se entretuvo: los atacó como si llevase mucho tiempo sin alimentarse bien. Mientras la miraba comer, Gardener recordó una biografía de Thomas Edison que había leído siendo niño, tal vez a los diez u once años. Edison caía en locas borracheras de trabajo, en las que una idea seguía a otra, un invento al anterior. Durante esos períodos, se olvidaba de la esposa, de los hijos, de bañarse y hasta de comer. Si su esposa no le hubiera llevado las comidas en una bandeja, el hombre habría podido morir literalmente de hambre entre la bombilla incandescente y el fonógrafo. Una ilustración lo mostraba con las manos hundidas en el cabello, muy revuelto, como si tratase de llegar al cerebro oculto bajo los cabellos y el cráneo, ese cerebro que no le dejaba descansar. Gardener recordó haber pensado que parecía medio loco.

Se tocó el lado izquierdo de la frente; Edison había sido víctima de migrañas. De migrañas y depresiones profundas.

Sin embargo, Bobbi no presentaba señal de estas últimas. Devoró los huevos, comió siete u ocho tajadas de tocino acompañadas de una tostada untada con margarina y bebió dos vasos de zumo de naranja grandes. Cuando hubo terminado emitió un sonoro eructo.

—Qué ordinariez, Bobbi.

—En Portugal, un buen eructo es un cumplido para el cocinero.

—Y después de una buena jodida, ¿qué hacen? ¿Tirarse un pedo?

Anderson echó la cabeza hacia atrás y bramó de risa. La toalla se le cayó de la cabeza y Gard, de inmediato, tuvo deseos de llevársela a la cama, huesos o no.

Sonrió un poquito.

—Bueno, gracias —dijo—. Un domingo de éstos te prepararé algo especial. Ahora, canta.

Anderson tendió la mano por detrás de él y sacó una cajetilla de Camel, medio llena. Encendió un cigarrillo y empujó el paquete hacia Gard.

—No, gracias. Es el único vicio que he logrado abandonar casi por completo.

Pero antes de que ella hubiera terminado, Gardener se había fumado ya cuatro cigarrillos.

6

—Has echado un vistazo —aseguró más que preguntó—. Recuerdo haberte dicho que lo hicieras… apenas. Y me doy cuenta de que lo has hecho. Tienes la misma expresión que debí poner yo, después de encontrar la cosa del bosque.

—¿Qué cosa?

—Si te lo dijera en este momento, pensarías que he enloquecido. Te la mostraré más tarde; pero, por ahora, me parece mejor que hablemos. Dime qué has visto en la casa. Qué cambios has observado.

Y Gardener comenzó a enumerarlos: las mejoras en el sótano, el montón de proyectos, el extraño sol en miniatura dentro del calentador. El misterioso trabajo realizado en el motor del Tomcat. Vaciló por un momento, pensando en el añadido al cambio de marchas, pero dejó eso a un lado. De cualquier modo, Bobbi sabría que él lo había visto.

—Y en medio de todo eso —concluyó—, has tenido tiempo para escribir otro libro. Un libro extenso. He leído las cuarenta páginas primeras mientras esperaba que despertaras y me parece que, además de largo, es bueno. Tal vez la mejor novela que hayas escrito… y has escrito algunas buenas.

Anderson asintió complacida.

—Gracias. Opino lo mismo. —Señaló la última tajada de tocino que había en la bandeja—. ¿Vas a comerte eso?

—No.

—¿Seguro?

—Seguro.

Ella lo hizo desaparecer.

—¿Cuánto tardaste en escribirla?

—No estoy segura del todo —dijo Anderson—. Tres días, tal vez. No más de una semana. Escribí la mayor parte de ella mientras dormía.

Gard sonrió.

—No bromeo. —Anderson sonrió.

Gardener se puso serio.

—Mi sentido del tiempo está bastante confundido —admitió ella—. Sé que el día 27 no trabajé. Y ése es el último día que tengo bien claro en cuanto al tiempo, es decir, al tiempo como secuencia. Tú llegaste anoche, 4 de julio, y ya estaba terminado. Por lo tanto, se hizo en una semana, como mucho. Pero no creo que fueran más de tres días.

Gardener estaba boquiabierto. Anderson sostuvo su mirada con serenidad, mientras se limpiaba los dedos en una servilleta.

—Eso es imposible, Bobbi —dijo él, por fin.

—Si lo crees así, es porque no has visto mi máquina de escribir.

Gard había echado un vistazo a la vieja máquina cuando se sentó, pero nada más; el manuscrito había atraído de inmediato toda su atención. Había visto mil veces la negra Underwood, pero el manuscrito era nuevo.

