32

—No deberíamos seguir cazando…

Eso le había dicho Kelvin Tilfer.

Y ahora, tal vez, la cosa empezaba a entenderse. Inquirió algo más al respecto a Lawrence Cherston, sobre Cara Cortada y todo lo demás, pero ahí ya no había nada más que rascar. A Phil Turnball le habían pillado donde no debía estar durante una cacería carroñera. Y le habían expulsado por ello. Fin.

Cuando regresó al coche, Wendy sacó el móvil para llamar a Phil.

Tenía dieciséis mensajes.

Lo primero que pensó hizo que se le cayera el alma a los pies: a Charlie le había pasado algo.

Pulsó rápidamente la V para acceder al buzón de voz. En cuanto escuchó el primer mensaje, se libró de parte del miedo. Pero otra sensación desagradable se expandió por su interior. No se trataba de Charlie. Pero tampoco eran buenas noticias.

«Hola, Wendy, soy Bill Giuliano, de la ABC News. Nos gustaría hablar contigo sobre las acusaciones que has recibido por conducta incorrecta…». Bip.

«Estamos preparando un reportaje sobre lo tuyo con tu jefe, y nos encantaría escuchar tu versión de los hechos…». Bip.

«Uno de los supuestos pedófilos que sacaste en tu programa está utilizando los recientes informes sobre tu conducta sexualmente agresiva para pedir un nuevo juicio. Ahora dice que tú eras una amante suya despechada y que le montaste una encerrona…». Bip.

Le dio a la tecla de borrado y se quedó mirando el teléfono. Maldita sea. Tenía que imponerse a la situación y desactivarla por completo.

Pero estaba bien jodida, sí, señor.

Tal vez debería haberle hecho caso a Phil y mantenerse fuera del asunto. Pero ahora ya no era posible —hiciera lo que hiciese— salir indemne de esas acusaciones. No había manera. Podía atrapar al soplapollas que había colgado toda esa mierda y obligarle a admitir durante un partido en directo de la Super Bowl que no eran más que mentiras, pero ni así lograría limpiar su nombre del todo. Por injusto que fuese, la mancha se mantendría en su sitio, puede que para siempre.

Así pues, más valía no llorar por la leche derramada, ¿verdad?

Le vino a la cabeza otro pensamiento: ¿no se podría decir lo mismo de los tipos a los que había atrapado en su programa?

Aunque esa gente acabara demostrando su inocencia, ¿se quitarían de encima el baldón de depredador televisivo? Igual todo esto era una especie de venganza cósmica. Igual es que el karma tiene muy mala leche.

Pero ahora no había tiempo para preocuparse de eso. O puede que todo fuese lo mismo. De alguna manera, todo parecía estar conectado: lo que ella había hecho, lo que les había ocurrido a los hombres desenmascarados en televisión, lo que les había pasado a esos chavales de Princeton. Si resolvía uno de esos asuntos, los demás caerían por sí solos.

Le gustara o no, su vida formaba parte de este follón. Y no podía alejarse de él.

A Phil Turnball le habían expulsado por participar en una cacería de carroñeros. Eso significaba, en el mejor de los casos, que le había mentido al decirle que Kelvin deliraba sobre la cacería. Y en el peor… Bueno, la verdad es que aún no sabía hasta dónde podían llegar las cosas en el peor de los casos. Llamó al móvil de Phil. No hubo respuesta. Llamó a la casa. Nada. Volvió a llamarle al móvil, y esta vez le dejó un mensaje:

«Sé lo de la caza carroñera. Llámame».

Al cabo de cinco minutos llamó a la puerta del decano. Nadie la abrió. Le dio unos cuantos golpes más. Nada. Oh, no. Ni hablar. Le dio la vuelta a la casa, atisbando por las ventanas. Las luces estaban apagadas. Pegó el rostro a la ventana, tratando de verlo todo mejor. Si aparecía la policía del campus, ya se le ocurriría algo que decir.

Movimiento.

—¡Hola!

Nada. Volvió a mirar. Nada de nada. Llamó a la ventana. No apareció nadie. Regresó a la puerta principal y volvió a aporrearla. A su espalda, un hombre le dijo:

—¿Puedo ayudarla en algo?

Se dio la vuelta hacia la voz. Cuando vio de quién se trataba, la primera palabra que le vino a las mientes fue «petimetre». El hombre tenía el pelo ondulado y lo llevaba algo más largo de la cuenta. Lucía una chaqueta de tweed con parches en los codos y pajarita: un aspecto que solo podía florecer —o existir, ya puestos— en el aire enrarecido de las instituciones educativas de alto copete.

