TRES

PETER VE LA LUZ

1

Días antes le había parecido ver algo diferente en Peter, pero sin determinar qué. Cuando despertó a la mañana siguiente (a las nueve, hora de lo más normal), se dio cuenta casi de inmediato.

Estaba ante la mesa de la cocina y llenaba de alimento Gravy Train el viejo plato rojo de Peter. Como de costumbre, éste apareció a paso elástico en cuanto oyó el ruido. El Gravy Train era casi una novedad. Hasta el año anterior, Anderson siempre le había dado un plato de Gaines Meal por la mañana, media lata de picadillo para perros a la noche y todo lo que Peter cazara en el bosque entre comidas. Con el tiempo, Peter dejó de comer el Gaines Meal; Anderson tardó casi un mes en comprender la causa: no era que el perro estuviera desganado, sino que sus dientes ya no lograban partir las duras bolitas. Por eso, le daba Gravy Train, quizá el equivalente del huevo pasado por agua que se sirve a un anciano en el desayuno.

Echó un poco de agua caliente en las bolitas del alimento y las removió con una cuchara vieja. Pronto, los trocitos se ablandaron y quedaron flotando en el líquido lodoso que parecía salsa de carne… o algo salido de una cámara séptica desbordada.

—Bueno, toma —dijo, mientras se apartaba del fregadero.

Peter estaba ya en su sitio acostumbrado: a una distancia cortés, para que Anderson no tropezara con él al volverse, y movía el rabo.

—Espero que te guste; por mi parte, creo que vomit…

Fue entonces cuando se interrumpió, inclinada hacia Peter, con el plato rojo en la mano y el cabello caído sobre un ojo. Se apartó el mechón.

¿Peter? —se oyó decir.

Peter la miró por un momento, extrañado; luego se adelantó para recibir su desayuno. Un momento después lo lamía entusiasmado.

Anderson enderezó la espalda, sin dejar de observar a su perro. Casi se alegraba de no mirarlo de frente. En su cabeza, la voz de su abuelo le repitió que dejara eso, que era peligroso. ¿Acaso necesitaba más hilo para sartas?

«Hay más o menos un millón de personas, sólo en este país, que vendrían corriendo si se enterasen de este tipo de peligro —pensó—. Sólo Dios sabe cuántos en el resto del mundo. ¿Y es esto lo único que hace? ¿Qué piensas que pasaría con el cáncer?»

De pronto, sus piernas perdieron toda la fuerza. Tanteó hacia atrás hasta tocar una de las sillas de la cocina y se dejó caer en ella, sin dejar de mirar a Peter, que continuaba con su comida.

La catarata lechosa que le cubría el ojo izquierdo había desaparecido en parte.

—No tengo la menor idea —dijo el veterinario esa misma tarde.

Anderson ocupaba la única silla del consultorio, mientras Peter se mantenía, obediente, en la mesa de examen. Se descubrió recordando lo mucho que había temido tener que llevar a Peter al veterinario durante el verano… pero ya no parecía necesario sacrificarlo, después de todo.

—¿No es sólo imaginación mía? —preguntó Anderson.

Tal vez lo que en realidad deseaba era que el doctor Etheridge confirmara o refutara la voz de Anne, que decía en su cabeza: «Es lo que te mereces por vivir allí sola, con ese perro maloliente…».

—No —respondió Etheridge—, aunque comprendo que usted se haya sentido desconcertada. Yo mismo me siento así. Esta catarata está en remisión activa. Puedes bajar, Peter.

El perro bajó de la mesa al banquillo de Etheridge y de allí al suelo, para acercarse a Anderson.

Ésta le apoyó una mano en la cabeza y miró al veterinario con atención, pensando: «Pero ¿ha visto eso?». No quiso decirlo en voz alta. Por un momento, Etheridge sostuvo su mirada, después la apartó. «Lo he visto, en efecto; pero no estoy dispuesto a admitirlo». Peter había bajado cauteloso, con movimientos que en nada se parecían a los atrevidos saltos que habría dado en su época de cachorro; aunque tampoco había sido el descenso tembloroso, vacilante, inseguro que habría hecho una semana antes, con la cabeza extrañamente torcida hacia la derecha, para poder ver a dónde pisaba, y el equilibrio tan inestable que a una se le detenía el corazón hasta verlo en el suelo, sin algún hueso roto. Peter acababa de descender con la seguridad conservadora, pero firme, del maduro estadista que había sido dos o tres años antes. Anderson supuso que se debería, en parte, a que estaba recuperando la vista del ojo izquierdo; Etheridge lo había confirmado con algunas sencillas pruebas de percepción. Pero no sólo se trataba del ojo. El resto era una mejor coordinación general del cuerpo. Así de sencillo. Descabellado, pero simple.

