GARDENER LLEGA
1
Sssss…
Tiene la vista fija en sus esquíes, simples bandas de madera parda que vuelan sobre la nieve. Comenzó a mirar hacia abajo sólo para asegurarse de que mantenía los esquíes bien paralelos, porque no quería parecer un fantoche cualquiera. Ahora está casi hipnotizado por la velocidad líquida de esas tablas, por el chisporroteo cristalino de la nieve que pasa en una incesante banda blanca de quince centímetros entre una y otra. No se da cuenta de su estado de semihipnosis hasta que Annmarie grita:
—¡Cuidado, Gard! ¡Cuidado!
Es como despertar de una leve somnolencia. Entonces nota que ha estado en una especie de trance, que ha pasado demasiado tiempo mirando aquella banda brillante y fluida.
Annmarie grita:
—¡Una christie! ¡Haz una christie, Gard!
Vuelve a gritar, y ahora le dice que se arroje al suelo. ¿Al suelo? ¡Caramba, así puede romperse una pierna!
En esos últimos instantes, antes del impacto, no logra comprender cómo han adquirido las cosas tal gravedad en ese corto espacio de tiempo. De algún modo se las ha arreglado para alejarse mucho de la senda, hacia la derecha. Los pinos y los abetos, con las ramas cargadas de nieve, pasan como borrones a menos de tres metros. Una roca asoma entre la nieve y pasa también; su esquí izquierdo la ha esquivado por pocos centímetros. Se da cuenta, con frío espanto, que ha perdido todo el control, que ha olvidado todo lo que Annmarie le ha enseñado, todas las maniobras que tan fáciles parecían en las pendientes para principiantes.
Y ahora va… ¿a cuánto? ¿A treinta kilómetros por hora, cuarenta, sesenta? El aire frío le corta el rostro. Ve que la hilera de árboles, al costado de la pista, se acerca cada vez más. Su línea recta se ha convertido en una suave diagonal. Suave pero mortífera de todos modos. Se da cuenta de que pronto se saldrá de la pista y entonces sí se detendrá, qué duda cabe. Se detendrá, y pronto.
Ella vuelve a chillar. Él piensa: «¿Una christie? ¿Es eso lo que ha dicho? ¿Ni siquiera soy capaz de frenar y quiere que haga una christie?»
Trata de girar a la derecha, pero sus esquíes prosiguen, tozudos, el mismo curso. Ya tiene a la vista el árbol contra el cual va a estrellarse: un viejo pino, grande y áspero, con una banda roja pintada alrededor del tronco retorcido, en una innecesaria señal de peligro.
De nuevo intenta el giro, mas ha olvidado cómo hacerlo.
El árbol gana tamaño y parece precipitarse hacia él, que se mantiene quieto. Ve nudos en la madera, muñones astillados de ramas en los cuales se ensartará, marcas en la corteza, gotas de pintura corrida.
Annmarie vuelve a chillar y Gard cobra conciencia de que también él está aullando.
Sssss…
2
—¡Amigo! ¿Oiga, amigo? ¿Se encuentra bien?
Gardener se incorporó de súbito, sobresaltado, y supo que pagaría ese movimiento con una flecha de dolor en la cabeza. No la hubo. Experimentó un momento de vértigo y náuseas, probable resultado del hambre, pero tenía la cabeza despejada. El dolor había pasado de pronto, como siempre, mientras dormía; tal vez mientras soñaba con el accidente.
—Sí, me encuentro bien —dijo, y lanzó una mirada alrededor.
Sintió un golpe seco en la cabeza, pero había sido contra un tambor. Una muchacha con vaqueros cortados se echó a reír.
—Se tocan con palillos, no con la cabeza, hombre. Estaba farfullando en sueños.
Vio que se hallaba en una furgoneta… y, de repente, todo encajó en su sitio.
—¿Sí?
—Sí. Nada bonito.
—Tampoco soñaba nada bonito —explicó Gardener.
—Déle una chupada a esto —ofreció la muchacha, entregándole un cigarrillo de marihuana—. Cura cualquier pesadilla, garantizado —agregó, solemne.
