SEIS

GARDENER EN LAS ÚLTIMAS

1

En la mañana del 4 de julio, no mucho después del amanecer, Gardener despertó (o al menos reaccionó) cerca del rompeolas de piedra que se adentra en el Atlántico, no lejos del parque de diversiones, en la playa de Arcadia, New Hampshire. Claro que entonces él ignoraba dónde se encontraba. A duras penas sabía un par de cosas: su propio nombre, el hecho de que parecía hallarse en un tormento físico total y algo menos importante: que al parecer había estado a punto de ahogarse durante la noche.

Se vio tendido de costado, con los pies en el agua. Sin duda la anterior noche, al llegar allí, había buscado un lugar alto y seco, pero tal vez había girado en sueños, deslizándose un poco por la pendiente rocosa del lado norte… y la marea subía en ese momento. Si hubiese tardado media hora más en despertar, era probable que el agua se lo hubiera llevado a la deriva, como a un buque varado en un banco de arena.

Aún tenía puesto uno de los mocasines, pero estaba encogido e inservible. Gardener se lo quitó de una patada y lo dejó perderse en la verdosa oscuridad, al tiempo que lo seguía con mirada apática. «Las langostas tendrán dónde cagar», pensó, mientras se incorporaba.

El rayo de dolor que le atravesó la cabeza fue tan intenso que, por un momento, lo interpretó como un ataque; había sobrevivido a la noche en el rompeolas sólo para morir de una embolia a la mañana siguiente.

El dolor cedió un poco y el mundo regresó de la niebla gris a la que se había retirado. Entonces apreció lo miserablemente mal que se encontraba. Bobbi Anderson habría llamado a eso «el viaje por todo el cuerpo». Habría dicho: «Disfruta de tu viaje por todo el cuerpo, Jim. ¿Hay algo mejor que las sensaciones experimentadas después de pasar una noche en el ojo de un ciclón?»

¿Una noche? ¿Sólo una noche?

«Ni pensarlo, querido. Esta ha sido una borrachera madre. De las de verdad, qué joder».

Sentía el estómago agrio y abotagado. Tenía la garganta y los conductos nasales cubiertos de vómito viejo. Miró a su izquierda y, como cabía esperar, allí estaba, algo más arriba, en la que debió de haber sido una posición original: un gran charco de vómito medio seco, la firma del bebedor.

Se pasó una temblorosa y sucia mano bajo la nariz y vio en ella escamas de sangre seca. Había tenido una hemorragia nasal. Le sucedía de vez en cuando, desde el accidente de esquí sufrido a los diecisiete años. Cuando bebía, eran casi infalibles.

Al salir de todas sus grandes borracheras anteriores (y ésa era la primera de las grandes en casi tres años), Gardener había sentido siempre lo que experimentaba en ese momento: un malestar mucho más intenso que las palpitaciones en la cabeza, el estómago enroscado como una esponja llena de ácido, temblores musculares y dolores sordos. Ese profundo malestar no se llamaba depresión siquiera; era una sensación de pérdida.

Y ésta era la peor de todas, peor aún que la depresión siguiente a la famosa borrachera de 1980, aquella que había puesto fin a su carrera docente y a su matrimonio; también había estado a punto de poner fin a la vida de Nora. Aquella vez había reaccionado en la cárcel de Penobscot. El subcomisario estaba sentado ante su celda, leía tebeos y se hurgaba la nariz. Según Gardener descubriría más tarde, todos los policías saben que el bebedor consuetudinario suele salir de sus borracheras con una profunda depresión. Por lo tanto, se trata de que haya algún hombre disponible para vigilarle, a fin de que no cometa locuras, al menos mientras no haya pagado la multa y abandonado la comisaría.

—¿Dónde estoy? —había preguntado Gardener.