Tampoco era la catarata en remisión lo que había mezclado pelos negros en el hocico, ya casi blanco, del perro. Anderson observó ese detalle en la camioneta, mientras viajaban hacia Augusta, y estuvo a punto de salirse con el vehículo de la carretera.

¿Hasta qué punto había notado Etheridge todo aquello, sin hallarse dispuesto a admitirlo? Bueno, de hecho, Etheridge no era el doctor Daggett.

Daggett había revisado a Peter dos veces al año por lo menos durante los diez primeros de su vida…, aparte de accidentes imprevistos, como aquella vez que Peter luchó con un puercoespín y Daggett le quitó las púas una a una, silbando el tema musical de El puente sobre el río Kwai, mientras calmaba al cachorro estremecido con una manaza amable. En otra ocasión, Peter había vuelto a casa renqueando, con un montón de perdigones en el anca: cruel obsequio de un cazador demasiado estúpido para mirar antes de disparar o, quizá, lo bastante sádico como para desquitarse con un perro por no haber hallado perdices ni faisanes. El doctor Daggett habría visto todos los cambios en el perro y sin negarlos, aunque así lo hubiese querido. El doctor Daggett se habría quitado las gafas de montura rosada para limpiarlas en la chaquetilla blanca, diciendo algo así como: «Hay que averiguar dónde ha estado y en qué se ha metido, Roberta. Esto es grave. Los perros no suelen rejuvenecer así como así, y eso es lo que parece que ha ocurrido con Peter». De ese modo, Anderson se habría visto obligada a responder: «Sé donde ha estado y tengo una idea bastante aproximada de qué le ha provocado esto». De ese modo, se habría quitado un gran peso de encima, ¿verdad? Pero el viejo doctor Daggett había transferido su consultorio a Etheridge (que parecía simpático, pero que aún era un desconocido), y se había marchado a Florida. Etheridge veía a Peter con más frecuencia que Daggett (cuatro veces en el último año, en realidad), porque el perro, al envejecer, iba perdiendo salud. Aun así, no lo conocía tanto como su predecesor, ni tenía, según Anderson sospechaba, la clara percepción del viejo. Tampoco sus agallas.

Desde la sala de reconocimiento, tras ellos, un pastor alemán estalló de súbito en una sarta de fuertes ladridos, que sonaron como maldiciones caninas. Otros perros lo imitaron. Peter irguió las orejas y se echó a temblar bajo la mano de su dueña. Al parecer, el rejuvenecimiento no lo favorecía con más ecuanimidad; pasadas sus tormentas de cachorro, Peter había sido siempre tan sereno que parecía casi paralítico. Esos estremecimientos nerviosos eran algo nuevo en él.

Etheridge escuchaba a los perros con el entrecejo fruncido. Casi todos ladraban.

—Gracias por recibirnos sin cita previa —dijo Anderson. Tuvo que levantar la voz para hacerse oír. En la sala de espera también ladraba un perro, con los rápidos y nerviosos ladridos del animal pequeño: un caniche, casi con seguridad—. Ha sido usted muy…

De pronto, se interrumpió. Acababa de sentir una vibración bajo la punta de los dedos. Su primer pensamiento (la nave) fue un recuerdo del objeto del bosque. Pero sabía qué era esa vibración. Aunque sólo la había experimentado dos veces, no había misterio en ella.

Esa vibración provenía de Peter. De Peter, que gruñía en tono muy grave y profundo.

—Ha sido muy amable —continuó ella—, pero creo que debemos irnos. Parece que tiene un motín entre manos.

Lo dijo a manera de broma, mas no lo parecía. De pronto, todo el consultorio —el cuadrado compuesto por la sala de espera, el despacho y el rectángulo que utilizaba como sala de reconocimiento y quirófano— se convirtió en un pandemonio. Allá atrás, todos los perros ladraban. En la sala de espera, otros se habían agregado al caniche, además de una voz femenina, ondulante, inconfundiblemente felina.

