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¿Y ahora qué?

Wendy podía seguir buscando pistas que probaran que Dan y Haley andaban metidos en alguna relación consensuada, aunque funesta, pero… ¿para qué? Hasta la policía mantenía ahora esa teoría. Y pensaban seguirla. Ella debía atacar desde otro ángulo.

Los cinco compañeros de cuarto en Princeton.

Cuatro de ellos se habían hundido tras sendos escándalos el año pasado. Y el quinto, bueno, puede que también, aunque lo suyo no figurase en la red. Así pues, Wendy volvió al Starbucks de Englewood para seguir con sus pesquisas. Cuando entró, antes incluso de detectar al Club de los Padres, la voz rapera de Ten-A-Fly atronaba desde los altavoces.

Charisma Carpenter, yo te amo.

Quiero que me digas: Ven, que te la mamo.

Pero no hay manera, nena…

—Hola, tía —la saludó Ten-A-Fly.

Y Wendy se quedó quieta.

—Hola.

Ten-A-Fly iba vestido con una sudadera azul con capucha, modelo negro del Bronx. Llevaba la capucha puesta por encima de una gorra roja de béisbol con la visera tan grande que hasta un camionero de los años setenta habría sido incapaz de lucirla. Detrás de él, Wendy pudo ver al tío que iba vestido de tenista. Estaba escribiendo como un loco en un ordenador. El padre joven con el bebé en la mochilita se movía adelante y atrás, haciendo ruiditos tranquilizadores.

Ten-A-Fly agitó una pulsera de bisutería que le habría quedado muy bien la noche de Halloween.

—Te vi anoche en mi bolo.

—Pues sí.

—¿Te gustó?

Wendy asintió.

—Fue la hostia.

Eso le encantó. Alzó el puño para chocar los nudillos con la recién llegada, que se prestó a la solicitud.

—Tú sales por la tele, ¿no?

—Así es.

—¿Y has venido a hacerme un reportaje?

El tenista del ordenador añadió:

—Deberías hacerlo. —Y señaló a la pantalla—. Aquí están pasando un montón de cosas.

Wendy se acercó para echarle un vistazo al ordenador.

—¿Estás en eBay?

—Así es como me gano ahora la vida —dijo el tenista—. Desde que me despidieron…

—Aquí donde lo ves, Doug estaba en Lehman Brothers —le interrumpió Ten-A-Fly—. Vio venir la catástrofe, pero nadie le hizo caso.

—Qué se le va a hacer —dijo Doug, haciendo un gesto de modestia con la mano—. En cualquier caso, en eBay sigo siendo solvente. Primero vendí casi todo lo que tenía. Luego empecé con las ventas de garaje y me puse a comprar cosas, arreglarlas y volverlas a vender.

—¿Y con eso te ganas la vida?

Se encogió de hombros.

—La verdad es que no. Pero, por lo menos, hago algo.

—¿Te gusta el tenis?

—Ah, no, yo no juego al tenis.

Wendy se lo quedó mirando.

—La que juega es mi mujer. Mi segunda mujer, en realidad. Hay quien la consideraría una esposa trofeo. No paraba de quejarse de que había abandonado una carrera maravillosa para cuidar de los críos, pero la verdad es que lo único que hace es jugar al tenis a diario. Yo le sugerí que volviera a trabajar, pero me dijo que ya era demasiado tarde. Por consiguiente, sigue jugando al tenis cada día. Y ahora me odia. No puede ni verme. Por eso voy de tenista.

—¿Con qué objetivo?

—No lo sé muy bien. Es una forma de protesta, supongo. Me deshice de una buena mujer, y le hice mucho daño, por una tía buena. Ahora la buena mujer ha seguido adelante con su vida y ya ni me tiene manía. Intuyo que me he llevado mi merecido, ¿no?

Wendy no tenía el menor interés en seguir por ahí. Miró la pantalla.

