—¿Señor Dan?
Estoy en una tienda de campaña que hace las veces de escuela, enseñando a leer a esos críos a través de un programa llamado LitWorld.
—¿Sí?
—La radio. Es para usted.
En la aldea no hay teléfono. Solo puedes acceder a esta zona de la provincia angoleña de Cabinda por radio. Yo había servido cerca de ahí hace años, tras licenciarme en Princeton y entrar en el Cuerpo de Paz. Como se dice vulgarmente, cuando Dios te cierra una puerta, te abre otra. O algo parecido. Así pues, cuando abrí aquella puerta roja, no tenía ni idea de que otra se me abriría después.
Ed Grayson es quien me salvó la vida. Tiene una amiga, una mujer llamada Terese Collins, que trabaja en un poblado como este al otro lado de la montaña. Ella y Ed son los únicos que conocen la verdad. Para los demás, Dan Mercer está muerto y bien muerto.
Lo cual no es del todo falso.
Os dije antes que la vida de Dan Mercer se había acabado. Pero la de Dan Meyer —no es un gran cambio de nombre, pero resulta suficiente— acaba de empezar. Es curioso. La verdad es que no echo de menos mi antigua existencia. Algo me había ocurrido por el camino —puede que se tratara de una familia de adopción un tanto cruel, puede que fuese lo que le había hecho a Christa Stockwell, o tal vez el hecho de que había permitido que Phil Turnball cargara con toda la culpa— que me había llevado a este tipo de trabajo. Supongo que se le podría llamar expiación. Es posible que se trate de eso. Pero creo que la cosa funciona a un nivel genético, como los que nacen para ser médicos, o que les gusta la pesca, o que encestan que da gusto verlos.
Pasé mucho tiempo combatiendo esa tendencia. Me casé con Jenna. Pero, como ya os he dicho al principio, mi destino es estar solo. Y ahora lo acepto encantado. Porque —ya sé que suena cursi— cuando ves la sonrisa en los rostros de esos críos, no puedes decir que estés realmente solo.
No miro hacia atrás. Si el mundo cree que Dan Mercer es una especie de pedófilo, qué se le va a hacer. Aquí no tenemos Internet, así que no puedo enterarme de lo que pasa en casa. Tampoco creo que tuviera muchas ganas de hacerlo. Echo de menos a Jenna, a Noel y a los chicos, pero no pasa nada. A veces tengo la tentación de decirle la verdad a Jenna, pues es la única persona que me llorará sinceramente.
No sé. Puede que lo haga algún día.
Me hago con el receptor de la radio. En el poco tiempo que llevo aquí, nunca he recibido una llamada. Los únicos que tienen este número son Terese Collins y Ed Grayson, por lo que me llevo una sorpresa al escuchar esa voz familiar que me dice: «Lo siento».
Supongo que debería detestar el sonido de su voz. Debería estar enfadado con ella, pero no lo estoy. Sonrío. Al final, en cierta medida, me ha hecho más feliz de lo que nunca había sido.
Habla muy rápido, y llora mientras se explica. La escucho sin mucho interés. No necesito saber nada de eso. Wendy solo ha llamado para escuchar dos palabras. Espero. Y cuando por fin me da la oportunidad de hablar, me satisface poder decirle:
—Te perdono.