21

Wendy estaba frente a la cinta que delimitaba la escena del crimen y, micrófono en mano, hablaba para sus espectadores de la NTC News.

—Y quedamos a la espera de más noticias —dijo, intentando añadirle seriedad a su parlamento sin incurrir en ese tono melodramático tan propio de la televisión—. Desde el parque estatal de Ringwood, al norte de Nueva Jersey, Wendy Tynes para NTC News.

Bajó el micrófono. Sam, el cámara, le dijo:

—Habría que repetirlo.

—¿Por qué?

—Se te ha soltado la cola de caballo.

—No pasa nada.

—Venga, póntela bien. Es cosa de dos minutos. Vic querrá otra toma.

—Que se joda.

Sam la miró atónito.

—Estás de broma, ¿no?

Pero ella no dijo nada.

—Oye, tú eres la que se cabrea cuando emitimos algo con el maquillaje corrido —siguió Sam—. ¿Y ahora te pones estricta? Venga, hagamos una más.

Wendy le pasó el micrófono y se alejó de allí. Evidentemente, Sam tenía razón. Ella era una reportera de televisión. Cualquiera que piense que el aspecto carece de importancia en esa industria o es un ingenuo o es un descerebrado. Claro que el aspecto importa, y Wendy había repetido tomas las veces que hiciera falta en situaciones igualmente siniestras.

O sea, que ya podía añadir el término «hipocresía» a su creciente lista de fracasos.

—¿Adónde vas? —le preguntó Sam.

—Llevo el móvil. Llámame si pasa algo.

Se encaminó hacia el coche. Tenía planeado llamar a Phil Turnball, pero entonces recordó que la mujer de este, Sherry, le había dicho que Phil pasaba la mañana a solas con las ofertas de empleo en el Suburban Diner de la carretera 17. Y eso estaba a unos veinte minutos de allí.

Las clásicas cafeterías de la Nueva Jersey de antaño tenían unas maravillosas y brillantes paredes de aluminio. Las «nuevas» —que databan de finales de los sesenta— lucían una fachada de piedra falsa que a Wendy le hacía echar de menos… pues eso, el aluminio. De todos modos, los interiores habían cambiado muy poco. Seguía habiendo una pequeña máquina de discos en cada mesa; taburetes giratorios en la barra; donuts protegidos por campanas de cristal como la que cubría el teléfono de Batman; fotos desvaídas por el sol de celebridades locales de las que nunca habías oído hablar; un gañán con pelo en las orejas detrás de la caja registradora; y una camarera que te llamaba «chata» y te caía bien solo por eso.

En la máquina de discos sonaba el éxito de los ochenta True, de Spandau Ballet, una selección peculiar para las seis de la mañana. Phil Turnball ocupaba un reservado en un rincón. Llevaba un traje gris a rayas y una corbata amarilla de las de arrasar en las reuniones. No estaba leyendo el diario. Miraba fijamente su taza de café como si pudiera encontrar alguna respuesta en su interior.

Wendy se acercó a él y esperó a que levantara la vista. No lo hizo.

Mirando hacia abajo, le preguntó:

—¿Cómo supiste que estaría aquí?

—Tu mujer me lo comentó.

Phil sonrió sin la menor alegría.

—¿Ahora lo va contando por ahí?

Wendy no dijo nada.

—Cuéntame, ¿cómo fue exactamente la conversación? Ah, y mi patético marido va cada mañana a esa cafetería para autocompadecerse.

—No fue así en absoluto —dijo Wendy.

—Vale.

Más valía no seguir por ahí.

—¿Te importa si me siento?

—No tengo nada que decirte.

El periódico estaba abierto por la historia del iPhone de Haley encontrado en la habitación del motel donde se hospedaba Dan Mercer.

—¿Estás leyendo lo de Dan?

—Pues sí. ¿Has venido a defenderle? ¿O ha sido todo un timo desde el principio?

—No te entiendo.

—¿Sabías antes de ayer que Dan había secuestrado a esa chica? ¿Pensaste que yo no hablaría si me explicabas tus auténticas intenciones, o por eso hiciste como que querías salvar su reputación?

Wendy se sentó a la mesa, frente a él.

—Nunca dije que quisiera salvar su reputación. Lo que dije es que quería averiguar la verdad.

—Muy noble de tu parte —ironizó Phil.

—¿Por qué estás siendo tan hostil?

—Te vi hablando con Sherry anoche.

—Sí, ¿y qué?

Phil Turnball cogió la taza de café con ambas manos, un dedo en el asa y los de la otra mano para mantener el equilibrio.

