Todos los funerales son más o menos iguales. Las mismas oraciones, la habitual lectura de algún pasaje bíblico y esas palabras de supuesto consuelo que, especialmente en tales circunstancias, a alguien de fuera se le antojan unas racionalizaciones de lo más ridículas o unas justificaciones algo obscenas. Lo que ocurre en el púlpito es invariable; lo único que cambia es la reacción de los deudos.
El funeral de Haley McWaid fue como una manta oscura y tupida que hubiese cubierto a toda la comunidad. El dolor te agobiaba, entorpecía tu paso y te introducía esquirlas de vidrio en los pulmones para que hasta el simple acto de respirar te pareciera una agonía. Ahora, todo el mundo sufría, pero Wendy sabía que eso no duraría mucho. Se había dado cuenta cuando la prematura muerte de John. El dolor te devasta y te consume. Pero para los amigos, incluso los más cercanos, no pasa de ser una molestia. A la familia le dura mucho más, puede que para siempre, pero lo más probable es que así hayan de ser las cosas.
Wendy se quedó al final de la iglesia. Llegó tarde y se fue temprano. No miró a Marcia o a Ted en ningún momento. Su cerebro se lo impedía, «no quería ir por ahí», como solía decir Charlie, que estaba vivito y coleando. Era un mecanismo de defensa, pura y simplemente. Y eso ya le parecía bien.
El sol brillaba. Solía suceder en los días de entierro. Una vez más, su mente quería volver a John, al féretro cubierto, pero combatió de nuevo esa tendencia. Echó a andar calle abajo. Se detuvo en la esquina, cerró los ojos y levantó la cara hacia el sol. Su reloj decía que eran las once de la mañana. Ya era hora de verse con el sheriff Walker en la oficina del examinador médico.
Situada en Newark, en la parte más deprimente de la calle Norfolk, la oficina del examinador médico incluía los condados de Essex, Hudson, Passaic y Somerset. Newark se había revitalizado un tanto últimamente, pero las novedades no habían llegado a esas manzanas de la zona este. Aunque también era cierto que ¿para qué serviría colocar la oficina del EM en un sitio pijo? El sheriff Walker la recibió en la calle. Siempre se le veía algo incómodo con su propio tamaño, y tal vez por eso hundía los hombros. Wendy casi esperaba que el hombre se agachara para hablar con ella, como se hace con los niños, y eso le resultaba de lo más tierno.
—Unos días ocupados para ambos, me temo —dijo Walker.
La muerte de Haley McWaid había exonerado a Wendy de sobras. Vic la había vuelto a contratar para ascenderla a presentadora estrella del fin de semana. Las agencias de noticias querían entrevistarla, hablar de Dan Mercer y de cómo ella, la intrépida reportera, no solo había acabado con un pedófilo, sino también con un asesino.
—¿Dónde está el investigador Tremont? —preguntó.
—Se ha jubilado.
—¿No piensa cerrar el caso?
—¿Qué queda por cerrar? Haley McWaid fue asesinada por Dan Mercer. Mercer está muerto. No queda gran cosa que hacer, ¿no le parece? Seguiremos buscando el cadáver de Mercer, pero tengo otros casos a mi cargo… Y total, ¿quién tiene ganas de juzgar a Ed Grayson por cargarse a ese miserable?
—¿Está seguro de que fue él quien lo hizo?
Walker frunció el ceño.
—¿Usted no?
—Solo se lo pregunto.
—Primero, no es mi caso. Es de Frank Tremont. Y él parece bastante convencido. Pero no se ha acabado del todo. Estamos profundizando en la vida de Dan Mercer. Estamos investigando otros casos de chicas desaparecidas. Quiero decir, si no fuese por el móvil de Haley que encontramos en la habitación, lo más probable es que nunca hubiésemos conseguido relacionarla con Dan. Podría llevar años haciéndolo, con muchas otras crías. Puede que otras chicas desaparecidas se cruzaran en su camino, pero no lo sabemos. En cualquier caso, yo soy un sheriff de este condado, y esos delitos ni siquiera se cometieron en mi jurisdicción. Que se encarguen de ellos los federales.
Entraron en el despacho, más bien anodino, de Tara O’Neill, la examinadora médica. Wendy agradecía que se encontrasen en una habitación que se parecía más al despacho de un subdirector que a algo relacionado con cadáveres humanos. Las dos mujeres ya se conocían, de cuando Wendy cubría crímenes locales. Tara O’Neill lucía un elegante vestido negro —siempre mejor que un delantal—, pero lo que siempre le sorprendía de ella era su impresionante belleza, aunque le recordaba un poco a Morticia Adams. Tara era alta, con un cabello largo y negrísimo y un rostro sereno, pálido y luminoso, aspecto que podría ser descrito como «gótico etéreo».