—Estoy buscando al decano —dijo Wendy.

—Yo soy el decano Lewis —dijo el hombre—. ¿Qué se le ofrece?

No había tiempo para jueguecitos ni sutilezas, observó Wendy.

—¿Conoce a Dan Mercer?

El decano dudó como si se lo estuviera pensando antes de responder.

—Ese nombre me suena —dijo—, pero…

Abrió los brazos y se encogió de hombros.

—¿Debería conocerle?

—Yo diría que sí —entonó Wendy—. Porque a lo largo de los últimos veinte años, le ha estado visitando cada dos sábados.

—Ah —el hombre sonrió—. Yo solo llevo aquí cuatro años. Antes estuvo mi predecesor, el decano Pashaian. Pero creo que sé a quién se refiere.

—¿Y por qué le visitaba?

—No lo hacía. Bueno, sí, aparecía por la casa. Pero no para verme a mí. Ni al decano Pashaian, por cierto.

—¿A qué venía entonces?

Lewis pasó junto a Wendy y abrió la puerta con su llave. Luego la empujó y la verdad es que crujió y todo. Asomó la cabeza a la casa.

—¿Christa?

La mansión estaba a oscuras. Lewis le hizo una señal a Wendy para que le siguiera, cosa que ella hizo, quedándose en la entrada.

Se oyó una voz de mujer.

—¿Decano?

Escucharon pasos que venían en su dirección. Wendy se volvió hacia el decano, quien le lanzó una mirada que equivalía a una advertencia.

—¿Qué pasa?

—Estoy en el recibidor —dijo él.

Más pasos. Acto seguido, de nuevo la voz femenina (¿Christa?):

—Su cita de las cuatro, cancelada. También tiene que…

Christa entró desde su izquierda, procedente del comedor. Se detuvo.

—Oh, no sabía que tenía compañía.

—No ha venido a verme a mí —dijo el decano Lewis.

—¿No?

—Creo que ha venido por ti.

La mujer torció la cabeza a un lado, casi como hacen los perros cuando intentan descifrar un sonido nuevo.

—¿Es usted Wendy Tynes? —preguntó.

—Sí.

Christa asintió como si llevara mucho tiempo esperándola. Dio otro paso adelante. Ahora había algo de luz sobre su rostro. No mucha. Pero sí la suficiente. Cuando Wendy le vio el rostro, casi pegó un grito, y no fue por la imagen que tenía delante, que hubiese sido de lo más lógico. No, si Wendy a punto estuvo de chillar fue porque otra pieza del rompecabezas se había puesto en su sitio.

Christa llevaba gafas de sol, aunque estaba en un interior. Pero eso no era lo primero en que te fijabas.

Lo primero de Christa en que reparabas —de hecho, aquello que no podías evitar observar— eran las cicatrices rojas y espesas que le cruzaban la cara.

Cara Cortada.

Se presentó como Christa Stockwell.

Aparentaba unos cuarenta, pero no era fácil intuir su edad. Era una mujer espigada, como de un metro sesenta de altura, con unas manos delicadas y una presencia fuerte. Se sentaron a la mesa de la cocina.

—¿Le importa si no dejo mucha luz? —preguntó Christa.

—En absoluto.

—No es por lo que usted cree. Ya sé que la gente se me queda mirando. No es para menos, francamente, y no me importa. Prefiero eso a las personas que se esfuerzan en aparentar que no ven las cicatrices. Mi rostro es el proverbial elefante en la habitación. Ya sabe a qué me refiero, ¿no?

—Creo que sí.

—Desde el incidente, tengo los ojos muy sensibles a la luz. Estoy más a gusto en la oscuridad. Muy adecuado, ¿no le parece? Los catedráticos de filosofía y de psicología de esta universidad se lo pasarían bomba conmigo. —Se puso de pie—. Voy a prepararme un té. ¿Le apetece?

—Sí, gracias. ¿La ayudo?

—No, no es necesario. ¿Normal o a la menta?

—A la menta.

Christa sonrió.

—Buena elección.