—Querías convencerla de que tenía que hacerme colaborar.

—Te lo vuelvo a decir: sí, ¿y qué?

Phil tomó un sorbo de café y dejó la taza sobre la mesa con sumo cuidado.

—No sabía qué pensar. Vamos a ver, lo que dijiste de que a Dan le habían tendido una trampa tenía cierta lógica. Pero ahora —señaló con la barbilla el artículo sobre el iPhone de Haley—, ¿qué más da?

—Puede que seas de ayuda para encontrar a una chica desaparecida.

Phil meneó la cabeza de lado a lado y cerró los ojos.

—¿Qué?

La camarera, que era del modelo que su padre solía definir como «lagarta» —una rubia de bote, gorda y mal teñida, con un lápiz en la oreja—, dijo:

—¿Les traigo algo?

Vaya, hombre, se dijo Wendy: no la había llamado «chata».

—Nada, gracias —respondió.

Y la «lagarta» desapareció. Phil seguía con los ojos cerrados.

—¿Phil?

—¿Off the record? —preguntó este.

—De acuerdo.

—No sé cómo decirlo sin que parezca algo que no es.

Wendy se mantuvo a la espera, dejándole que se tomara su tiempo.

—Mira, Dan y ese rollo sexual…

La voz le empezó a flojear. A Wendy le entraron ganas de hacerle hablar a bofetadas. ¿Rollo sexual? Tratar de verse con una menor y, tal vez, secuestrar a otra no era algo que se pudiera definir inocentemente como «rollo sexual». Pero tampoco era el momento adecuado para ponerse moralista. Así pues, volvió a callar y a esperar.

—No me malinterpretes. No estoy diciendo que Dan fuese un pedófilo. No era eso.

Se interrumpió de nuevo, y esta vez Wendy no tuvo muy claro que fuese capaz de continuar sin ayuda.

—¿Y qué era? —preguntó.

Phil hizo un amago de abrir la boca, se detuvo y se puso a menear la cabeza con aires de preocupación.

—Digamos que Dan no les hacía ascos a las muy jovencitas. No sé si me explico.

A Wendy se le cayó el alma a los pies.

—Cuando te refieres a las muy jovencitas…

—Había momentos (ten presente que eso fue hace más de veinte años, ¿vale?) en los que Dan prefería la compañía de jovencitas. No era en plan pedófilo ni nada. No era nada malsano. Pero le gustaba ir a fiestas de instituto. E invitaba a chicas muy jóvenes a los eventos del campus y cosas así.

A Wendy se le había secado la boca.

—¿Cómo de jóvenes?

—No lo sé. No les pedía el carné de identidad.

—¿Cómo de jóvenes, Phil?

—Ya te he dicho que no lo sé. —Hizo una mueca—. Ten presente que éramos universitarios de primer curso. Todos teníamos dieciocho o diecinueve años. Vale, igual esas chicas aún iban al instituto. Pero no es para tanto, ¿no? Puede que tuvieran unos años menos que nosotros. Dos, tres, tal vez cuatro.

—¿Cuatro? O sea, ¿chicas de catorce?

—No lo sé. Yo solo te lo cuento. Y tú también sabes cómo van las cosas. Hay crías de catorce años que parecen mucho mayores. El modo en que se visten y eso. Es como si quisieran llamar la atención de los mayores.

—No sigas por ahí, Phil.

—Tienes razón. —Se frotó la cara con las manos—. Dios, pero si tengo hijas de esa edad. No le estoy defendiendo. Solo intento explicártelo. Dan no era un pervertido, ni un violador, pero bueno, ¿podías pensar que igual lo intentaba con una jovencita? Pues igual sí. Pero que fuese capaz de secuestrar a una, que pudiera hacerle daño… No, eso no lo creo.

Dejó de hablar y se reclinó en el asiento. Wendy seguía absolutamente erguida. Volvió a lo que sabía sobre la desaparición de Haley McWaid: nada de asalto. Nada de violencia. Nada de llamadas. Nada de mensajes. Nada de señales de rapto. Ni siquiera una cama sin hacer.

Igual lo habían entendido todo al revés.

Empezó a construir una teoría en la cabeza. Era incompleta y se basaba en demasiadas insinuaciones y dudosas evidencias, pero tenía que elaborarla. Siguiente paso: volver al bosque y encontrar al sheriff Walker.

—Me tengo que ir.

Phil se la quedó mirando.

—¿De verdad crees que Dan le hizo daño a esa chica?

—Ya no tengo ni idea. Te lo aseguro.