—Si hubieses mirado bien, habrías observado que hay un rollo de papel de ordenador en la pared, detrás de la máquina, y otro de esos artefactos más atrás: huevera, batería de larga duración y todo eso. ¿Qué quieres? ¿Esto?

Le alcanzó los cigarrillos. Él encendió uno.

—No sé cómo funciona. Es que no sé cómo funciona ninguno de ellos… incluyendo el que proporciona toda la energía a la casa. —Sonrió ante la expresión de Gardener—. He soltado la teta de la compañía eléctrica de Maine, Gard. Hice que interrumpieran el servicio, como dicen ellos, sabiendo muy bien que lo pedirás otra vez antes de que pase mucho tiempo. A ver… eso ocurrió hace cuatro días. Eso sí lo recuerdo.

—Bobbi…

—En la caja de fusibles, allí detrás, hay un artefacto como el calentador y el de la máquina de escribir, sólo que ése es el abuelo de todos los demás. —Anderson se echó a reír; era la risa de quien se halla entre recuerdos agradables—. En ése hay treinta o cuarenta pilas secas. Poley Andrews, el del supermercado Cooder, ha de pensar que me he vuelto loca; le compré todas las pilas que tenía y viajé a Augusta por más.

»¿Fue el día que traje la tierra para el sótano? —Se hizo esa última pregunta a sí misma, con el entrecejo fruncido. Luego su expresión se despejó—. Sí, creo que sí. La histórica «Redada de las Pilas» de 1988. Fui a siete tiendas y volví con cientos de pilas. Después pasé por Albion y compré una carga de tierra fresca para el sótano. Estoy casi segura de que hice ambas cosas el mismo día.

La preocupada arruga del entrecejo volvió a aparecer. Por un momento, Gardener la vio exhausta y asustada de nuevo. Era lógico que aún lo estuviera. Un agotamiento como el que le había visto la noche anterior llegaba hasta los huesos. No desaparecía con una sola noche de sueño, por largo y profundo que éste fuera. Además, todo ese parloteo alucinante: libros escritos durante el sueño; toda la electricidad de la casa proporcionada por pilas secas; viajes a Augusta para hacer compras descabelladas…

Sólo que la prueba estaba alrededor, por todos lados. Él la había visto.

—… ésa —concluyó Anderson, con una sonrisa.

—¿Cómo has dicho, Bobbi?

—Que me dio un trabajo de locos instalar lo que genera la energía para la casa y seguir allí, en la excavación ésa.

—¿Qué excavación? ¿Esa cosa del bosque que quieres mostrarme?

—Sí, enseguida. Concédeme unos minutos más.

El rostro de Anderson asumió otra vez la expresión de placer que le daba el narrar. De pronto, Gardener pensó que ésa debía de ser la expresión de todos cuantos tienen relatos que «deben» contar con fuerza, no sólo porque lo deseen: desde el pelmazo que formó parte de la expedición a la Antártida en 1937, y aún conserva desteñidas fotografías para demostrarlo, hasta el marinero Ishmael, del malhadado Pequod, quien termina su historia con una frase que parece un grito desesperado, apenas disfrazado de información: «Sólo he quedado yo para contarlo». ¿Era desesperación y locura lo qué Gardener detectaba bajo los animosos y entrecortados recuerdos de Bobbi sobre sus Diez Días Locos en Haven? Así parecía. Sin duda. ¿Quién mejor que él para detectar los síntomas? A lo que Bobbi se había enfrentado allí, mientras él leía poemas a gordas matronas acompañadas de aburridos esposos, había estado a punto de quebrantar su mente.

Anderson encendió otro cigarrillo, con mano algo temblorosa. La llama del fósforo se estremeció por un momento. Eran esos gestos que uno veía sólo si estaba muy atento a ellos.

—Por entonces se me habían acabado las hueveras, y «eso» necesitaba demasiadas pilas; no me bastaba con una o dos. Saqué una de las cigarreras de tío Frank; hay diez o doce por lo menos, de las de madera, en la buhardilla. Hasta Mabel Noyes, la del mercadillo de ocasión, pagaría unos cuantos dólares por ellas, aunque es muy avara. La llené de papel higiénico y traté de abrir huecos en el papel para sostener las pilas erguidas. Ya me comprendes.

Anderson hizo rápidos gestos con el dedo índice, como si lo clavara en algo, y levantó los brillantes ojos para ver si él lo captaba. Gard asintió. La sensación de irrealidad volvía de nuevo, como si su mente le preparase para huir por la coronilla y flotar hasta el techo. «Un borracho lo conseguiría», pensó. Las palpitaciones de su cabeza se hicieron más intensas.

—Pero las pilas se caían, de cualquier modo. —Ella apagó el resto de su cigarrillo y encendió otro—. Estaban furiosos, furiosísimos. Yo, también. Pero se me ocurrió una idea.

