Wendy parpadeó al abandonar la oscuridad de la cocina y salir al jardín de la casa del decano. Contempló a los estudiantes a la luz del sol. Pasaban a diario por delante de esa casa, sin tener la menor conciencia, probablemente, de cuán delgada era la frontera que los separaba de esa mujer con la cara destrozada. Wendy se quedó ahí unos instantes más. Levantó la cabeza al sol. Mantuvo los ojos abiertos para que se le llenaran de lágrimas. Y eso le sentó muy bien.
Christa Stockwell había perdonado a sus verdugos.
Lo había dicho como si se tratase de la cosa más sencilla del mundo. Wendy dejó de lado las posibles sutilezas filosóficas —el nexo evidente con su propia situación: Ariana Nasbro— para concentrarse en el único asunto posible a estas alturas: si la persona más maltratada había perdonado y seguido adelante con su vida, ¿quién no había sido capaz de seguir su ejemplo?
Revisó el móvil. Más mensajes de periodistas. Los ignoró. Había una llamada perdida de Pops. Se la devolvió. Pops respondió a la primera señal.
—No paran de pasar periodistas por aquí —dijo.
—Ya lo sé.
—Pues ahora entenderás por qué estoy en contra del control de armas.
Por primera vez en mucho tiempo, Wendy se echó a reír.
—¿Se puede saber qué quieren? —preguntó Pops.
—Alguien está extendiendo rumores desagradables sobre mí.
—¿Por ejemplo?
—Que me acuesto con mi jefe. Cosas así.
—¿Y esas chorradas son de interés periodístico?
—Eso parece.
—¿Hay algo de verdad en ellas?
—No.
—Maldita sea.
—Pues sí. ¿Me podrías hacer un favor?
—Pregunta retórica —afirmó Pops.
—Estoy metida en un buen fregado. Puede que haya gente que venga a por mí.
—Tranquila, que voy bien armado.
—No me refiero a eso —dijo Wendy, confiando en que no fuese cierto lo que acababa de oír—. Lo que quiero es que te lleves a Charlie a algún sitio durante un par de días.
—¿Crees que corre peligro?
—No lo sé. En cualquier caso, esos rumores se van a extender por todo el pueblo. Puede que los chavales de la escuela se lo hagan pasar mal.
—¿Y qué? Charlie puede aguantar lo que le echen. Es un chico fuerte.
—No quiero que lo sea precisamente ahora.
—Bueno, vale. Yo me encargo. Nos iremos a un motel, ¿de acuerdo?
—Que sea un sitio decente, Pops. Nada de tarifas por hora y espejos en el techo.
—Tú tranquila, que ya lo he pillado. Y si necesitas mi ayuda…
—Sé que puedo contar con ella —dijo Wendy.
—Vale, cuídate. Te quiero.
—Y yo a ti.
Cuando colgaron, Wendy llamó nuevamente a Vic. Volvió a quedarse sin respuesta. Ese capullo estaba empezando a cabrearla. Y ahora, ¿adónde? En fin, ahora, por lo menos, estaba al corriente del secreto de los Cinco de Princeton, pero seguía sin columbrar por qué había vuelto a la carga al cabo de veinte años. Aunque, eso sí, había alguien a quien preguntárselo.
Phil.
Intentó llamarle de nuevo. Otra pérdida de tiempo. Así pues, se fue directa en coche hasta su casa. Fue Sherry quien le abrió la puerta.
—No está aquí.
—¿Lo sabías? —le preguntó Wendy.
Pero Sherry no dijo nada.
—Lo de Princeton. ¿Sabías lo que pasó allí?
—Lo supe no hace mucho.
Wendy estaba a punto de conminarla a seguir hablando, pero no lo hizo. Lo que Sherry supiera, o cuándo lo hubiese descubierto, carecía del menor interés. Lo que tenía que hacer era hablar con Phil.
—¿Dónde está?
—Con el Club de los Padres.
—No le digas que voy para allá, ¿vale? —De regreso al palo y la zanahoria; bueno, más bien al palo únicamente—. Si lo haces, tendré que volver a esta casa. Y estaré muy cabreada. Me traeré cámaras y a más periodistas, que harán un ruido infernal que llamará la atención de los vecinos y hasta de tus críos. ¿Lo pillas?
—Te explicas con mucha claridad —dijo Sherry.
Wendy no se lo pasaba especialmente bien amenazando a esa mujer, pero ya estaba harta de mentiras y de que se la torearan.
—No te preocupes —le dijo Sherry—. No le avisaré.
Wendy se dispuso a irse de allí.
—Una cosa —dijo Sherry.
—¿Qué?
—Es un hombre frágil. Ten cuidado, ¿vale?
A Wendy le entraron ganas de decirle algo sobre Christa Stockwell, sobre lo frágil que había sido su piel en otro tiempo, pero le pareció fuera de lugar. Condujo hasta el Starbucks y aparcó en una plaza junto a una máquina que exigía «Monedas de veinticinco centavos únicamente». No tenía ni una. Qué pena: tendría que volver a vivir peligrosamente.
Estaba de nuevo al borde del llanto. Se detuvo ante la puerta del Starbucks para recomponerse.
