26

La casa perteneciente al investigador jubilado del condado de Essex Frank Tremont era de estilo colonial, chapada en aluminio, con dos dormitorios, un jardín pequeño, pero inmaculado, y una bandera de los New York Giants colgada a la derecha de la puerta. Las peonías de las macetas tenían un color tan fuerte que Wendy se preguntó si no serían de plástico.

Recorrió los diez peldaños que separaban la acera de la puerta principal y llamó. Se movió una cortina de la ventana con vistas a la bahía. Al cabo de un instante, la puerta se abrió. Aunque el funeral había terminado hacía horas, Frank Tremont seguía llevando el traje negro. Se había aflojado la corbata y desabrochado los dos primeros botones de la camisa. No se había afeitado muy bien. Tenía los ojos turbios y a Wendy le pareció que olía un poco a licor.

Sin una palabra de bienvenida, Frank se hizo a un lado, emitió un profundo suspiro y le hizo una señal con la cabeza para que entrase. Y ella se coló en la casa. Solo había una lámpara encendida para iluminar la oscura habitación. Wendy reparó en una botella medio vacía de Captain Morgan en la gastada mesita de café. Ron. Caramba. Había varios periódicos abiertos y tirados por el sofá. En el suelo se destacaba una caja de cartón llena de lo que Wendy supuso que sería el contenido de su escritorio de trabajo. En la televisión emitían un programa de gimnasia en el que aparecía un entrenador excesivamente entusiasta y un montón de estómagos modelo chocolatina, jóvenes, bellos y aceitosos. Wendy devolvió la vista a Tremont, que se encogió de hombros.

—Ahora que estoy jubilado, pensé que me convendría hacer gimnasia.

Wendy trató de sonreír. Había fotografías de una adolescente en una mesita auxiliar. El peinado de la muchacha había estado de moda hacía quince o veinte años, pero lo primero en lo que te fijabas era en la sonrisa: amplia y franca, pura dinamita, la clase de sonrisa que le rompe el corazón a un padre. Wendy estaba al corriente. La chica era, sin duda alguna, la hija de Frank, que había muerto de cáncer. Wendy observó de nuevo la botella de Captain Morgan y se preguntó cómo había logrado Frank no quedarse pegado a ella.

—¿Qué pasa, Wendy?

—Bueno… —empezó ella, intentando ganar tiempo—. ¿Se ha jubilado oficialmente?

—Pues sí. Una salida triunfal, ¿no cree?

—Lo siento.

—Siéntalo por la familia de la víctima.

Wendy asintió.

—Ha salido usted mucho en la prensa —le dijo Frank—. Este caso la ha hecho famosa. —Levantó el vaso para un brindis irónico—. Enhorabuena.

—Frank.

—¿Qué?

—No diga alguna estupidez que luego pueda lamentar.

Tremont asintió.

—Tiene usted razón.

—¿El caso está cerrado de manera oficial? —preguntó Wendy.

—Desde nuestra perspectiva, más bien sí. El culpable está muerto. Puede que enterrado en el bosque. Supongo que alguien más ingenioso que yo lo encontraría irónico.

—¿Volvieron a presionar a Ed Grayson para que dijese dónde estaba el cuerpo?

—Todo lo que pudimos.

—¿Y?

—No piensa hablar. Pensaba ofrecerle inmunidad total si nos decía dónde estaba el cadáver, pero el gran jefe, Paul Copeland, no estuvo de acuerdo.

Wendy pensó en Ed Grayson, en tratar de acercarse de nuevo a él, en ver si tal vez ahora querría hablar con ella. Tremont sacó los periódicos del sofá y la invitó a sentarse. Él se dejó caer en el sillón y agarró el mando a distancia del televisor.

—¿Sabe qué programa está a punto de empezar?

—No.

En el tribunal de Crimstein. Ya sabe que representa a Ed Grayson, ¿no?

—Usted me lo dijo.

—Es verdad, lo había olvidado. En cualquier caso, Hester dijo algunas cosas interesantes cuando la interrogamos. —Cogió la botella de Captain Morgan y vertió un poco en el vaso. Le ofreció a Wendy, pero esta lo rechazó.

—¿Qué tipo de cosas?

—Mantenía la teoría de que deberíamos darle una medalla a Ed Grayson por haberse cargado a Dan Mercer.

