Wendy llamó a Vic, pero Mavis no le pasó la comunicación. Vale. Así estaba el patio. Princeton quedaba a unos noventa minutos en coche. Dedicó el trayecto a cabrearse y a pensar en qué significaba todo esto. Resultaba muy sencillo burlarse de un cotilleo ridículo y sin base alguna, pero era consciente de que, pasara lo que pasara, esos rumores arrojarían una sombra oscura y probablemente permanente sobre su carrera. Ya había sufrido insinuaciones malévolas con anterioridad —era algo de rigor cada vez que una mujer más o menos atractiva se hacía notar en esa industria—, pero ahora, como algún cretino las había colgado en un blog, parecían más creíbles.
Bueno, basta.
Mientras se acercaba a su destino, Wendy se puso a pensar de nuevo en el caso, en los continuos nexos con Princeton, en el hecho de que cuatro hombres —Phil Turnball, Dan Mercer, Steve Miciano y Farley Parks— habían sido víctimas de una encerrona el año pasado.
¿Cómo?, se preguntaba la periodista.
Aunque la pregunta crucial era: ¿quién?
Wendy consideró que lo mejor era empezar con Phil Turnball porque así se lo indicaba su intuición. Se introdujo en la oreja el auricular del manos libres del teléfono y marcó el número de la línea privada de Win.
Una vez más, este contestó con una arrogancia excesiva para una sola palabra.
—Comunícate.
—¿Puedo pedirte otro favor?
—¿Me harías otro favor? Sí, Wendy, te lo haría.
—No sabes lo bien que me viene ahora mismo esa lección de urbanidad.
—Es un placer.
—¿Recuerdas que te pregunté por Phil Turnball, aquel tío al que despidieron por un desfalco de dos millones de dólares?
—Sí, lo recuerdo.
—Pues digamos que a Phil le tendieron una trampa y que en realidad no se llevó el dinero.
—Vale, digámoslo.
—¿Qué habría que haber hecho para montarle la encerrona?
—No tengo ni idea. ¿Por qué me lo preguntas?
—Estoy bastante segura de que no trincó nada.
—Ya veo. ¿Y qué es lo que te hace estar bastante segura?
—Él mismo me ha dicho que es inocente.
—Ah, pues entonces no hay más que hablar.
—No es solo eso.
—Te escucho.
—Vamos a ver, si Phil se llevó dos millones de dólares, ¿cómo es que no está en la cárcel ni, por lo menos, se le ha exigido que devuelva el dinero? Ahora no estoy para entrar en detalles, pero hay otros tíos —sus compañeros de cuarto en la universidad, de hecho— que también se han visto envueltos recientemente en extraños escándalos. En uno de ellos, en concreto, puede que me hayan utilizado a mí de tonta útil.
Silencio al otro lado de la línea.
—¿Win?
—Sí, sí, ya te he oído. Me gusta lo de «tonta útil». Le otorga, o por lo menos sugiere, ciertas características femeninas al hecho de que te tomen el pelo.
—Sí, es estupendo, ¿verdad?
Hasta los suspiros de Win eran arrogantes.
—¿Y qué puedo hacer para ayudarte?
—¿Podrías investigarlo todo un poco? Necesito averiguar quién se la jugó a Phil.
—Así lo haré.
Clic.
En esta ocasión, tan abrupta despedida no la cogió por sorpresa, aunque hubiese agradecido alguna conclusión por su parte, como que los finales rápidos eran su especialidad o algo parecido, pero, lamentablemente, ya no había nadie al otro extremo del hilo. Se quedó esperando unos segundos, confiando en que Win volviera a llamar, pero eso no llegó a suceder.