La señora Alden asomó la cabeza, afligida.

—Doctor Etheridge…

—Sí —dijo él, fastidiado—. Disculpe, señorita Anderson.

Salió con paso apresurado, y se encaminó a la sala trasera. Cuando abrió la puerta, el alboroto pareció duplicarse. «Están volviéndose locos», pensó Anderson. Y no tuvo tiempo de nada más. Peter salió disparado por debajo de su mano. El gruñido grave se convirtió en rugido. Etheridge, que corría por el pasillo central de la sala, rodeado de ladridos y con la puerta vaivén cerrándose lentamente, no se enteró. Anderson sí, y tuvo la suerte de sujetar a tiempo el collar de Peter; de lo contrario, el sabueso habría corrido como una bala detrás del veterinario. Los estremecimientos, los gruñidos de Peter no se debían al miedo, sino a la ira. Era algo inexplicable y desacostumbrado en el animal, pero así era.

El gruñido del perro se convirtió en un sonido estrangulado en cuanto su dueña lo retuvo por el collar. Giró la cabeza; en el ojo derecho, enrojecido y vuelto hacia ella, Anderson vio algo que más tarde calificaría como furia, al verse desviado del camino que él quería tomar.

Podía admitir la posibilidad de que hubiera un platillo volante de trescientos metros de circunferencia sepultado en sus tierras; o de que alguna emanación o vibración de aquella nave hubiera matado a una marmota que había tenido la mala suerte de acercarse demasiado, y de matarla de una forma tan completa y desagradable que ni siquiera las moscas quisieran saber nada con ella. También era capaz de admitir la posibilidad de un período menstrual anómalo, con una catarata canina en remisión y hasta con la aparente certeza de que su perro parecía estar rejuveneciendo.

Todo eso podía admitirlo.

Pero la idea de que en los ojos de Peter, el bueno y viejo Peter, había visto una expresión de odio demencial hacia ella, hacia Bobbi Anderson… no, eso jamás lo admitiría.

2

Por suerte, el momento de tensión fue breve. La puerta de la sala se cerró, lo que puso sordina a la cacofonía. Peter pareció perder buena parte de su tensión nerviosa. Aún temblaba, pero volvió a sentarse.

—Vamos, Peter; salgamos de aquí —dijo Anderson.

Estaba muy perturbada, mucho más de lo que después reconocería ante Jim Gardener. Pues admitir eso la habría llevado otra vez a la mirada de ira que había visto en el ojo sano de su perro.

Se hizo un lío con la desacostumbrada traílla que había quitado a Peter apenas entraron en el consultorio (el requisito de que los perros fueran llevados siempre con traílla le había resultado fastidioso…, hasta ese momento). Estuvo a punto de caérsele, pero por fin logró sujetarla al collar de Peter.

Condujo al perro hasta la puerta de la sala de espera y la abrió con el pie. El alboroto iba en aumento. El que chillaba era un caniche, en efecto, propiedad de una gorda con pantalones de un amarillo rabioso y camisa del mismo color. La gorda trataba de contenerlo.

—Sé un niño bueno, Eric —recomendaba—, pórtate bien con mamá.

Del perro había muy poca cosa visible, descontando sus brillantes ojos, casi de rata; el resto se perdía entre los grandes y fofos brazos de mamá.

—Señorita Anderson… —comenzó la señora Alden.

Parecía desconcertada y algo asustada, como si tratase de conducirse como siempre en un lugar convertido de pronto en manicomio. Anderson la comprendió.

El caniche vio a Peter (Anderson juraría más adelante que eso provocó el ataque) y pareció enloquecer. No tuvo problemas para elegir la víctima, por cierto: hundió los afilados dientes en uno de los brazos de mamá.

—¡Degenerado! —gritó ésta, al tiempo que dejaba caer el perrito al suelo. Por el brazo le corría la sangre.

En ese mismo instante, Peter se lanzó hacia adelante, entre ladridos y gruñidos, y tironeó con tanta fuerza de la corta traílla que Anderson estuvo a punto de caer de bruces, el brazo derecho dislocado. Con la clara visión de su mente de escritora adivinó con exactitud lo que ocurriría. Peter, el sabueso, y Eric, el caniche, se encontrarían en el centro de la habitación, como David y Goliat. Pero el caniche no tenía sesos, por no hablar de la honda. Peter le arrancaría la cabeza de un solo bocado.