—¿Porque eso era justicia en estado puro?

—Bueno, eso sería parte del motivo, pero Hester pretendía ir más allá.

—¿Adónde?

—Si Grayson no hubiese matado a Mercer, nunca habríamos encontrado el iPhone de Haley. —Apuntó al televisor con el mando a distancia y lo apagó—. Apuntó que en tres meses de investigaciones no habíamos hecho ningún progreso, y que ahora Ed Grayson nos había proporcionado la única pista con la que contábamos para dar con el paradero de Haley. No contenta con eso, dijo que un buen detective habría investigado a un pervertido notorio que tenía contactos en el vecindario de la víctima. ¿Y sabe qué?

Wendy negó con la cabeza.

—Pues que Hester tenía razón: ¿cómo pude pasar por alto a un delincuente sexual conectado con el pueblo de Haley? Puede que Haley estuviese viva los primeros días. Igual podría haberla salvado.

Wendy contempló la eficaz, aunque siniestra, imagen del capitán Morgan en la etiqueta de la botella. Vaya compañero de copas más aterrador. Abrió la boca para llevarle la contraria a Frank, pero este se lo impidió con un movimiento de mano.

—Por favor, no se ponga condescendiente. Me resultaría insultante.

Estaba en lo cierto.

—Bueno, no creo que haya venido aquí a ver cómo me compadezco de mí mismo.

—Pues no sé, Frank, la verdad es que resulta bastante divertido.

Eso casi le hizo sonreír.

—¿Qué es lo que necesitas, Wendy?

—¿Por qué crees que Dan Mercer la mató?

—¿Te refieres al motivo?

—Pues sí, a eso me refiero exactamente.

—¿Quieres la lista en orden alfabético? Como tú misma demostraste, era un depredador sexual.

—Vale, de acuerdo. Pero en este caso, ¿qué más da? Haley McWaid tenía diecisiete años. Y la edad legal para mantener relaciones sexuales en Nueva Jersey es de dieciséis.

—Igual le entró miedo de que se fuera de la lengua.

—¿Sobre qué? Todo era legal.

—Aun así. En su caso, resultaría devastador.

—Así pues, ¿la mató para que se estuviera callada? —Negó con la cabeza—. ¿Encontraste alguna señal de una relación previa entre Mercer y Haley?

—No. Ya sé que intentaste sacar el tema en el parque. Lo de que igual se conocieron en casa de la ex de Dan y que ahí empezó todo. Es posible, pero no hay ni un indicio de ello, y no sé si tengo ganas de investigarlo, pues no quiero jorobar a los padres. Lo más probable es que sí, que la viese en casa de los Wheeler, se obsesionara con ella, la secuestrara, le hiciera vete a saber qué y luego la matara.

Wendy puso mala cara.

—No me lo acabo de creer.

—¿Por qué no? ¿Te acuerdas del pseudonovio, Kirby Sennett?

—Sí.

—Cuando encontramos el cuerpo, el abogado de Kirby le permitió mostrarse algo más, digamos, sincero. Sí, salían en secreto, pero iban bastante en serio. Kirby dijo que ella se sentía muy dolida, sobre todo por no haber sido admitida en Virginia. El chico creía que igual tomaba algo.

—¿Drogas?

Frank se encogió de hombros.

—Sus padres tampoco necesitan enterarse de eso.

—Pero no lo acabo de entender. ¿Por qué no te dijo todo eso Kirby desde un principio?

—Porque su abogado temía que si sabíamos en qué consistía su relación con ella, le trataríamos peor. Lo cual, claro está, es cierto.

—¿Y si Kirby no tenía nada que ocultar?

—Primero, ¿quién ha dicho que no tiene nada que ocultar? Es un camello de poca monta. Si ella se metía algo, yo diría que se lo proporcionaba él. Segundo, casi todos los abogados te dirán que la inocencia no significa necesariamente nada. Si Kirby llega a decir que estaban liados y que ella fumaba o esnifaba algo que él le pasaba, le hubiéramos crucificado. Y cuando apareció el cadáver, pues le habríamos cosido a clavos. Ahora que no tiene nada que temer, se entiende que hable.

—Bonito sistema —dijo Wendy—. Por no hablar de las referencias bíblicas.

Frank se encogió de hombros.

—¿Estás seguro de que ese tal Kirby no tuvo nada que ver?

