19

Frank Tremont y Mickey Walker siguieron a Stanton por el pasillo.

—Hester Crimstein es un tiburón amoral cuyos escrúpulos avergonzarían a una puta callejera —dijo Walker—. Supongo que eres consciente de que todo ese rollo sobre tu supuesta incompetencia solo era para desmoralizarnos.

—Ya.

—Te has entregado a este caso. Has hecho más que nadie.

—Cierto.

—Igual que el FBI y los ases del perfil y toda tu oficina. Nadie podía prever algo así.

—¿Mickey?

—¿Sí?

—Si necesito que me achuchen —dijo Frank—, me buscaré a alguien más femenino y macizo que tú, ¿vale?

—De acuerdo.

Stanton les condujo a una habitación, en un rincón del sótano, en la que estaban los especialistas tecnológicos. El iPhone de Haley McWaid estaba enchufado a un ordenador. Stanton señaló la pantalla.

—Eso de ahí es, básicamente, el teléfono ampliado para que lo puedan ver más grande.

—Vale —dijo Frank Tremont—. ¿Qué ocurre?

—He encontrado algo en una apli.

—¿Una qué?

—Una apli. Una aplicación para móvil.

Tremont se agarró el cinturón y se subió los pantalones.

—Tú habla como si yo fuese un fósil que aún no ha aprendido a programar el Betamax.

Stanton apretó un botón. La pantalla se oscureció y aparecieron unos pequeños iconos claramente alineados en tres filas.

—Son aplicaciones de iPhone. Miren, la chica tenía iCal, que es donde apuntaba las citas, como partidos de lacrosse y deberes, en un calendario; Tetris: eso es un juego, igual que el Moto Chaser; Safari es su buscador de Internet; el iTunes es para descargarse canciones. A Haley le encanta la música. Hay otra aplicación musical que se llama Shazam. Sirve para…

—Creo que ya lo hemos pillado —dijo Walker.

—Lo siento.

Frank se quedó mirando el iPhone de Haley. Se preguntaba cuál sería la última canción que habría oído. ¿Le gustaba el rock acelerado o prefería las baladas melancólicas? Como el carcamal que era, Frank se había burlado lo suyo de esos chismes y de los chavales que iban de aquí para allá con auriculares y enviando mensajitos, pero en cierta manera, el cachivache en cuestión representaba una vida. Sus amigos figurarían en la agenda, las tareas escolares en el calendario, las canciones favoritas en alguna lista y las fotos que la hacían sonreír —como la que le sacaron junto a Mickey Mouse— en algún archivo.

La acusación de Hester Crimstein seguía allí. Cierto, Dan Mercer no tenía antecedentes por violencia o violación, parecía que solo le iban las muy jovencitas y, realmente, el hecho de que su exmujer viviera en la misma y poblada ciudad no constituía ningún aviso serio. Pero las palabras de Crimstein sobre su incompetencia habían sacado de quicio a Frank, tal vez porque temía que hubiese algo de verdad en ellas.

Debería haberlo visto.

—En cualquier caso —dijo Stanton—, no quiero entrar en detalles, pero todo esto es un poco extraño. Haley descargó un montón de canciones, como cualquier otra adolescente, pero ninguna desde su desaparición. Lo mismo puede decirse de su relación con la red. Sabemos todos los sitios que visitaba en el iPhone porque te los muestra el servidor. Pero lo que encontré en el servidor no les va a sorprender gran cosa. Había hecho algunas búsquedas en la Universidad de Virginia. Intuyo que estaba cabreada por no haber entrado, ¿no?

—Exacto.

—Y también había una búsqueda sobre una chica llamada Lynn Jalowski, que es de la zona oeste del condado de Orange, una jugadora de lacrosse que sí entró en esa universidad, lo cual me hace pensar que podía estar estudiando a una rival.

—Todo eso ya lo sabemos —dijo Frank.

—Vale: el servidor. Entonces también estará al corriente de los mensajes instantáneos, textos varios y cosas así, pero debo informarle de que Haley usaba todo esto mucho menos que la mayoría de sus amigos. Pero mire, hay una aplicación separada para Google Earth que no sabemos exactamente cómo interpretar. Supongo que ya sabe de qué va.

—Ilústrame.

—Mire esto. Básicamente, es un GPS insertado.

Stanton agarró el iPhone de Haley y seleccionó una imagen de la Tierra. El globo gigante se movió y entonces la cámara hizo un zoom hacia abajo y el planeta se fue haciendo más grande —primero Estados Unidos, luego la costa Este, a continuación Nueva Jersey—, hasta que se detuvo a unos cien metros del edificio en el que ahora se hallaban. Ponía: «calle Market Oeste, 50, Newark, Nueva Jersey».

A Frank casi se le desencaja la mandíbula.

—¿Eso nos informará de todos los sitios en que ha estado el iPhone?

—Qué más quisiéramos —dijo Stanton—. No. Hay que ponerlo en marcha y Haley no lo hizo. Pero puedes buscar cualquier dirección o cualquier lugar y ver una foto por satélite en el mapa. En cualquier caso, tengo algunos expertos intentando averiguar exactamente por qué, pero supongo que Google Earth ha sido programado para que nunca se encontraran las búsquedas de la chica en el servidor. El historial tampoco nos puede decir cuándo se hizo determinada búsqueda, solo el lugar.

—¿Y Haley buscaba lugares?