«Eso me dijeron del alcohol, querida. Pero a veces mienten. Te lo aseguro: a veces mienten».
Tomó una pequeña bocanada de humo por pura cortesía, pero la cabeza empezó a darle vueltas de inmediato. Se lo devolvió a la muchacha, que estaba sentada contra la puerta corrediza de la furgoneta.
—Preferiría algo de comer —dijo él.
—Hay una caja de galletitas —repuso el conductor, entregándosela—. Nos hemos comido todo lo demás. Disculpe, pero Beaver se ha tomado hasta esos jodidos higos secos.
—Beaver come cualquier cosa —dijo la muchacha de los vaqueros cortados.
El chico que ocupaba el segundo asiento miró hacia atrás. Era un muchacho regordete, de rostro amplio y agradable.
—No es cierto —exclamó—. No es cierto. Jamás me comería a mi madre.
Ante eso, todos rieron como locos, incluido Gardener.
—Basta con las galletitas, gracias —murmuró cuando pudo hablar. Las comió lentamente al principio, vigilando sus intestinos para detectar cualquier señal de rebelión. Como no la había, siguió devorándolas a grandes puñados, entre gruñidos y quejas de su estómago.
¿Cuánto tiempo llevaba sin comer? No lo sabía. Su último bocado estaba perdido en el vacío. Por experiencias anteriores, sabía que nunca comía mucho cuando se dedicaba a beberse el mundo; de lo que ingería, gran parte acababa en su regazo o pegado a su camisa. Volvió a pensar en la gran pizza grasienta que había tratado de comer en 1980, aquella noche en que de un disparo atravesó las mejillas de Nora.
«¡Podría haberle cortado un nervio óptico o los dos! —Era la voz del abogado de Nora, gritándole con furia dentro de la cabeza—. ¡Ceguera total o parcial! ¡Parálisis! ¡La muerte! ¡Bastaba con que esa bala rozara un diente y se desviara en cualquier dirección, no importaba en cuál! ¡Y no me diga que no intentaba matarla! Cuando se dispara a una persona a la cabeza, ¿qué otra intención se puede tener?»
La depresión volvió, grande, negra, de un kilómetro de altura. Deberías haberte suicidado, Gard. Para qué has esperado.
«Bobbi está en dificultades».
Bueno, es posible. Pero recibir ayuda de un tipo como tú es como contratar a un pirómano para que arregle la caldera de la calefacción.
«Cállate».
Estás perdido, Gard. Irrecuperable. El chico de la playa diría que no tenías remedio.
—¿Seguro que se siente bien, señor? —preguntó la chica.
Era pelirroja y lucía un corte de cabello al estilo punk. Las piernas le llegaban más o menos a la barbilla.
—Sí —dijo él—. ¿Tengo mala cara?
—Por un momento lo he visto muy mal —respondió ella, con gravedad.
Eso le hizo sonreír, no por lo que significaba, sino por la solemnidad con que lo decía.
Ella le devolvió la sonrisa, aliviada.
Gard miró por la ventanilla y vio que iban hacia el norte por la carretera de Maine; apenas estaban en el kilómetro cincuenta y siete, de modo que no había dormido mucho. Las escamas de sardina que dos horas antes había visto en el cielo comenzaban a fundirse en un gris igualado: lluvia segura para la tarde. Antes de llegar a Haven él estaría empapado y habría oscurecido.
Después de abandonar la cabina del teléfono público, se había quitado los calcetines para arrojarlos a la basura de la estación de servicio. Luego caminó hasta la carretera 1, descalzo, y se detuvo en la cuneta, con la vieja bolsa en una mano, señalando hacia el norte con el pulgar.
Veinte minutos después, la furgoneta apareció. Un par de guitarras eléctricas, con los mangos cruzados como si fueran espadas, decoraban el costado, junto con el nombre del grupo que lo ocupaba: THE EDDIE PARKER BAND. Se detuvo y Gardener corrió hacia ella. Jadeaba, la bolsa le golpeaba las piernas mientras la cabeza le palpitaba al rojo vivo en el lado izquierdo. Pese al dolor, le divirtió la leyenda pintada en las portezuelas: CUANDO EDDIE TOCA NO SE ABRE LA BOCA.