—¿Dónde crees que estás? —había preguntado a su vez el subcomisario. Miró el gran moco verde que acababa de sacarse de la nariz y lo aplastó con lentitud, con evidente gozo, en la suela de su zapato, mezclándolo a la mugre oscura que allí había.

Gardener era incapaz de apartar la vista de aquella operación; un año después escribiría un poema sobre ello.

—¿Qué he hecho?

Si se descontaban algunas ráfagas ocasionales, los dos días anteriores eran un blanco total. Las ráfagas no guardaban relación entre sí, como bancos de nubes que dejaran filtrar inciertos rayos de sol al acercarse la tormenta. Había llevado una taza de té a Nora; después empezó a arengar sobre las centrales nucleares. Ave Nuclea Eterna. Cuando muriera, su última palabra sobre todo el desastre no sería «Rosebud», sino «Nuclear». Recordaba también que se había caído en la acera, junto a su casa. Había comprado una pizza, e iba tan ebrio que algunos grumos de queso le corrieron por dentro de la camisa, y le quemaron el pecho. Recordaba haber telefoneado a Bobbi, balbuceando algo…, algo horrible. Y a Nora, que gritaba. ¿Gritaba?

—¿Qué he hecho? —insistió, desesperado.

El subcomisario lo miró por un momento, con perfecto desprecio en sus límpidos ojos.

—Has disparado contra tu esposa. Eso es lo que has hecho. ¡Magnífico, qué joder!

Y el subcomisario volvió a sus historietas.

Entonces había sido malo, pero ahora era peor. La insondable sensación de desprecio por uno mismo, la horrible certidumbre de que «se han hecho cosas malas que no se recuerdan». No se trataba de unas copas de champaña de más en la fiesta de Año Nuevo, de ponerse una pantalla de lámpara en la cabeza y hacer payasadas por la habitación, mientras todos los presentes se divierten a rabiar, a excepción de la propia esposa. Sin saberlo, uno hacía cosas extrañas, como golpear al profesor titular de su cátedra. O disparar contra la esposa.

Esta vez había sido peor.

¿Peor que lo de Nora?

Algo. Por el momento, le dolía demasiado la cabeza para intentar siquiera la reconstrucción del último período olvidado.

Gardener contempló el agua, donde las olas se abultaban serenas hacia él. Permaneció sentado, con los brazos apoyados en las rodillas y la cabeza gacha. Cuando el agua se retiraba, dejaba tras de sí almejas y algas verdes. No, en realidad no eran algas, sino limo verde. Parecía moco.

«Has disparado contra tu esposa. ¡Magnífico, qué joder!»

Gardener volvió a cerrar los ojos; trató de soportar las punzadas de dolor, pero los abrió de nuevo.

Salta —lo tentó una voz con tono suave—. Qué diablos, no necesitas seguir en esta mierda, ¿verdad? Se suspende el juego al final del primer tiempo. Lo jugado no cuenta. Anulado. Se volverá a jugar cuando la Gran Rueda del Karma gire a la próxima vida… o a la posterior, si debes pasar la siguiente bajo la forma de un escarabajo o algo así, para pagar por ésta. Tira la toalla, Gard. Salta. Tal como estás, te darán calambres en las piernas y todo acabará pronto. Mejor que colgarse con la sábana en alguna celda. Anda, salta.

Se levantó, y anduvo con paso inseguro por entre las rocas, con la vista fija en el agua. Sólo una zancada bastaría. Era posible hacerlo hasta dormido. Caramba, casi lo había hecho.

«Todavía no. Antes quiero hablar con Bobbi».

La parte de su mente que aún quería vivir se aferró de la idea. Bobbi. Bobbi era lo único que aún parecía bueno y sano. Bobbi vivía allá, en Haven, dedicada a escribir sus novelas del Oeste, siempre cuerda y siempre amiga, aunque no ya amante. Su última amiga.

«Primero quiero hablar con Bobbi, ¿te parece bien?»

