Phil ocupó un asiento relativamente tranquilo al fondo de un bar ruidoso. Relativamente, claro está, pues los bares en los que se emiten partidos de fútbol a toda pastilla no están diseñados precisamente para la privacidad, la conversación o la vida contemplativa. Por lo menos, no había tíos con la nariz roja o los hombros hundidos, ni nadie ahogaba sus penas en alcohol desde lo alto del taburete. Y tampoco nadie clavaba la vista en su vaso cada vez más vacío, pues contaba con un número aparentemente infinito de pantallas panorámicas que captaban la atención de la parroquia con una mezcla variopinta de deportes y pseudodeportes.
El bar atendía por Love the Zebra. Olía más a pollo a la barbacoa y salsa picante que a cerveza. Era un sitio ruidoso. Algunos equipos de aficionados formados por compañeros de trabajo celebraban los partidos que acababan de jugar. En la pantalla salían los Yankees. Había bastantes mujeres jóvenes con jerséis del Jeter, dando saltos con un entusiasmo algo exagerado, mientras los tíos que habían quedado con ellas mostraban cierta grima ante el espectáculo que estaban dando.
Wendy se deslizó en el reservado. Phil llevaba una camisa de golf de color verde lima desabotonada. Le asomaba por el pecho la pelambrera gris. Lucía una media sonrisa y una mirada perdida.
—Teníamos un equipo en la empresa —dijo—. Hace años, cuando yo empezaba. Solíamos acudir a un bar como este después del partido. Sherry también venía. Se ponía una de esas camisetas de fútbol tan sexis, de las ceñidas, con mangas negras de tres cuartos. ¿Te suenan?
Wendy asintió. Le notaba la boca pastosa.
—Dios, qué guapa estaba.
Esperó a que dijese algo más. Es lo que solía hacer con la gente. El secreto de cualquier entrevista radica en la habilidad para no llenar los silencios. Transcurrieron unos segundos. Y unos cuantos más. Vale, ya estaba bien de silencio. A veces no queda más remedio que trabajarse el tema.
—Sherry sigue siendo muy guapa —dijo Wendy.
—Oh, sí. —A Phil se le congeló la media sonrisa. Se había acabado la cerveza. Tenía los ojos velados y el rostro enrojecido a causa de la bebida—. Pero ya no me mira como antes. No me malinterpretes, me apoya en todo. Me quiere. Dice y hace todo lo que conviene. Pero lo veo en sus ojos: ya no me considera un hombre.
Wendy no sabía qué responder a eso, qué decir que no sonara condescendiente. No bastaba con «Estoy convencida de que no es así» o «Lo siento». Así que optó nuevamente por el silencio.
—¿Quieres una copa? —le ofreció Phil.
—Sí, claro.
—He estado dándole a la Bud light.
—No tengo nada en contra —dijo ella—. Pero me tomaré una Budweiser normal.
—¿Qué me dirías de unos nachos?
—¿Has comido?
—No.
Wendy asintió, pensando que no le vendría mal zampar algo.
—Lo de los nachos es una buena idea.
Phil llamó la atención de una camarera. La chica llevaba una camiseta de árbitro recortada en la que ponía «Love the Zebra». Su chapa indicaba que se llamaba Ariel. Llevaba un silbato colgado del cuello y, para redondear el disfraz, unas rayas de grasa negra debajo de los ojos. Wendy nunca había visto a un árbitro con grasa negra, solo a los jugadores, pero tampoco había que enfadarse por un error tan leve.
Pidieron sus tragos.
—¿Sabes una cosa? —dijo Phil mientras la camarera se alejaba.
Wendy siguió a la espera.
—Yo trabajé en un bar así. Bueno, no era exactamente como este. Se trataba de una de esas cadenas de restaurantes con una barra en el centro. Ya sabes de qué te hablo, ¿no? Siempre tienen un aspecto pulcro, y unos dibujitos en las paredes que te remiten a tiempos más inocentes…
Wendy dijo que sí con la cabeza. Conocía esos sitios.
—Es donde conocí a Sherry. Yo trabajaba en la barra y ella era una de esas camareras alegres que enseguida te decía cómo se llamaba y te preguntaba si no te apetecería empezar con el aperitivo que estuviese de promoción en esos momentos.