Sentado en la parte trasera de la furgoneta, y con cuidado de no moverse con demasiada brusquedad, para no golpearse otra vez con el tambor, Gardener vio que se aproximaba la salida de Old Orchard. Al mismo tiempo, las primeras gotas de lluvia golpearon el parabrisas.
—Oiga —dijo Eddie y se detuvo en la cuneta—, no me gusta dejarlo así. Empieza a llover y usted ni siquiera lleva zapatos, qué joder.
—Ya me arreglaré. No se preocupen.
—Y tiene mala cara —insistió la muchacha con suavidad.
Eddie se quitó la gorra (en la visera se leía: Yo no tengo la culpa: voté por Howard).
—Muchachos, a desembolsar.
Aparecieron las billeteras; el cambio tintineó en los bolsillos de los vaqueros.
—¡No! ¡Caramba, muchas gracias, pero no!
Gardener sintió que una oleada de sangre caliente se acumulaba en sus mejillas. No era azoramiento, sino vergüenza pura. En algún lugar de su interior, sonó un golpe fuerte y doloroso que no le sacudió huesos ni dientes. Era su alma, se dijo, en la caída final. Sí que sonaba melodramático. En cuanto a la sensación… bueno…, demasiado real. Eso era lo horrible. Sólo… real. «Bien —pensó—. Ésa es la sensación. Te has pasado la vida oyendo hablar de tocar fondo. Ahora vas a saber qué es eso. James Eric Gardener, que iba a ser el Ezra Pound de su generación, recibe monedas de un grupo de rock recién salido de Delaware».
—De veras… no…
Eddie Parker siguió pasando la gorra, a pesar de las protestas de Gard. Contenía ya un puñado de monedas y algunos billetes de dólar. Beaver fue el último y arrojó dos monedas de veinticinco centavos.
—Escuchen —insistió Gardener—, se lo agradezco mucho, pero…
—Vamos, Beaver —protestó Eddie—. Desembolsa, avaro.
—De veras, tengo amigos en Portland. Basta con que telefonee a alguno…, y creo que dejé mi talonario de cheques en casa de un conocido de Falmouth —agregó Gard, desesperado.
—Beaver es un avaaaro —canturreó la muchacha, con tono alegre—. Beaver es un avaaaro…
Los otros la imitaron hasta que el gordito, riendo y con los ojos en blanco, agregó otros veinticinco centavos y un billete de lotería de Nueva York.
—Listo, no tengo más —dijo—. Si queréis esperar a que los higos hagan efecto…
Los miembros del grupo volvieron a reír como locos. Beaver miró a Gardener con resignación, como diciéndole: «¿Te das cuenta de los idiotas con quienes ha de tratar uno?» Y le entregó la gorra; Gard tuvo que cogerla para que el dinero no rodara por todas partes. Trató de devolvérsela a Beaver, diciendo:
—De verdad, no hay ningún problema…
—Sí que los hay —lo corrigió Eddie Parker—. ¿Qué le parece si deja de fastidiar, hombre?
—Me parece que debo darles las gracias. Y no sé cómo hacerlo.
—Bueno, no es tanto. No necesitará declararlo a Hacienda. Pero alcanzará para que se pague una hamburguesa y un par de cafés.
La muchacha abrió la puerta de la furgoneta.
—Que se mejore ¿eh? —dijo. Antes de que Gard pudiera responder, le plantó un beso de amiga, con la boca húmeda, entreabierta y con olor a marihuana—. Cuídese, amigo.
—Trataré de hacerlo. —En el momento de bajar volvió a abrazarla con ferocidad—. Gracias. Gracias a todos.
Se quedó en el asfalto, y observó cómo la puerta corrediza se cerraba. Empezaba a llover algo más fuerte. La chica agitó la mano. Gardener respondió al gesto y la furgoneta se alejó por el carril derecho. Fue aumentado la velocidad hasta que, por fin, pasó al carril de adelantamiento. Gardener los siguió con la vista, agitando la mano por si ellos miraban hacia atrás. Las lágrimas corrían a raudales por sus mejillas, mezcladas con el agua de la lluvia.