¿Por qué? ¿Para qué hacer un último intento de arruinarle la vida a ella también? Dios sabe que lo intentaste con ganas. Por culpa tuya, ella está fichada y, sin duda, tiene expediente propio en el FBI. Deja a Bobbi fuera de esto. Salta y no hagas más el tonto.

Se balanceó hacia adelante, a punto de hacerlo. Esa parte de él que aún quería vivir parecía no tener ya argumentos ni tácticas dilatorias. Podría haber aducido que se había mantenido más o menos sobrio durante los últimos tres años, que no había tenido esas lagunas alcohólicas desde que él y Bobbi fueron arrestados en Seabroock, en 1985. Pero era un argumento vacuo. A excepción de Bobbi, a nadie tenía ya. Su mente era un torbellino casi constante, que volvía una y otra vez, aun en la sobriedad, al tema de las centrales nucleares. Reconoció que su preocupación y su enfado de un principio se habían evaporado para convertirse en obsesión…, pero reconocerlo no era lo mismo que rehabilitarse. Su poesía estaba deteriorada. Su mente, también. Lo peor de todo era que cuando no bebía, deseaba hacerlo. «Es que ahora el dolor es constante. Soy como una bomba ambulante que busca un lugar para estallar. Es hora de desactivarme».

Bien. Bien, ya. Cerró los ojos y se preparó.

Y, en ese momento, una extraña certeza llegó a él, una intuición tan poderosa que fue casi premonición. Sintió que Bobbi necesitaba hablar con él y no a la inversa. No era un truco de su mente. En verdad, ella estaba en alguna clase de dificultad. Una dificultad grave.

Abrió los ojos y miró en derredor, como quien sale de un profundo deslumbramiento. Buscaría un teléfono para llamarla. No le diría: «Hola, Bobbi, salgo de otra laguna alcohólica». Tampoco: «No sé dónde me encuentro, Bobbi, pero esta vez no hay ningún subcomisario sacamocos que me lo impida». Diría: «Hola, Bobbi, ¿cómo estás?» Y cuando ella le respondiera que muy bien, mejor que nunca, a tiros con la banda de James en Northfield o en busca de territorios nuevos con Butch Cassidy y Sundance Kid, y a propósito, Gard, cómo andas tú, viejo réprobo…, entonces Gard le diría que estaba bien, escribiendo algo bueno para variar y pensando en viajar a Vermont por un tiempo, para visitar a unos amigos. Después volvería al rompeolas y saltaría desde el extremo. Nada fantasioso: se lanzaría de panza al agua. Parecía lo más adecuado; después de todo, así había vivido casi toda su existencia. El océano estaba allí desde hacía millones de años, poco más o menos. Esperaría otros cinco minutos más mientras él hacía la llamada.

Pero nada de cargarla con esto, ¿me oyes? Promételo, Gard. Nada de derrumbarse en balbuceos. Se supone que eres su amigo, no el equivalente masculino de su hermana, ese balde de mierda. Nada de porquerías.

Sabía Dios si había faltado a sus promesas en esta vida; unas mil veces, tal vez, a las promesas que se hacía a sí mismo. Pero respetaría ésta, por lo menos.

Trepó con torpeza hasta lo alto del rompeolas. El terreno era escarpado y rocoso; buen lugar para quebrarse un tobillo. Miró alrededor, apático, en busca de su maltrecha bolsa, que siempre llevaba consigo cuando salía a leer o sólo a caminar sin rumbo; tal vez se hubiera atascado entre las rocas, en algún agujero.

No la vio. Era vieja; estaba desgastada y deforme; databa de sus últimos años de casado y era algo a lo que se había aferrado, mientras iba perdiendo todas sus cosas valiosas. Bien, ahora la bolsa había desaparecido también. Ropa, cepillo de dientes, jabonera de plástico con su pastilla de jabón, un poco de charqui (Bobbi se entretenía, a veces, curando tiras de carne en su cobertizo), un billete de veinte dólares bajo el fondo… y todos sus poemas inéditos, por supuesto.