(¿Estaban?)

—Fui a casa de Chip McCausland, el de Dugout Road.

Gardener meneó la cabeza. Nunca había estado en Dugout Road.

—Bueno, vive allí con su mujer (creo que es su concubina) y nueve o diez chicos. ¡Dios mío, qué mugre! Lo que esa mujer tiene en el cuello, Gard, no se quitaría sino con un escoplo. Creo que él estaba casado antes y… no importa, es que… no he tenido con quien charlar… Es decir ellos no hablan como las personas, y yo no puedo dejar de mezclar lo importante con aquello que no lo es…

Las palabras de Anderson iban brotando cada vez más rápidas; empezaban a atropellarse entre sí. «Está hablando a toda velocidad —pensó Gardener, algo alarmado— y muy pronto comenzará a gritar o a llorar». Sin saber qué temía más, su pensamiento volvió a Ishmael, el marino que vagaba por las calles de Bedford, Massachusetts, apestando más a locura que a aceite de ballena, hasta que al fin sujetaba a un infortunado transeúnte y le gritaba: «¡Escúcheme! Sólo quedo yo para contarlo, así que tendrá que escucharme, maldición. Será mejor que me escuche si no quiere usar este condenado arpón como supositorio, qué joder. Tengo algo que contar sobre una maldita ballena blanca, ¡y usted va a escucharme!»

Tendió el brazo por encima de la mesa y le tocó la mano.

—Cuéntalo como quieras. Estoy aquí para escucharte. Tenemos tiempo. Como muy bien has dicho, es tu día libre. Así que habla con calma. Si me duermo, será porque te has ido demasiado por las ramas. ¿De acuerdo?

Anderson sonrió y se relajó visiblemente. Gardener quería preguntarle otra vez qué ocurría en el bosque. Sobre todo, quiénes eran ellos. Pero sería mejor esperar. «Todo lo malo le sobreviene a quien espera», pensó.

Al cabo de una pausa para ordenar sus ideas, Bobbi prosiguió.

—Chip McCausland tiene tres o cuatro gallineros; eso era lo que había empezado a decirte. Por un par de dólares me dio todas las hueveras que quise, y hasta algunas de las grandes, de las que son para diez docenas.

Rió, alegre, y agregó algo que erizó el vello de Gardener.

—Todavía no he usado ninguna de ésas, pero cuando lo haga, tendremos energía para todo Haven. Quedará suficiente para Albion y la mayor parte de Troy.

»El caso es que instalé la energía aquí (¡Dios, cómo me voy por las ramas!), y ya tenía el artefacto conectado a la máquina de escribir… y me dormí, hice una siesta… y ha sido ahí donde hemos empezado, ¿verdad?

Gardener asintió, intentando aún entenderse con la idea de que quizá hubiese realidad, no sólo alucinación, en la tranquila seguridad de Bobbi de ser capaz de proporcionar energía a tres poblaciones con un «artefacto» consistente en cientos de pilas secas.

—Lo que hace el artefacto de la máquina de escribir es… —Anderson frunció el entrecejo e inclinó un poquito la cabeza, como si escuchara una voz que Gardener no percibía—. Sería más fácil mostrártelo. Ve y mete una hoja de papel en el rodillo, ¿quieres?

—Está bien. —Gard se encaminó hacia la puerta de la sala, pero se volvió a mirarla—. ¿Tú no vienes?

Bobbi sonrió.

—Me quedo aquí —dijo.

Y, entonces, Gardener lo captó. Captó y hasta entendió, en algún plano mental donde sólo existía la lógica pura, que era imposible. Tal como el inmortal Holmes había dicho: «Cuando se elimina lo imposible, es preciso creer lo que resta, por improbable que sea». Y había una novela nueva en la mesa, junto a lo que Bobbi solía llamar «mi acordeón de palabras».

Sí, sólo que las máquinas de escribir no escriben libros por cuenta propia, amigo. ¿Sabes qué diría el inmortal Holmes, probablemente? Que si hay una novela junto a la máquina de Bobbi y, por añadidura, se trata de una novela que nunca has visto, eso no significa que sea una nueva novela. Holmes diría que Bobbi escribió ese libro en algún tiempo pasado. Después, mientras tú no estabas y ella iba perdiendo la chaveta, la trajo y la puso junto a la máquina. Tal vez esté convencida de lo que dice, pero eso no significa que sea cierto.

Gardener caminó hasta el atestado rincón del salón que servía de estudio a Bobbi. Tenía la biblioteca tan cerca que bastaba inclinar la silla sobre las patas de atrás para coger lo que deseara. «Es demasiada buena para que haya estado guardada hasta ahora en un baúl».

