29

Intentó presionar a Phil para sacarle más información, pero no hubo manera. Wendy acabó acompañándole a casa en coche. Cuando volvió a la suya, Pops y Charlie estaban viendo la tele.

—Hora de irse a dormir —les dijo.

Gruñido de Pops.

—¿No puedo quedarme hasta que se acabe, mamá?

—Muy gracioso.

Pops se encogió de hombros.

—Vale, no ha sido muy ingenioso, pero es que es tarde.

—¿Charlie?

El muchacho no apartó la vista de la pantalla.

—A mí me ha parecido gracioso.

Estupendo, se dijo Wendy, una pareja cómica.

—A la cama.

—¿Sabes qué película es?

Wendy le echó un vistazo.

—Yo diría que se trata de la escasamente edificante Dos colgados muy fumados.

—Exacto —dijo Pops—. Y en nuestra familia no nos vamos a mitad de Dos colgados muy fumados. Es una falta de respeto.

No le faltaba razón, y la verdad es que a Wendy le encantaba esa película. Así pues, se sentó con ellos a echarse unas risas y, durante un rato, trató de no pensar en chicas muertas, supuestos pedófilos, compañeros de cuarto en Princeton y amenazas a su propio hijo. Pero este último tema, por egoísta que resultase, no la abandonaba. Phil Turnball nunca le había parecido un alarmista, pero le había dicho bien claramente que no fuera en esa dirección, por usar un término juvenil.

Puede que Phil estuviera en lo cierto. El reportaje de Wendy había tratado sobre Dan Mercer y puede que Haley McWaid. Y esa parte de la historia, ciertamente, había concluido. Le habían devuelto su empleo. De hecho, se había salido del embrollo bastante bien: como periodista, no solo había desenmascarado a un pedófilo, sino también a un asesino. Tal vez habría que seguir esa línea de acción. Trabajar con la policía para ver si había otras víctimas.

Contempló a Charlie tirado en el sofá. Se reía de algo que había dicho Neil Patrick Harris interpretándose a sí mismo. Le encantaba el sonido de la risa de su hijo. ¿A qué progenitor no le sucede lo mismo? Se lo quedó mirando unos instantes más y pensó en Ted y Marcia McWaid, y en que nunca volverían a escuchar la risa de Haley. En ese momento, su cerebro le ordenó que parara.

Cuando sonó el despertador por la mañana —aparentemente, a los ocho minutos de haber pillado el sueño—, Wendy se arrastró fuera de la cama. Llamó a Charlie a gritos. No hubo respuesta. Le llamó de nuevo. Nada.

Saltó de la cama.

—¡Charlie!

Se oyó un gruñido.

—¡Déjame en paz!

—Levántate.

—¿No puedo seguir durmiendo?

—Ya te advertí anoche. Levántate de una vez.

—La primera clase es la de salud. ¿Me la puedo saltar? ¡Por favor!

—Levántate. Ahora mismo.

—Clase de salud —insistió el chaval—. Nos hablan de sexo, con lo jóvenes e impresionables que somos. Fomentan la promiscuidad. De verdad, creo que para salvaguardar mi moral deberías dejar que me quedara en la cama.

Wendy intentó no sonreír.

—¡Levántate de una puta vez!

—¿Cinco minutos más? ¿Por favor?

Suspiro materno.

—Vale, cinco minutos. Ni uno más.

Al cabo de una hora y media, justo cuando terminaba la clase de salud, Wendy se lo llevó a la escuela en coche. Qué más daba. Era su último curso y ya lo habían aceptado en la universidad. Lo podía mimar un poco, suponía.

Cuando volvió a casa, revisó el correo electrónico. Había un mensaje de Lawrence Cherston, el administrador de la página web de Princeton. El hombre estaría «encantado» de quedar con ella «en cuanto le fuera posible». Su dirección: Princeton, Nueva Jersey. Wendy le llamó para preguntarle si podrían verse ese mismo día, a las tres de la tarde. Lawrence Cherston volvió a manifestar que estaría «encantado».

Después de colgar, Wendy decidió revisar su falso perfil de Facebook a nombre de Sharon Hait. Evidentemente, fuera lo que fuese lo que había asustado a Phil, no tenía nada que ver con Kirby Sennett. Aunque, en realidad, ¿qué tenía ese que ver con nada?