Eso fue evitado por una niña de unos once años, sentada a la izquierda de mamá, con una jaulita de mimbre sobre el regazo. Dentro llevaba una gran serpiente negra, cuyas escamas relucían de buena salud. La niña estiró una de sus piernas, forradas de vaqueros, con los ultraterrenos reflejos de los jovencitos, y pisó la traílla de Eric. El caniche dio un tumbo en el aire. La niña lo atrajo hacia sí. Era, con mucha diferencia, la persona más tranquila en aquella sala de espera.

—¿Y si este pequeño degenerado me contagia la rabia? —gritaba mamá, que comenzó a avanzar hacia la señora Alden.

Por entre los dedos con que se sujetaba el brazo se escurría la sangre. Peter giró la cabeza hacia ella, al pasar, y Anderson tiró de él, siempre camino a la puerta. ¡Al diablo con el letrerito que la señora Alden tenía en su cubículo! SE RUEGA PAGAR EN EFECTIVO LOS SERVICIOS PROFESIONALES, A MENOS QUE SE HAYA ACORDADO PREVIAMENTE OTRA COSA. Quería salir de allí cuanto antes para volver a su casa a toda velocidad y tomar una copa. Un whisky. Doble. Pensándolo bien, sería triple.

A su izquierda se produjo un sonido largo, grave, siseante, virulento. Anderson se volvió en aquella dirección y vio un gato que parecía salido de un decorado para la noche de Halloween[2], de una negrura absoluta, si se exceptuaba una pincelada blanca en el extremo del rabo. Había retrocedido todo lo que su jaula le permitía. Tenía el lomo curvado y el pelaje erizado en púas; sus verdes ojos, fijos en Peter, brillaban de un modo fantástico. La boca rosada, bien abierta, mostraba todos los dientes.

—Saque a su perro de aquí, señora —dijo la dueña del gato, con voz tan fría como el cañón de un arma—. A Blacky no le gusta.

Anderson hubiera querido decirle que le importaba un bledo si Blacky se tiraba un pedo o hacía sonar un silbato, pero esa expresión, oscura y exquisitamente apta, se le ocurrió después; solía sucederle lo mismo en las situaciones difíciles. Sus personajes sabían siempre con exactitud qué decir; rara vez necesitaba estudiar sus respuestas, pues surgían con facilidad, de forma natural. En la vida real, casi nunca era así.

—Tranquila, mujer —fue lo mejor que se le ocurrió.

Y lo murmuró en un tono tan bajo que fue muy difícil que la propietaria de Blacky lo oyera. Y tiró de Peter, usando la traílla para arrastrar al perro de esa manera que tan detestable le parecía cuando la veía en la calle. Peter emitía toses ahogadas mientras su lengua, un pendón chorreante de saliva, le colgaba por un lado de la boca. Miró con fijeza a un bóxer que tenía la pata anterior derecha enyesada. Un hombre grandote, vestido con mono azul, sujetaba la correa del perro con ambas manos; incluso le había dado dos vueltas alrededor de su manaza manchada de grasa, pero aun así le costaba trabajo contener a su perro. El bóxer (que hubiera matado a Peter con tanta prontitud y eficiencia como el sabueso habría matado al caniche) tiraba con todas sus fuerzas, a pesar del yeso, y Anderson pensó que el vigor de su dueño merecía confianza, mas no la correa, que parecía a punto de romperse.

Le dio la sensación de que tardaba cien años en mover el picaporte de la puerta de la calle con la mano libre. Era como una de esas pesadillas en que se tienen las manos ocupadas y los pantalones empiezan a caer de manera lenta e inexorable.

«De algún modo, Peter ha tenido la culpa de todo esto».

Hizo girar el pomo y echó una última mirada a la sala de espera, que se había convertido en una absurda tierra de nadie: Mamá reclamaba los primeros auxilios de la señora Alden (y al parecer los necesitaba, pues la sangre corría ya por el brazo en arroyos, manchando los pantalones amarillos y los zapatos blancos abotinados). Blacky, el gato, seguía con sus bufidos. Hasta las ardillas del doctor Etheridge parecían enloquecidas en el complicado laberinto de tubos y torres de plástico, allá en el estante que les servía de habitáculo. Eric, el «caniche loco», tironeaba de su traílla ladrando a Peter con voz estrangulada. Y Peter le respondía con gruñidos.