—¿Y ahora qué estás vendiendo?

—Recuerdos de Ten-A-Fly. Y su CD, claro está.

Había copias encima de la mesa. Ten-A-Fly aparecía en la portada vestido de Snoop Dogg pasado de vueltas, y haciendo unos gestos con las manos que más que intimidar remitían a algún tipo inusual de deficiencia psíquica. El disco se llamaba Un truño en las afueras.

—¿Truño? —preguntó Wendy.

—Argot del gueto —dijo Doug, el tenista.

—¿Y qué significa?

—Más te vale no saberlo. El caso es que estamos vendiendo CD, camisetas, gorras, llaveros y pósteres. Pero ahora estoy metiendo ejemplares únicos. Por ejemplo, la genuina cinta para el pelo que Ten-A-Fly llevaba en el concierto de anoche.

Wendy echó un vistazo y no dio crédito al ritmo de las pujas.

—¿Ya está en seiscientos dólares?

—Seiscientos veinte ahora mismo. Como te he dicho, aquí pasan muchas cosas. Las bragas que le arrojó una admiradora también se valoran.

Wendy miró a Fly.

—Pero ¿la admiradora no era tu mujer?

—¿Y qué?

Buena pregunta.

—No, nada. ¿Anda Phil por aquí?

Mientras hacía la pregunta, Wendy le vio detrás de la barra, hablando con el camarero. Sonreía cuando se dio la vuelta y la vio, momento en que la sonrisa se esfumó. Phil fue deprisa hacia ella, que le paró a medio camino.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Tenemos que hablar.

—Ya hemos hablado.

—Tenemos que hablar más.

—Yo no sé nada.

Wendy se acercó un paso más a él.

—¿No eres consciente de que aún hay una chica desaparecida?

Phil cerró los ojos.

—Sí, claro que lo soy —dijo—. Lo que pasa es que no sé nada.

—Cinco minutos. Hazlo por Haley.

Phil asintió. Se instalaron en una mesa situada en un rincón. Era rectangular y lucía un cartelito con las palabras: «Por favor, reserven esta mesa para nuestros clientes impedidos».

—Durante tu primer curso en Princeton —dijo Wendy—, ¿con quién más compartíais Dan y tú el alojamiento?

Phil frunció el ceño.

—¿Y eso qué importancia puede tener?

—Tú contéstame, ¿vale?

—Éramos cinco. Además de Dan y de mí, estaban Farley Parks, Kelvin Tilfer y Steve Miciano.

—¿Seguisteis juntos más años?

—¿Esto va en serio?

—Por favor.

—Vale. En el segundo o el tercer curso, Steve se fue un semestre a España. A Madrid o Barcelona. Y creo que en segundo, Farley vivió en el edificio de una fraternidad.

—¿Tú no te sumaste a ninguna?

—No. Ah, y estuve fuera el primer semestre del cuarto curso. Ampliación de estudios en Londres. ¿Satisfecha?

—¿Os mantuvisteis en contacto?

—La verdad es que no.

—¿Qué fue de Kelvin Tilfer?

—No he sabido nada de él desde que nos licenciamos.

—¿Sabes dónde vive?

Phil negó con la cabeza. El camarero le trajo una taza de café y se la puso delante. Phil miró a Wendy, para ver si también quería una, pero ella le dijo que no con un gesto.

—Kelvin era del Bronx. Puede que haya vuelto allí. Lo ignoro.

—¿Y los demás? ¿Hablas con ellos de vez en cuando?

—Sabía de Farley, pero hace tiempo. Sherry y yo le montamos una recogida de fondos el año pasado. Se presentaba al Congreso, pero no le salió bien.

—Pues de eso se trata, Phil.

—¿A qué te refieres?

—A que nada os ha salido bien a ninguno de vosotros.

Phil llevó la mano a la taza, pero no la levantó.

—Me temo que no te sigo.