De todos modos, no le haría ningún daño controlar Facebook. Se conectó y observó, satisfecha, que Kirby Sennett se había hecho amigo suyo. Vale, muy bien. ¿Y ahora qué? Clicó en el link. Apareció una fotografía de un sonriente Kirby sosteniendo una lata grande de Red Bull.

Había una dirección, una hora y una breve nota del bueno de Kirby:

«Hola, Sharon, ¡me encantaría que vinieras!».

A la mierda el luto. Aunque no sabía muy bien en qué consistía una fiesta Red Bull. Probablemente, solo en eso, en una fiesta en la que se servía la «bebida energética» Red Bull, aunque puede que alegrada con algo más fuerte. Ya se lo preguntaría a Charlie.

¿Y ahora qué? ¿Debería iniciar una relación, ver si conseguía que el chaval se sincerara con ella? No. Demasiado siniestro. Una cosa era aparentar ser una jovencita para atrapar a un pervertido depravado. Y otra muy distinta, ser madre de un hijo adolescente y hacerse pasar por una cría para hacer hablar a uno de sus compañeros de escuela.

Así pues, ¿de qué iba la cosa?

Ni idea.

Le sonó el teléfono. Comprobó la identidad del que llamaba y vio que la comunicación procedía de la redacción del canal NTC.

—¿Sí?

—¿La señora Wendy Tynes? —Era una voz aguda y femenina.

—Sí.

—La llamo de parte de Recursos Humanos y del departamento legal. Nos gustaría que viniera hoy mismo a las doce en punto.

—¿Para qué?

—Estamos en la sexta planta. En el despacho del señor Frederick Montague. A las doce en punto. No se columpie.

Wendy puso mala cara.

—¿Me acaba de decir que no me «columpie»?

Clic.

¿De qué demonios iba eso? ¿Y cómo se puede usar el término «columpiarse» con tanta desfachatez? Se reclinó en el asiento. No sería nada del otro mundo. Seguramente, tendría que rellenar algunos papeles ahora que la habían vuelto a contratar. De todos modos, ¿por qué tenían que ser siempre tan meticulosos los de Recursos Humanos?

Pensó en su siguiente movimiento. Anoche había descubierto que Jenna Wheeler se había mudado al Marriott más cercano. Ya era hora de que se pusiera el sombrero de periodista y se enterara de por dónde caía. Lo consultó en la red. Los tres Marriott Courtyards más cercanos estaban en Secaucus, Paramus y Mahwah. Primero llamó al de Secaucus.

—¿Sería tan amable de ponerme con un huésped llamado Wheeler?

Confiaba en que no se hubiesen registrado con un nombre falso.

La operadora le pidió que se lo deletreara. Wendy lo hizo.

—No hay nadie con ese nombre.

Colgó y lo intentó con el de Paramus. Volvió a preguntar por un huésped llamado Wheeler. Al cabo de tres segundos, la operadora le dijo:

—Ahora se lo paso.

Bingo.

Descolgaron a la tercera llamada. Era Jenna Wheeler.

—¿Dígame?

Wendy colgó y fue hacia el coche. El Marriott Courtyard de Paramus estaba a diez minutos de allí. Era mejor presentarse. Cuando estaba a dos minutos de distancia, volvió a llamar a la habitación.

—¿Dígame?

—Soy Wendy Tynes.

—¿Qué quieres?

—Que nos veamos.

—Yo no quiero verte.

—No intento haceros daño ni ti ni a tu familia, Jenna.

—Entonces, déjanos en paz.

Wendy metió el coche en el aparcamiento del hotel.

—Eso no puede ser.

—No tengo nada que decirte.

Encontró una plaza libre, aparcó y apagó el motor.

—Qué lástima. Baja, estoy en recepción. No pienso irme hasta que te vea.

Colgó. El Marriott Courtyard de Paramus estaba muy bien situado entre la carretera 17 y la autovía Garden State. Las vistas de las habitaciones consistían en una tienda de electrónica P. C. Richards o en un almacén sin ventanas llamado Syms, que lucía un rótulo sobrado de farfolla: «El consumidor culto es nuestro mejor cliente».

No era un sitio muy adecuado para unas vacaciones.