La mirada de Anderson cayó sobre la serpiente de la niñita, el animal se había elevado como una cobra y también miraba a Peter, bien abierta la boca sin colmillos, mientras azotaba el aire con rígidos movimientos de su estrecha lengua rosada.

«Las serpientes negras no hacen eso. Nunca en mi vida he visto algo así».

Ya muy próxima al verdadero horror, Anderson huyó, arrastrando a Peter tras de sí.

3

Peter empezó a tranquilizarse casi en el momento que la puerta se cerró a sus espaldas. Dejó de toser y tironear y caminó junto a Anderson, echándole de vez en cuando una mirada de ésas que dicen: «No me gusta esa traílla y jamás me gustará; pero me parece bien, si así lo quieres». Cuando llegaron a la camioneta, Peter era el de siempre.

Anderson, no.

Le temblaban tanto las manos que falló dos veces antes de meter la llave en el contacto. Luego, el pie se le escurrió en el embrague y el motor se caló. El vehículo dio una fuerte sacudida y Peter cayó del asiento al suelo. Echó una resignada mirada de sabueso a Anderson (todos los perros reprochan las cosas con la mirada, pero sólo los sabuesos parecen haber dominado esa expresión sufrida). Parecía decir: «¿Dónde te dieron el permiso de conducir, Bobbi? ¿En Sears y Roebuck?» Después trepó de nuevo al asiento. Le costaba creer que, apenas cinco minutos antes, su perro hubiera gruñido como jamás lo había hecho, dispuesto (en apariencia) a morder a cualquier cosa que se moviera, y esa expresión era… Pero su mente cerró de inmediato el paso a aquella idea antes de que avanzara a más.

Puso otra vez el motor en marcha y salió del estacionamiento. Al pasar por el costado del edificio (CLÍNICA VETERINARIA AUGUSTA, decía el pulcro cartel), bajó el cristal de la ventanilla. Le llegaron unos ladridos de protesta. Nada fuera de lo común.

Todo había terminado.

Y no era lo único. Aunque no estaba muy segura de ello, tuvo la impresión de que también su menstruación había llegado a su fin. Un estorbo menos.

Qué frase tan original.

4

Bobbi no quiso esperar (o no pudo) hasta llegar a su casa para tomar la copa que se había prometido. Apenas franqueado el límite municipal de Augusta había un local que funcionaba bajo el simpático nombre de Días sin Huella, bar y parrilla —especialidad costillas gigantes—. Esta semana, Viernes y Sábado: Las Gatitas de Nashville.

Anderson estacionó entre una vieja camioneta y un tractor que arrastraba un arado sucio, con las hojas hacia arriba. Más allá había un Buick grande y viejo, con un remolque. Anderson se mantuvo deliberadamente lejos de él.

—Quieto aquí —ordenó.

Peter, ya enroscado en el asiento, le echó una mirada como para decirle: «¿Qué interés tendría yo en acompañarte? ¿Para que me ahorcaras un poco más con esa estúpida traílla?»

Días sin Huella estaba oscuro y casi desierto aquella tarde de miércoles; su pista de baile era una caverna que relumbraba apenas. El local hedía a cerveza agria. El patrón se acercó.

—Hola, linda —saludó—. Hoy tenemos albóndigas picantes. Y…

—Quiero un whisky —lo interrumpió Anderson—. Doble. Sin agua.

—¿Siempre bebe como un hombre?

—Por lo general, con un vaso —dijo Anderson.

La réplica no tenía sentido, pero se sentía muy cansada…, y preocupada hasta la médula. Fue al tocador de señoras para cambiarse de compresa y deslizó una de las más delgadas en la entrepierna de sus bragas, como precaución. Pero sólo como precaución. Era un alivio ver que la banderola había sido retirada por un mes más.

Volvió a su taburete con algo menos de mal humor. Se sintió mejor aún cuando tuvo la mitad del whisky en su interior.