3
No tuvo oportunidad de comprar un par de sandalias de goma, pero llegó a Haven antes de que oscureciera y no hizo falta que caminara los últimos quince kilómetros hasta la casa de Bobbi como temía. Después de todo, cabía pensar que la gente se mostraría más dispuesta a «levantar» a alguien que hiciera autostop bajo la lluvia, pero entonces era cuando todos pasaban de largo. ¿Quién tiene interés en llevar a un charco humano sentado en el asiento de al lado?
Pero en las afueras de Augusta lo recogió un granjero que lo llevó hasta los límites de la ciudad china. Todo el tiempo se quejó del Gobierno con amargo acento. Gard bajó allí y caminó unos tres kilómetros; hacía señas a los pocos coches que pasaban. No sabía si los pies se le estaban convirtiendo en hielo o si era su imaginación. De pronto, una camioneta se detuvo a su lado con un jadeo.
Gardener subió a la cabina tan rápido como pudo. Olía a leña vieja y a sudor de leñadores agrio, pero era abrigada.
—Gracias —dijo.
—De nada —repuso el conductor—. Soy Freeman Moss.
Y le tendió la mano. Gardener, sin la menor idea de que se encontraría con aquel hombre en un futuro no muy lejano, en circunstancias mucho menos agradables, se la estrechó.
—Jim Gardener. Gracias de nuevo.
—Está bien —bufó Freeman Moss.
Y arrancó. La camioneta se estremeció por el arcén de la carretera, y empezó a cobrar velocidad con verdadero dolor, según le pareció a Gard. Todo se estremecía. El universo gemía bajo ellos como una bruja en el rincón de la chimenea. Un viejísimo cepillo de dientes, cuyas gastadas cerdas estaban llenas de la grasa que había debido quitar de alguna ruedecilla atascada, repiqueteaba a lo largo del tablero, pasando junto a un viejo ambientador que representaba a una mujer desnuda con grandes senos. Moss pisó el embrague y logró encontrar la segunda, después de interminables intentos que sonaron en la caja de cambios. La camioneta volvió a la carretera.
—Me parece que está medio ahogado. Me ha quedado la mitad del café en el termo. ¿Quiere?
Gardener lo bebió de buen grado, agradecido. Era café fuerte, caliente y bien azucarado. También aceptó un cigarrillo, que fumó aspirando hondo y con placer, aunque le irritaba la garganta, que le dolía cada vez más.
A eso de las siete menos cuarto, Moss lo dejó en los límites de Haven. La lluvia había amainado y el cielo empezaba a aclarar por el oeste.
—Creo que Dios nos va a dejar ver el crepúsculo —dijo Moss—. Diablos, me gustaría tener un par de zapatos para darle, amigo. Casi siempre tengo un par viejo tras el asiento. Pero hoy llovía tanto que he salido con las botas de goma.
—Gracias, pero no se preocupe. Mi amiga vive a sólo kilómetro y medio de aquí.
En realidad, la casa de Bobbi estaba a cinco kilómetros, pero si Moss lo hubiera sabido, habría insistido en llevar a Gardener hasta allí. Gard estaba cansado y se sentía cada vez más febril; los cuarenta y cinco minutos de aire caliente, proveniente del calefactor, no habían logrado secarle. Pero por ese día no soportaba más generosidad. Con su estado de ánimo, un poco más le habría vuelto loco.
—De acuerdo. Buena suerte.
—Gracias.
Bajó y saludó con la mano a la camioneta, que se alejó por un camino lateral.
Aun después de que Moss y su camioneta de museo hubieron desaparecido, Gardener permaneció un momento más donde estaba, con la bolsa mojada en una mano, mientras contemplaba la señal indicadora, sesenta metros más atrás.
«Hogar es el sitio donde, cuando te presentas, tienen que recibirte», había dicho Frost. Pero le convenía recordar que ése no era su hogar. Tal vez el peor de los errores que un hombre podía cometer era ver el hogar de su amigo como el suyo propio, sobre todo si se trataba de una amiga con quien se había compartido la cama.
No era su hogar, nada de eso. Pero estaba en Haven.