—¿Y qué hizo además? ¿Dejar el móvil en el cuarto de Dan Mercer?

Wendy estudió ese comentario irónico.

—Ahí has estado bien.

—También cuenta con una coartada a prueba de bomba. Mira, Kirby es el típico gamberro de buena familia, de los que creen que son muy duros porque una noche arrancan cuatro retrovisores. No tuvo nada que ver con eso.

Wendy se echó hacia atrás en el asiento. Su mirada se topó con la imagen de la hija muerta de Tremont, pero no se quedó ahí mucho tiempo. Apartó rápidamente la vista, tal vez demasiado rápidamente. Frank se dio cuenta.

—Mi hija —dijo.

—Lo sé.

—No vamos a hablar de ella, ¿vale?

—Vale.

—Bueno, Wendy, ¿qué problema tienes con este caso?

—Creo que necesito un por qué.

—Échale otro vistazo a esa foto. El mundo no funciona así. —Se incorporó en el sillón y clavó sus ojos en los de Wendy—. A veces, puede que en la mayoría de los casos, no hay ningún porqué.

Cuando regresó a su coche, Wendy se encontró un mensaje de Ten-A-Fly. Le devolvió la llamada.

—Puede que hayamos averiguado algo de Kelvin Tilfer.

El Club de los Padres había pasado los últimos días intentando localizar a los compañeros de clase de Princeton. El más fácil de encontrar fue, claro está, Farley Parks. Wendy había llamado seis veces al expolítico, pero este no se había puesto en contacto con ella. Normal. Farley vivía en Pittsburgh y no lo tenía fácil para desplazarse. Así pues, de momento no se contaba con él.

Segundo, el doctor Steve Miciano. Wendy lo había localizado por teléfono y le había pedido una cita. Si podía evitarlo, Wendy no quería explicarle de qué iba la cosa por teléfono. Miciano no había preguntado nada. Dijo que estaba de guardia y que podrían verse la tarde siguiente. Wendy supuso que podía esperar.

Pero el tercero y, en opinión de Wendy, prioritario, era el escurridizo Kelvin Tilfer. Sobre él, hasta ahora, no tenían nada. Si había que hacer caso a Internet, el hombre se había trasladado a otro planeta.

—¿De qué se trata? —preguntó Wendy.

—De un hermano. Ronald Tilfer es repartidor de UPS en Manhattan. Es el único pariente que hemos conseguido localizar. Los padres están muertos.

—¿Dónde vive?

—En Queens, pero ya hemos avanzado un poco. Mira, cuando Doug trabajaba en Lehman, solían recurrir a UPS. Doug llamó a un antiguo contacto en ventas y se hizo con el horario de entregas del hermano. Ahora todo se hace por ordenador, así que podemos seguir sus movimientos en la red si quieres encontrarlo.

—Sí, quiero.

—Vale, pues vete a la ciudad, hacia el Upper West Side. Te iré poniendo al corriente por mail mientras hace las entregas.

Cuarenta y cinco minutos después, Wendy encontró el camión marrón aparcado en doble fila frente a un restaurante que se llamaba Telepan y estaba en la calle Sesenta y nueve Oeste, al lado de Columbus. Aparcó en una plaza de pago, deslizó unas monedas en la ranura y se apoyó contra el parachoques. Miró el camión y recordó aquel anuncio de UPS en el que salía un melenudo que escribía algo en una pizarra que ella no entendía lo más mínimo. Charlie siempre meneaba la cabeza en señal de disgusto cuando veía ese anuncio, pues solía aparecer en el momento más crucial de un partido de fútbol. «A ese tío habría que partirle la cara», solía decir.

Hay que ver las cosas que a veces le vienen a una a la cabeza.

Ronald Tilfer —por lo menos, había dado por sentado que el tipo del uniforme marrón era él— sonrió y saludó a su espalda mientras salía del restaurante. Era bajito, con el pelo canoso, corto y muy pegado al cráneo y, como se podía apreciar gracias a esos uniformes con pantalón corto, tenía unas bonitas piernas. Wendy se apartó del coche y lo abordó antes de que alcanzara su vehículo.

—¿Ronald Tilfer?

—Sí.

—Me llamo Wendy Tynes. Soy periodista de la NTC News y estoy intentando localizar a su hermano, Kelvin.

Su mirada se enfrió un tanto.