Adivinó lo que el inmortal Holmes diría al respecto; reconocería como improbable que Los soldados del búfalo fuera una novela de baúl, pero argumentaría que era recontraimposible escribir una novela en tres días… y no sentada ante la máquina, sino durmiendo breves siestas entre repetidos ataques de actividad frenética.

Sólo que la novela no había salido de ningún baúl. Gardener lo sabía, porque conocía a Bobbi. Ella era tan incapaz de guardar una novela buena en un baúl como Gardener de mantener la racionalidad en una discusión sobre energía nuclear.

«Vete al diablo, Sherlock, junto con el cabriolé en el que circulabas con el doctor Watson. ¡Por Dios, cómo necesito un trago!»

El impulso —la necesidad— de beber había vuelto con toda su fuerza.

—¿Estás ahí, Gard? —preguntó Anderson.

—Sí.

Ahora veía el rollo de papel de ordenador. Pendía flojo. Miró por detrás de la máquina y vio, por cierto, otro de los «artefactos» de Bobbi. Era más pequeño que los demás: media huevera, con los dos últimos huecos vacíos. En los otros cuatro había pilas secas, cada una coronada con aquellas pequeñas chimeneas; al mirarlas más de cerca, Gard decidió que eran trocitos de hojalata recortados cuidadosamente con tijeras fuertes. Cada uno tenía un cable que salía por la chimenea, sobre el polo positivo: rojo, azul, amarillo y verde. Todos iban a otro circuito que parecía salido de una radio. Estaba sostenido en posición vertical por dos trozos de madera encolados al escritorio. Esas tablillas, que se parecían al soporte para las tizas de cualquier pizarra de pared, le resultaron tan familiares que, por un momento, no las identificó. Por fin, el reconocimiento acudió a su mente: eran los soportes para las letras del juego Scrabble[4].

Entre el tablero con el circuito y la máquina de escribir había un solo cable, casi tan grueso como cualquier cable de corriente alterna.

—¡Mete una hoja de papel! —indicó Anderson en voz alta. Y rió—. Eso ha sido lo que he estado a punto de olvidar. ¡Qué estupidez! Allí no tuve ayuda y casi me volví loca hasta que encontré la solución. Un día estaba sentada en el retrete, lamentándome de no haber comprado una de esas malditas procesadoras de texto, y cuando fui a cortar el papel higiénico… ¡Eureka! ¡Qué idiota me sentí! No tienes más que enrollar un poco de papel, Gard.

«No. Voy a salir de aquí ahora mismo. Haré autostop hasta La Vaca Púrpura y me emborracharé hasta tal punto que jamás me acordaré de todo esto. Ni siquiera deseo saber ya quiénes son ellos».

Pero lo que hizo fue tirar del rollo, deslizar el extremo perforado bajo el rodillo y girar la rueda lateral de la vieja máquina hasta que pudo bajar la barra. El corazón le latía con fuerza, apresurado.

—¡Ya está! —anunció—. ¿Quieres que… eh… encienda algo?

No se veían interruptores. De cualquier modo, no le habría gustado tener que tocarlo.

—¡No hace falta! —respondió ella.

Se oyó un chasquido, seguido por un zumbido, como el de los transformadores de los trenes eléctricos de juguete.

De la máquina de Anderson empezó a brotar una luz verde.

Gardener dio un involuntario paso atrás, y sintió que vacilaba sobre las piernas, que parecían postes. El rayo surgía de entre las teclas, en misteriosas pinceladas divergentes. En los costados de la Underwood había paneles de vidrio, que relucían como las paredes de un acuario.

De pronto, las teclas de la máquina comenzaron a ascender y descender solas, como las de un piano mecánico. El rodillo se movía con celeridad. Las letras se esparcieron por la página:

Mi padre miente en lo de las cinco brazas de profundidad

¡Ding! ¡Bang!

El carro volvió.

«No, no estoy viendo esto. No creo, que esté viendo esto».

Éstas son las perlas que vieron tus ojos

Una luz verde, enfermiza, brotaba a través del teclado y se vertía sobre las palabras, como radio.

¡Ding! ¡Bang!

Mi cerveza es Rheingold, la cerveza seca

La línea apareció en un segundo. Las teclas eran un martilleante borrón de velocidad. Era como observar un teletipo.

¡Piensa en Rheingold siempre que compres cerveza!

«Dios del cielo, ¿es cierto que Bobbi está haciendo esto? ¿O es un truco?»

Mientras que su mente vacilaba otra vez ante la nueva maravilla, buscó a tientas, ansioso, a Sherlock Holmes. Un truco, por supuesto. Todo era un truco, aparte del colapso nervioso de la pobre Bobbi… un colapso nervioso muy creativo.

¡Ding! ¡Bang!