Wendy entró en el hotel. Esperó en un hall en el que casi todo era de color beige, empezando por las paredes, aunque para compensar, la moqueta era de un verde desvaído. Tanta falta de vigor en los colores pretendía proclamar a gritos que se trataba de un hotel correcto y competente del que, eso sí, no se podían esperar muchas alegrías. Había ejemplares del USA Today desperdigados por las mesas de café. Wendy le echó un vistazo al titular y a una encuesta hecha a los lectores.

Jenna apareció cinco minutos después. Llevaba una sudadera que le venía grande. El cabello lo tenía recogido en una cola de caballo modelo no-estoy-para-bromas que resaltaba sobremanera sus pómulos, ya de por sí contundentes.

—¿Has venido a regodearte un rato? —le preguntó Jenna.

—Pues sí, Jenna, has acertado del todo. Estaba en casa esta mañana, pensando en una chica que apareció muerta en el bosque, y me dije: «¿Sabes qué estaría muy bien ahora? ¿Sabes qué podría ser la guinda del pastel? Pues ir a regodearme un poco a costa de Jenna». A eso he venido. Ah, y cuando salga de aquí, me iré a la laguna a ahogar a un cachorrito.

Jenna se sentó.

—Lo siento. No debería haberlo dicho.

Wendy pensó en la noche anterior, en algo tan inane como el proyecto de graduación, y en que Jenna y Noel Wheeler deberían haber estado presentes, que era con toda probabilidad lo que a ellos les hubiera gustado.

—Yo también lo siento. Supongo que todo esto ha debido de ser muy duro para vosotros.

Jenna se encogió de hombros.

—Cada vez que intento compadecerme de mí misma pienso en Ted y Marcia. ¿Me explico?

—Perfectamente.

Silencio.

—Oí que os trasladabais —dijo Wendy.

—¿Cómo te has enterado?

—Esto es un pueblo muy pequeño.

Jenna sonrió sin la menor huella de alegría.

—¿Acaso no lo son todos? Sí, nos mudamos. Noel va a ser el jefe del departamento de cirugía cardíaca del hospital Memorial de Cincinnati.

—Qué rapidez.

—Tiene ofertas constantes. Pero la verdad es que empezamos a planearlo hace meses.

—¿Cuando empezaste a defender a Dan?

Jenna intentó sonreír de nuevo.

—Digamos que eso no contribuyó precisamente a mejorar nuestra posición social —dijo—. Confiábamos en poder quedarnos hasta que acabara el curso escolar, para que Amanda se pudiera graduar con toda su clase. Pero me temo que eso no podrá ser.

—Lo lamento.

—Esto no es nada, comparado con lo de Ted y Marcia.

Wendy suponía que no.

—¿A qué has venido, Wendy?

—Tú defendiste a Dan.

—Sí.

—De principio a fin, me refiero. Cuando se emitió el programa por primera vez. Se te veía muy segura de su inocencia. Y la última vez que hablamos me dijiste que había destruido a un hombre inocente.

—¿Y qué quieres que te diga? ¿Que yo me equivocaba y tú estabas en lo cierto?

—¿Seguro que te equivocabas?

Jenna se la quedó mirando fijamente.

—¿De qué estás hablando?

—¿Tú crees que Dan mató a Haley?

El hall quedó en silencio. Jenna parecía que estaba a punto de responder, pero en vez de eso, meneó la cabeza.

—No lo entiendo. ¿Ahora crees que es inocente?

Wendy no sabía muy bien cómo responder a eso.

—Creo que aún faltan algunas piezas del rompecabezas.

—¿Como cuáles?

—Eso es lo que he venido a averiguar.

Jenna la miró como si esperara más de ella. Ahora fue Wendy la que apartó la vista. Jenna se merecía una respuesta mejor. Hasta ahora, Wendy había llevado todo este caso en plan periodista. Pero puede que tuviese que ir un poco más allá. Tal vez había llegado la hora de sincerarse, de reconocer la verdad y decirla en voz alta.

—Te voy a confesar algo, ¿vale?

Jenna asintió y se quedó a la espera.

—Yo trabajo con hechos, no con intuiciones. En general, las intuiciones me acaban jodiendo. ¿Me explico?

—Mejor de lo que te imaginas.

Ahora Jenna ya tenía lágrimas en los ojos. Wendy supuso que también las tendría en los suyos.

—Sabía que había trincado a Dan. Intentó seducir en la red a mi cría imaginaria de trece años. Apareció por la casa. Encontramos todo ese material en la suya y en su ordenador. Hasta su trabajo coincidía: no te imaginas la cantidad de miserables que trabajan con adolescentes, a los que se supone que ayudan. Todo encajaba. Pero mi intuición seguía gritándome que me estaba equivocando.