Lo que menos le importaba eran los poemas. Los escritos en los dos últimos años, bajo el ingeniosísimo título de El ciclo de radiación, habían sido ofrecidos a cinco editores diferentes y rechazados por los cinco. Un corrector anónimo había garabateado: «La poesía y la política rara vez combinan; la poesía y la propaganda, jamás». Esa breve homilía era cierta. Él lo sabía, pero no había podido cesar aún.

Y bien, la marea les había aplicado la censura definitiva. «Ve y haz lo mismo», se dijo.

Y marchó con paso lento a lo largo del rompeolas, hacia la playa, pensando que su caminata hasta el sitio donde había despertado debía de haber sido una verdadera prueba circense mortal. Caminó con el sol estival que ascendía, rojo e hinchado, a la espalda, y su sombra precediéndolo. En la playa, un niño con vaqueros y camiseta disparó una ristra de cohetes.

2

Qué maravilla: su bolsa no se había perdido, después de todo. Estaba tirada en la plaza, bocabajo y abierta. A Gardener le pareció una gran boca de cuero que mordiera la arena. La levantó para mirar adentro. Todo había desaparecido: hasta sus raídos calzoncillos. Retiró el fondo de cuerina; el billete de veinte había desaparecido también. Grata esperanza, esfumada demasiado pronto.

Gardener dejó caer la bolsa. Sus tres cuadernos estaban algo más allá, a lo largo de la playa. Uno descansaba sobre sus tapas, en forma de carpa; otro había quedado por debajo de la línea de la marea y estaba hinchado, gordo como una guía de teléfono; el viento hojeaba, ocioso, el tercero. «No te molestes —pensó Gardener—. Heces de un tonto».

El niño de los petardos se acercó a él… pero no demasiado. «Quiere tener la opción de huir si resulto ser tan loco como debo de parecer —pensó Gardener—. Chico inteligente».

—¿Estas cosas son suyas? —preguntó el niño. En su sahariana se veía a un tipo vomitando. ALMUERZO ESCOLAR, decía la leyenda.

—Sí —respondió Gardener.

Se inclinó para recoger el cuaderno empapado. Después de echarle un vistazo, lo arrojó a la arena. El chico le alcanzó los otros dos. ¿Qué podía decirle? «No te molestes, hijo. Estos poemas dan asco. La poesía y la política rara vez combinan; la poesía y la propaganda, jamás».

—Gracias —dijo.

—De nada. —El chico le sostuvo el bolso para que Gardener pudiera meter dentro los dos cuadernos secos—. Es muy raro que le hayan dejado algo. En el verano, esto se llena de artistas vagabundos. Por el parque, supongo.

El chico señaló con el pulgar y Gardener vio una gran ola recortada contra el cielo. Su primer pensamiento fue que había logrado llegar muy al norte, hasta Old Orchard Beach, antes de caer. Una segunda mirada le hizo cambiar de idea. No había muelle.

—¿Dónde estoy? —preguntó, mientras su mente volvía, con espectral totalidad, a la celda y el subcomisario sacamocos. Por un momento tuvo la seguridad de que el niño diría: «¿Dónde crees que estás?»

—En Arcadia. —El chico parecía medio divertido, medio despectivo—. Parece que anoche se emborrachó de veras, señor.

—Anoche, ya tarde, y la noche anterior —canturreó Gardener, con voz algo herrumbrosa, algo fantasmagórica—. Los Tommyknockers, los Tommyknockers, llamando a la puerta.

El niño parpadeó, sorprendido… y lo dejó encantado cuando agregó una estrofa que Gardener no conocía:

—Tengo que salir y no sé si puedo porque el Tommyknocker me da mucho miedo.

Gard sonrió…, pero su sonrisa se convirtió en una mueca de dolor.

—¿Dónde has oído eso, hijo?