Y echó a andar hacia la casa de Bobbi.
4
Unos quince minutos después, cuando las nubes del oeste se abrieron por fin para dejar pasar el sol poniente, ocurrió algo extraño: por la cabeza de Gard pasó un estallido de música, breve y claro.
Se detuvo y contempló los rayos del sol que se vertían sobre kilómetros de bosques y henares mojados, los rayos que caían como la dramática iluminación de una película bíblica. Allí la carretera Nueve comenzaba a ascender, por lo que el paisaje del oeste era largo, glorioso y solemne; esa luz vespertina resultaba casi inglesa y pastoral en su clara belleza. La lluvia había lavado el panorama dándole un aspecto lustroso y acentuando los colores, como si completara la textura de todo el lugar.
De pronto, Gardener se alegró de no haberse suicidado; pero no por motivos religiosos, sino porque le había sido permitido captar ese momento de belleza y esplendor. De pie, a un lado de la carretera, casi agotadas sus energías, febril y descompuesto, experimentó la simple maravilla de una criatura.
Todo era quietud y silencio en el último resplandor solar del día. No se veían señales de industria ni de tecnología. De humanidad, sí; un enorme granero rojo junto a una casa blanca, cobertizos, uno o dos remolques; eso era todo.
La luz. Lo que tanto le impresionaba era la luz.
Su dulce claridad, antigua y profunda; aquellos rayos de sol que se inclinaban casi horizontales por entre las nubes a medio desenmarañar, a medida que el día largo, confuso, agotador, se acercaba a su fin. Esa luz milenaria parecía negar el tiempo mismo, y Gardener casi esperaba oír el sonido del cuerno de un cazador llamando a sus amigos, ladridos de perros, y cascos de caballos, y…
… y entonces fue cuando la música, estridente y moderna, le estalló en la cabeza, y dispersó todos sus pensamientos. Se llevó las manos a las sienes, en un gesto sobresaltado. El estallido duró por lo menos cinco segundos, quizá diez, y lo identificó sin dudarlo; era Doctor Hook cantando Baby Makes Her Blue Jeans Talk.
La letra sonaba a lata, pero resultaba bastante clara, como si estuviera escuchando una pequeña radio de transistores, de las que la gente llevaba a la playa antes de que se pusieran de moda los radiocasetes. Pero no le entraba por los oídos; provenía de la parte frontal de su cabeza…, del sitio donde los médicos habían rellenado el agujero de su cráneo con un trozo de metal.
Es la reina de la noche,
La que juega en la oscuridad.
Nunca nadie dice nada, nada,
Pero, nena, cómo hace hablar a sus vaqueros.
El volumen era tan alto que resultaba insoportable. Le había ocurrido con anterioridad en una ocasión. Eso de la música en la cabeza, después de meter el dedo en un portalámparas. ¿Borracho quizá? ¿Mean los perros contra los árboles?
Había descubierto que esas visitas musicales no eran alucinaciones ni algo demasiado extraño. Algunas personas recibían transmisiones radiadas en los regadores del césped, en los empastes de los dientes, en la montura de las gafas metálicas. Cierta familia de Charlotte, Carolina del Norte, había recibido señales de una emisora de música clásica de Florida, durante una semana y media en 1957; primero la oían en el vaso de los dientes, en el baño; después, otras copas de la casa empezaron a recibir el sonido. Hacia el final, toda la vivienda resonaba con la vítrea recepción de Bach y Beethoven, y la señal horaria por toda interrupción. Por último, cuando doce violines sostenían una misma nota, larga y aguda, toda la cristalería de la casa se hizo añicos de manera espontánea, y el fenómeno cesó.
Gardener sabía que no era el único, y que no estaba volviéndose loco, aunque eso no lo consolaba en realidad. Además, nunca se le había presentado de un modo tan claro y audible desde el incidente con el portalámparas.
El sonido de Doctor Hook desapareció tan de repente como había comenzado. Gardener permaneció tenso, en espera de que volviera. No fue así. Lo que surgió, más potente y más desesperado que antes, fue una repetición de aquello que le había obligado a ponerse en camino desde el principio: ¡Bobbi está en dificultades!