—Oiga, no he querido ofenderla —dijo el hombre—. Es que uno está muy solo aquí por las tardes. Cuando viene un desconocido, se me va la lengua.

—Ha sido culpa mía —admitió Anderson—. Hoy he tenido un mal día.

Terminó la bebida y suspiró.

—¿Quiere otro, señora?

«Creo que me gusta más lo de “linda”», pensó Anderson. Pero meneó la cabeza.

—Un vaso de leche, sí. De lo contrario pasaré toda la tarde con acidez de estómago.

El patrón le sirvió la leche. Mientras bebía, Anderson pensó en lo ocurrido en el veterinario. La respuesta era rápida y sencilla: no lo entendía.

«Pero te diré qué ha sucedido cuando has entrado con él —pensó—. Nada en absoluto».

Su mente se apoderó de aquella idea. Al entrar con Peter, la sala de espera estaba casi tan atestada como a la salida, pero nada había pasado en esa ocasión. No era posible decir que reinara el silencio (¿cómo pedir un silencio de biblioteca donde se reúnen animales de diferentes especies, muchos de ellos enemigos instintivos desde tiempos remotos?), pero el ambiente era normal. Mientras el alcohol hacía lo suyo en ella, recordó que el hombre del mono había entrado con el bóxer, el cual echó una mirada a Peter; que éste le devolvió con mansedumbre. Nada del otro mundo.

¿Y con eso?

«Bueno, bebe la leche, vete a casa y olvídate de todo».

«Está bien. ¿Y esa “cosa” del bosque? ¿Me olvido también de ella?»

A manera de respuesta llegó la voz de su abuelo:

«A propósito, Bobbi, ¿qué efecto produce esa “cosa” en ti? ¿Lo has pensado?»

No lo había pensado.

Y al hacerlo, tuvo la tentación de pedir otra copa. Sólo que eso la pondría ebria. ¿Y deseaba algo así? ¿Quería pasar la tarde en aquel inmenso granero, emborrachándose a solas, en espera de lo inevitable: que alguien (tal vez el mismo tabernero) se acercara a preguntarle qué hacía en una linda taberna como ésa una muchacha como ella?

Dejó un billete de cinco dólares en el mostrador y el patrón le hizo la venia. Al salir vio un teléfono público. La guía, sucia y con las hojas dobladas, olía a whisky, pero al menos estaba allí. Anderson depositó veinte centavos, sujetó el auricular entre el hombro y la oreja mientras buscaba la V en las páginas amarillas y llamó a la clínica veterinaria. La señora Alden parecía bastante tranquila. Como música de fondo se oía el ladrido de un perro. Uno solo.

—No piense que me he escapado sin pagar —dijo—. Mañana mismo le enviaré el cheque y la traílla por correo.

—¡Por favor, señorita Anderson! ¡Hace años que nos conocemos! Usted es la última persona de quien pensaría semejante cosa. En cuanto a la traílla, tenemos un armario lleno.

—El ambiente parecía un poco agitado ¿verdad?

—¡Caramba, qué escándalo! Hemos tenido que llamar a una ambulancia para la señora Perkins, no creo que haya sido tan grave, aunque habrán de darle algunos puntos de sutura, claro. Pero muchas personas necesitan que les cosan algo y van al médico por sus propios medios. —Bajó un poco la voz, como si le hiciese una confidencia que quizá no habría hecho a un hombre—. Gracias a Dios, fue su propio perro el que la mordió. Esa clase de mujeres inicia un juicio por cualquier tontería.

—¿Tiene idea de qué provocó todo esto?

—No, y tampoco el doctor Etheridge. El calor después de la lluvia, tal vez. El doctor ha dicho que, en cierta convención, había oído contar algo parecido. Una veterinaria de California aseguró que todos los animales de su clínica habían sufrido algo que ella denominó «un ataque de salvajismo», antes de un gran terremoto.

—¿De veras?

—El año pasado hubo un terremoto en Maine —le recordó la señora Alden—. Espero que no haya otro. Esa planta nuclear de Wiscasset está demasiado cerca de nosotros.

«Pregúntaselo a Gard», pensó Bobbi. Volvió a dar las gracias y cortó la comunicación.

Cuando regresó a la camioneta, Peter estaba dormido. Abrió los ojos al subir ella, pero volvió a cerrarlos. Tenía el hocico apoyado en las patas. Los pelos blancos estaban desapareciendo de su hocico. No había la menor duda.

