Wendy no tardó mucho en atar cabos.
Michele Feisler le fue de mucha utilidad, pues contaba con abundante información acerca del delincuente sexual Arthur Lemaine, incluyendo su árbol genealógico. Se quedó muy impresionada con todo lo que había descubierto su colega. Y vale, puede ser que tuviese la cabeza algo grande, pero había que tener en cuenta que tenía los hombros muy estrechos.
—¿Y ahora, qué? —le preguntó Michele.
—Creo que deberíamos hablar con el sheriff Walker, que es quien lleva el caso del asesinato de Dan.
—Muy bien. ¿Por qué no le llamas tú, que le conoces?
Wendy buscó el número de móvil de Walker y le dio a la tecla de llamada. Michele se sentó a su lado. Sacó diligentemente el cuaderno de reportera y blandió el bolígrafo. Walker respondió a la cuarta llamada. Wendy le oyó fuerte y claro:
—Aquí el sheriff Mickey Walker.
—Soy Wendy.
—Ah, oh, hola. ¿Qué tal está?
¿Ah, oh, hola? Había tensión en su voz. Y ahora que lo pensaba, ¿no debería haber visto en la pantallita que se trataba de ella?
—Creo que ha oído las nuevas historias que corren sobre mí —dijo.
—Pues sí.
—Estupendo. —No era el momento de abordar el tema. Total, ya daba lo mismo que le dieran, ¿no?, pero aún le picaba—. ¿Ha oído hablar del caso de Arthur Lemaine? ¿El tío al que le volaron las dos rótulas?
—Sí —repuso el sheriff—, pero no es de mi jurisdicción.
—¿Sabe que Arthur Lemaine es un pornógrafo infantil condenado?
—Creo que algo he oído, sí.
—¿Y ha oído también que Arthur Lemaine es el cuñado de Ed Grayson?
Hubo una breve pausa. Acto seguido, Walker dijo:
—Caramba.
—Exactamente: caramba. ¿Le apetece algún «caramba» más? Lemaine entrenaba al equipo de hockey de su sobrino. Para quien no controle mucho los árboles genealógicos, el chaval sería E. J., el hijo de Ed Grayson, víctima de la pornografía infantil.
—Eso sí que es un pedazo de «caramba» —reconoció Walker.
—Y es posible, ahí va otro conato de «caramba», que quien le disparó a Lemaine en las rodillas lo hiciese a cierta distancia.
—Un trabajo de tirador experto —dijo Walker.
—¿No definió así a Ed Grayson el dueño del Disparama?
—Exactamente así. Dios mío. Pero no acabo de pillarlo. Creía que usted había visto a Grayson matar a Dan Mercer porque este le había sacado fotos a su hijo.
—Así fue.
—O sea, ¿se cargó a los dos?
—Esa impresión tengo. ¿Se acuerda de que Ed Grayson apareció en el parque estatal de Ringwood para ayudar a encontrar el cadáver de Haley McWaid?
—Sí.
—El hombre dijo que yo no lo entendía. Pero creo que ahora sí. La culpa le corroe porque mató a un hombre inocente.
Michele no paraba de tomar notas. Sobre qué, Wendy no podía imaginárselo.
—Creo que las cosas fueron de la siguiente manera —siguió Wendy—. Dan Mercer sale en libertad. Ed Grayson se vuelve loco. Mata a Mercer y se deshace de las pruebas. Cuando vuelve a casa, su mujer, Maggie, se da cuenta de lo que ha hecho. No sé qué sucede entonces con exactitud. Puede que Maggie pierda los estribos. Puede que le diga a su marido: «Pero ¿qué has hecho? No fue Dan, fue mi hermano». O puede que E. J. les diga finalmente la verdad sobre su tío. Lo ignoro. Pero imagine lo que le debió de pasar por la cabeza a Grayson. Lleva meses asistiendo a cada sesión del juicio, hablando con los medios de comunicación, representando a las víctimas, exigiendo que Dan Mercer sea castigado.
—Y entonces va y descubre que se ha cargado a quien no era.
—Exacto. Y además, ahora sabe que Arthur Lemaine, su cuñado, nunca será llevado ante la justicia. Y aunque así sea, resulta que eso puede acabar destruyendo a su familia.
—Todo un escándalo —dijo Walker—. Arrastrar a su familia a otro circo mediático. Tener que reconocer ante el mundo que había estado equivocado todo el rato. Así pues, ¿qué? ¿Grayson la emprende con su cuñado?