—¿Para qué?

—Estoy preparando un reportaje sobre su promoción de Princeton.

—No puedo ayudarla.

—Solo necesito hablar con él unos minutos.

—No podrá.

—¿Por qué no?

Empezó a pasar de ella. Wendy se movió para seguir estando frente a él.

—Digamos que Kelvin no está disponible.

—¿Y eso qué se supone que quiere decir?

—Que no puede hablar con usted. Que no puede ayudarla.

—¿Señor Tilfer?

—De verdad, tengo que volver al trabajo.

—No, no tiene por qué hacerlo.

—¿Perdone?

—Esta ha sido su última entrega de hoy.

—¿Y usted cómo lo sabe?

Déjale que se lo siga preguntando todo el tiempo que quiera, se dijo.

—Dejemos de perder el tiempo con eso tan críptico de que «no está disponible», o de que no va a hablar o lo que sea. Es muy importante que hable con él.

—¿Sobre su promoción de Princeton?

—Hay algo más. Alguien está haciendo daño a sus antiguos compañeros de cuarto.

—¿Y usted cree que ese alguien es Kelvin?

—Yo no he dicho eso.

—No puede ser él.

—Ayúdeme a demostrarlo. Piense que hay unas cuantas vidas que han sido arruinadas. Es posible, incluso, que su hermano esté en peligro.

—No lo está.

—En ese caso, igual puede ayudar a sus viejos amigos.

—¿Kelvin? No está en posición de ayudar a nadie.

Otro comentario críptico. Wendy empezaba a cabrearse.

—Habla usted de él como si estuviera muerto.

—Es como si lo estuviera.

—No quiero parecer melodramática, señor Tilfer, pero le aseguro que se trata de una cuestión de vida o muerte. Si usted no quiere hablar conmigo, puedo traer a la policía. Ahora estoy sola, pero puedo volver con todo un equipo de noticias: cámaras, micros, lo que haga falta.

Ronald Tilfer emitió un profundo suspiro. La amenaza de Wendy, evidentemente, era falsa, pero él no tenía por qué saberlo. Se mordió el labio inferior.

—¿No piensa creerse lo de que no puede ayudarla?

—Lo siento, pero no.

Se encogió de hombros.

—Pues vale.

—Vale, ¿qué?

—La llevaré a ver a Kelvin.

Wendy observó a Kelvin Tilfer a través del espeso cristal protector.

—¿Cuánto tiempo lleva ahí?

—¿Esta vez? —Ronald Tilfer se encogió de hombros—. Puede que tres semanas. Lo más probable es que lo suelten dentro de una semana.

—¿Y adónde irá?

—Vive en la calle hasta que vuelve a hacer algo peligroso. Entonces lo vuelven a traer aquí. El estado no cree en las estancias largas para enfermos mentales. Así que enseguida lo sueltan.

Kelvin Tilfer escribía furiosamente en un cuaderno, con la nariz prácticamente pegada a la hoja. Wendy podía oírle gritar a través del vidrio. No se le entendía nada. Kelvin parecía mucho mayor que sus compañeros de curso. Tenía el pelo y la barba grises. Le faltaban dientes.

—Era el hermano listo —dijo Ronald—. Un puto genio, sobre todo en matemáticas. Con eso llena el cuaderno, con problemas matemáticos. No deja de apuntarlos. Nunca ha sido capaz de desconectar. Nuestra madre hizo lo que pudo para que fuese normal, ¿sabe usted? En el cole querían que se saltara cursos, pero ella no se lo permitía. Le obligaba a hacer deporte, lo intentó todo para mantenerle dentro de la normalidad. Pero es como si siempre hubiéramos sabido que iba a acabar así. Mamá intentó mantener su locura a raya. Pero era como intentar detener el océano con las manos.

—¿Qué es lo que le pasa?

—Es un esquizofrénico violento. Tiene unos episodios psicóticos horrorosos.

—Me refiero a qué le sucedió.

—¿Qué quiere decir con lo de qué le sucedió? Está enfermo. No hay un porqué.

No hay un porqué: era la segunda vez que alguien se lo decía hoy.

—¿Cómo pilla alguien un cáncer? —siguió Ronald—. No es que mamá le pegase hasta que acabó así. Es un desequilibrio químico. Como ya le he dicho, siempre fue así. De niño, nunca dormía. No podía desenchufarse el cerebro.