Se apartó del paisaje y reinició la marcha por la carretera Nueve. Y aunque tenía fiebre y estaba exhausto, apretó el paso. En realidad, al poco tiempo iba casi a la carrera.
5
Eran las siete y media cuando Gardener se encontró, al fin, ante la casa de Bobbi, a la cual los vecinos llamaban todavía «lo del viejo Garrick», aun después de tantos años. Llegó bufando, con la tez de un color rojo poco saludable. Vio el buzón, con la portezuela entreabierta, tal como lo dejaban Bobbi y Joe Paulson, el cartero, para que a Peter le resultara más fácil abrirlo con la pata; y el camino de entrada, con la camioneta azul de Bobbi aparcada a un lado. En la parte trasera del vehículo había algo cubierto con una lona, para protegerlo de la lluvia. Y la casa, con una luz encendida en la ventana del este, el lugar donde Bobbi tenía su mecedora para leer.
Todo parecía estar bien; ni una sola nota desafinada. Cinco años atrás, hasta tres años atrás, Peter habría ladrado ante la llegada de alguien. Pero Peter estaba viejo. ¡Como todos, qué diablos! Desde allí, la casa de Bobbi tenía una especie de encanto sereno, campesino, que el paisaje le había mostrado desde los límites de la ciudad; representaba todo lo que Gardener habría querido poseer. Una sensación de paz…, o tal vez sólo una sensación de lugar. Desde allí, junto al buzón, nada extraño se veía, desde luego. La casa parecía la de cualquier persona satisfecha de su vida: Tal vez no del todo en paz, tampoco retirada ni alejada de las preocupaciones mundanas, pero estable. Era la casa de una mujer cuerda y bastante feliz. No había sido construida en la zona de los tornados.
De cualquier modo, algo andaba mal.
El desconocido, allá afuera, en la oscuridad, se detuvo por un poco más de tiempo.
(«Pero no soy un desconocido, soy un amigo, el amigo de Bobbi… ¿o no?»)
Y un impulso súbito, temeroso, surgió de su interior: marcharse. Girar sobre sus descalzos talones y hacerse humo. Porque, de pronto, no estaba seguro de investigar qué ocurría en aquella casa; en qué dificultades se había metido Bobbi.
(«Tommyknockers, Gard, de eso se trata, de los Tommyknockers».)
Se estremeció.
(«Anoche, ya tarde, y la noche anterior, los Tommyknockers los Tommyknockers llaman a la puerta de Bobbi, y no sé si podrás».)
«¡Basta!»
(Porque los Tommyknockers dan miedo a Gard.)
Se lamió los labios; trató de decirse que sólo era la fiebre lo que se los resecaba así.
¡Vete, Gard! ¡Sangre en la luna!
El miedo era muy profundo. Si no se hubiese tratado de Bobbi, su última amiga de verdad, se habría evaporado, sí. La casa lucía rústica y agradable; la luz que surgía de la ventana del este era hogareña y todo parecía ir bien…; pero las tablas y los cristales, las piedras del camino de entrada, el aire del camino que se apretaba contra su rostro… todas esas cosas le gritaban que se fuera, que huyera, que allí había cosas malas, peligrosas, quizá hasta malignas.
(Tommyknockers.)
Sin embargo, con independencia de lo que hubiera allí, también estaba Bobbi. Y él no había viajado tantos kilómetros, casi todos bajo un torrente de agua, sólo para volverse y echar a correr en el último instante. Por eso, pese al miedo, se apartó del buzón y continuó su marcha, con lentitud, por el camino de entrada. Su rostro dibujaba muecas de dolor cuando las piedras puntiagudas se le clavaban en la planta de los pies.
En ese momento, la puerta del frente se abrió. Al verla, dio un respingo, y el corazón le subió a la garganta de un solo salto. «Es uno de ellos —pensó—, uno de los Tommyknockers. ¡Vendrá corriendo hasta aquí y me apresará para comerme!»
La silueta que se recortaba en el vano de la puerta era delgada… demasiado delgada, pensó Gard, para que se tratara de Bobbi Anderson, quien, aunque nunca había sido gorda, sí tenía unas agradables redondeces en los sitios adecuados. Pero la voz, a pesar de que sonara aguda y vacilante, era la de Bobbi, sin duda. Y Gardener se relajó un poco, ya que parecía aún más aterrorizada que él.