Enchufó la tetera eléctrica, sacó dos tazones y metió en ellos sendas bolsitas de té. Wendy reparó en que seguía inclinando la cabeza a la derecha mientras iba a lo suyo. Cuando volvió a sentarse, Christa se quedó inmóvil un instante, como si quisiera darle a Wendy la oportunidad de examinar los daños. Su rostro era, lisa y llanamente, horripilante. Las cicatrices la atravesaban de la frente al cuello. Unos costurones feos y rabiosos de colores rojo y púrpura le surcaban la piel, levantada como si se tratara de un mapa en relieve. En los escasos puntos sin heridas había, en lugar de ellas, unas manchas de un rojo intenso, unas tremendas quemazones, como si alguien le hubiese apagado cigarrillos en la piel con toda su saña.

—Estoy obligada por contrato a no hablar jamás de lo sucedido —dijo Christa Stockwell.

—Dan Mercer ha muerto.

—Ya lo sé. Pero eso no altera el contrato.

—Cualquier cosa que me diga se mantendrá en la más estricta confidencialidad.

—Usted es periodista, ¿verdad?

—Sí. Pero le doy mi palabra.

Christa negó con la cabeza.

—No sé qué importancia puede tener ya.

—Dan está muerto. A Phil Turnball lo han echado del trabajo, acusado de robo. Kelvin Tilfer está en un manicomio. Y Farley Parks también ha tenido problemas serios recientemente.

—¿Se supone que debo sentirlo por ellos?

—¿Qué le hicieron?

—¿No está bien a la vista? ¿O necesita un poco más de luz?

Wendy se inclinó sobre la mesa y puso la mano sobre una de las de la mujer.

—Por favor, cuénteme qué sucedió.

—No sé para qué le va a servir.

Se oía el tictac del reloj que había encima del fregadero. Wendy podía mirar por la ventana y ver a los estudiantes yendo a clase, tan felices y tan jóvenes, con el resto de su vida por delante, como reza el tópico. El año que viene, Charlie sería uno de ellos. Podrías decirles a esos chavales que las cosas van más rápido de lo que ellos creen, que basta con parpadear para que la universidad quede atrás, y que luego pasarán diez años, y a continuación diez más, pero nunca te escucharían y lo más probable es que sea mejor así.

—Creo que lo que ocurrió aquí, lo que ellos te hicieron, fue el comienzo de todo.

—¿De qué manera?

—No lo sé. Pero tengo la intuición de que todo remite a eso. Pasara lo que pasase, adquirió vida propia. Y sigue cobrándose víctimas. Yo ahora estoy atrapada en ello. Soy la que trincó a Dan Mercer, para bien o para mal. Y ahora formo parte de esto.

Christa Stockwell sopló en su taza de té. Parecía que alguien le había puesto la cara del revés, como si venas y cartílagos hubiesen salido al exterior.

—Era su último curso —dijo—. Yo me había licenciado el año anterior y cursaba un máster en literatura comparada. Yo nunca había andado muy bien de dinero. Al igual que Dan, sin ir más lejos. Ambos habíamos tenido que trabajar mientras estudiábamos. Él lavaba ropa en el departamento de educación física masculina. Yo trabajaba aquí, en esta casa, para el decano Slotnick. Cuidaba de sus hijos, me ocupaba de algunas tareas domésticas, le ayudaba a archivar documentos y ese tipo de cosas. Era un hombre divorciado y yo me llevaba muy bien con sus críos. O sea, que mientras me sacaba el máster, vivía aquí, en un cuarto situado en la parte de atrás. De hecho, sigo viviendo ahí.

Al otro lado de la ventana pasaban dos estudiantes y uno de ellos se reía. El sonido de esa risa atravesó la habitación: alegre, melódico, fuera de lugar.

—Bueno, el caso es que estábamos en marzo. El decano Slotnick estaba pasando unos días fuera porque tenía que dar una conferencia. Los niños se habían ido a casa de su madre, en Nueva York. Esa noche yo había salido a cenar con mi prometido. Marc estudiaba medicina, segundo curso. Al día siguiente tenía un examen de química muy importante, pues de no ser así… En fin, hay siempre tantas posibilidades distintas, ¿verdad? Si no hubiese tenido ese examen, habríamos vuelto juntos a su domicilio. O tal vez, con la casa vacía, nos habríamos quedado aquí. Pero no. Marc ya había perdido mucho tiempo de estudio sacándome a cenar. Así que me dejó en casa y se fue para la biblioteca de Medicina. Yo también tenía algunos deberes que hacer. Así que me traje el cuaderno para aquí. O sea, que lo coloqué justo encima de esta mesa.

Se quedó mirando la mesa de la cocina como si el cuaderno aún siguiera allí.