—A mi mamá. Cuando era chiquito.

—A mí también me lo cantaba mi madre, pero sin esa parte.

El niño se encogió de hombros, como si el tema hubiese perdido el poco interés que podía ofrecerle.

—Ella inventaba muchas cosas. —Estudió a Gardener de pies a cabeza—. ¿No le duele todo?

—Querido —dijo Gardener, inclinándose, solemne—, según las inmortales palabras de Ed Sanders y Tuli Kupferberg, me siento como mierda casera.

—Parece que ha estado borracho mucho tiempo.

—¿Sí? ¿Y cómo lo notas?

—Por mi mamá. Ella siempre tenía salidas muy raras, como la de los Tommyknockers, o ni siquiera hablaba.

—¿Y dejó de beber?

—Sí. Un accidente con el coche.

De pronto, Gardener sintió escalofríos y se estremeció. El chico pareció no darse cuenta; estudiaba el cielo, siguiendo el vuelo de una gaviota. Atravesaba un cielo matinal azul, delicadamente salpicado de escamas de sardinas; por un momento se volvió negra, al volar frente al ojo enrojecido del sol naciente. Aterrizó en el rompeolas, donde empezó a picotear algo que las gaviotas parecían considerar muy sabroso.

Gardener apartó la vista de la gaviota para volverla al chico. Todo aquello estaba tomando colores de presagio. El niño sabía de los fabulosos Tommyknockers. ¿Cuántos niños en el mundo los conocerían? ¿Y qué posibilidades había de que Gardener tropezara con uno que: a) los conociera, y b) hubiera perdido a su madre por la bebida?

El chico metió la mano en el bolsillo y sacó un puñado de petardos ensartados. «Dulce pájaro de juventud», pensó Gard, con una sonrisa.

—¿Quiere encender uno o dos para celebrar la Independencia? A lo mejor le levantan el ánimo.

—¿Independencia? ¿Hoy es cuatro de julio? ¿De veras?

El chico le dedicó una sonrisa seca.

—Navidad no es.

El 26 de junio había sido… Contó hacia atrás. Por Dios, tenía ocho días pintados de negro. Bueno, no tanto. En realidad, eso habría sido preferible. Algunos parches de luz, en absoluto bienvenidos, comenzaban a iluminar partes de esa negrura. La idea de que había herido a alguien (otra vez) se elevó en su mente como certidumbre. ¿Quería saber de quién

(arglebargle)

se trataba y qué le había hecho él? Tal vez no. Lo mejor era llamar a Bobbi y acabar consigo mismo antes de recordarlo.

—Oiga, señor, ¿cómo se hizo esa cicatriz en la frente?

—Me estrellé contra un árbol mientras esquiaba.

—Le dolería.

—Sí, más que esto, pero no mucho. ¿Sabes dónde hay un teléfono público?

El niño señaló una mansión excéntrica, de tejado verde, que estaba a casi un kilómetro y medio, playa abajo. Coronaba un promontorio granítico y parecía la portada de una novela gótica en edición barata. Tenía que ser un balneario. Después de vacilar por un momento, Gard recordó el nombre.

—Es el «Alhambra», ¿verdad?

—El mismo.

—Gracias —dijo.

Y echó a andar.

—Oiga, señor…

Se volvió.

—¿No quiere ese otro cuaderno? —El chico señalaba el cuaderno empapado que había quedado en la playa—. Podría secarlo.

Gardener sacudió la cabeza.

—Mira, querido: ni siquiera soy capaz de secarme el licor.

—¿Seguro que no quiere encender unos petardos?

Gard sacudió la cabeza con una sonrisa.

—Ten cuidado con ellos, ¿eh? Esas cosas que estallan hacen daño.

—Sí. —El chico sonrió con cierta timidez—. Mi mamá estuvo bastante tiempo, antes del… Usted me entiende.

—Te entiendo. ¿Cómo te llamas?