—Yo creía que eras un niño rico.
Phil soltó una risita y se echó al coleto las últimas gotas de su Bud light. Wendy pensó que solo le faltaba empezar a comerse la botella.
—Mis padres creían que había que trabajar, supongo. ¿Dónde estabas esta noche?
—En el instituto de mi hijo.
—¿Por qué?
—Orientación para la graduación —le explicó ella.
—¿Ya lo han aceptado en alguna universidad?
—Sí.
—¿En cuál?
Wendy se removió incómoda en el asiento.
—¿Para qué querías verme, Phil?
—¿Ha sido una pregunta demasiado personal? Lo siento.
—Me gustaría ir al grano. Es tarde.
—Me temo que estoy demasiado contemplativo. Veo a esos chavales de ahí, a los que les venden el mismo sueño idiota que a nosotros. Estudia mucho. Saca buenas notas. Prepara bien los exámenes. Haz deporte, si puedes. Eso les encanta a las universidades. Asegúrate de contar con las suficientes actividades extra-curriculares. Si haces todo eso, te podrás matricular en la facultad más prestigiosa posible. Es como si los primeros diecisiete años de tu vida no fueran más que una prueba para formar parte de la élite universitaria.
Wendy era consciente de que tenía razón. Si vives en algún suburbio acomodado de la zona, los años escolares convierten el mundo en una serie de solicitudes y rechazos.
—Y fíjate en mis antiguos colegas —siguió Phil, con la boca cada vez más pastosa— de la universidad de Princeton. La crême de la crême. Kelvin era negro. Dan era huérfano. Steve era de clase baja. Farley tenía siete hermanos: toda una familia numerosa, católica y de clase trabajadora. Todos nosotros salimos adelante, pero todos éramos inseguros y desdichados. El tío más feliz que conocí en el instituto abandonó la universidad en segundo. Sigue haciendo de barman. Y sigue siendo el hijo de puta más feliz que conozco.
La camarera maciza dejó las cervezas sobre la mesa.
—Los nachos llegarán en unos minutitos.
—No pasa nada, guapa —le dijo Phil con una sonrisa.
Una sonrisa bonita. Unos años atrás, hasta se la habrían devuelto, pero hoy no. Ni hablar. Phil mantuvo la mirada sobre la muchacha un poco más de la cuenta, pero Wendy pensó que no repararía en ello. Cuando la camarera estuvo fuera de su vista, Phil levantó su botella en dirección a Wendy. Ella cogió la suya, la chocó contra la de Phil y decidió que ya estaba bien de paripés.
—Phil, el término «Cara Cortada», ¿significa algo para ti?
Phil se esforzó mucho en no mostrar el menor signo de que así era. Frunció el ceño para ganar tiempo, y hasta llegó a decir:
—Eh… ¿Cómo?
—Cara Cortada.
—Sí, ¿y qué?
—¿Te suena de algo?
—No.
—Mientes.
—¿Cara Cortada? —Hizo una mueca—. ¿No era una película? Con Al Pacino, ¿verdad? —Adoptó un acento espantoso y llevó a cabo una imitación lamentable—. «Saluda a mi amiguito».
Esbozó una carcajada que también le salió fatal.
—¿Y qué me dices de una cacería?
—¿De dónde has sacado todo eso, Wendy?
—De Kelvin.
Silencio.
—Le he visto hoy.
Lo que Phil dijo a continuación la sorprendió:
—Ya lo sé.
—¿Cómo te has enterado?
Phil se inclinó hacia delante. Se oyó un grito de felicidad. Alguien gritaba: «¡Vamos, vamos!». Dos jugadores de los Yankees corrían hacia su objetivo. El primero lo logró con facilidad. El otro lo tuvo más difícil, pero también acabó consiguiéndolo. Nuevo clamor de sus partidarios.
—No lo entiendo —dijo Phil—. No sé qué pretendes.
—¿A qué te refieres?
—Esa pobre chica ha muerto. Dan también.
—¿Y?
—Pues que ya está. Se acabó, ¿no?
Wendy no dijo nada.
—¿Qué andas buscando?
—Phil, ¿te llevaste el dinero?
—¿Y eso qué más da?
—¿Lo hiciste?
—¿Es eso lo que intentas? ¿Demostrar mi inocencia?
—En parte.
