38

Esa noche, cuando ya todo había pasado, Wendy se encontraba sentada en el porche de su casa, a solas. Charlie estaba arriba, enganchado al ordenador. Pops salió y se quedó de pie junto a su silla. Ambos se quedaron mirando fijamente las estrellas. Wendy bebía un vino blanco y turbio. Pops sostenía una botella de cerveza.

—Estoy listo para largarme —anunció.

—No lo harás mientras quede cerveza.

—Solo me voy a acabar esta.

—Lo dudo.

Pops tomó asiento.

—En cualquier caso, antes tendríamos que hablar un poco.

Wendy tomó otro sorbo de vino. Curioso. El alcohol había matado a su marido. El alcohol había matado a Haley McWaid. Pero ahí estaban ellos dos, bebiendo en una noche de primavera fresca y clara. En cualquier otro momento, tal vez cuando estuviese totalmente sobria, buscaría el profundo significado de esa paradoja.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—No volví a Nueva Jersey únicamente para visitaros a ti y a Charlie.

Wendy se volvió hacia él.

—¿Y por qué fue, entonces?

—Vine porque me llegó una carta de Ariana Nasbro.

Wendy se limitó a mirarle fijamente.

—La he visto esta semana. Más de una vez.

—¿Y?

—Y la estoy perdonando, Wendy. No quiero seguir agarrándome a eso. No creo que John lo deseara. Si no tenemos compasión, ¿qué nos queda?

Wendy no dijo nada. Volvió a pensar en Christa Stockwell, en cómo había perdonado a los estudiantes que le habían amargado la vida. Dijo que si te agarrabas al odio, te tenías que deshacer de muchas otras cosas. Phil Turnball había aprendido esa lección a lo bestia, ¿verdad? La venganza, el odio… Si solo piensas en eso, puedes perder lo que realmente importa.

Por otra parte, Ariana Nasbro no era una estudiante universitaria aficionada a los bromazos inofensivos. Había sido una conductora borracha, una metepatas reincidente que se había cargado a su marido. De todos modos, Wendy no podía dejar de preguntarse: si Dan Mercer estuviera vivo, ¿sería capaz de perdonar? ¿Se podían comparar ambas situaciones? Y si se podían comparar, ¿qué más daba?

—Lo siento, Pops —dijo—. No puedo perdonarla.

—No te pido que lo hagas. Respeto tu decisión. Pero quiero que tú respetes la mía. ¿Te ves capaz de hacerlo?

Se lo pensó unos instantes.

—Sí, creo que sí.

Se mantuvieron en un cómodo silencio.

—Estoy esperando —dijo finalmente Wendy.

—¿Esperando qué?

—A que me hables de Charlie.

—¿Qué quieres que te diga de él?

—¿Le has dicho por qué volviste?

—No me corresponde hacerlo —dijo Pops.

Se levantó y acabó de hacer el equipaje. Se fue al cabo de una hora. Wendy y Charlie estuvieron un rato zapeando en el televisor. Wendy se quedó unos momentos como ausente, mientras las imágenes centelleaban ante ella. Luego se levantó y fue hasta la cocina. Cuando regresó, llevaba un sobre en la mano. Se lo entregó a Charlie.

—¿Qué es? —preguntó este.

—Una carta para ti. De Ariana Nasbro. Léela. Si luego te apetece comentarla, estaré arriba.

Wendy se preparó para acostarse y dejó abierta la puerta de su dormitorio. Esperó hasta que acabó oyendo los pasos de Charlie en las escaleras. Se abrazó a sí misma. Charlie asomó la cabeza por el umbral y dijo:

—Me voy a la cama.

—¿Estás bien?

—Perfectamente. Pero ahora no tengo ganas de hablar, ¿vale? Solo quiero pensar un poquito por mi cuenta.

—De acuerdo.

—Buenas noches, mamá.

—Buenas noches, Charlie.

Dos días después, inmediatamente antes de que las chicas del instituto de Kasselton se enfrentaran a las de Ringwood en el campeonato de lacrosse del condado, se celebró un memorial justo en mitad del campo. En el marcador se colocó un gran cartel que ponía «Parque Haley McWaid» y se guardó un minuto de silencio.

Wendy estaba presente y lo observaba todo a distancia. Ted y Marcia estaban allí, claro está. Los hijos que les quedaban, Patricia y Ryan, se mantenían de pie a su lado. Wendy les miró y sintió que se le volvía a romper el corazón. Estaban poniendo otro letrero bajo el nombre de Haley. Este rezaba «En nuestra casa no», y les recordaba a los padres que no debían montar fiestas domésticas. Marcia McWaid miró hacia otro lado mientras colocaban el cartel. Acto seguido, se dedicó a contemplar a la muchedumbre hasta que sus ojos se posaron sobre Wendy. Le dirigió un pequeño gesto con la cabeza y Wendy se lo devolvió. Eso fue todo.