—Jack. ¿Y usted?

—Gard.

—Feliz día de la Independencia, Gard.

—Feliz día, Jack. Y ten cuidado con los Tommyknockers.

—Llamando a la puerta —concordó el niño, solemne, mirando a Gardener con aquellos ojos que parecían extrañamente sabios.

Por un momento Gardener creyó sentir una segunda premonición: «¿Quién habría pensado que una resaca daría tanta sensibilidad para con las emanaciones psíquicas del universo?», preguntó una voz amarga y sarcástica dentro de él. No llegó a saber de qué se trataba con exactitud, pero le llenó de nueva urgencia con respecto a Bobbi. Saludó al niño con la mano y echó a andar por la playa. Caminaba a paso rápido e igual, aunque la arena se aferraba a sus pies y tiraba de ellos. Pronto se le aceleró el corazón y la cabeza empezó a palpitarle de tal modo que hasta sus ojos parecían pulsar.

El «Alhambra» no parecía acercarse de un modo apreciable.

Si no aminoras el paso, sufrirás un ataque al corazón. O al cerebro. O ambas cosas.

Anduvo más despacio… pero, de inmediato, eso le pareció absurdo a ojos vista. Si pensaba ahogarse quince minutos después, ¿qué le importaba lo que ocurriera con su corazón mientras tanto? Era como el viejo chiste del condenado que, rechazando el cigarrillo ofrecido por el capitán del pelotón de fusilamiento, le dice: «Estoy tratando de dejar el vicio».

Gardener volvió a tomar el ritmo anterior. Las descargas de dolor empezaron a marcar pulsaciones estables de versos entrecortados.

Anoche ya tarde, y la noche anterior

los Tommyknockers, los Tommyknockers

llamaron a la puerta.

Yo estaba loco, Bobbi estaba cuerda

pero eso era antes

de que el Tommyknocker llamara a la puerta.

Se detuvo. ¿Qué porquería era esa del Tommyknocker?

A modo de respuesta, aquella voz profunda, aterrorizante y firme como la de un lobo gritando junto a un lago desierto, repitió: ¡Bobbi está en dificultades!

Echó a andar otra vez, siempre apretando el paso, más y más. «Quiero salir y no sé si puedo —pensó—. Porque el Tommyknocker me da mucho miedo».

Mientras subía las escaleras blanqueadas por la intemperie, que ascendían por el promontorio desde la playa hasta el hotel, se pasó la mano por la nariz y vio que sangraba de nuevo.

3

La estancia de Gardener en el vestíbulo del «Alhambra» duró once segundos, tiempo suficiente para que el recepcionista notara que iba descalzo. De inmediato hizo una señal a un corpulento botones y, cuando Gardener quiso protestar, lo pusieron de patitas en la calle.

«Me habrían sacado a patadas aunque no estuviese descalzo —reflexionó Gard—. Qué joder, yo mismo me habría sacado a patadas».

Se había echado un buen vistazo en el espejo del vestíbulo. Demasiado bueno. Todavía le quedaban rastros de sangre en el rostro, aunque había logrado limpiar la mayor parte con la manga. Tenía los ojos inexpresivos e inyectados en sangre. La barba de siete días le asemejaba a un puerco espín seis semanas después de la esquila. En el suave mundo veraniego del «Alhambra», donde los hombres eran hombres y las mujeres lucían falditas de tenis, él parecía una prostituta macho.

Gracias a que sólo los huéspedes más madrugadores comenzaban a levantarse, el botones se tomó el tiempo necesario para informarle de que había un teléfono público en la estación de servicio.

—Está en la esquina de la carretera nacional 1 con la 26. Y ahora, váyase volando, si no quiere que llame a la Policía.

Si Gard hubiese querido saber algo más sobre sí mismo, allí lo tenía, en los asqueados ojos del corpulento botones.