Wendy sacó de un sobre lo que había impreso y lo puso sobre la mesa.

—¿Y esto qué es? —preguntó Phil.

—Empecemos por ti.

—¿Qué pasa conmigo?

—Hace un año, te hundiste por una estafa de cerca de dos millones de dólares.

A Phil se le abrieron más los ojos.

—¿Cómo sabes la cifra?

—Tengo mis fuentes.

—La acusación era falsa. Yo no lo hice.

—No estoy diciendo que lo hicieras. Tú préstame atención, ¿vale? Primero, a ti te acusan de estafa. —Wendy abrió otra carpeta—. Dos meses después, Farley se hunde por culpa de un escándalo político en el que anda una prostituta por en medio. —Siguiente expediente—. Al cabo de un mes, Dan Mercer aparece en mi programa de televisión. Y acto seguido, saltémonos un par de meses, al doctor Steve Miciano lo detienen por posesión ilegal de fármacos con receta.

Las carpetas con material sacado de Internet seguían sobre la mesa. Phil se las quedó mirando fijamente, pero sin tocarlas, como si le diesen miedo.

—¿No te parece una coincidencia de la hostia? —le preguntó Wendy.

—¿Y Kelvin?

—De Kelvin aún no tengo nada.

—¿Has encontrado todo esto en un solo día?

—No me ha costado mucho. Bastó con una sencilla búsqueda en la red.

A su espalda, Ten-A-Fly decía:

—¿Puedo verlo?

Se dio la vuelta. Ahí estaban todos, los restantes miembros del Club de los Padres.

—¿Estabais escuchándonos?

—No te ofendas —dijo Doug—. La gente viene aquí y se pone a hablar a gritos de las cosas más privadas. Es como si pensaran que les han puesto encima una campana aislante. Te acostumbras a poner la oreja. Phil, todo ese follón de la estafa… ¿es el motivo por el que te despidieron?

—No. Fue la excusa. Me echaron igual que a todos vosotros.

Ten-A-Fly se inclinó para hacerse con las hojas. Se puso unas gafas de lectura y procedió a su estudio.

—Sigo sin entender qué tiene que ver todo esto con la chica desaparecida —dijo Phil.

—Puede que nada —dijo Wendy—. Pero vayamos paso a paso. Te ves metido en un escándalo. Tú aseguras ser inocente.

—Soy inocente. ¿Por qué te crees que estoy en libertad? Si mi empresa tuviera alguna prueba, ya estaría en la cárcel. Saben que las acusaciones eran pura filfa.

—Pero ¿no te das cuenta? Eso lo explica todo. Piensa en Dan. Acabó saliendo de rositas. Y que yo sepa, ni Steve Miciano ni Farley Parks están en prisión. No se ha podido probar ninguna de las acusaciones contra vosotros… Pero esas acusaciones os hundieron.

—¿Y bien?

—¿Estás de broma, Phil? —dijo Doug.

Wendy asintió.

—Cuatro tíos de Princeton, todos en la misma clase, viviendo juntos en la universidad, y les cae un escándalo a cada uno con cosa de un año de diferencia.

Phil se lo pensó.

—Menos a Kelvin.

—Aún no lo sabemos —dijo Wendy—. Tenemos que encontrarle para cerciorarnos.

Owen, el del bebé colgando del pecho, dijo:

—Igual es el tal Kelvin el que está detrás de todo.

—¿Detrás de qué? —dijo Phil mirando a Wendy—. Esto es una broma, ¿no? ¿Por qué iba a querer Kelvin hacernos daño?

—Hombre… —dijo Doug—. Una vez vi una peli que iba de eso. Phil, ¿formabais parte de Skull & Bones o de alguna otra sociedad secreta?

—¿Qué? No.

—Igual os cargasteis a una chica y enterrasteis su cuerpo, y ahora se está vengando de vosotros. Creo que es lo que pasaba en esa película.

—Déjalo, Doug.