La casa de Lawrence Cherston era de piedra lavada y tenía las persianas blancas. Había un jardín de rosas circular en torno al mástil de una bandera. Colgaba de él un estandarte negro con una enorme letra P de color naranja. Impresionante. Cherston la recibió a la entrada de su domicilio estrechando su mano entre las suyas. Tenía uno de esos rostros carnosos y rollizos que te hacían pensar en gatos gordos y trastiendas llenas de humo. Lucía un blazer azul con el logotipo de Princeton en la solapa y la misma corbata de la universidad que llevaba en sus fotos profesionales. Los pantalones de loneta estaban recién planchados y los mocasines relucían: evidentemente, no llevaba calcetines. Daba la impresión de haber salido esa mañana de casa en dirección a sus clases y haber envejecido veinte años por el camino. Mientras entraba en la casa, Wendy se imaginó un armario en el que solo habría otra docena de blazers idénticos y otros tantos pantalones de loneta.
—Bienvenida a mi humilde refugio —dijo el anfitrión.
Le ofreció una copa a Wendy, pero esta declinó la invitación. Cherston había preparado unos bocadillitos, así que Wendy cogió uno para no parecer grosera. Sabía a rayos, y los ingredientes eran imposibles de precisar. Cherston ya estaba presumiendo de sus compañeros de promoción.
—Tenemos dos premios Pulitzer —dijo. Y acto seguido, inclinándose sobre su invitada, añadió—: Y uno de ellos es una mujer.
—Una mujer. —Wendy lució una sonrisa congelada y parpadeó como si no diera crédito a lo que oía—. ¡Caramba!
—También contamos con un fotógrafo de fama mundial, varios consejeros delegados, claro está, y un nominado a los Oscars. Bueno, sí, lo seleccionaron para el premio al mejor sonido y no lo ganó, pero algo es algo. Muchos de nuestros exalumnos trabajan para el gobierno actual. Y a uno lo ficharon los Browns de Cleveland.
Wendy iba asintiendo como una idiota, preguntándose hasta cuándo podría mantener la sonrisa. Cherston iba sacando libros con recortes de prensa, álbumes de fotos, programas de graduación y hasta anuarios de primer curso… Ahora ya estaba hablando de sí mismo y de su entrega total a su alma mater, como si eso pudiera sorprender a la visitante.
Wendy tenía que ir al grano.
Cogió un álbum de fotos y empezó a hojearlo, confiando en toparse con alguno de los Cinco de Princeton. No hubo suerte. Cherston seguía largando de manera monótona. Bueno, ya era hora de que pasara algo. Wendy se hizo con el anuario de primer curso y fue pasando las páginas, en dirección a la letra M.
—Oh, mire —dijo, interrumpiendo a Cherston. Señaló la foto de Steve Miciano—. Este es el doctor Miciano, ¿verdad?
—Ah, pues sí, sí que lo es.
—Trató a mi madre.
Puede que a Cherston se le escapara un leve gesto aprensivo.
—Eso está muy bien.
—Tal vez debería hablar con él también.
—Puede ser —dijo Cherston—. Pero no tengo su dirección actual.
Wendy volvió a observar el álbum de fotos, recurriendo de nuevo a una supuesta sorpresa.
—Vaya, vaya, mire lo que pone aquí. El doctor Miciano compartió habitación con Farley Parks. ¿Ese no era el que iba para congresista?
Lawrence Cherston le dedicó una sonrisa.
—¿Señor Cherston?
—Llámeme Lawrence.
—Muy bien. ¿No era Farley Parks el que se presentó al Congreso?
—¿Puedo llamarla Wendy?
—No puede, debe. —La influencia de Win.
—Gracias, Wendy. ¿No podríamos dejar ya este jueguecito?
—¿A qué jueguecito se refiere?
Cherston meneó la cabeza, como si experimentara cierta decepción ante una alumna favorita.
—Los aparatos de búsqueda funcionan en ambas direcciones. ¿De verdad cree usted que, aunque solo fuese por curiosidad, no buscaría yo en Google el nombre de una periodista que viniese a entrevistarme?
Wendy no abrió la boca.