Cuando empezó el partido, Wendy inició el camino de vuelta. El investigador Frank Tremont, ya jubilado, también estaba allí, muy atrás, vistiendo el mismo traje arrugado que se había puesto para el funeral. Le había sido muy útil saber que Haley McWaid había muerto antes de que él se hiciera cargo del caso. Pero en esos momentos, la verdad es que no parecía haberle ayudado mucho.

Walker lucía su uniforme de gala para la ceremonia, incluyendo pistola y cartuchera. Estaba de pie, hablando con Michele Feisler, que cubría el acontecimiento para la NTC. La reportera se apartó cuando vio acercarse a Wendy y les dejó solos. Walker empezó a mover los pies de forma nerviosa.

—¿Está usted bien? —le dijo a Wendy.

—Lo estoy. Dan Mercer era inocente, ¿sabe?

—Sí, lo sé.

—Eso significa que Ed Grayson mató a un hombre inocente.

—Pues sí.

—No puede dejar que se vaya de rositas. También él tiene que ser llevado ante la justicia.

—¿Aunque creyera que Mercer era un pedófilo?

—Aun así.

Walker no dijo nada.

—¿Ha oído lo que he dicho?

—Sí —dijo Walker—. Y haré lo que pueda.

No añadió «pero». No tenía por qué hacerlo. Wendy estaba haciendo cuanto estaba en su mano para lavar el buen nombre de Dan, pero a nadie le importaba gran cosa. A fin de cuentas, los muertos, muertos están. Se volvió hacia Michele Feisler, que había vuelto a sacar su cuaderno y, mientras observaba a la muchedumbre, tomaba notas como la última vez que se habían visto.

Eso le hizo pensar en algo.

—Oye —le dijo—. ¿Qué era aquello que me dijiste de la cronología?

—Tenías el orden al revés —dijo Michele.

—Ah, sí, es verdad. Ed Grayson le disparó a su cuñado Lemaine antes que a Mercer.

—Exacto. Pero no creo que eso cambie nada, ¿no?

Wendy se lo pensó, le dio unas cuantas vueltas en la cabeza ahora que disponía de tiempo.

La verdad es que lo cambiaba todo.

Se volvió hacia Walker y vio el arma en la cartuchera. Se la quedó mirando fijamente unos momentos.

Walker reparó en ello.

—¿Pasa algo?

—¿Cuántos casquillos encontró en el parque de caravanas?

—¿Perdón?

—Los técnicos revisaron el parque en el que dispararon a Mercer, ¿no?

—Por supuesto.

—¿Y cuántos casquillos encontraron?

—Solo uno.

—¿El que hizo un agujero en la caravana?

—Sí. ¿Por qué?

Wendy empezó a dirigirse hacia el coche.

—Un momento —le dijo Walker—. ¿Se puede saber qué pasa?

No le contestó. Se plantó junto a su coche y le echó un vistazo. Nada. Ni una marca, ni una raya. Se llevó la mano a la boca para no soltar un berrido.

Wendy subió al coche y condujo hasta la casa de Ed Grayson. Le encontró en la parte de atrás, arrancando hierbajos. El hombre se mostró sorprendido ante tan repentina aparición.

—¿Wendy?

—El que se cargó a Dan, le dio a mi coche —declaró esta.

—¿Cómo?

—Usted es un tirador experimentado. Todo el mundo lo dice. Le vi apuntar a mi coche y disparar varias veces. Pero no ha quedado ni una sola marca. De hecho, el único casquillo que se encontró en todo el parque es el que atravesó la pared… El primer tiro que usted pegó. En el lugar más evidente.

Ed Grayson levantó la vista del polvo.

—¿De qué me está hablando?

—¿Cómo pudo un tirador tan experimentado como usted no darle a Dan a tan poca distancia? ¿Cómo pudo no darle a mi coche? ¿Cómo pudo no darle ni al suelo? Respuesta: no podía darle a nada porque todo era una pantomima.

—¿Wendy?

—¿Qué?

—Déjelo correr.

Se quedaron mirándose fijamente por un instante.

—Ni hablar. Sigo sintiéndome culpable de la muerte de Dan.

Grayson no dijo nada.

—Y resulta irónico, si te paras a pensarlo. Cuando llegué a la caravana, Dan estaba hecho polvo a consecuencia de una paliza. Los polis creyeron que Hester Crimstein había estado genial. Utilizó mi testimonio para sostener que usted le pegó, y que así es como la sangre llegó a su vehículo. Lo que los polis no vieron es que ella estaba diciendo la verdad. Usted encontró a Dan. Usted le zurró porque quería que confesara. Pero él no lo hizo, ¿verdad?

—No —dijo Ed Grayson—. No lo hizo.

—Y de hecho, usted empezó a creerle. Se dio cuenta de que igual era inocente.