—Parecías muy segura cuando hablamos.

—Excesivamente segura, ¿no te parece?

Jenna pensó en eso y esbozó una pequeña sonrisa.

—Igual que yo, si me paro a pensarlo. Las dos estábamos segurísimas. Pero una de las dos tenía que estar equivocada, claro está. Me temo que nunca puedes estar del todo segura respecto a alguien. Es una obviedad, pero creo que necesito que me lo recuerden. ¿Te acuerdas de cuando te dije que Dan era muy secretista?

—Sí.

—Puede que tuvieses razón acerca de sus motivos. A mí me ocultaba algo. Lo sabía. Todos lo hacemos, ¿no? Nadie nos conoce del todo. A fin de cuentas, y aunque sea un tópico, puede que nunca llegues a conocer realmente a alguien.

—¿Quieres decir que te equivocabas del todo?

Jenna se mordisqueó un labio.

—Ahora miro hacia atrás y pienso en su secretismo. Yo creía que tenía algo que ver con el hecho de ser huérfano, ¿sabes? Las típicas cuestiones de confianza. Creía que era eso lo que había acabado por separarnos. Pero ahora ya no estoy tan segura.

—¿De qué?

Le caía una lágrima por la mejilla.

—De que no hubiera nada más. Puede que le hubiera sucedido algo muy malo. Me pregunto por la oscuridad que tal vez anidaba en su interior.

Jenna se puso de pie y atravesó la sala, hacia una mesa con café. Cogió un vaso de poliuretano y lo llenó. Wendy se levantó y fue tras ella. También se sirvió un café. Cuando volvieron a sus asientos, era como si el momento trascendental ya hubiese pasado. Pero a Wendy no le importaba. Había abordado el tema de la intuición. Ahora tocaba volver a los hechos.

—La última vez que nos vimos, dijiste algo sobre Princeton. Que allí le había pasado algo a Dan.

—Sí, ¿y qué?

—Que me gustaría hablar de ello.

Jenna pareció sentirse confusa.

—¿Tú crees que Princeton tiene algo que ver con todo esto?

La verdad es que Wendy no lo sabía.

—Solo intento seguir una pista.

—No lo entiendo. ¿Qué pintan aquí sus años de universidad?

—Son un aspecto del caso que necesito conocer.

—¿Por qué?

—¿Podrías confiar un poco en mí, Jenna? Fuiste tú la que sacó el tema la última vez que hablamos. Dijiste que a Dan le había pasado algo en la universidad. Quiero saber de qué se trata.

Jenna no dijo nada durante unos instantes. Y de repente:

—No sé qué decirte. Eso formaba parte de su secretismo… La mayor parte, tal vez, ahora que lo pienso. Por eso te lo mencioné.

—¿Y no tienes ni idea de qué era?

—La verdad es que no. Vamos a ver, la cosa acabó por no entenderse mucho.

—¿Podrías, por lo menos, contármelo?

—No sé para qué.

—Hazme ese favor, ¿quieres?

Jenna se llevó el café a los labios, sopló y bebió un sorbito.

—Vale, cuando empezábamos a salir juntos, desaparecía algún que otro sábado. No quiero parecer demasiado críptica, pero era indudable que se iba y no me decía adónde.

—Supongo que se lo preguntaste, ¿no?

—Por supuesto. Al principio de nuestra relación, me dijo que era cosa suya y que era una cuestión privada. Dijo que no era nada de lo que debiera preocuparme, pero quería que entendiera que se trataba de algo que necesitaba hacer.

Se interrumpió.

—¿Y tú a qué conclusiones llegaste?

—Estaba enamorada —se limitó a responder Jenna—. Así que, al principio, opté por racionalizarlo. Los hay que juegan al golf, me dije. A otros les da por los bolos o por quedar con los amigotes en un bar o lo que sea. Dan tenía derecho a su vida privada. Y aparte de eso, era de lo más atento. Así pues, lo dejé correr.

Se abrió la puerta del hall. Una familia de cinco se coló en el interior del hotel y se acercó al mostrador de recepción. El hombre dijo cómo se llamaba y le pasó una tarjeta de crédito al recepcionista.