—Sí, pero creo que esta vez ya no tenía el coraje necesario para matarlo. No después de lo que había ocurrido la primera vez.
—Y le guste o no, se trata del hermano de su mujer.
—Cierto.
Wendy miró a Michele por encima de la mesa. Estaba pegada al móvil, hablando muy bajito.
—Dicen que la mujer de Grayson le ha dejado y se ha llevado al chico —dijo Walker.
—Puede que por lo que le hizo a Dan.
—O puede que por dispararle a su hermano.
—Cierto.
Walker suspiró.
—¿Y cómo podemos probar algo de todo esto?
—No lo sé. Lo más probable es que Lemaine no quiera hablar, pero igual sus chicos le convencen.
—Ni así. Le dispararon a oscuras. Sin testigos. Y ya sabemos que Grayson es condenadamente bueno a la hora de deshacerse de las pruebas.
Se quedaron en silencio. Michele tomó algunas notas más y dibujó unas flechas muy largas. Se detuvo, observó el cuaderno y puso mala cara.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Wendy.
Michele se puso a escribir de nuevo.
—Aún no lo sé muy bien. Pero en esta teoría hay algo que no pita.
—¿Qué?
—Puede que no sea gran cosa, pero las fechas no coinciden. A Lemaine le dispararon un día antes que a Dan Mercer.
A Wendy le vibró el móvil. Llamada en espera. Revisó el número. Era Win.
—Tengo que dejarle —le dijo a Walker—. Otra llamada.
—Lamento el tono de antes.
—No se preocupe.
—Sigo queriendo llamarla cuando todo esto acabe.
Wendy reprimió una sonrisa.
—Cuando todo esto acabe —repitió. Acto seguido, se pasó a la otra línea—. ¿Sí?
—A petición tuya —dijo Win—, le eché un vistazo al asunto del cese de Turnball.
—¿Sabes quién le montó la encerrona?
—¿Dónde estás?
—En casa.
—Ven a mi despacho. Creo que hay algo que debes ver.
Win era rico. Superrico.
Ejemplo: «Win» era el diminutivo de Windsor Horne Lockwood III. Su despacho se encontraba en la esquina de la calle Cuarenta y seis con Park Avenue, en el edificio Lock-Horne.
Hagan ustedes mismos las cuentas.
Wendy dejó el coche en el aparcamiento del edificio Met Life. Su padre había trabajado no muy lejos de ahí. Ahora le dio por pensar en él, en la manera en que solía arremangarse hasta los codos en un acto de doble simbología: siempre estaba dispuesto a ensuciarse y nunca quería que le consideraran un ejecutivo. Su padre tenía unos antebrazos tremendos. La hacía sentirse segura. Ahora mismo, aunque su progenitor llevase bastantes años muerto, Wendy tenía ganas de desplomarse en sus fuertes brazos y oírle decir que todo acabaría saliendo bien. ¿Acaso llegamos a superar jamás esa necesidad? John también lo había logrado, la había hecho sentirse segura. Puede que sonara poco feminista —esa cálida sensación de seguridad procedente de un hombre—, pero eso era lo que había. Pops era un tipo estupendo, pero no servía para eso. Y Charlie… Bueno, Charlie siempre sería su chiquitín, y siempre le tocaría a ella cuidarle, y no al revés. Los dos hombres que la habían hecho sentirse segura estaban muertos. Nunca le habían fallado, pero ahora, con todos los problemas que le habían caído encima, se preguntaba en voz muy queda si no sería ella la que les había fallado a ambos.
Win había trasladado su despacho al piso de abajo. El ascensor se abrió ante un cartelito que ponía «MB Reps». La recepcionista le dijo con una voz muy chillona.
—Bienvenida, señora Tynes.
Un poco más y Wendy se cae de espaldas en el ascensor. La recepcionista tenía unas dimensiones considerables. Iba embutida en un vestido negro como el carbón que era como una versión de pesadilla del que llevaba Adrienne Barbeau en Los locos de Cannonball. El maquillaje parecía que se lo hubiesen aplicado con una pala de sacar nieve.
—Eh… Hola.
Apareció una mujer asiática con un traje de chaqueta blanco a medida. Era alta, espigada y atractiva en plan modelo. Ambas mujeres se quedaron de pie durante un momento, la una al lado de la otra, y a Wendy le recordaron a dos bolos delgados esperando a ser derribados por la bola.
—El señor Lockwood la está esperando —dijo la asiática.