—Pero no va del todo desencaminado —dijo Wendy—. Vamos a ver, dejando aparte el melodrama, ¿pudo haber sucedido algo en Princeton?

—¿Como qué?

—Algo que llevara a que alguien fuese a por vosotros al cabo de tantos años.

—No.

Lo dijo con demasiada rapidez. Ten-A-Fly seguía mirando a través de sus gafas de media luna —ofreciendo un aspecto insólito en un rapero—, estudiando los papeles.

—Owen —dijo.

Y el tío de la mochilita se le acercó. Fly rompió un trozo de papel.

—Esto es un videoblog. Búscalo en la red y a ver qué encuentras.

—Sin problemas —dijo Owen.

—¿Qué estás pensando? —le preguntó Wendy al rapero de las antiparras.

Pero Ten-A-Fly seguía pasando páginas. Volvió a mirar a Phil. Tenía los ojos clavados en el suelo.

—Piensa, Phil.

—No pasó nada.

—¿Teníais enemigos?

Phil frunció el ceño.

—Solo éramos una pandilla de universitarios.

—Aun así. Igual os metisteis en alguna pelea. Puede que uno de vosotros le levantara la novia a alguien.

—No.

—¿No se te ocurre nada?

—No hay nada. Te lo aseguro. Estás llamando a la puerta equivocada.

—¿Y qué me dices de Kelvin Tilfer?

—¿Qué quieres que te diga?

—¿Nunca se sintió marginado por vosotros?

—No.

—Era el único negro del grupo.

—¿Y qué?

—Solo estoy dando palos de ciego —dijo Wendy—. ¿Tal vez le sucedió algo a él?

—¿En clase? No. Kelvin era rarito, un genio de las matemáticas, pero nos caía bien a todos.

—¿A qué te refieres con lo de «rarito»?

—Pues raro, diferente, especial, un poco disperso. Llevaba unos horarios extrañísimos. Le gustaba salir a pasear avanzada la noche. Hablaba en voz alta cuando se enfrentaba a problemas matemáticos. Era raro en plan sabio loco. Hay mucha gente así en Princeton.

—¿Y no recuerdas ningún incidente en la universidad?

—¿Algo que le llevara a hacer algo así? No, en absoluto.

—¿Y algo más reciente?

—No he hablado con Kelvin desde que acabamos la carrera. Ya te lo he dicho.

—¿Por qué no?

Phil respondió a la pregunta con otra pregunta:

—¿A qué universidad fuiste, Wendy?

—A Tufts.

—¿Aún te tratas con alguien de allí?

—No.

—Pues yo tampoco. Éramos amigos. Perdimos el contacto. Como el noventa y nueve por ciento de las amistades universitarias.

—¿Alguna vez acudió a reuniones de exalumnos o cosas por el estilo?

—No.

Wendy le dio vueltas al asunto. Intentaría contactar con el departamento de exalumnos de Princeton. Igual tenían algo.

—He encontrado algo —dijo Ten-A-Fly.

Wendy se volvió hacia él. Vale, el atuendo seguía siendo ridículo —esos pantalones holgados y flojos, la gorra con la enorme visera, la camiseta de Ed Hardy…—, pero resultaba sorprendente comprobar cómo es la actitud lo que define a un personaje. Ten-A-Fly había desaparecido. Norm había vuelto.

—¿De qué se trata? —le preguntó.

—Antes de que me echaran, yo trabajé en marketing para varias compañías por Internet. Nuestra principal tarea consistía en que la empresa fuese conocida de manera positiva. Crear interés por ella, sobre todo en la red. Así pues, nos dedicamos a conciencia al marketing viral. ¿Sabes en qué consiste?

—No —reconoció Wendy.