—Has dicho que «al principio» —continuó Wendy.

—Sí. Bueno, así estaban las cosas entonces. Creo que llevábamos un año casados cuando empecé a insistir en el tema. Dan me dijo que no me preocupase, que tampoco era para tanto. Pero empezaba a serlo, evidentemente. Me devoraba la curiosidad. Así pues, un sábado le seguí.

Su voz se fue apagando y se le dibujó una sonrisita en la cara.

—¿Qué te pasa?

—Nunca se lo he contado a nadie. Ni a Dan.

Wendy se echó hacia atrás para dejarle espacio. Le dio un sorbo a su café y trató de parecer lo menos agresiva posible.

—La verdad es que la historia no da para mucho más. Le seguí durante cosa de una hora, o una hora y media. Cogió la salida de Princeton. Aparcó en el pueblo. Fue a una cafetería. Yo me sentía muy tonta siguiéndole. Estuvo a solas unos diez minutos. Yo seguía esperando que apareciera la otra. Suponía que se trataba de una profesora de lo más sexy, ya sabes, con gafas y el pelo muy negro. Pero no vino nadie. Dan se acabó el café y se levantó. Echó a andar calle abajo. Me resultaba muy raro eso de estarle siguiendo de esa manera. Vamos a ver, yo amaba a ese hombre. No te imaginas cuánto. Pero aun así, como ya te he dicho, había algo en él que no acababa de entender, y por eso estaba yo allí, agazapada, tratando de que no me viera y sintiendo, por fin, que cada vez me encontraba más cerca de descubrir la verdad. Y eso me aterrorizaba.

Jenna se volvió a llevar el vaso a los labios.

—¿Y adónde se dirigía?

—A dos manzanas había una vieja y encantadora mansión victoriana. Estaba en el centro de los alojamientos universitarios. Dan llamó a la puerta y entró. Se quedó allí una hora y luego se fue. Volvió andando al pueblo, subió al coche y emprendió el regreso.

El recepcionista del hotel le estaba diciendo a la familia que no podrían ocupar las habitaciones hasta las cuatro. El padre suplicaba que le adelantara un poco la hora, pero el recepcionista se mantenía firme.

—¿Y de quién era la casa?

—Eso es lo más curioso. Pertenecía al decano de los estudiantes, un señor llamado Stephen Slotnick. Por esa época, ya se había divorciado. Vivía allí con sus dos hijos.

—¿Por qué habría de visitarle Dan?

—No tengo la menor idea. Nunca se lo pregunté. Nunca saqué el tema en su presencia. No estaba teniendo ningún lío. Solo era un secreto que guardaba. Si algún día me lo quería explicar, pues ya lo haría.

—¿Y nunca lo hizo?

—Jamás.

Se concentraron en el café, perdidas ambas en sus propios pensamientos.

—No hay nada de lo que debas sentirte culpable —dijo Jenna.

—Ya lo sé.

—Dan está muerto. Si algo teníamos en común era que ninguno de los dos creía en la otra vida. Cuando te mueres, te mueres. Le daría lo mismo que ahora le rehabilitaran.

—Tampoco es eso lo que pretendo.

—Entonces, ¿qué es lo que pretendes?

—Que me aspen si lo sé. Supongo que necesito respuestas.

—A veces, la respuesta más evidente es la real. Puede que Dan sea todo lo que la gente cree que es.

—Tal vez, pero eso no responde una pregunta clave.

—¿A saber?

—¿Por qué visitaba al decano de su alma mater?

—No tengo ni idea.

—¿Y no sientes curiosidad?

Jenna se lo pensó un momento.

—¿Piensas descubrirlo?

—Sí.

—Puede que eso fuera lo que destruyó mi matrimonio.

—Es posible.

—O puede que no tenga nada que ver con nada.

—Es lo más probable —certificó Wendy.

—Creo que Dan mató a esa chica.

Para eso, Wendy no tenía respuesta. Esperó a que Jenna dijese algo más, pero no fue así. Admitir esa posibilidad le había chupado toda la energía. Se reclinó en el asiento, aparentemente incapaz de moverse.

Al cabo de cierto tiempo, Wendy dijo:

—Lo más probable es que tengas razón.

—Pero ¿sigues queriendo averiguar lo del decano?

—Sí.

Jenna asintió.

—Si descubres de qué se trataba, ¿me lo dirás?

—Por supuesto.