Wendy la siguió por el pasillo. La mujer abrió la puerta del despacho y anunció:
—La señora Tynes acaba de llegar.
Win se levantó al otro lado del escritorio. Era un hombre especialmente bien parecido. Aunque en realidad no era su tipo, Wendy pensaba que pese a los ricitos dorados, los rasgos tan delicados y ese aire general de figurín, había en él una fuerza tranquila, una frialdad gélida en sus ojos azules y una tensión en ese cuerpo excesivamente inmóvil, como si pudiera asestar un golpe mortal en el momento más inesperado.
Win le dijo a la asiática:
—Gracias, Mee. ¿Podrías decirle al señor Barry que ya estamos listos?
—Por supuesto.
Mee abandonó el despacho. Win cruzó la habitación para besar a Wendy en la mejilla. Se produjo esa leve demora, ese incómodo momento de duda. Seis meses atrás, habían compartido cama —no precisamente para dormir— y todo había sido estupendo, motivo por el que siempre había algo en el ambiente cuando se encontraban.
—Estás espectacular —afirmó Win.
—Gracias. Pero yo no me siento así.
—Intuyo que estás pasando un mal momento.
—Intuyes bien.
Win se volvió a sentar y se abrió de brazos.
—Estoy dispuesto a ofrecerte apoyo y consuelo.
—¿Y qué entiendes tú por apoyo y consuelo?
Win puso sus cejas a bailar.
—Coitus no interruptus.
Wendy meneó la cabeza, pasmada.
—Has escogido el peor momento para insinuarte.
—Cualquier momento es bueno. Pero te comprendo. ¿Quieres un coñac?
—No, gracias.
—¿Te importa si yo me tomo uno?
—Tú mismo.
Win tenía un antiguo globo terráqueo que se abría, mostrando en su interior un decantador de vidrio. El escritorio era de madera de cerezo. Había cuadros de hombres dedicados a la caza del zorro y una impresionante alfombra persa. En el extremo más alejado del cuarto, se había instalado un poco de hierba artificial para practicar el golf. Una enorme pantalla plana colgaba de una de las paredes.
—Cuéntame de qué va esto —dijo Win.
—¿Te importa si no lo hago? Lo único que necesito saber es quién se la jugó a Phil Turnball.
—Por supuesto.
Se abrió la puerta del despacho y apareció Mee junto a un hombre que lucía una pajarita.
—Ah —dijo Win—. Gracias por venir, Ridley. Wendy Tynes, te presento a Ridley Barry. El señor Barry es el cofundador del Barry Brothers Trust, la empresa para la que trabajaba tu señor Turnball.
—Encantado de conocerla, Wendy.
Todo el mundo tomó asiento. La mesa de Win estaba vacía, a excepción de lo que parecía una pila de expedientes.
—Antes de empezar —dijo Win—, tanto el señor Barry como yo debemos tener la seguridad de que nada de lo que aquí se hable saldrá de esta habitación.
—Soy periodista, Win.
—Entonces te sonará el concepto off the record.
—De acuerdo. Todo off the record.
—Y además —añadió Win—, en mi condición de amigo, quiero que me des tu palabra de que no le dirás nada a nadie.
Wendy observó a Ridley Barry y luego, lentamente, volvió a posar la mirada en Win.
—Tienes mi palabra.
—Muy bien. —Win miró a Ridley Barry y este asintió. Acto seguido, puso la mano sobre la pila de papel—. Estos son los expedientes del señor Phil Turnball. Como ya sabrás, trabajaba como asesor financiero para el Barry Brothers Trust.
—Sí, ya lo sé.
—He pasado las últimas horas revisándolos. Me he tomado mi tiempo. También he examinado las operaciones por ordenador efectuadas por el señor Turnball. He estudiado sus patrones comerciales, su manera de comprar y de vender… Su comportamiento laboral, por así decir. Y como te tengo en muy alta estima, Wendy, y respeto enormemente tu inteligencia, he estudiado a fondo su historial laboral teniendo bien presente que igual había sido víctima de una encerrona.
—¿Y?
Win la miró a los ojos y a Wendy le dio un escalofrío.
—Pues que Phil Turnball no robó dos millones de dólares. Mis cálculos me indican que la cifra se acerca más a tres. En resumen, que no hay duda posible. Tú querías saber qué trampa le habían tendido a Phil Turnball. Pero no hay trampa alguna. Phil Turnball orquestó un fraude que se remonta, por lo menos, a hace cinco años.
Wendy negó con la cabeza.