—Me preparé té. Igual que hoy. Me senté aquí y estaba a punto de empezar con el texto que tenía que redactar cuando oí un ruido procedente de la parte de arriba de la casa. Como ya la he informado, yo sabía que no había nadie. Debería haberme asustado, ¿no cree? Recuerdo una vez en la que un profesor de literatura inglesa nos preguntó en clase cuál era el sonido más terrorífico del mundo. ¿Un hombre gritando de dolor? ¿Una mujer que chilla aterrorizada? ¿Un disparo? ¿El llanto de un bebé? Y el profesor negó con la cabeza y dijo: «No, el ruido más aterrador se produce cuando estás solo en tu casa a oscuras y sabes que lo estás, sabes que no hay la más mínima posibilidad de que haya nadie más… Y entonces, de forma repentina, procedente de la planta de arriba, oyes como tiran de la cadena del retrete».

Christa le sonrió a Wendy, y esta trató de corresponderle.

—El caso es que yo no me asusté. Tal vez debería haberlo hecho. Una posibilidad más. ¿Y si hubiese llamado a la policía del campus? Todo habría sido diferente, ¿no es cierto? Ahora llevaría una vida completamente distinta a la que tengo. Aquella noche, yo estaba comprometida en matrimonio con el hombre más guapo y maravilloso de todos. Que ahora está casado con otra. Tienen tres hijos. Son muy felices. Eso me tocaba a mí, creo.

Tomó un sorbo de té, sosteniendo el tazón con ambas manos, dejando en el aire la última posibilidad enunciada.

—En fin, el caso es que oí el ruido y me encaminé hacia él. Ahora oía susurros y hasta risitas. Pues nada, ya me olía de qué iba la cosa, ¿verdad? Eran unos estudiantes. Si había tenido algún miedo, ya no lo sentía. No eran más que unos buscabullas dispuestos a gastarle algún bromazo al decano. Algo así. Así pues, subí por las escaleras. Se había hecho el silencio. Antes parecía que las voces procedían del dormitorio del decano, así que me fui para allá. Entré en el cuarto y eché un vistazo, pero no vi a nadie. Esperé a que los ojos se me adaptasen a la oscuridad y luego me dije, ¿pero qué estás haciendo? Limítate a encender la luz. Y extendí la mano hacia el interruptor.

Algo le quebró la voz. Christa Stockwell dejó de hablar. Las cicatrices de su rostro, las rojas, parecieron oscurecerse. Wendy extendió de nuevo el brazo en su dirección, pero el modo en que Christa se puso tiesa la hizo interrumpirse a medio camino.

—Ni siquiera sé qué ocurrió a continuación. Por lo menos, entonces no lo entendí. Ahora sí. Pero entonces, justo entonces… En fin, solo oí un fuerte golpe y, acto seguido, me explotó la cara. Eso es lo que sentí. Como si me hubiese estallado una bomba en las narices. Me llevé las manos a las mejillas y noté los cristales que se me habían clavado. La verdad es que me corté las manos. La sangre me caía a chorros y se me colaba en la nariz y en la boca, amenazando con asfixiarme. No podía respirar. Durante cosa de un par de segundos, no sentí ningún dolor. Y acto seguido, se manifestó de repente, a lo bestia, como si me estuvieran arrancando a tiras la piel de la cara. Volví a gritar y me desplomé en el suelo.

Wendy notaba cómo se le aceleraba el pulso. Tenía ganas de hacer preguntas, de que Christa siguiera hablando y le ofreciese más detalles, pero se mantuvo en silencio, dejándole que explicara la historia a su manera.

—Pues bueno, resulta que estoy tirada en el suelo, chillando, y oigo que alguien pasa corriendo a mi lado. Estiré el brazo a ciegas y lo agarré. Se pegó una buena costalada y soltó unos cuantos tacos. Yo le tenía cogido de la pierna, no sé muy bien por qué. Me movía por instinto más que otra cosa. Y entonces fue cuando me dio una patada para liberarse. —Su voz se estaba convirtiendo en un susurro—. En el momento no me di cuenta, pero tenía la cara cubierta de esquirlas de un espejo roto. Así pues, cuando me golpeó para soltarse, me hundió los cristales con el talón aún más adentro, hasta rozar el hueso. —Tragó saliva—. Pero la esquirla más grande la tenía junto al ojo derecho. Puede que lo hubiese perdido de todos modos, pero esa patada le dio la puntilla…

Afortunadamente, se detuvo en ese mismo instante.