El carro volvió atrás.

No es un truco, Gard

El carro volvió, y las teclas martillearon entre los dilatados y fijos ojos de Gardener:

Has acertado a la primera. Lo estoy haciendo desde la cocina. El artefacto instalado detrás de la máquina es sensible al pensamiento, así como la célula fotoeléctrica lo es a la luz. Esto recoge mis pensamientos con toda claridad a una distancia de siete u ocho kilómetros. Si estoy más lejos, las ideas comienzan a volverse confusas. Más allá de quince, no funciona.

¡Ding! ¡Bang! La plateada palanca de la izquierda que marcaba el interlineado funcionó dos veces por cuenta propia, izando el papel… que presentaba tres mensajes perfectamente mecanografiados. Algunas líneas más abajo reanudó la escritura.

Ya ves que no he necesitado sentarme ante la máquina para trabajar en mi novela. ¡Mira, mamá, sin manos! Esta pobre Underwood corrió como una loca durante esos dos o tres días, Gard. Y mientras tanto, yo estaba en el bosque, trabajando, o en el sótano. Pero como te digo, casi siempre funcionaba mientras yo dormía. Es curioso… si alguien me hubiese convencido de que existía un artefacto así, yo no habría creído que me diera resultado, porque siempre he sido muy mala para el dictado. Tengo que escribir yo, como siempre había dicho, porque necesito ver las palabras en el papel. Me era imposible imaginar que alguien fuera capaz de dictar toda una novela a una grabadora, aunque dicen que algunos escritores lo hacen. Pero esto no es dictar, Gard: es como un grifo conectado al subconsciente; se parece más a soñar que a escribir, aunque lo que sale no es como los sueños; muchas veces surrealistas y desconectados. Esto ya no es una máquina de escribir. Es una máquina de soñar. Con la particularidad de que sueña de forma racional. Hay algo cósmicamente divertido en el hecho de que ellos me la hayan dado para que pudiera escribir Los Soldados del Búfalo. Tienes razón: es lo mejor que he escrito en mi vida pero sigue siendo una novela del Oeste. Es como inventar una máquina de movimiento continuo para que tu hijito no te fastidie más pidiendo que le cambies las pilas del cochecito. ¿Te imaginas qué resultados hubiera tenido F. Scott Fitzgerald con uno de estos artefactos? ¿O Hemingway? ¿Faulkner? ¿Salinger?

Después de cada nombre, la máquina caía en un momentáneo silencio antes de estallar en otro nombre. Después de «Salinger» se detuvo por completo. Gardener había ido leyendo el mensaje a medida que aparecía, pero de un modo mecánico, casi sin comprenderlo. Sus ojos se volvieron al comienzo del párrafo.

«Yo estaba pensando que era un truco, que debía haber conectado la máquina a algo que le hiciera escribir esos pocos versos. Y entonces escribió…»

Había escrito: No hay truco, Gard.

De pronto, Gardener pensó: «¿Puedes leerme la mente, Bobbi?»

¡Ding! ¡Bang!

El carro volvió bruscamente, sobresaltándole; estuvo a punto de soltar un grito.

Sí, pero sólo un poco.

«¿Qué hicimos el 4 de julio del año en que dejé la cátedra?»

Fuimos en coche a Derry. Dijiste que conocías a alguien que nos vendería algunos rompeportones. Nos los vendió, pero no estallaban. Estabas muy borracho. Querías volver para arrancarle la cabeza. Como fui incapaz de tranquilizarte, volvimos. ¡Y la casa del tipo se había incendiado! Tenía mucho material explosivo de verdad en el sótano y había dejado caer una colilla encendida en un cajón. Cuando viste el incendio y los extintores, te echaste a reír con tantas ganas que caíste en medio de la calle.

La sensación de irrealidad nunca había sido tan fuerte como en ese momento. Luchó contra ella para mantenerla a una mínima distancia, mientras su vista buscaba algo más en el párrafo anterior. Al cabo de uno o dos segundos lo encontró. Hay algo cósmicamente divertido en el hecho de que ellos me la hayan dado.

Y poco antes Bobbi había dicho: «Pero las pilas se caían y ellos estaban furiosos, furiosísimos…»

Sintió las mejillas calientes, encendidas, como por efecto de la fiebre. Pero tenía la frente fría como una bolsa de hielo. Hasta el palpitar del dolor por encima del ojo izquierdo parecía frío: huecas punzadas que se sucedían con la regularidad de un metrónomo.

Con la vista fija en la máquina, llena de esa luz verde que, por alguna razón, le parecía horrible, Gardener pensó: «¿Quiénes son ellos, Bobbi?»

¡Ding! ¡Bang!