—Solo dos desde que se descargó la aplicación.

—¿A saber?

—Uno de esos lugares era su propio hogar. Supongo que cuando hizo la descarga, lo puso en marcha y le enseñó el sitio en que estaba. O sea, que eso no cuenta.

—¿Y la otra búsqueda?

Stanton clicó y el gigantesco globo de Google Earth volvió a girar. Vieron como el zoom se dirigía de nuevo hacia Nueva Jersey. Se detuvo en una zona arbolada con una edificación en el centro.

—El parque estatal de Ringwood —anunció Stanton—. Está a unos ochenta kilómetros de aquí. En el corazón de las montañas Ramapo. Ese edificio es la mansión Skylands, que está en mitad del parque. Rodeada, por lo menos, por cinco mil acres de bosque.

Hubo un par de segundos de silencio. Frank notaba cómo le latía el corazón. Miró a Walker. No hubo intercambio de palabras. No era necesario. Cuando te topas con algo así, lo ves claro y punto. El parque era bastante grande. Frank recordaba que, unos años atrás, algunos ecologistas se habían escondido en ese bosque durante más de un mes. Podías construirte una cabañita, ocultarla entre los árboles y los arbustos y encerrar a alguien en ella.

O también, claro está, podías enterrar a alguien donde nadie lo encontrase jamás.

Tremont fue el primero en mirar la hora. Medianoche. Más horas de oscuridad. Y de pánico. Llamó rápidamente a Jenna Wheeler. Si no contestaba, se presentaría en la puerta de su casa para arrancarle una respuesta.

—¿Dígame?

—A Dan le gustaba ir de excursión, ¿no?

—Pues sí.

—¿Tenía algún sitio preferido?

—Sé que le gustaba el sendero de Watchung.

—¿Y el parque estatal de Ringwood?

Silencio.

—¿Jenna?

Respondió al cabo de un momento.

—Sí —dijo con voz lejana—. Quiero decir, hace años, cuando aún estábamos casados, solíamos ir allí constantemente, a seguir el curso del arroyo Cupsaw.

—Vístase. Le enviaré un coche a recogerla. —Frank Tremont colgó el teléfono y se volvió hacia Walker y Stanton—. Helicópteros, perros, excavadoras, luces, palas, brigadas de rescate, guardabosques, cualquier hombre disponible, voluntarios locales. En marcha.

Walker y Stanton asintieron al unísono.

Frank Tremont volvió a abrir su móvil. Respiró hondo, notó el daño causado por las palabras de Hester Crimstein y, acto seguido, llamó a Ted y Marcia McWaid.

A las cinco de la mañana, a Wendy le despertó el teléfono a lo bestia. Solo llevaba un par de horas durmiendo. Había trasnochado navegando por la red, y había empezado a atar cabos. No había nada sobre Kelvin Tilfer. ¿Sería la excepción que confirmaba la regla? Aún no lo sabía. Pero cuanto más investigaba a los otros cuatro —cuanto más se introducía en sus historias—, más extraños le parecían los escándalos de esos cuatro exalumnos de Princeton.

Wendy descolgó a ciegas y consiguió emitir un saludo.

Vic se saltó las cortesías.

—¿Conoces el parque estatal de Ringwood?

—No.

—Está en Ringwood.

—Has debido de ser un reportero formidable, Vic.

—Vete para allá.

—¿Por qué?

—Porque es donde la poli está buscando el cuerpo de esa chica.

Se incorporó en el lecho.

—¿Haley McWaid?

—Exacto. Creen que Mercer la dejó tirada en el bosque.

—¿Y en qué se basan?

—Mi fuente me ha dicho algo del Google Earth en el móvil de la muchacha. Te enviaré un equipo de cámara.

—¿Vic?

—¿Qué?

Wendy se pasó la mano por el pelo, intentando aminorar la velocidad de su cerebro.

—No sé si voy a tener estómago para esto.

—Te acompaño en el sentimiento. Arreando.

Y colgó. Wendy salió de la cama, se duchó y se vistió. Siempre tenía el maquillaje televisivo a mano, lo cual resultaba algo frívolo en este caso, teniendo en cuenta a donde iba. Bienvenida al mundo de las noticias por televisión. Y como había dicho Vic de manera tan poética, te acompaño en el sentimiento.

Pasó ante el cuarto de Charlie. Aquello era un caos: la camiseta y los calzoncillos del día anterior estaban tirados en el suelo, hechos una bola. Pero cuando pierdes a un marido, aprendes a no perder el tiempo con cosas así. Le echó un vistazo a su hijo dormido y pensó en Marcia McWaid. Marcia también se había despertado así y había mirado así la habitación de su hija, para encontrarse una cama vacía. Y ahora, tres meses después, Marcia McWaid estaba a la espera de información mientras los agentes de la ley peinaban un parque estatal en busca de su hija desaparecida.

Eso era algo que la gente como Ariana Nasbro no acababa de entender. La fragilidad inherente a todo. Las consecuencias de un horror. Cómo cualquier descuido te puede arrojar a un pozo de desesperación. Cómo las cosas pueden ser irreparables.

Y una vez más, Wendy recitó en silencio la oración de todo progenitor: no dejes que nada le haga daño. Mantenlo a salvo, por favor.

Luego subió al coche y lo condujo hasta el parque estatal en el que la policía buscaba a la chica que no había estado en su cama aquella mañana.