—Es lo último que recuerdo. Luego me desmayé. No desperté hasta al cabo de tres días, y cuando lo hice, pasé las siguientes semanas perdiendo y recuperando la conciencia. Me hicieron un montón de operaciones. El dolor era insoportable. Me pasaba casi todo el rato drogada. Pero me estoy adelantando. Permíteme que retroceda un poco. Aquella noche, la policía del campus oyó mis berridos. Y atraparon a Phil Turnball en el jardín delantero del decano. Tenía los zapatos empapados de mi sangre. Todos sabíamos que no había actuado solo. Ya sabes, se trataba de una cacería de carroñeros. Los calzoncillos del decano eran el premio gordo. Sesenta puntos. Eso es lo que andaba buscando Phil Turnball: un par de calzoncillos. Lo que yo te decía: una broma pesada. Nada más.

—Me has dicho que oíste a más gente. Susurros y risitas.

—Así es, pero Phil mantenía que había estado solo. Y sus amigos, claro está, confirmaron su historia. Yo no estaba en condiciones de llevarle la contraria, ya que en realidad, ¿de qué me había enterado?

—¿Phil cargó con toda la culpa? —preguntó Wendy.

—Sí.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—Sigo sin entenderlo. ¿Qué te hizo exactamente? Quiero decir, ¿qué fue lo que causó los cortes?

—Cuando entré en el dormitorio, Phil se ocultó detrás de la cama. Cuando vio que yo iba a encender la luz, pues supongo que trató de atraer mi atención de alguna manera. Me arrojaron un enorme cenicero de cristal al lado de donde yo estaba. Se suponía que haría ruido, que yo me volvería y que Phil podría salir corriendo, intuyo. Pero ahí había un espejo de anticuario y me estalló justo en la cara. Una herida bien complicada, ¿no crees?

Wendy no dijo nada.

—Me tiré tres meses en el hospital. Perdí un ojo. El otro quedó seriamente dañado: la retina resultó gravemente afectada. Durante un tiempo, estuve completamente ciega, pero fui recuperando gradualmente la visión de un ojo. Sigo siendo legalmente ciega, pero veo lo suficiente. Todo me parece borroso y me molesta enormemente la luz excesiva… Sobre todo, la del sol. Una vez más, muy conveniente, ¿no te parece? Según los médicos, mi rostro resultó literalmente rajado, trozo a trozo. He visto fotos de los primeros tiempos. Si crees que lo que ves es horrible… Aquello parecía carne cruda picada. No se me ocurre otra manera de describirlo. Era como si un león se me hubiese comido la cara.

—Lo siento —dijo Wendy porque no sabía qué otra cosa decir.

—Mi prometido, Marc, se portó muy bien. Se quedó a mi lado. Algo heroico, si te paras a pensarlo. Yo había sido muy guapa. Ahora puedo decirlo porque ya no suena a falta de modestia. Sí que lo era. Y él era un chico muy bien parecido. Bueno, el caso es que se mantuvo a mi lado, pero no podía evitar apartar la mirada de mí. No era culpa suya. El hombre no estaba preparado para algo así.

Christa se interrumpió.

—¿Y qué pasó?

—Le dije que se fuera. Uno cree saber en qué consiste el amor, ¿verdad? Pero yo descubrí aquel día lo que realmente significaba. Aunque me hiciera más daño que todas aquellas esquirlas juntas, quería tanto a Marc que me lo quité de encima.

Se interrumpió de nuevo y tomó un sorbito de té.

—Ya puedes imaginarte el resto. La familia de Phil me pagó para que me mantuviese callada. Una suma muy generosa, podríamos decir. Está metida en un fideicomiso y cobro cada semana. Si hablo de lo que sucedió, dejarán de pagarme.

—No diré nada.

—¿Acaso crees que eso me preocupa?

—No lo sé.

—Pues no. Tengo unas necesidades muy modestas. Aún vivo aquí. Seguí trabajando para el decano Slotnick, aunque no con sus críos, pues mi rostro les asustaba. Me convertí en su ayudante. Cuando murió, el decano Pashaian fue tan amable de mantenerme en el cargo. Y lo mismo ha hecho el decano Lewis. Básicamente, reparto el dinero entre varias obras de beneficencia.

Silencio.

—¿Y qué pinta Dan en todo esto? —preguntó Wendy.

—¿Tú qué crees?

—¿Acaso estaba en la casa aquella noche?

—Sí. Estaban todos. Los cinco. Me enteré después.

—¿Cómo?

—Dan me lo dijo.

—¿Y Phil se hundió por todos ellos?