Las teclas repiquetearon en una ráfaga, letras que formaban palabras; palabras que formaban una estrofa infantil:

Anoche, ya tarde, y la noche anterior los Tommyknockers, los Tommyknockers llamaron a la puerta.

Jim Gardener lanzó un alarido.

7

Por fin sus manos dejaron de temblar, al menos lo suficiente como; para poder llevarse la taza de café caliente a la boca sin tirárselo encima y sin terminar las lunáticas festividades de la mañana con algunas quemaduras más.

Anderson no dejaba de observarlo desde el otro lado de la mesa, con expresión preocupada. Tenía una botella de muy buen brandy en las más oscuras profundidades de la despensa, lejos de las «bebidas básicas», y había ofrecido echar un poco al café de Gard. Él lo rechazó, no sólo con pena, sino con verdadero dolor. Necesitaba ese coñac; le habría calmado el dolor de cabeza, tal vez por completo. Más importante: habría hecho que enfocara otra vez su mente. Le habría quitado esa sensación de acabo-de-perder-la-chaveta.

El problema era que, por fin, había llegado a «ese» punto ¿no? Sí: el punto en que no se detendría en un poco de brandy agregado al café. Había absorbido demasiadas cosas desde el momento en que abrió el calentador de Bobbi, antes de subir en busca de un poco de whisky. En aquel momento no había corrido peligro, pero ahora el aire era del que engendra tornados.

Con que no más tragos. Ni siquiera un poquito en el café, mientras no hubiera comprendido qué ocurría allí. Y qué sucedía con Bobbi. Eso, sobre todo.

—Lamento esta última parte —se disculpó Anderson—, pero no estoy segura de haber podido impedirlo. Te dije que ésa es una máquina de sueños; también es una máquina «subconsciente». No estoy captando casi nada de tus pensamientos, Gard; lo he intentado con otras personas y, en la mayor parte de los casos, es tan fácil como hundir los dedos en masa blanda. Puedes profundizar hasta lo que tú, tal vez, llamarías el «ello». Aunque ahí abajo hay cosas horribles, monstruosas… ni siquiera es posible llamarlas ideas… Imágenes, creo que cabe decir. Simples como el gotear de una criatura, pero vivas. Como esos peces que se encuentran a gran profundidad en el océano, que estallan si se les hace subir hacia la superficie. —Bobbi se estremeció de pronto—. Están «vivas» —repitió.

Durante un segundo, sólo se oyó el canto de los pájaros, afuera.

—El caso es que de ti sólo capto ideas superficiales —prosiguió ella—, casi todas entrecortadas y confusas. Si fueses como cualquier otra persona, yo sabría qué te ha ocurrido y por qué tienes esa expresión de mierda…

—Gracias, Bobbi. Sabía que por algún motivo seguía viniendo a tu casa; puesto que no es por tu mano de cocinera, ha de ser por los elogios.

Gard sonrió, pero fue una sonrisa nerviosa. Encendió otro cigarrillo. Bobbi continuó como si él no hubiese abierto la boca.

—En realidad, me imaginaría algunas cosas si me baso, en aquello que te ha ocurrido con anterioridad, pero tendrías que contarme los detalles… No los aprehendería aunque quisiera. Creo que me sería imposible captarlos con claridad aunque llevaras todo al umbral de tu mente y pusieras un cartel de bienvenida. Pero cuando preguntaste quiénes eran «ellos», esa estrofa de los Tommyknockers subió como una gran burbuja y se escribió en la máquina.

—Está bien —dijo Gardener, aunque nada estaba bien, nada de nada—. Pero ¿quiénes son, aparte de Tommyknockers? ¿Gnomos? ¿Duendes? ¿Espír…?

—Te pedí que echaras un vistazo para que te hicieras una idea de lo gracioso que es todo esto —contestó Anderson—. De lo profundas que podrían ser las implicaciones.

—Me doy cuenta, por supuesto —asintió Gardener; una sonrisa fantasma rondó las comisuras de su boca—. Con algunas implicaciones más, me tendrías listo para la camisa de fuerza.

—Tus Tommyknockers vinieron del espacio —añadió Anderson—, como es probable que hayas deducido ya.

Tal vez ese pensamiento había hecho algo más que cruzar por su cabeza, pero tenía la boca seca y las manos heladas contra la taza de café.

—¿Andan por aquí? —preguntó. Su voz pareció llegar de lejos, desde muy lejos. De pronto tuvo miedo de volver la cabeza, miedo de ver algún ente contraído, con tres ojos y una trompeta en vez de boca, algo que sólo podía estar en una pantalla de cine, tal vez en La guerra de las galaxias.

—Creo que ellos, los ellos reales y físicos, murieron hace mucho tiempo —respondió Anderson, con calma—; tal vez mucho antes de que el hombre apareciera sobre la Tierra; aunque… Caruso murió, pero todavía canta en muchos discos, ¿verdad?