—Puede que no fuera él. No trabajaba solo, ¿verdad? Tenía compañeros y un ayudante. Es posible que uno de ellos…
Sin dejar de mirarla a los ojos, Win cogió un mando a distancia y apretó un botón. El televisor se puso en marcha.
—El señor Barry ha tenido la amabilidad de dejarme revisar las cintas de vigilancia.
Apareció un despacho en la pantalla. La cámara había sido situada en alto, grabando hacia abajo. Phil Turnball estaba metiendo documentos en una trituradora de papel.
—Ahí está tu señor Turnball destruyendo los saldos de las cuentas de sus clientes antes de ser enviados por correo.
Win le dio al mando. Hubo un salto en la pantalla. Ahora Phil estaba sentado a su mesa. Se levantó y fue hacia una impresora.
—Y ahí tienes al señor Turnball imprimiendo los saldos falsos que luego piensa echar al correo. Podríamos seguir dándole vueltas al asunto, Wendy, pero no hay dudas que valgan. Phil Turnball defraudó a sus clientes y al señor Barry.
Wendy se reclinó en el asiento y se dirigió a Ridley Barry.
—Y si Phil es un ladrón de tomo y lomo, ¿por qué no lo han detenido?
Durante unos breves instantes, nadie dijo nada. Ridley Barry miró en dirección a Win. Win asintió.
—Adelante —dijo—. No se lo dirá a nadie.
Barry se aclaró la garganta y se ajustó la pajarita. Era un señor bajito y algo apergaminado, de esos que hay quien encuentra monos o entrañables.
—Mi hermano Stanley y yo fundamos Barry Brothers Trust hace más de cuarenta años —empezó—. Trabajamos mano a mano durante treinta y siete años. En el mismo cuarto. Nuestras mesas estaban la una frente a la otra. Cada día laborable. Los dos juntos conseguimos construir un negocio cuyas ganancias superan el billón de dólares. Damos empleo a más de doscientas personas. Nuestro apellido pende de un mástil. Y yo me tomo muy en serio esa responsabilidad… Sobre todo, desde que mi hermano ya no está entre nosotros.
Se interrumpió y consultó su reloj de pulsera.
—¿Señor Barry?
—Sí.
—Todo eso me parece muy bien, pero si Phil Turnball le robó, ¿por qué no le ha llevado a juicio?
—No me robó a mí. Robó a sus clientes. Y también a los míos.
—Lo que sea.
—No. «Lo que sea», no. Esto va más allá de una cuestión semántica. Pero permítame que le ofrezca dos respuestas. Déjeme que le responda, primero, desde mi condición de frío hombre de negocios, y después, desde la de un anciano que cree ser responsable del bienestar de sus clientes. Habla el frío hombre de negocios: en este entorno post-Madoff, ¿qué cree usted que sería de Barry Brothers Trust si se descubre que uno de nuestros principales asesores financieros montó una estafa piramidal?
La respuesta era evidente, y Wendy se preguntaba ahora por qué no lo había pensado antes. Curioso. Phil había utilizado esa situación en beneficio propio, ¿verdad? No dejaba de usarla como prueba de que le habían tendido una trampa: ¿por qué no me han detenido aún?
—Por otra parte —continuó el señor Barry—, me siento responsable de esa gente que confió en él y en mi empresa. Así pues, yo mismo revisé las cuentas. Y pienso reembolsar el dinero a todos los clientes recurriendo a mis finanzas personales. Hablando en plata, encajaré el golpe. Los clientes defraudados serán plenamente compensados.
—Y se quedarán en la inopia.
—Así es.
Motivo por el que Win le había exigido mantenerlo todo en secreto. Se echó hacia atrás y, de repente, más piezas empezaron a encajar. Montones.
Ahora lo sabía. La mayor parte del asunto. Puede que todo.
—¿Algo más? —le preguntó Win.
—¿Cómo lo pillaron? —preguntó Wendy.
Ridley Barry se removió en el asiento.
—Las estafas piramidales se acaban detectando.
—No, eso ya lo sé. Pero ¿qué fue lo que le llevó a sospechar de él?
—Hace un par de años contraté a una compañía para que investigara el pasado de todos nuestros empleados. Era pura rutina, nada más, pero había una discrepancia en el expediente personal de Phil Turnball que nos llamó la atención.
—¿Qué discrepancia?
—Phil mintió en su currículo.
—¿Acerca de qué?
—Sobre su educación. Dijo que se había licenciado en la Universidad de Princeton, lo que no era cierto.