Aunque un tanto confusa, Wendy puso punto final a su conversación telefónica con su antiguo (¿y puede que actual?) jefe, Vic Garrett, y colgó el auricular.
El iPhone de Haley McWaid había sido encontrado bajo la cama de Dan Mercer.
Intentó procesar la información recurriendo a sus emociones. Lo primero que pensó era también lo más obvio: lo sentía enormemente por la familia McWaid. Deseaba por encima de cualquier cosa que todo se resolviera a su favor. Vale, profundiza un poco más. Wendy estaba sorprendida, sí. Eso era lo que había. Demasiado sorprendida, tal vez. ¿No debería encontrar ahí algún tipo de alivio, por siniestro que fuera? ¿No era eso la prueba de que ella siempre había estado en lo cierto con respecto a Dan? Se había hecho algún tipo de justicia. Y ella no había sido un peón más a la hora de condenar a un hombre inocente que solo intentaba hacer el bien.
Pero ahí mismo, en la pantalla que tenía delante, estaba la página de Facebook dedicada a la promoción de Dan en Princeton. Cerró los ojos y se reclinó en el asiento. Vio la cara de Dan el día en que se conocieron, recordó la primera entrevista en el refugio, su entusiasmo por los chavales a los que había rescatado de la calle, la admiración con que le miraban esos críos, la manera en que ella se había sentido atraída por él. Dio un salto mental hacia el día de ayer en el maldito parque de caravanas, vio las heridas horribles en la misma cara, sus ojos muertos, recordó las ganas que ella tenía de abrazarle, pese a todo lo que sabía de él.
¿Puedes desechar tantas intuiciones?
Como se dice habitualmente, el diablo es un maestro del disfraz. Wendy había escuchado una docena de veces el ejemplo del famoso asesino en serie Ted Bundy. Pero lo cierto era que a ella Bundy nunca le había parecido ni lo más remotamente atractivo. Puede que se debiera a que conocía sus crímenes, pero esos ojos sin alma no le pasaban desapercibidos a nadie. Estaba convencida de que ella le habría encontrado baboso y repugnante, pues habría intuido la maldad que se escondía bajo su encanto aparente.
En cualquier caso, con Dan no había sentido nada de eso. Incluso el día en que murió, solo notó en él bondad y calidez. Y ahora ya era más que una intuición. Gracias a Phil Turnball. Y a Farley Parks. Aquí estaba pasando algo extraño, algo siniestro y malévolo.
Abrió los ojos y se inclinó hacia delante. Muy bien, Facebook. Ya se había registrado y encontrado la página del curso de Princeton, ¿pero cómo podía apuntarse? Tenía que haber una manera.
Habrá que preguntárselo al experto en Facebook, se dijo.
—¡Charlie!
Desde abajo:
—¿Qué?
—¿Puedes subir?
—No te oigo.
—¡Que subas!
—¿Cómo?
Y al cabo de un instante:
—¿Para qué?
—Tú hazme el favor de subir.
—¿No me puedes decir qué quieres a gritos?
Wendy agarró el móvil y le envió un mensaje diciendo que necesitaba ayuda urgente con el ordenador y que si no se daba prisa, le cancelaría todas sus cuentas en la red, aunque la verdad era que no sabría cómo hacerlo. Al cabo de un momento, escuchó un profundo suspiro y unos pasos pesados que subían las escaleras. Charlie asomó la cabeza por la puerta.
—¿Qué pasa?
Su madre le señaló la pantalla del ordenador.
—Necesito apuntarme a este grupo.
Charlie le echó un vistazo de reojo a la página.
—Pero si tú no fuiste a Princeton.
—Gracias por tan profundo análisis. Y yo sin saberlo.
Charlie sonrió.
—Me encanta cuando te pones sarcástica conmigo.
—De tal palo, tal astilla.
Dios, cómo quería a ese crío. A Wendy la arrastró una de esas olas de amor tan típicas de las madres, cuando les da por agarrar a su retoño, estrujarlo y no soltarlo jamás.
—Bueno, ¿qué? —dijo Charlie.
Wendy desestimó el ataque de amor.
—A ver, ¿cómo me sumo a ese grupo si nunca fui a Princeton?
Charlie hizo una mueca.
—Estás de broma, ¿no?