—Dime qué ocurrió, Bobbi —pidió Gardener—. Quiero que comiences por el principio y termines diciendo: «… y entonces, tú llegaste por la carretera, justo a tiempo para sostenerme cuando me desmayaba». ¿Podrás?

—No del todo —respondió ella, con una gran sonrisa—, pero haré lo posible.

8

Anderson habló durante largo rato. Cuando hubo terminado, era ya pasado el mediodía. Gard fumaba, sentado a la mesa de la cocina, frente a ella. Se disculpó una sola vez para ir al baño, a tomar tres aspirinas más.

Anderson comenzó por su tropezón; contó que había regresado para excavar otro poco alrededor de la nave, lo suficiente para comprender que había encontrado algo único, y que había vuelto una tercera vez. No mencionó la marmota muerta, pero sin moscas; ni la reducción de la catarata de Peter; ni la visita a Etheridge, el veterinario. Pasó tranquilamente sobre esas cosas, y sólo le dijo que, al regresar de su primera jornada completa de trabajo en aquello, había encontrado a Peter muerto en el porche delantero.

—Era como si se hubiese quedado dormido.

En su voz había una nota tan sentimental, tan poco acostumbrada en ella, que Gardener levantó la vista de repente…, y de inmediato la bajó a sus manos. Bobbi lloraba.

—¿Y entonces? —preguntó Gard al cabo de unos segundos.

—Entonces llegaste por la carretera, justo a tiempo para sostenerme cuando me desmayaba —dijo Anderson, sonriendo.

—No comprendo lo que quieres decir.

—Peter murió el 28 de junio —siguió ella. Nunca había tenido mucha práctica en mentir, pero tuvo la impresión de que ésta le salía suave y natural—. Es el último día que recuerdo con claridad y en orden cronológico… hasta que anoche apareciste.

Sonrió con franqueza e inocencia, pero eso también era una mentira. Sus recuerdos cronológicos y claros terminaban el día antes, el 27 de junio, en el momento en que se había erguido encima de aquella cosa titánica sepultada en la tierra, aferrada al mango de la pala. Terminaban con un susurro: «Todo está bien», antes de iniciar la excavación. Había algo más, sí, más de toda clase, pero no acudían a su mente en orden cronológico y sus pocos recuerdos necesitaban una cuidadosa censura. Por ejemplo, no podía decir a Gard la verdad sobre Peter. Todavía no. Ellos le habían ordenado que no podía, pero tampoco hacía falta que se lo dijeran.

También le habían dicho que tendría que vigilar a Jim Gardener con mucha, muchísima atención. No durante demasiado tiempo, por supuesto. Pronto Gard sería

(parte de nosotros)

parte del equipo. Sí. Y sería magnífico tenerle en él, porque si Anderson amaba a alguien en el mundo, ese alguien era Jim Gardener.

«¿Quiénes son “ellos”, Bobbi?»

Los Tommyknockers. Esa palabra, que había surgido de la extraña opacidad de la mente de Gard, como una burbuja plateada, era un nombre tan bueno como cualquier otro, ¿verdad? Seguro. Mejor que muchos.

—Bueno, ¿y ahora? —preguntó Gardener, encendiendo el último cigarrillo. Se lo veía aturdido y cauteloso al mismo tiempo—. No diré que sea capaz de tragarme todo esto. —Rió con cierta estridencia—. O tal vez no tengo la garganta tan grande como para que todo esto pase de una sola vez.

—Comprendo —dijo Anderson—. Creo que el motivo principal de que recuerde tan poco sobre la semana pasada, es que todo resulta muy… extraño, como tener la mente atada a un trineo arrastrado por cohetes.

No le gustaba mentir a Gard; hacía que se sintiera intranquila. Pero pronto acabarían las mentiras. Gard sería… sería…

Bueno… persuadido.

Cuando viera la nave. Cuando la sintiera.

—No importa cuánto creo y cuánto no; me veo obligado a creer la mayor parte, supongo.

—Cuando se aparta lo imposible, lo que resta es la verdad, por improbable que parezca.

—También lo has captado, ¿eh?

—Más o menos. Quizá no habría sabido de qué se trataba si no te hubiese oído decirlo un par de veces.

Gardener asintió.

—Bueno, creo que se ajusta a esta situación. Si no creo en la evidencia de mis sentidos, debo pensar que estoy loco. En realidad, Dios sabe que hay gente en el mundo que atestiguaría con mucho gusto en favor de esta última posibilidad.

—No estás loco, Gard —repuso Anderson en voz baja.

Apoyó su mano sobre la de él. Gard volvió la suya para estrechársela.

