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El sol salió a las cinco cuarenta y cinco de la mañana.

Patricia McWaid, la hermana pequeña de Haley, estaba en medio de la tormenta de actividad y no se movía. Desde que la policía encontró el iPhone de Haley, parecía que habían regresado esos primeros días de estupor: de colgar carteles, de llamar a todas sus amigas, de visitar sus lugares favoritos, de poner al día la web sobre su desaparición, de dejar fotografías suyas en los centros comerciales de la zona.

El investigador Tremont, que tan bien se había portado con su familia, parecía haber envejecido diez años en los últimos días. Se esforzó en sonreír a la muchacha y le dijo:

—¿Qué tal estás, Patricia?

—Bien, gracias.

Frank le dio una palmadita en el hombro y siguió adelante. A Patricia, eso se lo hacía mucha gente. No destacaba. No aparentaba nada especial. Y la verdad es que tampoco le molestaba. Hay mucha gente que no tiene nada de especial, aunque ellos crean que sí. Patricia estaba a gusto con su situación… O por lo menos, lo había estado. Echaba de menos a Haley. Patricia no buscaba la atención de nadie. A diferencia de su hermana mayor, odiaba la competición y evitaba las candilejas. Ahora, en el cole, era una «famosa apenada», y las chicas más populares se mostraban amistosas con ella, pues querían estar a su lado para luego poder decir en las fiestas: «Ah, ¿la chica desaparecida? ¡Pero si soy muy amiga de su hermana!».

La madre de Patricia estaba ayudando a organizar los equipos de búsqueda. Mamá era pura fuerza, como Haley, ambas caminaban como panteras, como si hasta un paseo representara un reto para aquellos que las rodeaban. Haley mandaba. Siempre. Y Patricia obedecía. Había quien pensaba que eso le molestaba, pero no era así. A veces su madre la tomaba con ella y le decía: «Tienes que ser más decidida», pero Patricia nunca veía la necesidad de serlo. No le gustaba tomar decisiones. La película que Haley quería ver, a ella ya le parecía bien. Le daba igual comer comida china o italiana. ¿Qué más daba? Si te paras a pensarlo, ¿qué interés tiene ser decidida?

Las furgonetas de los periodistas habían sido congregadas en una zona vallada, como había visto hacer en las películas a los vaqueros con el ganado. Patricia detectó a esa mujer de la voz de pito y el pelo congelado de un canal por cable. Uno de los reporteros se saltó la barricada y llamó a Patricia por su nombre. Le dedicó una sonrisa llena de dientes y le enseñó un micrófono, como si fuese un caramelo con el que tratara de atraerla hacia su vehículo. Tremont se acercó al reportero y le dijo que se fuera a tomar por c… al otro lado de la valla.

Un equipo de otro canal empezó a colocar la cámara. Patricia reconoció entre el grupo a aquella periodista tan guapa. Su hijo, Charlie Tynes, iba con ella al instituto. El padre de Charlie había muerto atropellado por una conductora borracha cuando era joven. Su mamá le había explicado la historia. Y cada vez que se cruzaban con la señora Tynes en un partido, en el supermercado o donde fuese, Patricia, Haley y mamá bajaban el volumen de la voz, como muestra de respeto o puede que de temor, preguntándose, suponía Patricia, cómo sería su vida si un conductor borracho le hiciera algo así a su papá.

Llegaron más policías. Su padre les recibió, forzándose a sonreír y estrechando manos como si se presentara al Senado. Patricia se parecía más a su padre: súmate al redil. Pero su padre había cambiado. Todos lo habían hecho, suponía, pero algo en el interior de su progenitor se había hecho añicos, y Patricia no estaba segura de que, aunque Haley volviera a casa, el hombre pudiera recuperarse. Seguía teniendo el aspecto de siempre, sonreía igual, trataba de hacer el payaso y reírse y hacer todas esas cosas que reafirmaban su personalidad, pero era como si estuviese vacío, como si hubiera perdido todo lo que tenía dentro, como si fuera el personaje de una de esas películas en las que los extraterrestres sustituyen a los humanos por clones sin alma.

Había perros policía, grandes daneses, y Patricia se acercó a ellos.

—¿Los puedo acariciar? —preguntó.

—Claro —dijo un agente tras breves instantes de duda.

Patricia rascó a uno de los perros por detrás de las orejas, y al bicho se le salió la lengua en señal de agradecimiento.

La gente suele hablar de lo mucho que te marcan tus padres, pero Haley era la persona más dominante de su vida. Cuando las chicas del segundo grado empezaron a tomarla con Patricia, Haley le partió la cara a una de ellas como aviso para las demás. Cuando unos chicos las abordaron ante el Madison Square Garden —Haley se había llevado a su hermanita a ver a Taylor Swift—, Haley se plantó delante de ella y les dijo a los chavales que se fueran a la porra. En Disneylandia, sus padres habían dejado que Haley y Patricia salieran solas una noche. Acabaron encontrando a unos chicos mayores y emborrachándose en el All-Stars Sport Resort. Una buena chica se habría abstenido de hacer algo así. Y no es que Haley no lo fuese, pero seguía siendo una adolescente. Esa noche, tras beberse su primera cerveza, Patricia se enrolló con un tío llamado Parker, pero Haley se aseguró de que las cosas no se desmadraran.

—Empezaremos por la parte más profunda del bosque —oyó que el investigador Tremont le decía al agente que se encargaba de los perros.

—¿Por qué?

—Porque si la chica está viva, si ese cabrón construyó algún tipo de refugio para esconderla, tiene que estar muy alejado del sendero, pues si no, alguien lo habría descubierto ya. Pero si está cerca de la pista…

Bajó el volumen de su voz, no quería que Patricia pudiera oírle, pero ella se dio cuenta. Patricia miró hacia el fondo del bosque, acarició al chucho e hizo como que no oía nada. Durante los últimos tres meses, Patricia lo había bloqueado todo. Haley era fuerte. Sobreviviría. Era como si su hermana mayor se hubiese limitado a embarcarse en una extraña aventura de la que pronto regresaría.

Pero ahora, mirando hacia la espesura y acariciando a ese perro, se imaginó lo inevitable: Haley a solas, asustada, herida, llorosa. Patricia apretó fuerte los ojos. Frank Tremont echó a andar hacia ella. Se quedó delante de la chica, se aclaró la garganta y esperó a que abriera los ojos. Cosa que hizo al cabo de unos instantes, quedándose a la espera de sus palabras de consuelo. Pero no tenía ninguna que ofrecerle. Solo podía quedarse ahí de pie, bamboleándose, indeciso.

Por consiguiente, Patricia volvió a cerrar los ojos y siguió acariciando al perro.