—Se ha hecho tan importante que pronto resultará irrelevante: todo el mundo lo practicará y nadie se enterará de nada. Pero de momento, aún funciona. Incluso lo estamos utilizando para mi personaje rapero. Pongamos que estrenan una película. De inmediato, aparecen grandes reseñas o comentarios positivos en los tráileres de YouTube, en los boletines de cine, en unos blogs que la ponen por las nubes, etcétera. La mayoría de los primeros comentarios son falsos. Están escritos por un grupo de marketing contratado por la productora.

—Vale, ¿y eso qué pinta aquí?

—Resumiendo, aquí alguien lo hizo al revés. Con Farley Parks y el tal Miciano, seguro. Montaron blogs y lanzaron tweets. Pagaron a buscadores para que cuando quisieras saber algo de ellos, las entradas virales tuvieran preferencia y estuvieran al principio de la página. Es como el marketing viral, pero en vez de ayudar, destruye.

—Entonces —dijo Wendy—, si yo, por ejemplo, quisiera saber cosas del doctor Steve Miciano y lo buscase en la red…

—Encontrarías comentarios negativos a punta pala —terminó la frase Ten-A-Fly—. Páginas y páginas. Por no hablar de tweets, apuntes en redes sociales, mails anónimos…

—Nos pasó algo así cuando yo estaba en Lehman —dijo Doug—. Había gente que se metía en la red para decir cosas buenas de alguien, de manera anónima o con nombre falso, pero siempre había alguien que tenía algún interés oculto. Y lo contrario, claro está. Podías colgar rumores sobre un competidor peligroso al que acusabas de estar al borde de la bancarrota. Ah, y recuerdo una vez que un columnista financiero de la red dijo que Lehman se estaba hundiendo, ¿y sabéis qué? De repente, la blogosfera se llenó de falsas acusaciones contra él.

—Así pues, ¿todas estas acusaciones son un invento? —preguntó Wendy—. ¿Nunca detuvieron a Miciano?

—No —dijo Fly—, eso es cierto. Lo sacó un diario de verdad en un sitio de verdad. Pero las otras cosas que aparecen sobre él… Vamos a ver, mira lo que dicen en ese blog de que era un traficante de drogas. Y lo que dicen en ese otro de que había una prostituta en lo de Farley Parks. Páginas enteras escritas por alguien anónimo que no ha escrito nada más, solo los textos condenatorios de esa gente.

—O sea, que son todo maledicencias —concluyó Wendy.

Ten-A-Fly se encogió de hombros.

—Yo no digo que no lo hicieran. Puede que todos sean culpables… Menos tú, Phil, eso lo tenemos claro. Lo que estoy diciendo es que alguien quería que todo el mundo se enterase de sus desgracias.

Lo cual, como bien sabía Wendy, encajaba con su teoría del hundimiento por escándalo.

Ten-A-Fly miró a su espalda.

—¿Tienes algo, Owen?

Sin levantar la vista del ordenador, este repuso:

—Puede que pronto.

Ten-A-Fly siguió estudiando sus papeles. Un camarero gritó un encargo complicado a base de café semidescafeinado, espuma y un uno por ciento de soja. Otro tomaba notas en un vaso de cartón. La máquina de café sonaba como el silbido de una locomotora, ahogando los temas del Truño.

—¿Y el pedófilo que atrapaste? —preguntó Ten-A-Fly.

—¿Qué pasa con él?

—¿Recibió ataques virales?

—No se me había ocurrido comprobarlo.

—¿Owen? —dijo Ten-A-Fly.

—Estoy en ello. Dan Mercer, ¿no? —Wendy asintió y Owen pulsó unas cuantas teclas—. No hay gran cosa sobre Dan Mercer, solo unas pocas notas. Pero tampoco hace ninguna falta: el tío apareció en todos los periódicos.

—Tienes razón —dijo Ten-A-Fly—. Wendy, ¿cómo te enteraste de lo de Mercer?

Wendy ya se lo estaba preguntando mentalmente, y no le convencía gran cosa el camino que empezaba a recorrer.