—Ya estoy al corriente de que se ha apuntado a la página de Princeton. Y lo que es más, también sé que hizo los reportajes sobre Dan Mercer. Se podría decir, incluso, que hasta se los inventó.
Se la quedó mirando.
—Estos bocadillitos están de miedo —declaró Wendy.
—Los hace mi mujer y son asquerosos. En cualquier caso, supongo que el objetivo de esta treta suya era conseguir algo de información.
—Y si ya lo sabía, ¿por qué ha accedido a verme?
—¿Por qué no? —contraatacó el anfitrión—. Usted está haciendo un reportaje sobre un licenciado de Princeton. Y yo quería asegurarme de que su información era la correcta, para evitar insinuaciones que no vienen a cuento.
—Pues en ese caso, gracias por recibirme.
—No hay de qué. Bueno, ¿qué puedo hacer por usted?
—¿Conocía a Dan Mercer?
Cogió un bocadillito y le dio un bocado minúsculo.
—Pues sí, pero no muy bien.
—¿Y qué impresión le causó?
—¿Se refiere a si parecía un pedófilo asesino?
—Podríamos empezar por ahí.
—No, Wendy. No lo parecía. Pero le confieso que soy más bien ingenuo. Tiendo a ver lo mejor en todo el mundo.
—¿Qué me puede contar de él?
—Dan era un estudiante muy serio: brillante, trabajador. Era un chaval pobre. Yo soy descendiente de exalumnos: de hecho, pertenezco a la cuarta generación de mi familia que estudia en Princeton. Eso nos sitúa en círculos diferentes. Yo adoro esta escuela y lo demuestro constantemente. Pero Dan parecía sentirse absolutamente impresionado por ella.
Wendy asintió como si lo que acabara de decir su interlocutor fuese de una lucidez suprema. Lo que no era el caso.
—¿Quiénes eran sus amigos más cercanos?
—Usted ya ha mencionado a dos, por lo que supongo que ya sabe la respuesta a su propia pregunta.
—¿Sus compañeros de cuarto?
—Así es.
—¿Los conoce usted a todos?
—Puede que de pasada. Con Phil Turnball estuvimos en el mismo orfeón durante el primer curso. Como usted probablemente ya sabrá, los compañeros de cuarto en el primer curso los decide la facultad. Evidentemente, eso podía conducir al desastre. El mío era un idiota místico que se pasaba el día fumando hierba. Me cambié de cuarto antes de un mes. Pero esos cinco siguieron juntos durante años.
—¿Hay algo que me pueda decir del tiempo que pasaron aquí?
—¿Como qué?
—¿Eran raros? ¿Estaban marginados? ¿Tenían enemigos? ¿Andaban metidos en actividades extrañas?
Lawrence Cherston dejó el emparedado sobre la mesa.
—¿Por qué me pregunta eso?
Wendy optó por la respuesta más vaga posible.
—Es parte de la historia.
—No veo por qué. Entiendo que me haga preguntas sobre Dan Mercer. Pero si lo que pretende es relacionar de algún modo a sus compañeros de cuarto con los posibles demonios que lo acecharan…
—No es esa mi intención.
—Y entonces ¿cuál es?
Wendy no tenía muchas ganas de decir nada más. Para ganar tiempo, cogió el programa de graduación y se puso a hojearlo. Notaba encima de ella los ojos de su anfitrión. Pasó más páginas y acabó encontrando una foto de Dan con Kelvin y Farley. Dan estaba en medio. Los tres lucían enormes sonrisas. La graduación. Lo habían conseguido.
Lawrence Cherston seguía mirándola. ¿A qué venía tanto interés?, se preguntaba ella.
—Todos ellos, sus compañeros de cuarto, han tenido problemas recientemente.
Silencio.
—Farley Parks tuvo que renunciar a su candidatura al Congreso —dijo Wendy.
—Me consta.
—A Steve Miciano lo detuvieron por un asunto de drogas. Phil Turnball perdió su empleo. Y ya sabe qué fue de Dan.