—Hola, Wendy.
Se levantó de la silla para darle la mano por encima de la mesa. Su apretón era fuerte y formal.
—Hola, Tara.
—No sé muy bien por qué tenemos que hablar tan en privado —dijo la anfitriona.
—Considere que nos hace un favor —le dijo Walker.
—Pero usted ni siquiera tiene jurisdicción aquí, sheriff.
Walker se abrió de brazos.
—¿De verdad tengo que seguir los canales preceptivos?
—No —dijo Tara. Se sentó y les invitó a hacer lo propio—. ¿En qué puedo ayudarles?
La silla era de madera y no estaba diseñada, precisamente, para resultar cómoda. Tara se sentó con la espalda recta y se quedó a la espera, con ese tono profesional que tan del agrado de los muertos debía de ser. Al cuarto le vendría bien una mano de pintura, pero como dice el viejo chiste, los pacientes de profesionales como Tara nunca se quejaban.
—Como le dije por teléfono —empezó Walker—, queremos que nos cuente todo lo que sepa de Haley McWaid.
—Por supuesto. —Tara miró a Wendy—. ¿Empezamos por el proceso de identificación?
—Eso sería perfecto —dijo Wendy.
—Primero, no hay duda de que el cuerpo encontrado en el parque estatal de Ringwood corresponde a la desaparecida Haley McWaid. Se había descompuesto bastante, pero el esqueleto permanecía intacto, al igual que el cabello. Resumiendo, se parecía mucho a sí misma, pero le faltaba la piel. ¿Quieren ver una foto de los restos?
Wendy le lanzó una mirada a Walker, quien puso cara de que igual vomitaba.
—Sí —dijo Wendy.
Tara deslizó las fotografías por encima de la mesa como si fuesen las cartas de un restaurante. Wendy se preparó para lo peor. Su estómago no resistía muy bien la sangre. Hasta las películas para mayores de catorce años la inquietaban. Les dirigió una breve mirada y apartó la vista, pero incluso en ese segundo, por horrible que fuera, pudo distinguir los rasgos de Haley McWaid entre la podredumbre.
—Ambos progenitores, Ted y Marcia McWaid, insistieron en ver el cadáver de su hija —prosiguió O’Neill en tono monótono—. Ambos la reconocieron y aportaron sendas identificaciones sin asomo de duda. Nosotros dimos algunos pasos más. La estatura y el tamaño del esqueleto coincidían. Haley McWaid se había roto la mano a los doce años, por el hueso metacarpiano del dedo anular. La herida se había curado, pero aún quedaban señales en una radiografía. Y por supuesto, realizamos una prueba de ADN a partir de una muestra proporcionada por su hermana, Patricia. Coincidía. En resumen, no hay duda alguna sobre la identificación.
—¿Y la causa de la muerte?
Tara O’Neill juntó las manos y las apoyó en el escritorio.
—Indeterminada, a estas alturas.
—¿Cuándo cree que lo sabrá?
Tara O’Neill se inclinó sobre la mesa para recuperar las fotografías.
—Si he de serles sincera, puede que nunca.
Guardó cuidadosamente las fotos en la carpeta, la cerró y se la puso a la derecha.
—Un momento. ¿Cree que igual no averigua nunca la causa del fallecimiento?
—Correcto.
—¿Y eso no es raro?
Finalmente, Tara O’Neill sonrió. Una sonrisa radiante que, al mismo tiempo, te ponía en tu sitio.
—No, la verdad es que no. Lamentablemente, nuestra sociedad se está criando con series de televisión en las que los examinadores médicos hacen milagros. Miran por el microscopio y encuentran todas las respuestas. Pero me temo que en la realidad no es así. Por ejemplo, hagámonos una pregunta: ¿le dispararon a Haley McWaid? Primero, y esto procede principalmente de los técnicos en escenas del crimen, no se han encontrado balas. Y en el cuerpo, tampoco. Hice radiografías para ver si había alguna marca o desgarro inusuales en los huesos que pudieran indicar una herida de bala. No los había. Y por si eso no fuese suficientemente complicado, sigo sin poder eliminar del todo la posibilidad de que le dispararan. Puede que la bala no tocara el hueso. Como la mayor parte del cuerpo se ha descompuesto, no tendríamos por qué encontrar necesariamente señales de bala, si esta se limitó a atravesar el tejido. Por consiguiente, lo máximo que les puedo decir es que no hay muestras de tiros y que estos son improbables. ¿Me siguen?