—Me llegó un mail anónimo.

Phil meneó la cabeza, lentamente. Los demás se quedaron con la mirada ida unos instantes.

—¿Y qué decía ese email? —preguntó Ten-A-Fly.

Wendy sacó la Blackberry. Aún conservaba ese correo electrónico. Lo encontró, lo puso en pantalla y le pasó el chisme a Ten-A-Fly.

«Hola, he visto algunas veces tu programa. Creo que deberías prestar atención a un tío siniestro que he conocido en la red. Tengo trece años y estaba participando en un chat de SocialTeen. El tío hacía como que tenía mi edad, pero resultó que era mucho mayor. Creo que tiene unos cuarenta. Es igual de alto que mi padre —o sea, un metro ochenta— y tiene los ojos verdes y el pelo rizado. Parecía tan amable que quedé con él para ir al cine y me obligó a ir a su casa. Fue horroroso. Tengo miedo de que les haya hecho lo mismo a otras chicas porque sé que trabaja con niños. Por favor, haga lo que pueda para que no haga daño a más chicas.

Ashlee (no es mi auténtico nombre, ¡lo siento!).

P. D. Ahí va un link con la sala de chats de SocialTeen. Su seudónimo es DrumLover 17».

Todos leyeron el mail en silencio y por turnos. Wendy estaba atónita. Cuando Ten-A-Fly le devolvió el móvil, le dijo:

—Supongo que intentó responderle, ¿no?

—Sí, pero nadie se dio por aludido. Intentamos rastrear el mensaje, pero no llegamos a ningún lado. Os aseguro que no me basé exclusivamente en ese mail —añadió Wendy, intentando aparentar que no se ponía excesivamente a la defensiva—. Quiero decir que eso solo fue el principio. Nos movemos a partir de ahí, pero es lo que hacemos siempre. Entramos en chats y hacemos como que somos unas crías para ver si sale a la palestra algún pervertido. O sea, que entramos en el chat de SocialTeen de la manera habitual. DrumLover 17 estaba ahí. Aparentaba ser un chico de diecisiete años que tocaba la batería. Organizamos un encuentro y apareció Dan Mercer.

Ten-A-Fly dijo que sí con la cabeza.

—Recuerdo haber leído algo al respecto. Mercer sostenía que creía haber quedado con otra chica, ¿verdad?

—Exacto. Trabajaba en un refugio para personas sin hogar. Aseguraba que una chica a la que ayudaba le había citado en nuestra casa trampa. Pero tened presente que teníamos evidencias de lo más sólidas: los chats de DrumLover 17 y los correos electrónicos, muy explícitos, enviados a nuestra niña falsa de trece años desde un ordenador portátil que se encontró en casa de Dan Mercer.

Nadie comentó nada al respecto. Doug hizo como que daba un golpe de raqueta. Phil parecía que acabara de recibir un martillazo en la cabeza. Solo Ten-A-Fly se mantenía en danza. Miró a Owen.

—¿Ya estás?

—Necesitaré el ordenador de mesa para un análisis más completo de los vídeos —repuso Owen.

Wendy estaba preparada para pasar al siguiente tema.

—¿Qué andas buscando?

El bebé que Owen llevaba colgado al cuello se le había quedado dormido contra el pecho, con la cabeza torcida de esa manera que a Wendy siempre la había puesto nerviosa. Le vino otro recuerdo: John llevando a Charlie en una mochilita. Volvió a preguntarse qué haría ahora John con su hijo, que ya era casi un hombre, y le entraron ganas de llorar por todo lo que el pobre se había perdido. Eso era lo que siempre la atormentaba, en cada cumpleaños, en cada comienzo de curso, cuando veían la tele juntos, en cualquier situación. No se trataba únicamente de lo que Ariana Nasbro les había arrebatado a Charlie y a ella, sino también de aquello de lo que había desposeído a John. Todo lo que le había obligado a perderse.