«A propósito, Bobbi, ¿qué efecto hace eso en ti?»

«Cállate, abuelo».

Llegó a su casa. Después de fortalecerse con un whisky, éste bastante aguado, entró en el cuarto de baño y se detuvo junto al espejo. Primero, se estudió el rostro; después se pasó los dedos por el cabello y se lo levantó para dejarlo caer.

Las canas seguían allí; todas las que habían brotado hasta el momento, por lo que ella recordaba.

Nunca hubiese pensado que se alegraría de ver canas en su cabeza, pero se alegraba. En cierto modo.

5

Hacia el atardecer unas nubes oscuras empezaron a acumularse por el oeste. Rato después tronaba, Al parecer volvían las lluvias, siquiera por una noche. Anderson supo que Peter no saldría, como no fuese para asuntos muy urgentes; desde cachorro, las tormentas eléctricas lo aterrorizaban.

Se sentó en la mecedora junto a la ventana. A primera vista, cualquiera habría pensado que leía, mas lo que hacía era rumiar: rumiaba, ceñuda, la tesis Guerra de fronteras y guerra civil. Era más seca que arenisca, pero le sería de suma utilidad cuando comenzara el nuevo libro…, algo que ocurriría muy pronto.

Cada vez que tronaba, Peter se acercaba un poquito más a la mecedora y a Anderson; casi parecía sonreír, avergonzado. «Sí, ya sé, ya sé que nada va a pasarme, pero ¿te molesta si me acerco un poquito más? Y si se oye un trueno muy fuerte, ¿puedo apretarme contra ti en esa jodida mecedora? No te molesta, ¿verdad, Bobbi?»

La tormenta tardó en llegar, hasta las nueve. Por entonces, Anderson estaba segura de que sería lo que los havenenses llamaban «una de las buenas». Fue a la cocina y revolvió en el gran armario que le servía de despensa hasta que encontró su lámpara de gas. Peter le pisaba los talones, con el rabo entre las patas y su expresión avergonzada. Anderson estuvo a punto de caer sobre él al salir de la despensa.

—¿Me permites, Peter?

Peter le dejó un poco de espacio… pero se apretó otra vez contra sus piernas al oír un trueno que resonó como un cañonazo, hasta el punto que hizo temblar los cristales. Ella volvió a la mecedora entre un relampagueo azul-blancuzco. El teléfono tintineó. Empezaba a levantarse viento, un viento que susurraba y suspiraba entre los árboles.

Peter se dejó caer junto a la mecedora, y clavó una mirada suplicante en Anderson.

—Bueno —aceptó ella, con un suspiro—. Sube, pesado.

Peter no se hizo repetir la invitación. Saltó al regazo de su dueña, y, al hacerlo, le clavó una pata posterior en la entrepierna. Al parecer, siempre aterrizaba allí o en uno de sus senos, aunque no apuntaba a uno de los dos lugares en particular: era una de sus cualidades misteriosas, como la costumbre de los ascensores de detenerse en todas las plantas cuando uno tiene prisa. Si existía alguna defensa, Bobbi Anderson no la había descubierto aún.

Un trueno desgarró el cielo. Peter se apretó contra ella. Su olor, Eau de Chien, le llenaba la nariz.

—¿Por qué no te metes en mi boca y terminas de una vez, Pete?

El perro la miró con ojos avergonzados, como si dijese: «Ya sé, ya sé, no hace falta que me lo digas».

El viento arreciaba. Las luces empezaron a parpadear: señal evidente de que Roberta Anderson y la Compañía Eléctrica de Maine estaban a punto de despedirse amablemente… hasta las tres o las cuatro de la madrugada al menos. Anderson dejó la tesis y rodeó al perro con los brazos.

No le molestaban las tormentas estivales, ni las ventiscas de invierno. Le gustaban por su inmenso poder. El espectáculo y el sonido de la energía liberada sobre la tierra de un modo tan rudo y positivo le agradaban sobremanera. Percibía una compasión insensata en la obra de esas tormentas. Y sintió que la de entonces tenía su efecto dentro de ella. El vello del brazo y el pelo de la nuca se le erizaron. Un rayo que cayó a poca distancia la dejó casi galvanizada de energía.