—Sí.

—¿Tienes alguna idea de por qué?

—Supongo que era un «valiente». Pero puede que hubiera otros motivos. Era rico y los demás no. Igual pensó que no les haría ningún favor a sus amigos denunciándoles.

Tenía su lógica, se dijo Wendy.

—Así que Dan te visitaba, ¿no?

—Sí.

—¿Por qué?

—Para ofrecerme consuelo. Hablábamos. Se sentía fatal por lo de aquella noche. Por haber salido pitando. Así fue como empezó todo. Yo me puse furiosa cuando lo vi aparecer. Pero acabamos haciéndonos amigos. Nos pasábamos horas hablando ante esta misma mesa.

—¿Has dicho que te pusiste furiosa?

—Es comprensible: esa noche lo perdí todo.

—Cierto, tenías motivos para estar enfadada.

Christa sonrió.

—Ah, ya veo.

—¿El qué?

—Déjame que lo adivine. Yo estaba enfadada. Y furiosa. Les odiaba a todos. Por eso planeé mi venganza. Me tomé mi tiempo, eso sí, casi veinte años, y luego pasé a la acción. ¿Es eso lo que estás pensando?

Wendy se encogió de hombros.

—Es como si alguien se estuviera vengando de todos ellos.

—¿Y yo soy la principal sospechosa? ¿La tía de las cicatrices que va por ahí con un hacha?

—¿No te parece verosímil?

—Parece de película de terror mala, pero supongo que sí, que resulta verosímil. —Volvió a inclinar la cabeza—. ¿De verdad crees que yo soy la mala, Wendy?

Wendy negó con la cabeza.

—La verdad es que no. —Y hay algo más.

—¿Qué?

Christa se abrió de brazos. Seguía con las gafas de sol puestas, pero se le escapó una lágrima del ojo que aún conservaba.

—Les he perdonado.

Silencio.

—No eran más que unos estudiantes haciendo el ganso. Nunca tuvieron la menor intención de hacerme daño.

Y eso era todo. Hay una gran sabiduría en la sencillez, una verdad que se aprecia en el tono de voz, inconfundible.

—Si vives en este mundo, acabas chocando con los demás. Así son las cosas. Chocamos y a veces alguien sale malparado. Solo querían robar unos estúpidos calzoncillos. Pero todo salió mal. Durante un breve lapso de tiempo, los detesté. Pero si te paras a pensarlo, ¿adónde te lleva eso? Mantener el odio te acaba pasando factura: pierdes el contacto con lo que realmente importa, ¿sabes?

Ahora era Wendy quien notaba que le venían las lágrimas. Cogió su taza de té y le dio un sorbito. La menta le sentó muy bien al deslizarse garganta abajo. Deshazte del odio. Era una afirmación incontestable.

—Puede que le hicieran daño a alguien más esa noche —dijo.

—Lo dudo.

—O alguien quiere vengarse en tu nombre.

—Mi madre está muerta —dijo Christa—. Marc está felizmente casado con otra mujer. No hay nadie más.

Un callejón sin salida.

—¿Qué te dijo Dan la primera vez que vino a verte?

Christa sonrió.

—Eso queda entre nosotros.

—Tiene que haber un motivo que explique por qué todos se han hundido.

—¿Para eso has venido a verme, Wendy? ¿Para ayudarles a recuperar su vida anterior?

Wendy no dijo nada.

—O —continuó Christa— también es posible que estés aquí porque te preocupa haberle tendido una trampa sin querer a un inocente, ¿verdad?

—Supongo que ambas cosas.

—¿Andas en busca de la absolución?

—Ando en busca de respuestas.

—¿Quieres saber qué opino? —le preguntó Christa.

—Por supuesto.

—Llegué a conocer muy bien a Dan.

—Eso parece.

—Hablábamos de todo en torno a esta mesa. Me habló de su trabajo, de cuando conoció a su primera mujer, Jenna, de que había sido culpa suya que el matrimonio no funcionase, de que siguieron estando unidos, de lo solo que se sentía. La soledad nos unía.

Wendy se mantuvo a la espera. Christa se puso bien las gafas de sol. Por un momento, Wendy pensó que se las iba a quitar, pero no lo hizo. Se las ajustó, y parecía que intentaba mirar a su interlocutora a los ojos.

—No creo que Dan Mercer fuese un pedófilo. Y no creo que matara a nadie. Así pues, Wendy, sí, es cierto, creo que le tendiste una trampa a un hombre inocente.