—Sí.
—Bien. Podría llegar a la misma conclusión si hubiera sido apuñalada, pero tampoco lo podemos saber con certeza. Por ejemplo, si el atacante pinchó una arteria…
—Vale, creo que eso ya lo pillo.
—Y claro está, hay muchas más posibilidades. La víctima pudo ser asfixiada: la clásica almohada sobre la cara. Incluso en casos en que el cuerpo es hallado al cabo de unos días y no de unos meses, puede resultar difícil determinar con seguridad la asfixia. Pero en este caso en concreto, con el cuerpo enterrado, probablemente, hace tres meses, es virtualmente imposible. También le estoy haciendo algunas pruebas específicas sobre drogas, pero cuando un cadáver se desmorona así, segrega enzimas sanguíneas. Lo cual envía al garete muchas pruebas. Hablando claro, al descomponerse, el cuerpo se convierte en algo parecido al alcohol. Por lo que incluso esas pruebas de drogas en el tejido restante pueden acabar siendo muy poco fiables. El humor vítreo de Haley, el líquido que hay entre la retina y la lente ocular, se ha desintegrado, por lo que tampoco hemos podido utilizarlo para buscar restos de alguna droga.
—O sea, que no puede ni asegurarnos que se trate de un crimen, ¿no?
—Como examinador médico, no, no puedo.
Wendy miró a Walker, quien asintió.
—Nosotros sí podemos. Piénselo. Ni siquiera tenemos el cadáver de Dan Mercer. He visto casos en los que no había cuerpo y en los que se ha ido a juicio igualmente, y como ha dicho Tara, no es nada extraño que los cadáveres no aparezcan después de tanto tiempo.
O’Neill se levantó, indicándoles claramente que ya se podían ir.
—¿Algo más?
—¿Fue agredida sexualmente?
—Misma respuesta: no lo sabemos.
Wendy se puso de pie.
—Gracias por tu tiempo, Tara.
Tras otro apretón de manos fuerte y formal, Wendy se encontró de nuevo en la calle Norfolk junto al sheriff Walker.
—¿Ha servido de algo? —le preguntó este.
—No.
—Ya se lo dije.
—¿Y ya está? ¿Se acabó?
—¿Para este sheriff? ¿Oficialmente? Sí.
Wendy miró calle abajo.
—No dejo de oír que Newark se recupera.
—Pero no por aquí —sentenció Walker.
—Pues no.
—¿Y usted, Wendy?
—¿Yo, qué?
—¿Se ha acabado el caso para usted?
Negó con la cabeza.
—No del todo.
—¿Hay algo que me quiera explicar?
Volvió a decir que no con la cabeza.
—Aún no.
—Como usted quiera. —El grandullón se puso en marcha con los ojos clavados en el pavimento—. ¿Puedo preguntarle algo más?
—Claro.
—Me siento como un borrico. Creo que no es el mejor momento…
Wendy esperó.
—Cuando esto pase, dentro de unas semanas —Walker intentaba levantar los ojos para clavarlos en los de ella—, ¿le importa si la llamo?
De repente, el camino pareció aún más vacío.
—Veo que iba en serio lo de que no era el mejor momento.
Walker se metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros.
—Nunca he sido muy fino para esas cosas.
—Lo suficiente —dijo Wendy, haciendo esfuerzos para no sonreír. Pero así era la vida, ¿no? La muerte te hacía ansiar la vida. El mundo no es más que un montón de líneas que separan lo que llamamos extremos—. No, no me importaría lo más mínimo.
El bufete de Hester Crimstein, Burton & Crimstein, estaba en un edificio de la parte media de Manhattan y ofrecía unas vistas espléndidas del centro y del río Hudson. Hester podía ver el Intrepid, un acorazado naval convertido en museo. Y los enormes cruceros «de placer» con tres mil ociosos a bordo, de los que siempre pensaba que preferiría dar a luz antes que subirse a uno. La verdad es que esa vista, como cualquier otra, acababa por resultar rutinaria. A los visitantes les impresionaba, pero cuando ves cada día algo extraordinario, por mucho que te resistas a reconocerlo, deja de parecértelo.
Ed Grayson estaba de pie frente a la ventana. Miraba al exterior como si disfrutara de la vista, pero si así era, lo disimulaba muy bien.
—Ya no sé qué hacer, Hester.