Caminó lentamente colina abajo, hacia la estación de servicio. Los calcetines golpeaban contra el pavimento. Su corazón latía como un jadeante motor de Ford T que hubiera viajado mucho por terrenos escabrosos sin el debido mantenimiento. El dolor de cabeza se le fue desplazando hacia la izquierda, donde, a su debido tiempo, se centraría en un punto brillante… si acaso vivía hasta ese momento. Y, de pronto, volvió a los diecisiete años.

A esa edad, su obsesión no eran las bombas, sino las bragas. La chica se llamaba Annmarie. Gard tenía una buena posibilidad de conseguirla pronto, siempre que conservara la sangre fría. Esa misma noche, tal vez. Pero para eso tenía que desenvolverse bien allí, en Straight Arrow, una pista de esquí intermedia en Vermont. Miraba sus esquíes, mientras repasaba in mente los pasos necesarios para detenerse, como si todo aquello fuera un examen que debiera pasar. Sabía que él era bastante novato aún y que Annmarie, no; por algún motivo dudaba de que ella se mostrara muy accesible si él terminaba hecho un muñeco de nieve en su primera prueba fuera de la pista de principiantes. No le importaba que se le viera poco experimentado, mientras no pareciera un absoluto estúpido. Por eso estaba así, mirándose los pies a lo tonto en vez de hacerlo hacia donde se deslizaba: en línea recta contra el viejo pino retorcido, que tenía la banda roja de advertencia pintada en la corteza. El único ruido era el del viento en sus oídos y el de la nieve que se deslizaba bajo sus pies, pero ambos se reducían al mismo susurro tranquilizador.

El poemita infantil quebró su recuerdo, y le hizo detenerse cerca de la estación de servicio. La estrofita volvió para quedarse, con un latido al compás de su cabeza palpitante: Anoche, ya tarde, y la noche anterior, los Tommyknockers, los Tommyknockers, llamaban a la puerta.

Gard tuvo una náusea y sintió el gusto cobrizo y desagradable de su propia sangre. Escupió un rojizo glóbulo de flema al polvo de la cuneta, sembrada de desperdicios. Recordó haber preguntado a su madre qué eran los Tommyknockers. No recordaba qué le había respondido ella, ni siquiera si lo había hecho, pero él siempre los imaginaba como asaltantes que atacaban a la luz de la luna, mataban en la sombra y enterraban en las horas más oscuras de la noche. Pasó una interminable y torturada media hora en la oscuridad de su dormitorio antes de que el sueño lo atrapara, misericordioso. ¿Y si fueran caníbales además de asaltantes? ¿Y si en vez de enterrar a sus víctimas en la oscuridad de la noche las cocinaban y…? Bueno…

Gardener apretó los flacos brazos contra el pecho hundido (al parecer, en el ciclón no había restaurantes) y se estremeció.

Cruzó la estación de servicio, que aún no estaba abierta, aunque sí llena de banderas y carteles de celebración. El teléfono público se encontraba a un lado del edificio. Gardener observó, con gratitud, que era de los modernos. En ellos era posible marcar larga distancia sin depositar dinero. Eso, al menos, le ahorraba la indignidad de pasar una parte de su última mañana pidiendo limosna.

Marcó el cero y tuvo que detenerse. La mano le temblaba de un modo terrible; vagaba por todos los números. Sujetó el auricular entre la oreja y el hombro para disponer de ambas manos y afirmó la muñeca derecha con la izquierda, para darle toda la estabilidad posible. Entonces, como si fuese un tirador en una galería de tiro, usó el índice para apretar los botones con lenta y horrible deliberación. La robótica voz le indicó que marcara su número de tarjeta de crédito telefónica (tarea que Gard habría sido incapaz de cumplir, en el supuesto de que tuviera esa tarjeta) o que se comunicara con la operadora marcando el cero. Gardener obedeció.

—Hola. Operadora Eileen al habla, feliz día de la Independencia —gorjeó una voz—. ¿En qué puedo servirle?