—Owen trabajó como técnico en un programa matutino de televisión —explicó Phil.

—Voy a simplificar esto todo lo que pueda —dijo Owen—. ¿Sabes que tu cámara digital funciona con megapíxeles?

—Sí.

—Muy bien, pues pongamos que haces una foto y la cuelgas en la red. Digamos que las medidas son diez por quince. Cuantos más megapíxeles, más pesa el archivo. Pero por regla general, digamos que una imagen de cinco megapíxeles es básicamente igual a otra del mismo tamaño, sobre todo, si ha sido tomada por la misma cámara.

—Vale.

—Lo mismo puede decirse de los vídeos digitales descargados, como estos. Cuando vuelva a casa, puedo dedicarme a buscar efectos especiales y otras señales reveladoras. Pero ahora y aquí, lo único que puedo ver es el tamaño del archivo, y luego puedo dividir el tiempo. Dicho de una manera sencilla, se utilizó el mismo tipo de grabadora de vídeo para hacer estos dos. Por sí solo, eso no significa gran cosa. Se han vendido cientos de miles de video-cámaras iguales. Pero merece la pena investigar.

Ahora estaban todos juntos, el Club de los Padres al completo: Norm, alias Ten-A-Fly el rapero, Doug el tenista, Owen el de la mochilita y Phil el del supertraje.

—Queremos ayudar —dijo Ten-A-Fly.

—¿Cómo? —le preguntó Wendy.

—Queremos demostrar la inocencia de Phil.

—Norm… —dijo este.

—Eres nuestro amigo, Phil.

Los demás emitieron un murmullo para confirmarlo.

—Déjanos, ¿vale? No tenemos nada mejor que hacer, aparte de reunirnos aquí y dar pena. Ya está bien de regodearse en el fracaso. Volvamos a hacer algo constructivo… Utilicemos nuestra experiencia.

—No puedo pediros que hagáis algo así —dijo Phil.

—No hace falta que nos lo pidas —siguió Norm—. Sabes que queremos hacerlo. Joder, puede que lo necesitemos más que tú.

Phil no dijo nada.

—Podemos empezar con lo del marketing viral, ver si podemos averiguar de dónde salió. Podemos ayudarte a encontrar al compañero de cuarto que falta, ese tal Kelvin. Todos tenemos críos, Phil. Si mi hija estuviese desaparecida, agradecería toda la ayuda que pudiera obtener.

Phil asintió.

—De acuerdo —dijo—. Gracias.

Todos tenemos algún talento. Eso decía Ten-A-Fly. Había que utilizar la propia experiencia. Había algo en esas frases que a Wendy se le quedó grabado. Experiencia. Tenemos una tendencia a inclinarnos hacia aquello que se nos da bien, ¿no es cierto? Wendy veía los escándalos con ojos de periodista. Ten-A-Fly los observaba con los de un gurú del marketing. Owen, a través del objetivo de una cámara…

Al cabo de unos minutos, Ten-A-Fly acompañó a Wendy hasta la puerta.

—Nos mantendremos en contacto —le dijo.

—En tu caso, yo no sería tan dura conmigo misma —dijo ella.

—¿A qué te refieres?

—A lo que decías del fracaso. —Wendy señaló el ordenador con un movimiento de cabeza—. Un fracasado no le saca seiscientos dólares a una cinta para el pelo usada.

Ten-A-Fly sonrió.

—Eso te ha impresionado, ¿verdad?

—Sí.

El rapero se le acercó un poco más y susurró.

—¿Te apetece saber un secretito?

—Por supuesto.

—La compradora es mi mujer. De hecho, tiene dos personajes distintos en la red y apuesta contra sí misma para que la cosa tenga buena pinta. Ella cree que no lo sé.

Wendy asintió.

—Eso me da la razón.

—¿De qué manera?

—¿Cómo puede ser un fracasado alguien al que su mujer quiere tanto?