Wendy recordó lo que había dicho Phil. Extraño. Un sabio loco de las matemáticas.

—¿Las medicinas ayudan?

—Por lo menos le tranquilizan. Como una pistola tranquilizante deja fuera de combate a un elefante. No sabe dónde está ni quién es. Cuando se licenció en Princeton, consiguió un trabajo en una empresa farmacéutica, pero desaparecía cada dos por tres. Hasta que le despidieron. Le dio por rondar por las calles. Durante ocho años, no supimos dónde estaba. Cuando por fin le encontramos, vivía en una caja de cartón llena de sus propias heces. Tenía huesos rotos que no se habían curado bien. Había perdido dientes. Ni me imagino cómo sobrevivió, cómo encontró comida, cómo debió de sufrir.

Kelvin empezó a gritar de nuevo.

—¡Himmler! ¡A Himmler le gustan los filetes de atún!

Wendy se volvió hacia Ronald.

—¿Himmler? ¿El nazi?

—Yo qué sé. Nunca se le entiende.

Kelvin volvió a su cuaderno y se puso a escribir aún más rápido.

—¿Puedo hablar con él? —preguntó Wendy.

—Es una broma, ¿no?

—No.

—No le hará ningún bien.

—Ni tampoco ningún mal.

Ronald Tilfer miró a través de la ventana.

—La mayoría de las veces ya ni sabe quién soy yo. Me mira como si me atravesara. Pensé en llevármelo a casa, pero tengo mujer y un hijo…

Wendy no dijo nada.

—Debería hacer algo para protegerle, ¿no cree? Si intento encerrarlo, se enfada. Así que le dejo suelto y me preocupo por él. De pequeños íbamos a los partidos de los Yankees. Kelvin sabía las estadísticas de cada jugador. Hasta podía decirte cómo cambiaban después de cada jugada. Yo creo que ser un genio es una maldición. Así es como veo yo las cosas. Hay quien cree que la gente brillante entiende el universo de una manera de la que los demás somos incapaces. Que ven el mundo como es realmente, y que esa realidad es tan horrorosa que se vuelven locos. La lucidez conduce a la locura.

Wendy se limitó a mirar hacia delante.

—¿Kelvin hablaba de Princeton?

—Mi madre estaba muy orgullosa de él. Bueno, todos lo estábamos. Los críos de nuestro barrio no iban a universidades pijas. Nos preocupaba que no encajara, pero enseguida hizo amigos.

—Pues esos amigos lo están pasando mal.

—Mírele, señora Tynes. ¿Usted cree que les puede ser de alguna ayuda?

—Me gustaría intentarlo.

Ronald se encogió de hombros. El administrador del hospital le hizo firmar unos papeles y le sugirió que ambos se mantuvieran a una prudente distancia del enfermo. Al cabo de unos minutos, llevaron a Wendy y a Ronald a un cuarto con paredes de cristal. Un celador se quedó junto a la puerta. Kelvin se sentó a una mesa y siguió garabateando en su cuaderno. La mesa era ancha, para que Wendy y Ronald estuviesen a cierta distancia.

—Hola, Kelvin —dijo Ronald.

—Los zánganos no entienden la esencia.

Ronald miró a Wendy. Le hizo un gesto para que empezara a hablar.

—Kelvin, tú fuiste a Princeton, ¿verdad?

—Ya te lo he dicho. A Himmler le gustan los filetes de atún.

Seguía con la mirada clavada en sus cuadernos.

—¿Kelvin?

Continuó escribiendo.

—¿Te acuerdas de Dan Mercer?

—Era blanco.

—Sí. ¿Y de Phil Turnball?

—La gasolina sin plomo le causa dolor de cabeza al benefactor.

—Tus amigos de Princeton.

—Una pandilla de pijos. Había uno que llevaba zapatos verdes. Odio los zapatos verdes.

—Yo también.

—Una pandilla de pijos.

—Cierto. Tus amigos pijos. Dan, Phil, Steve y Farley. ¿Te acuerdas de ellos?

Finalmente, Kelvin interrumpió sus garabatos. Levantó la mirada. Detrás de esos ojos no había nada. Se quedó mirando fijamente a Wendy, pero era evidente que no la veía.

—¿Kelvin?