—¿Tengo pinta de estar de broma?
—No sé qué decirte, con tanto sarcasmo y eso.
—Ni estoy de broma ni practico el sarcasmo. ¿Cómo me cuelo?
Charlie suspiró, se inclinó sobre el ordenador y señaló hacia la parte derecha de la página.
—¿Ves ese link donde pone «Únete al grupo»?
—Sí.
—Pues clica.
Se incorporó.
—¿Y luego?
—Ya está —le dijo su hijo—. Ya estás dentro.
Ahora fue Wendy quien puso una mueca.
—Pero, como tú has señalado con tanta sensatez, yo no fui a Princeton.
—Da igual. Es un grupo abierto. Cuando es cerrado, te dicen: «Solicita admisión». Este está abierto a todo el mundo. Clicas y ya estás dentro.
Wendy ponía cara de no acabárselo de creer.
Charlie emitió otro de sus suspiros.
—Tú hazlo —le dijo.
—Vale, espera.
Wendy clicó y, sin más dilación, se convirtió en miembro del último curso de Princeton, aunque solo en el mundo de Facebook. Charlie la miró con cara de «ya te lo dije», meneó la cabeza y volvió a la planta baja. Su madre pensó de nuevo en lo mucho que le quería. Pensó también en Marcia y Ted cuando la policía les contó lo del iPhone, ese artefacto que Haley habría deseado con locura y que tanta ilusión le habría hecho recibir… y que había acabado debajo de la cama de un extraño.
Eso no la ayudaba en nada.
Tenía la página ahí delante, así que más le valía ponerse a trabajar. En primer lugar, Wendy les echó una ojeada a los noventa y ocho miembros. Ni Dan, ni Phil Farley. Lógico. Lo más probable era que los tres trataran de pasar lo más desapercibidos posible. Si alguna vez habían estado en Facebook, lo más fácil era que ya no estuviesen. Ningún otro nombre le resultaba familiar.
Vale. ¿Y ahora, qué?
Controló los paneles de discusión. Había uno sobre un miembro de la clase que estaba enfermo y al que se ofrecía apoyo. Otro sobre encuentros regionales de exalumnos. Nada que rascar. Otro sobre la próxima reunión. Clicó en esa página y encontró un link prometedor.
«Fotos de residencia. ¡Primer curso!».
Los encontró a los tres en la quinta fotografía de la serie. El titular rezaba «Stearns House» y mostraba a un centenar de estudiantes posando ante un edificio de ladrillo. Primero vio a Dan. Había envejecido bien. Sus rizos de adulto eran algo más cortos, pero aparte de eso, tenía el mismo aspecto. Era indudable: había sido un tío muy atractivo.
Había una lista de nombres debajo de la foto. Farley Parks, un político nato, ocupaba el centro y la parte frontal de la imagen. Phil Turnball estaba de pie a su derecha. Mientras que Dan llevaba tejanos y camiseta, tanto Farley como Phil iban de universitario pulcro y elegante: pantalones de loneta, camisa blanca y mocasines sin calcetines. Solo les faltaba un jersey atado al cuello por las mangas.
Muy bien, ya sabía el nombre de la residencia. ¿Y ahora, qué?
Podía buscar en Google a cualquier otro tío de la foto —ahí abajo tenía los nombres—, pero eso llevaría cierto tiempo y puede que no encontrara nada útil. Era poco probable que la gente citara a sus compañeros de primer curso en la red.
Vuelta a empezar: Wendy regresó a la página de Facebook. Diez minutos después, dio en la diana:
«¡Nuestro libro del primer curso en Facebook!».
Clicó en el link, se descargó un PDF y lo abrió con Adobe Acrobat. El libro del primer curso: Wendy sonrió al recordar el suyo. Tenía uno de Tufts, claro está. El anuario universitario incluía tu ciudad de origen, el instituto del que venías y —especialmente indicado para sus intereses de esa noche— la habitación que te había tocado… Wendy clicó la tecla M, se saltó un par de páginas y encontró a Dan Mercer. Ahí tenía su foto del primer curso.
Daniel J. Mercer
Riddle, Oregón
Instituto de Riddle
Suite 109, Stearns
Dan sonreía en esa foto, pues se suponía que tenía toda la vida por delante. Falso. Debía de tener dieciocho años cuando le hicieron esa fotografía. Su sonrisa decía que estaba dispuesto a comerse el mundo. Y bueno, se había licenciado en Princeton, matrimonio, divorcio… ¿Y qué más?