—¿Quién es? ¿Quién anda ahí?
—Bobbi, soy Gard.
Hubo una larga pausa. Pasos en el porche. Y un cauteloso:
—¿Gard? ¿Eres tú de veras?
—Sí. —Avanzó sobre las duras y punzantes piedras hasta el prado. Y formuló la pregunta que le había hecho postergar su suicidio—: ¿Estás bien, Bobbi?
La voz de Bobbi perdió la vacilación, pero Gardener aún no la veía con claridad: hacía rato que el sol se había puesto tras los árboles y las sombras eran densas. Se preguntó por dónde andaría Peter.
—Estoy bien —confirmó Bobbi, como si hubiera sido siempre tan horriblemente flaca, como si hubiera recibido siempre a sus visitas con aquella voz aguda, en la cual se adivinaba el miedo.
Bajó los escalones y quedó fuera de la sombra que el tejado del porche arrojaba. Entonces, Gardener la vio por primera vez en aquella penumbra cenicienta. El horror y la extrañeza lo dejaron petrificado.
Bobbi iba hacia él, sonriente, y su expresión era de verdadera alegría. Los vaqueros flameaban contra el cuerpo; su frente, muy pálida, parecía demasiado ancha; los ojos, hundidos en las órbitas; la piel, tensa y brillante; el cabello, despeinado, se le bamboleaba en la nuca y le rozaba los hombros como las algas arrojadas a la playa; la camisa estaba mal abotonada; la cremallera de los pantalones cerraba sólo hasta la tercera parte. Olía a mugre, a sudor y a…, bueno, como si hubiese tenido un problema con sus bragas y hubiera olvidado cambiárselas.
Una imagen surgió de súbito en la mente de Gardener: una fotografía de Karen Carpenter, tomada poco antes de su muerte, a causa de una supuesta anorexia nerviosa: parecía un cadáver andante que, de algún modo vivía, toda dientes sonrientes y ojos que gritaban su fiebre. Así estaba Bobbi.
Tal vez no había bajado más de diez kilos. Eso era todo lo que podría haber perdido para mantenerse en pie. Pero la espantada mente de Gard insistía en que eran más de quince.
Parecía hallarse al límite del agotamiento. Sus ojos, como los de aquella pobre mujer de la revista, eran enormes y muy brillantes; la sonrisa, la inconsciente mueca del boxeador noqueado un momento antes de que las rodillas se le doblaran.
—¡Qué bien! —reiteró aquel esqueleto sucio, tambaleante. Al acercarse a Bobbi, Gard percibió otra vez la vacilación de su voz; no era miedo, como había pensado minutos antes, sino un agotamiento total—. ¡Ya creía que me habías abandonado! ¡Me alegro de verte, hombre!
—Bobbi… Bobbi, por Dios, ¿qué?
Bobbi le tendió la mano derecha. Una mano que temblaba de forma increíble en el aire. Gardener vio entonces lo flaco, lo dolorosa e inadmisiblemente flaco que estaba el brazo de su amiga.
—Ocurren muchas cosas —graznó ella—. He hecho mucho, y me queda mucho más por hacer, pero estoy llegando, estoy llegando, ya verás…
—Bobbi qué…
—Me encuentro bien, me encuentro bien —repitió Bobbi.
Y cayó hacia delante, casi inconsciente, en brazos de Gard. Trató de decir algo más, pero sólo fue capaz de emitir una gárgara floja y un poco de saliva. Sus senos eran pequeñas y agotadas almohadillas contra el antebrazo de Gardener.
Él la levantó, asombrado de su poco peso. Sí, habían sido quince kilos…, por lo menos. Resultaba increíble, pero también innegable, por desgracia. Y experimentó una identificación espantosa y angustiante a un tiempo.
«Ésta no es Bobbi, desde luego, sino yo. Yo después de una terrible borrachera».
Cogió a Bobbi en brazos y subió con rapidez los escalones para entrarla en la casa.