—Yo sí —le dijo ella.
—Te escucho.
—Ahí va mi consejo como profesional del derecho: no hagas nada.
Sin dejar de mirar por la ventana, Grayson sonrió.
—No me extraña que te forres.
Hester extendió los brazos.
—¿Tan fácil es?
—En este caso, sí.
—Ya sabes que mi mujer me ha dejado. Piensa trasladarse a Queens con E. J.
—Lamento oírlo.
—Todo este follón es culpa mía.
—Ed, no te lo tomes a mal, pero ya sabes que me revienta escuchar perogrulladas, ¿verdad?
—Verdad.
—Por lo tanto, vamos a aclarar las cosas: la has cagado a lo grande.
—Nunca le había zurrado la badana a nadie.
—Pero ahora sí.
—Y tampoco le había disparado a nadie.
—Pero ahora también. ¿Adónde quieres ir a parar?
Ambos se quedaron callados. Ed Grayson estaba a gusto en silencio. Hester Crimstein, no. Empezó a dar vueltas en la silla de su escritorio, se puso a jugar con un bolígrafo y suspiró teatralmente. Finalmente, se levantó y atravesó la sala.
—¿Ves eso?
Ed se dio la vuelta. Hester apuntaba a una estatuilla de la Justicia.
—Sí.
—¿Y sabes lo que es?
—Claro.
—¿Qué?
—¿Estás de broma?
—¿Qué es eso?
—La Justicia.
—Sí y no. Se la conoce por varios nombres. Justicia, a secas.
Justicia ciega. La diosa griega Themis. La diosa romana Justitia. La diosa egipcia Ma’at. O, incluso, las hijas de Themis, Dike y Astrea.
—¿Y adónde quieres ir a parar tú?
—¿Le has echado un buen vistazo a la estatuilla? La mayoría de la gente, lo primero que ve es la venda; y bueno, se trata de una referencia muy obvia a la imparcialidad. Y también es una memez porque nadie es imparcial. No se puede evitar. Pero mira la mano derecha. Lleva una espada. Una espada de la hostia. Se supone que representa un castigo rápido, con frecuencia brutal y puede que hasta mortal. Pero ya ves, solo ella, que simboliza el sistema, puede llevarlo a término. El sistema, por jodido que esté, tiene el derecho a utilizar esa espada. Pero tú, amigo mío, no.
—¿Me estás diciendo que no debería haberme tomado la justicia por mi mano? —Grayson enarcó una ceja—. Caramba, Hester, qué profunda estás hoy.
—Mira la balanza, soplapollas. En la mano izquierda. Hay quien cree que la balanza representa a las dos partes de un conflicto: la acusación y la defensa. Otros dicen que la cosa va de justicia o de imparcialidad. Pero piénsalo bien. En realidad, las balanzas van sobre el equilibrio, ¿no? Mira, yo soy una abogada consciente de su reputación. Sé que la gente cree que me salto la ley o que aprovecho sus agujeros o que recurro al matonismo o que saco ventaja de ella. Y todo eso es cierto. Pero me mantengo dentro del sistema.
—¿Y con eso ya cumples?
—Pues sí. Porque ahí radica el equilibrio.
—Y yo, por seguir con las metáforas, ¿te desequilibro?
—Exactamente. Ahí está la belleza de nuestro sistema. Puede uno saltárselo y retorcerlo a su antojo, bien sabe Dios que yo lo hago constantemente, pero mientras te mantengas dentro de él, con razón o sin ella, las cosas acaban funcionando. Y si te sales, si pierdes el equilibrio, aunque sea con las mejores intenciones, llegan el caos y las catástrofes.
—Eso me parece un exceso de autorracionalización —dijo Ed Grayson mientras asentía con la cabeza.
Hester sonrió.
—Es posible. Pero sabes perfectamente que tengo razón. Tú querías enmendar un error. Pero ahora ya no hay equilibrio.
—O sea, que igual debería hacer algo para arreglar las cosas.
—No funciona así, Ed. Ya lo sabes. Déjalo correr y dale al equilibrio una oportunidad de regresar.
—¿Aunque signifique que el malo se va de rositas?
Hester extendió las manos y le sonrió.
—¿Y quién es ahora el malo, Ed?
Silencio.
No sabía muy bien cómo decirlo, así que fue directo al grano.
—La policía no tiene ni una pista sobre lo de Haley McWaid.
Hester le dio un par de vueltas al asunto.
—¿Y tú qué sabes? —dijo—. Igual somos nosotros los que no tenemos ni idea.