—Hola Eileen, feliz día para usted también. Quiero una llamada a larga distancia con cargo al abonado que la recibe. De parte de Jim Gardener.

—Gracias, Jim.

—De nada —replicó él. Y de pronto agregó—: no, mejor diga a la abonada que es Gard quien llama.

En el momento en el que el teléfono de Bobbi empezó a sonar allá en Haven, Gardener se volvió para mirar el sol en ascenso. Estaba aún más rojo que antes; se elevaba hacia el banco de escamas de sardina como una gran ampolla redonda en el cielo. El sol y las nubes, a la par, le recordaron otra vieja estrofa: Cielo rojo al anochecer, el marino siente placer. En la aurora cielo encarnado, el marino anda con cuidado. Gard no sabía nada de cielos matinales ni crepusculares, pero adivinó que esas delicadas escamas eran portadoras de lluvia sin lugar a dudas.

«Demasiadas estrofas para mi última mañana en la tierra», pensó, irritado. Y luego: «Te voy a despertar Bobbi. Te voy a despertar, pero prometo que nunca más lo haré».

Mas no había Bobbi a quien despertar. El teléfono sonaba, nada más. Sonaba… sonaba… sonaba…

—La abonada no contesta —le dijo la operadora, por si él fuese sordo o hubiera olvidado que tenía el teléfono contra el oído—. ¿Quiere insistir más tarde?

«Sí, tal vez, pero tendrá que ser con mesa de tres patas. Eileen».

—Bueno —dijo—. Felicidades.

—¡Gracias, Gard!

Él apartó el aparato telefónico de su oído como si le hubiese mordido y se quedó mirándolo. Por un momento esa voz había sonado como la de Bobbi… muy parecida…

Volvió a ponerse el auricular contra el oído y le llegó a decir:

—¿Por qué me ha…? —antes de darse cuenta de que la alegre Eileen había cortado.

«Eileen, Eileen, no Bobbi. Pero…»

Lo había llamado Gard, y Bobbi era la única que…

Pero él había dicho: «No, mejor diga a la abonada que es. Gard quien llama».

Claro, una explicación de lo más razonable.

Entonces, ¿por qué no le sonaba así?

Colgó con lentitud. Permaneció un momento junto a la estación de servicio, con los calcetines mojados, los pantalones encogidos y la camisa suelta, ante su sombra larga, larga. Una hilera de motocicletas pasó por la carretera 1, rumbo a Maine.

¡Bobbi está en dificultades!

«¿Quieres terminar con eso, por favor? Es una bobada, como la misma Bobbi diría. ¿Quién afirmó que uno visita a la familia sólo en Navidad? Estamos en un día de fiesta y ella ha ido a Utica. Eso es todo».

Sí, por supuesto. Bobbi era tan capaz de ir a Utica a pasar un día de fiesta como Gard de solicitar trabajo en una planta nuclear. La hermana Anne era capaz de celebrar ese día disparando unos cuantos rompeportones contra el trasero de Bobbi.

Bueno, quizá la han invitado a participar en algún desfile en una de esas ciudades vaqueras que ella nombra en sus novelas. Has hecho lo posible. Ahora, termina con lo que habías empezado.

Su mente no se esforzó en discutir; él habría anulado sus argumentos, pero su mente se limitó a reiterar la tesis original: Bobbi está en dificultades.

Simple excusa, cobarde, gallina.

No lo creía así. La intuición comenzaba a convertirse en certidumbre. Y, bobada o no, esa voz continuaba con su aviso de que Bobby estaba en aprietos. Mientras no lo supiera seguro, sus asuntos quedarían postergados. Tal como había pensado antes, el océano no se iría, siempre estaría allí.

—Tal vez los Tommyknockers la atraparon —dijo en voz alta. Y soltó una risita asustada, ronca. Desde luego, empezaba a enloquecer.