—Lo sé.
—¿No le parece todo un poco extraño?
—No especialmente. —Se aflojó la corbata como si le apretara de repente—. ¿Es ese el punto de vista con que piensa abordar esta historia? ¿Compañeros de Princeton a los que todo les sale mal?
Wendy no tenía muchas ganas de responder a esa pregunta, así que cambió de tono.
—Dan Mercer venía mucho por aquí. A Princeton, quiero decir.
—Ya lo sé. Solíamos cruzarnos por el pueblo.
—¿Sabe usted por qué?
—No.
—Visitaba la casa del decano.
—No tenía ni idea.
Fue entonces, mirando el programa y revisando la lista de alumnos, cuando Wendy reparó en algo extraño. Se había acostumbrado a buscar siempre los mismos cinco nombres… O puede que esa imagen lo pusiera todo en marcha. La lista estaba en orden alfabético. Y en la letra T, el último nombre era Francis Tottenham.
—¿Dónde está Phil Turnball? —preguntó.
—¿Cómo dice?
—Phil Turnball no aparece en esta lista.
—Phil no se licenció con nuestra clase.
A Wendy le entró una extraña picazón en las venas.
—¿Se tomó un semestre libre?
—No, qué va. Lo echaron de la universidad.
—Un momento. ¿Me está usted diciendo que Phil Turnball no se licenció?
—Pues sí, eso es lo que le estoy diciendo. Que yo sepa.
Wendy sintió que se le secaba la boca.
—¿Y por qué no?
—No lo sé con certeza. Hubo rumores, claro está. Pero todo el asunto se llevó con mucha discreción.
Wendy se mantuvo muy quieta, muy serena.
—¿Me lo podría explicar?
—No sé si es una buena idea.
—Podría ser de vital importancia.
—¿Cómo? Sucedió hace años. Y tengo la impresión de que la universidad reaccionó de manera exagerada, francamente.
—No saldrá en el reportaje. Esto es off the record.
—No sé qué decirle…
No era el momento de andarse con sutilezas. Wendy le había mostrado la zanahoria. Ya iba tocando sacar el palo.
—Mire, ya le he dicho que es off the record, pero si no se sincera conmigo, lo averiguaré por mi cuenta. Pienso cavar lo que haga falta. Cavaré y sacaré a la luz los esqueletos que hagan falta para descubrir la verdad. Y entonces sí que estará todo a disposición de la audiencia.
—No me gusta nada que me amenacen.
—Ni a mí que me hagan perder el tiempo.
Cherston suspiró.
—Ya se lo he dicho: no era nada del otro jueves. Y ni siquiera lo sé con seguridad.
—¿Pero?
—Vale, lo cierto es que suena peor de lo que es, pero corría un rumor según el cual a Phil lo pillaron fuera de horas en un edificio en el que no tenía que estar. En resumen, un allanamiento de morada universitario.
—¿Estaba robando?
—No, por Dios —dijo Cherston como si eso fuese lo más ridículo que había oído en la vida—. Era para pasar el rato.
—¿Ustedes se cuelan en los edificios para pasar el rato?
—Tengo un amigo que fue a la facultad de Hampshire. ¿La conoce? Bueno, el caso es que lo castigaron con cincuenta puntos por llevarse un autobús del campus. Algunos profesores eran partidarios de expulsarle, pero como en el caso de Phil, todo formaba parte de un juego. Le cayeron dos semanas de suspensión. Confieso que yo también participé. Mi equipo ensució con un aerosol de pintura el coche de un profesor. Nos endilgaron treinta puntos. Otro amigo mío le robó la pluma del escritorio a un poeta laureado que estaba de profesor visitante. El juego se extendía por todo el campus. Quiero decir, todas las residencias estudiantiles competían.
—¿Competían en qué? —preguntó Wendy.
Y Lawrence Cherston sonrió.
—En la cacería, claro está —declaró—. La cacería de carroñeros.