—No me ayudes, ¿vale? Por mi propio bien. Y por el tuyo. Por el bien de todos. Déjalo correr, por favor.
Apartó la vista. Sus manos encontraron la botella y se la llevaron rápidamente a los labios. Le dio un larguísimo trago. Wendy se lo quedó mirando. Por un momento, vio lo que tal vez también veía Sherry. Ese hombre llevaba una especie de caparazón. Algo en su interior —una luz, un chispazo, como quieras llamarlo— se había apagado. Recordó lo que había dicho Pops sobre los hombres que pierden su trabajo y cómo eso les afectaba. En una obra de teatro que vio en cierta ocasión, había una línea acerca de que un hombre sin trabajo no puede mantener la cabeza alta ni mirar a sus hijos a los ojos.
La voz de Phil era un susurro cargado de preocupación.
—Por favor. Tienes que dejarlo estar.
—¿No quieres saber la verdad?
Phil empezó a pelarse con la etiqueta de la botella. Observaba su actividad como si fuese un artista esculpiendo el mármol.
—Tú te crees que ya nos han hecho bastante daño —dijo en voz muy baja—. Pero no es así. Lo que ha pasado hasta ahora… no es más que un bofetón. Si nos olvidamos del asunto, no pasará nada más. Pero si seguimos dando la tabarra, si tú sigues dando la tabarra, la cosa será muchísimo peor.
La etiqueta se despegó del todo y se deslizó hasta el suelo. Phil la miró mientras caía.
—¿Phil?
El aludido levantó la mirada hacia ella.
—No entiendo de qué me estás hablando.
—Haz el favor de escucharme, ¿vale? Escúchame atentamente: todo puede empeorar.
—¿Y quién es el que puede empeorarlo todo?
—Da igual.
—¿Cómo coño va a dar igual?
La camarera apareció con un bol tan lleno de nachos que parecía que transportaba a un bebé. Lo dejó sobre la mesa y dijo:
—¿Queréis algo más?
Ambos dijeron que no. La chica dio media vuelta y los dejó solos. Wendy se inclinó sobre la mesa.
—¿Quién está detrás de esto, Phil?
—La cosa no va así.
—¿No va cómo? Puede que hayan matado a una chica.
Phil negó con la cabeza.
—Eso lo hizo Dan.
—¿Estás seguro?
—Del todo. —Levantó los ojos para clavarlos en los de su interlocutora—. Tienes que creerme. Se acabará si tú dejas que se acabe.
Wendy no dijo nada.
—¿Wendy?
—Cuéntame de qué va —dijo—. No se lo diré a nadie. Te lo prometo. Quedará entre nosotros.
Phil negó con la cabeza.
—No sé…
Eso la cabreó.
—¿Cómo que no sabes?
Phil arrojó dos billetes de veinte sobre la mesa y empezó a incorporarse.
—¿Adónde vas?
—A casa.
—No puedes conducir.
—Estoy bien.
—No, Phil, no lo estás.
—¿Y a qué viene esto ahora? —gritó de repente—. ¿Ahora te preocupa mi bienestar?
Empezó a gimotear. En un bar normal algo así podría haber atraído algunas miradas, pero entre los televisores a todo trapo y la atención de los clientes puesta en los partidos, apenas se fijó nadie.
—¿Qué cojones está pasando? —preguntó Wendy.
—Déjalo de una vez, ¿vale? Ya te he dicho que no es tan solo por nuestro bien, sino también por el tuyo.
—¿El mío?
—Te estás poniendo en peligro. Y a tu hijo también.
Wendy le agarró del brazo con fuerza.
—¿Phil?
Este intentó plantarle cara, pero la bebida lo había debilitado.
—Acabas de amenazar a mi hijo.
—Nos afecta a todos —dijo él—. También estás poniendo en peligro al mío.
Wendy le soltó.
—¿De qué manera?
Phil volvió a negar con la cabeza.
—Lo único que tienes que hacer es olvidarte del asunto, ¿de acuerdo? Es lo que tenemos que hacer todos. Basta de intentar ponerse en contacto con Farley y Steve… Total, tampoco querrán hablar contigo. Deja en paz a Kelvin. Aquí no hay nada que ganar. Se acabó. Dan está muerto. Y si sigues presionándome, morirá más gente.