—Bueno… ya sabes, un hombre capaz de disparar contra su esposa… muchos dirían que es una evidencia bastante convincente de su demencia, ¿no?

—Eso ocurrió hace ocho años, Gard.

—Claro. Y lo del tipo al que le di un codazo en la tetilla fue hace ocho días. También perseguí a otro por el salón de Arberg, golpeándolo con un paraguas. ¿No te lo había contado? Mi conducta en los últimos años ha sido cada vez más autodestructiva.

—Buenos días, amigos. Bienvenidos una vez más, a la «Hora de la Autocompasión Nacional» —gorjeó Bobbi, alegre—. Nuestro invitado de hoy es…

—Ayer por la mañana estuve a punto de suicidarme —dijo Gardener en voz baja—. De no ocurrírseme la idea, una idea muy potente, de que estabas en dificultades, a estas horas ya sería pasto de los peces.

Anderson lo observó con atención. Su mano fue apretando poco a poco la de Gard hasta casi hacerle daño.

—Lo dices en serio, ¿no? ¡Por Dios!

—Claro, ¿quieres saber a qué punto hemos llegado? Dadas las circunstancias, parecía lo más cuerdo que me era dado hacer.

—¡Oh, vamos!

—Hablo en serio. Y entonces me llegó esa idea. La idea de que estabas en dificultades. Por ello postergué el asunto para telefonearte. Pero no estabas.

—Debía de encontrarme en el bosque —dijo Anderson—. Y viniste corriendo. —Le levantó la mano para besársela con suavidad—. Si toda esta locura no sirve para otra cosa, al menos ha servido para que sigas vivo, pedazo de cabrón.

—Como siempre, me impresiona la altura de tus cumplidos, Bobbi.

—Si alguna vez llegas a hacer eso, me encargaré de que lo escriban en tu lápida, Gard. CABRÓN. En letras bien grabadas, para que se mantengan legibles un siglo al menos.

—Bueno, gracias —dijo Gardener—, pero por ahora puedes quedarte tranquila. Porque todavía sigue.

—¿Qué?

—La sensación que tengo de que estás en dificultades.

Ella trató de apartar la vista y de retirar la mano.

—¡Mírame, Bobbi, qué joder!

Al fin, reacia, ella obedeció. Tenía el labio inferior algo saliente, en esa expresión terca que él le conocía tan bien… pero ¿no se la notaba algo intranquila? Él pensó que sí.

—Todo esto parece maravilloso: electricidad doméstica a base de pilas secas, libros que se escriben solos y sabe Dios qué más. ¿Por qué, entonces, sigo con esta sensación de que te encuentras en dificultades?

—No sé —murmuró ella, con suavidad.

Y se levantó para fregar los platos.

9

—Claro que trabajé hasta casi caerme, hay que reconocerlo —dijo Anderson. Estaba de espaldas a él. Gard tuvo la sensación de que se sentía más cómoda de ese modo. Los platos repiqueteaban en el agua caliente y jabonosa—. No fue cuestión de decir: «¡Alienígenas del espacio! ¡Háganse la energía eléctrica barata y sin riesgo y la telepatía mental!» Mira, mi cartero engaña a su mujer; lo sé. Y no quiero saberlo, qué diablos, no soy una cotilla; pero allí estaba, Gard, bien en el frente de su cabeza. No verlo habría sido como no vislumbrar un cartel de neón de treinta metros de altura. Cielos, he estado como en un torbellino.

—Comprendo —dijo él. «No me está diciendo la verdad. No toda, al menos. Y creo que ni ella misma la sabe»—. La pregunta sigue en pie. ¿Qué hacemos ahora?

—No sé. —Ella miró hacia atrás y se encontró con las cejas arqueadas de Gardener—. ¿Esperabas que te contestara eso con un pequeño ensayo de quinientas palabras como máximo? No puedo. Tengo algunas ideas, pero nada más. Quizá ni siquiera sean muy buenas. Supongo que lo primero es llevarte al bosque para que puedas

(ser persuadido)

echarle un vistazo. Después… bueno…

Gardener la observó durante largo rato. Bobbi no bajó los ojos esa vez; su mirada era franca y sin malicia. Pero allí sucedían cosas raras, desentonadas y desafinadas. Cosas como la nota de falso sentimentalismo en la voz de Bobbi, al hablar de Peter. Tal vez las lágrimas fueran auténticas, pero su tono… Todo eso había estado mal.

—De acuerdo. Vayamos a echar un vistazo a tu nave sepultada.

—Pero antes almorcemos —propuso Anderson, plácida.

—¿Tienes hambre otra vez?

—Claro. ¿Tú no?

—¡No, por Dios!

—Entonces, yo comeré por los dos —dijo Anderson.

Y lo hizo.