Ahí estaban todos. Norm, alias Ten-A-Fly, iba vestido de la cabeza a los pies de aspirante a rapero. Doug seguía con el atuendo de tenista. Owen cargaba al bebé. Phil iba de traje y corbata. Incluso ahora. Hasta en ese momento del día. Estaban todos reunidos en torno a una mesa redonda, acodados y susurrando. Wendy podía observar que el lenguaje corporal de todos ellos no presagiaba nada bueno.
Cuando Phil reparó en su presencia, se le cayó el alma a los pies. Se le cerraron los ojos. Pero a Wendy le daba igual. Llegó hasta la mesa y le clavó la vista encima. Phil parecía a punto de desinflarse allí mismo.
—Acabo de hablar con Christa Stockwell —le informó.
Los demás se limitaron a observarla en silencio. Wendy miró a Norm a los ojos. El hombre negó con la cabeza, como si le pidiera que dejase de hacerlo. No lo logró.
—Ahora también van a por mí —le dijo Wendy.
—Ya lo sabemos —reconoció Norm—. Hemos estado siguiendo los rumores en la red. Conseguimos cargarnos un montón de sitios virales, pero no todos.
—O sea, que ahora esta guerra también es mía.
—No tiene por qué serlo —intervino Phil, que seguía con la cabeza baja—. Ya te lo advertí. Te supliqué que no te metieras.
—Y no te hice caso. Culpa mía. Ahora dime qué está pasando.
—No.
—¿No?
Phil se puso de pie y echó a andar hacia la puerta, pero Wendy se cruzó en su camino.
—Apártate —le dijo él.
—No.
—¿Has hablado con Christa Stockwell?
—Sí.
—¿Y qué te ha contado?
Wendy dudó. ¿No le había prometido a Christa que no diría nada? Phil utilizó ese momento de indecisión de Wendy para sortearla y encaminarse hacia la puerta. Wendy fue a por él, pero Norm la agarró del hombro. Wendy se volvió hacia él, furiosa.
—¿Qué vas a hacer, Wendy? ¿Perseguirle por la calle?
—No tienes ni idea de lo que he descubierto.
—Lo expulsaron de Princeton —dijo Norm—. Nunca se licenció. Ya lo sabemos: él mismo nos lo contó.
—¿Os explicó lo que hizo?
—¿Tú crees que eso tiene importancia?
Ese comentario la detuvo. Pensó en lo que le había dicho Christa acerca de perdonarles, de que no eran más que unos chavales haciendo gamberradas.
—¿Os dijo quién va a por ellos? —preguntó.
—No, pero nos pidió que no nos metiésemos. Somos sus amigos, Wendy. Y nuestra lealtad va con él, no contigo. Y creo que ya ha sufrido bastante, ¿no te parece?
—No lo sé, Norm. No sé quién va a por él y a por sus antiguos compañeros de cuarto… y ahora a por mí. Y lo que es más importante, ni siquiera sé si Dan Mercer mató a Haley McWaid. Es posible que el auténtico asesino ande suelto por ahí. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
—Claro.
—¿Y?
—Y nuestro amigo nos pidió que no nos metiéramos. Ya no es nuestra lucha.
—Perfecto.
Echando chispas, Wendy emprendió el camino hacia la puerta.
—¿Wendy?
Se dio la vuelta. Norm tenía una pinta muy ridícula con ese atuendo: la maldita gorra negra sobre el pañuelo rojo, el cinturón blanco, el reloj de pulsera con una esfera del tamaño de un plato de satélite… Ten-A-Fly. Por el amor de Dios.
—¿Qué quieres, Norm?
—Tenemos esa fotografía.
—¿Qué fotografía?
—La foto fija de la chica del vídeo. La puta que acusó a Farley Parks de solicitar sus servicios. Owen ha podido congelar la imagen y mejorarla en torno a la sombra. No ha sido fácil, pero ha quedado una imagen bastante nítida. Si la quieres, te la damos.
Wendy se mantuvo a la expectativa. Owen le pasó la foto de veinte por veinticinco a Norm, quien se la entregó a ella. Wendy observó atentamente a la chica de la foto.
—Parece joven, ¿verdad? —dijo Norm.
El mundo de Wendy, que ya se tambaleaba, estuvo a punto de desplomarse. Sí, la chica de la foto parecía joven. Muy joven. Y también era clavada al dibujo policial de Chynna, la chica que, según Dan, había quedado con él en la casa trampa. Ahora lo veía claro. La fotografía había sido una epifanía. Alguien les había tendido una trampa a todos. Pero seguía sin saber quién o por qué.
Cuando llegó a casa, solo seguía aparcada delante una furgoneta de un canal de noticias. Se llevó una sorpresa al ver de qué canal se trataba. Qué narices tenían… Era su propia cadena. NTC. Y su propio camarógrafo, Sam, estaba ahí afuera en compañía de esa cabezona de Michele Feisler.