¿Convertirse en pedófilo y morir?
¿Tenía eso alguna lógica? ¿Era ya un pedófilo Dan a los dieciocho? ¿Había abusado de alguien? ¿Tenía esas tendencias en la universidad o ya eran más que simples tendencias? ¿De verdad había secuestrado a una adolescente?
¿Por qué no acababa de creérselo?
Daba igual. Concentración. La entrada le daba el número de habitación de Stearns. Clicó la P para comprobarlo. Evidentemente, Farley Parks, de Bryn Mawr, Pensilvania, y procedente de la Lawrenceville School, también estaba en la 109 de Stearns. Y Philip Turnball, de Boston, Massachusets, procedente de la Academia Phillips de Andover y cuyo aspecto era muy parecido al actual… pues también.
Wendy pulsó la tecla de búsqueda y puso «Stearns, Suite 109».
Cinco hallazgos.
Philip Turnball, Daniel Mercer, Farley Parks… y ahora los dos nuevos: Kelvin Tilfer, afroamericano de sonrisa cautelosa, y Steven Miciano, que lucía una pajarita con un nudo muy gordo.
Los dos nuevos nombres no le decían nada a Wendy. Abrió otro buscador y escribió «Kelvin Tilfer» en la casilla de búsqueda.
Nada. Literalmente, casi. Un hallazgo en una lista de licenciados de Princeton… Y eso era todo. Ni LinkedIn, ni Facebook, ni Twitter ni MySpace.
Wendy se preguntaba qué hacer. La mayoría de las personas, incluso las más inocuas, tienen algo suyo en la red. Pero Kelvin Tilfer era un espectro, sobre todo si lo comparabas con sus compañeros de cuarto.
¿Qué significaba eso?
Tal vez nada. Era demasiado pronto para elaborar ninguna hipótesis. Antes había que recoger más información.
Wendy escribió «Steven Miciano» en la casilla de búsqueda. Cuando vio los resultados, antes incluso de clicar en cualquiera de ellos, lo supo.
—Maldita sea —dijo en voz alta.
Alguien dijo a su espalda:
—¿Qué pasa?
Era Charlie.
—Nada. ¿Qué quieres?
—¿Te importa si nos vamos a casa de Clark?
—Supongo que no.
—Chachi.
Charlie se fue. Wendy volvió a su ordenador. Clicó el primer hallazgo, un artículo de prensa de cuatro meses atrás publicado en un diario llamado West Essex Tribune.
«El residente de esta localidad Steven Miciano, cirujano en el centro médico San Bernabé de Livingston, Nueva Jersey, fue detenido anoche y acusado de posesión de narcóticos ilegales. La policía, siguiendo una pista, encontró lo que se ha descrito como “una enorme provisión de analgésicos obtenidos con recetas ilegales” en el maletero del coche del médico. El doctor Miciano ha sido puesto en libertad bajo fianza a la espera de juicio. Un portavoz del centro médico San Bernabé ha dicho que el doctor Miciano será suspendido de empleo y sueldo hasta que se aclare la situación».
Ahí lo tenía. Wendy consultó el West Essex Tribune en busca de ulteriores informaciones. Nada. Volvió a la web y encontró algunos datos en blogs y hasta en Twitter. Un antiguo paciente del doctor Miciano aseguraba que este le pasaba drogas de matute. Había otra declaración, de un «proveedor de drogas» que había aportado pruebas para atrapar al doctor Miciano. Había una entrada en un blog de un paciente que decía que Miciano había mostrado una conducta «inapropiada» y que «era evidente que iba muy puesto de algo».
Wendy empezó a tomar notas, revisando los blogs, los tweets, las colaboraciones en diferentes foros, los links con MySpace y Facebook.
Todo esto era una chaladura.
Cinco compañeros de cuarto en Princeton. Sobre uno de ellos, nada. Vale, saquemos de ahí un segundo a Kelvin Tilfer y quedémonos con los otros cuatro: un asesor financiero, un político, un asistente social y ahora un médico. Los cuatro habían sido hundidos por sendos escándalos el último año.
Una coincidencia de la hostia.