Se acordó de una extraña conversación que mantuvo en cierta ocasión con Jim Gardener. Éste llevaba una placa de acero en el cráneo, recuerdo de un accidente de esquí que estuvo a punto de costarle la vida a los diecisiete años. Le había contado que, una vez, mientras cambiaba una bombilla, había recibido una fuerte descarga por meter un dedo en el portalámparas. Eso no tenía nada de raro. Lo raro, fue que, durante toda la semana siguiente, había oído en su cabeza música, publicidad e informativos. Según contó a Anderson, llegó a pensar que estaba volviéndose loco. En el cuarto día identificó la característica de la emisora que estaba recibiendo: WZON, una de las tres emisoras de Bangor, que transmitía en AM. Anotó los títulos de tres canciones seguidas y telefoneó a la emisora para preguntar si las habían transmitido y agregado después publicidad del Restaurante Polinesia, de Village Subarú y del Museo de los Pájaros, en Bar Harbor. Así había sido.

Al quinto día, la señal empezó a perderse. Al séptimo, había desaparecido por completo.

—Fue esta maldita placa —le había dicho, mientras se golpeaba con suavidad la cicatriz de la sien izquierda—. No tengo la menor duda. Muchos se reirán, pero en el fondo estoy bien seguro.

Si cualquier otra persona le hubiese contado la misma historia, Anderson habría pensado que le tomaba el pelo. Pero Jim no bromeaba. Una lo miraba a los ojos y se daba cuenta de que hablaba en serio.

Las grandes tormentas son muy poderosas.

Un relámpago encendió una lámina azul, para ofrecer a Anderson una visión momentánea del patio delantero, como sus vecinos lo llamaban. Vio la camioneta, con las primeras gotas de lluvia en el parabrisas; el breve camino de entrada; el buzón, con la puerta asegurada; los árboles que se retorcían. El trueno estalló apenas un momento después y Peter saltó contra ella al tiempo que lanzaba un gemido. La luz se apagó. No se molestó en parpadear, en perder potencia o vacilar de algún modo: se apagó de golpe; con autoridad.

Anderson tendió la mano hacia la lámpara…, pero se detuvo.

En la pared más alejada, junto a la derecha del armario del tío Frank, había un punto de luz verde. Ascendió cinco centímetros; se movió hacia la izquierda; luego, hacia la derecha. Desapareció durante un momento y volvió a aparecer. El sueño de Anderson retornaba con el misterioso poder de lo ya vivido. De nuevo pensó en la lámpara del cuento de Poe, pero otro recuerdo se añadió a ése: La guerra de los mundos. El rayo de calor marciano que hacía llover la muerte sobre Hammersmith.

Se volvió hacia Peter, entre el ruido de los tendones de su cuello, que chirriaron como bisagras llenas de arena. Sabía con qué se encontraría. La luz salía del ojo de Peter. De su ojo izquierdo. Refulgía con el verde embrujado de las fosforescencias que vagan sobre los pantanos, después de un día húmedo y sin viento.

No, no era el ojo lo que brillaba. Era la catarata…, lo que quedaba de ella, al menos. Se había reducido de una manera notable, aún desde esa mañana. El costado izquierdo de la cabeza de Peter estaba iluminado por un resplandor verde, espeluznante, que le daba el aspecto de un monstruo de historieta.

Su primer impulso fue apartarse del perro, levantarse de la mecedora y echar a correr…

Pero era Peter, después de todo. Y el pobre animal estaba medio muerto de miedo. Si ella lo abandonaba, quedaría aterrorizado.

Restalló un trueno en la negrura. Esta vez, ambos saltaron. Luego, la lluvia empezó a caer como una sábana en una cascada llena de suspiros. Anderson miró la pared otra vez al otro lado del cuarto; la luz verde seguía allí con su bamboleo. De niña, tendida en la cama, había usado una esfera de su reloj para hacer cosas similares con el reflejo, cuando movía la muñeca.

«A propósito, Bobbi, ¿qué efecto produce en ti?»

Fuego verde en el ojo de Peter, que se llevaba la catarata. Se la comía. Miró de nuevo. Tuvo que contenerse para no dar un respingo cuando Peter le lamió la mano.

Esa noche, Anderson fue incapaz de dormir.