—A Himmler le gustan los filetes de atún —dijo con una voz que se había convertido en un suspiro cargado de urgencia—. ¿Y el alcalde? Se la suda.

Ronald tuvo un bajón. Wendy intentaba conseguir que Kelvin la mirara a los ojos.

—Quiero hablarte de tus compañeros de cuarto.

Kelvin se echó a reír.

—¿Compañeros de cuarto?

—Sí.

—Es gracioso. —Empezó a razonar como… bueno, como un loco—. Compañeros de cuarto. Como si se pudiera ser el compañero de un cuarto. Como si el cuarto y tú follarais y te quedaras preñada. Como si fueseis novios, ¿lo pillas?

Se volvió a reír. Wendy quería creer que eso era mejor que las preferencias de Himmler en cuestión de pescado.

—¿Te acuerdas de tus antiguos compañeros de cuarto?

La risa se acabó de golpe, como si alguien le hubiese dado a un interruptor.

—Están en peligro, Kelvin —le dijo ella—. Dan Mercer, Phil Turnball, Steve Miciano, Farley Parks. Todos corren peligro.

—¿Peligro?

—Sí.

Volvió a citarlos a los cuatro. Y una vez más algo empezó a suceder en el rostro de Kelvin. Se estaba desmoronando ante sus ojos.

—Oh, Dios, no…

Se echó a llorar.

Ronald se puso de pie.

—¿Kelvin?

Ronald intentó tocar a su hermano, pero este le detuvo con un berrido. Un grito repentino y taladrante. Wendy pegó un salto hacia atrás.

Ahora Kelvin tenía los ojos abiertos de par en par.

—¡Cara Cortada!

—¿Kelvin?

Se levantó de improviso, derribando la silla. El celador empezó a acercársele. Kelvin volvió a chillar y corrió hacia un rincón. El celador pidió refuerzos.

—¡Cara Cortada! —seguía gritando Kelvin—. Nos va a pillar a todos. ¡Cara Cortada!

—¿Quién es Cara Cortada? —le gritó Wendy a su vez.

Ronald le dijo:

—¡Déjele en paz!

—¡Cara Cortada! —Kelvin apretaba los ojos y se ponía las manos a ambos lados de la cabeza, como si tratara de impedir que el cráneo se le partiera por la mitad—. ¡Se lo dije a todos! ¡Les avisé!

—¿A qué te refieres, Kelvin?

—¡Déjelo ya! —insistió Ronald.

Y entonces Kelvin perdió el oremus. La cabeza se le movía adelante y atrás. Aparecieron dos celadores más. Cuando Kelvin los vio, chilló: «¡Detén la cacería! ¡Detén la cacería!». Se tiró al suelo y empezó a recorrer el suelo a cuatro patas. Ronald tenía lágrimas en los ojos. Intentó calmar a su hermano. Kelvin se puso de pie. Los celadores fueron a por él como en un partido de rugby. Uno le atacó por abajo y el otro por arriba.

—¡No le hagan daño! —gritaba Ronald—. ¡Por favor!

Kelvin volvía a estar en el suelo. Los celadores le estaban poniendo algún tipo de atadura. Ronald les suplicaba que no le hicieran daño. Wendy intentaba acercarse a Kelvin, llegar hasta él.

Desde el suelo, finalmente, los ojos de Kelvin encontraron los suyos. Wendy se arrastró hasta él mientras forcejeaba con los celadores. Uno de ellos le gritó: «¡Apártese de él!».

Pero ella no le hizo el menor caso.

—¿De qué se trata, Kelvin?

—Se lo dije —susurró este—. Les advertí.

—¿De qué les advertiste, Kelvin?

Kelvin se echó a llorar. Ronald tiraba de Wendy por el hombro, intentando alejarla de su hermano, pero ella se lo quitó de encima.

—¿De qué les avisaste, Kelvin?

Apareció otro celador. Llevaba una aguja hipodérmica en la mano. Le inyectó algo a Kelvin en el hombro. Ahora Kelvin miraba a Wendy a los ojos.

—De que no cazaran —dijo Kelvin con una voz repentinamente serena—. No teníamos que seguir cazando.

—¿Cazando qué?

Pero la droga empezaba a hacerle efecto.

—Nunca deberíamos haber salido de cacería —dijo Kelvin en voz muy baja—. Cara Cortada te lo podría decir. Nunca deberíamos haber salido a cazar.