Michele se estaba arreglando el cabello. Con el micrófono de la NTC apoyado en el codo. Wendy tuvo la tentación de girar hacia la derecha y llevársela por delante, para ver cómo ese pedazo de melón que tenía por cabeza se desintegraba contra el bordillo. En vez de eso, abrió la puerta automática del garaje y se coló en su interior. La puerta eléctrica se cerró tras ella, momento en que salió del vehículo.
—¿Wendy?
Era Michele, aporreando la puerta del garaje.
—Lárgate de mi casa, Michele.
—No hay cámara ni micro. Solo yo.
—Tengo un amigo dentro de casa que se muere por pegarte un tiro.
—Escúchame un segundo, ¿vale?
—No.
—Tienes que oírme. Es sobre Vic.
Pausa.
—¿Qué pasa con Vic?
—Abre la puerta, Wendy.
—¿Qué pasa con Vic?
—Pues que te está vendiendo.
Wendy sintió un retortijón en el estómago.
—¿A qué te refieres?
—Abre la puerta, Wendy. Ni cámaras ni micros. Todo off the record. Te lo prometo.
Maldición. Pensó en qué hacer, pero realmente, ¿qué más daba? Quería oír lo que Michele tenía que decirle. Y si eso implicaba dejar entrar en casa a la cabezona, pues qué remedio. Pasó por encima de la bicicleta de Charlie —convenientemente tirada, como de costumbre, para bloquearle el acceso— y le dio al pestillo. No estaba pasado. Charlie siempre se olvidaba de hacerlo.
—¿Wendy?
—Ven por detrás.
Entró en la cocina. Pops no estaba. Le había dejado una nota diciéndole que recogería a Charlie. Bien. Le abrió la puerta de atrás a Michele.
—Gracias por dejarme entrar.
—¿De qué va eso que decías de Vic?
—Los jefes quieren sangre. Se han cebado con él.
—¿Y qué?
—Pues que lo están presionando a lo bestia para que diga que tú te le insinuaste… Para que diga que estás obsesionada con él.
Wendy no movió un músculo.
—La cadena ha hecho esta declaración.
Michele le entregó una hoja de papel.
«En la NTC no tenemos nada que decir sobre Wendy Tynes, aunque nos gustaría dejar bien claro que nuestro director de noticias, Víctor Garrett, no ha hecho nada que atente contra la legalidad o la ética, y siempre ha rechazado todas y cada una de las insinuaciones hechas en su dirección por cualquier persona a sus órdenes. El acoso sexual es hoy día un problema muy grave en este país, y se cobra muchas víctimas inocentes».
—¿Acoso sexual? —Wendy levantó la vista del papel—. Pero ¿esto va en serio?
—Son muy hábiles, ¿no te parece? Todo es lo suficientemente ambiguo para que nadie los lleve a juicio.
—¿Y tú qué pretendes, Michele? No pensarás que voy a salir en antena, ¿verdad?
Michele negó con la cabeza.
—No eres lo bastante tonta para hacerlo.
—Entonces, ¿a qué has venido?
Michele recuperó la declaración y la sostuvo en alto.
—Esto no está bien. No es que tú y yo seamos precisamente buenas amigas, y ya sé lo que piensas de mí… —Michele hizo un pucherito con sus relucientes labios y cerró los ojos, como si estuviera elaborando la siguiente frase.
—¿Tú te crees esa declaración?
Abrió los ojos de golpe.
—¡No! Vamos, hombre. ¿Tú? ¿Acosando a Vic? Eso no hay quien se lo trague.
Justo en ese momento, si no llega a estar tan aturdida y emocionalmente agitada, Wendy le habría dado un abrazo a su némesis.
—Ya sé que suena cursi, pero me metí a periodista para descubrir verdades. Y esto es basura. Te han tendido una trampa. Lo que yo quería es que supieses cómo está el patio.
—Pues vaya —dijo Wendy.
—¿Qué?
—Nada. Supongo que me he llevado una sorpresa.
—Yo siempre te he admirado: la manera en que te comportas, cómo te enfrentas a los reportajes… Ya sé que suena fatal, pero es la verdad.
Wendy no se movía de su sitio.
—No sé qué decir.
—No hay nada que decir. Si necesitas ayuda, cuenta conmigo. Eso es todo. Ahora me voy. Estamos cubriendo esa historia que te conté… Lo de Arthur Lemaine, el pervertido al que le volaron las rodillas.
—¿Ha habido novedades?
—La verdad es que no. Yo creo que ese tío se llevó su merecido, pero el caso sigue siendo insólito: un pornógrafo pedófilo entrenando a un equipo de hockey infantil.
Wendy sintió que se le erizaba el vello de la nuca.
—¿Hockey?
Ahora recordaba haber visto el reportaje con Charlie y sus amigos.
—Espera un momento. Le dispararon delante de la South Mountain Arena, ¿verdad?
—Verdad.
—Pero no lo acabo de entender. Recuerdo haber leído que en ese sitio investigan el pasado de los entrenadores.
Michele asintió.
—Sí, pero en el caso de Lemaine, no aparecieron las condenas.
—¿Por qué no?
—Porque las investigaciones solo afectan a delitos cometidos en territorio nacional —dijo Michele—. Y resulta que Lemaine es canadiense. Del Quebec, creo.