—Puede ser.

—Ahora necesito su ayuda: volvió a casa, ¿y qué hizo? ¿Acorraló a E. J. hasta que le dijo la verdad?

—Déjelo estar, Wendy.

—Venga, hombre, ya sabe que no puedo. ¿Acabó reconociendo E. J. que fue su tío el que hizo las fotos?

—No.

—¿Y quién se lo dijo, entonces?

—Mi mujer, ¿vale? Me vio cubierto de sangre. Me dijo que debía parar. Me contó lo que había ocurrido, que era su hermano el que había tomado esas imágenes. Me suplicó que me olvidara del asunto, me aseguró que E. J. ya lo estaba superando, que su hermano iba a pedir ayuda médica.

—Pero usted no pensaba dejarlo correr.

—No, no iba a hacerlo. Pero tampoco iba a obligar a E. J. a testificar contra su propio tío.

—Así pues, le voló las rótulas, ¿verdad?

—No soy tan tonto para responder a eso.

—Da igual. Ambos sabemos que lo hizo. Y luego, ¿qué? ¿Llamó a Dan para disculparse, o algo parecido?

No contestó.

—Le daba lo mismo que el juez hubiera desestimado el caso —continuó Wendy—. Mi programa le había destruido la vida a Dan. Incluso ahora, después de haber dado la cara y de exonerarlo públicamente, la gente sigue considerándolo un pedófilo. Cuando el río suena, agua lleva, ¿verdad? En su momento, el hombre no tuvo la menor posibilidad. Su vida se había acabado. Lo más probable es que usted también se culpara, por la manera en que había ido a por él. Por consiguiente, intentó arreglar las cosas.

—Déjelo, Wendy.

—Y aún mejor: usted era un agente federal. Esos son los tíos que llevan el programa de protección de testigos, ¿verdad? Ustedes saben cómo hacer desaparecer a la gente.

No hubo respuesta.

—Vamos, que la solución estaba al alcance de la mano. Bastaba con fingir su muerte. Usted no podía hacerse con otro cadáver ni falsificar un informe policial, como hacía en sus casos federales. Y sin un cadáver, necesitaba un testigo fiable, alguien que nunca fuese capaz de ponerse de parte de Dan Mercer. Yo. Dejó las pruebas suficientes para que la policía diera crédito a mi historia (la bala, la sangre, el testigo que le vio cargando una alfombra, su coche en la escena del crimen, el GPS en el mío, y hasta lo de acudir a un campo de tiro), pero no las necesarias para involucrarle. En la pistola solo había una bala de verdad: la que incrustó en la pared. El resto eran de fogueo. Lo más probable es que Dan le entregara una muestra de sangre o que se hiciera un corte a sí mismo: eso explicaría la sangre que se encontró. Ah, y lo que resulta aún más brillante es que usted encontró un parque de caravanas en el que sabía que no había cobertura. Su testigo tendría que largarse en coche. Y eso le concedería el tiempo suficiente para sacar a Dan de extranjis. Cuando encontraron el iPhone en su habitación del motel, digo yo que usted se puso un poco nervioso, ¿no? Por eso vino al parque. Por eso buscaba información. Tuvo miedo durante unos momentos; miedo, tal vez, de haber ayudado a escapar a un asesino auténtico.

Wendy esperaba que Grayson dijera algo. Por unos instantes, este se limitó a estudiar atentamente su rostro.

—Tienes una gran imaginación, Wendy.

—Vale, no puedo probar nada de esto…

—Ya lo sé —dijo él—. Porque no son más que chorradas.

Casi sonreía en ese momento.

—¿O esperas que yo también diga cosas para tu micro?

—No llevo ningún micro.

Ed meneó la cabeza y echó a andar hacia su casa. Ella fue tras él.

—¿No te das cuenta? No quiero probar nada.

—Entonces, ¿por qué has venido?

A Wendy se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Porque soy responsable de lo que le ocurrió. Soy la que le tendió una trampa en un programa de televisión. Soy la causa de que la gente le considere un pedófilo.

—Me temo que eso es cierto.

—Y si tú lo mataste, la culpa es mía. Para siempre. Sin posibilidad de redención. La culpa es mía y solo mía. Pero si le ayudaste a escapar, tal vez, puede que tal vez ahora esté bien. Puede que haya llegado a comprenderlo y…

Se interrumpió. Ambos estaban dentro de la casa.

—¿Y qué?

Le costaba encontrar las palabras adecuadas. Cada vez lloraba con más intensidad.

—¿Y qué, Wendy?

—Y puede que hasta haya sido capaz de perdonarme —dijo ella.

En ese momento, Ed Grayson levantó el auricular del teléfono. Marcó un número larguísimo. Pronunció una especie de código. Se quedó a la espera de un clic. Y entonces le pasó el teléfono a Wendy.