16

Pops se pasó todo el camino a casa refunfuñando.

—A esa piba la tenía en el bote.

—Lo siento —le dijo Wendy, quien añadió enseguida—. ¿Piba?

—Me gusta estar al día al referirme a las tías.

—Renovarse o morir.

—Aplícate el cuento.

—Te agradeceré que no sigas por ahí.

—Vale, no lo haré —dijo Pops—. ¿Tan importante es la cosa?

—Pues sí. Lamento que te hayas quedado sin la piba.

—Hay más tías que peces en el mar —declaró Pops, encogiéndose de hombros—. Lo sabe todo el mundo.

—Yo también.

Wendy se apresuró a la hora de entrar en casa. Charlie estaba zapeando con dos amigos suyos, Clark y James. Se habían desmadejado por el mobiliario del salón como solo saben hacerlo los adolescentes: igual que si se hubieran deshecho del esqueleto y, tras colgarlo en algún armario aledaño, se hubiesen desparramado sobre el mueble más cercano.

—Hola —dijo Charlie sin mover nada más que los labios—. Habéis vuelto pronto.

—No te levantes por nosotros.

Charlie esbozó una sonrisa. Clark y James farfullaron: «Hola, señora Tynes». No llegaron a mover el cuerpo, pero por lo menos torcieron el cuello para echarle un vistazo. Charlie se plantó en el canal donde había trabajado su madre. Emitían el noticiario de la NTC. Michele Feisler, la presentadora nueva, jovencísima y cargante a la que deberían haber echado en vez de a Wendy, añadía nuevos datos a una historia de dos días atrás sobre un tal Arthur Lemaine, al que le habían disparado en ambas rodillas cuando abandonaba la South Mountain Arena, en la parte oeste del condado de Orange.

—¡Uy! —dijo Clark.

—Como si no bastara con una rodilla.

Arthur Lemaine, resumía Michele en ese tono de presentadora pseudoseria que Wendy siempre había evitado, había sido agredido tras unas prácticas a última hora de la noche. Ahora la cámara recorría la South Mountain Arena, mostrando incluso la señal que decía que los New Jersey Devils se habían entrenado ahí (como si eso añadiera algo importante a la historia).

La cámara volvió a una Michele Feisler convenientemente severa, sentada ante su mesita.

—La odio —dijo James.

—Poco cuerpo para semejante cabezón —añadió Clark.

Feisler siguió hablando con su arrulladora voz.

—Arthur Lemaine sigue sin hablar del incidente con las autoridades.

Vaya sorpresa, se dijo Wendy. Si alguien te vuela las rodillas, lo mejor es no ver nada, no oír nada y no decir nada. Hasta James puso cara de agresión mañosa. Charlie volvió al zapeo.

James se dio la vuelta y dijo:

—La tía esa no le llega a la suela del zapato, señora T.

—Cierto —añadió Clark—. Le da usted sopas con onda.

Era evidente que Charlie les había puesto al día de su pérdida de empleo, pero Wendy agradecía los halagos.

—Gracias, chicos.

—De verdad —remachó Clark—. Esa cabeza parece un globo.

Charlie no añadió nada. En cierta ocasión, le había explicado a su madre que sus amigos la consideraban una tía buena. Lo dijo sin vergüenza ni horror, y a Wendy no le quedó claro si eso era bueno o no.

Subió a la planta de arriba a por el ordenador. Farley era un nombre muy poco habitual. Sherry Turnball había dicho algo acerca de una reunión política destinada a recaudar fondos para él. A Wendy le sonaba el nombre y recordaba haber oído algo sobre un escándalo sexual.

La rapidez y la utilidad de Internet ya no deberían sorprenderla, pero a veces aún lo conseguían. Tras un par de clics, Wendy encontró lo que buscaba.

Hacía seis meses, Farley Parks se presentaba al Congreso por Pensilvania cuando fue apartado de la carrera política por un escándalo relacionado con la prostitución. La cosa no había ocupado mucho espacio en la prensa —los escándalos político-sexuales ya no eran ninguna novedad—, pero había obligado a Farley a abandonar la liza. Wendy recurrió a algunas webs para saber más del asunto.

Aparentemente, una «bailarina erótica» (léase stripper) llamada Deseo (puede que no fuese su auténtico nombre) le había contado la historia a un periódico de la localidad, historia que se extendió luego por todo el país. Deseo tenía un blog en el que describía sus escaramuzas sexuales con Farley Parks de forma especialmente detallada. Wendy se consideraba una mujer de mundo, pero tanta concreción la hizo sonrojarse. Madre de Dios. Hasta había un vídeo. Clicó con los ojos medio cerrados. Afortunadamente, no salía nadie desnudo. Deseo estaba sentada y silueteada. Y ofrecía detalles muy gráficos con una voz susurrante y alterada por ordenador. Al cabo de treinta segundos, Wendy la dejó con la palabra en la boca.

Suficiente. Ya lo había pillado. Y la cosa no pintaba nada bien.

Bueno, aminora. A los periodistas se les enseña a buscar patrones, pero este carecía de la menor sutileza. De todos modos, necesitaba investigar. La primera página de informaciones sobre Farley Parks se centraba exclusivamente en el escándalo. Clicó en la segunda y encontró una biografía del interesado. Pues sí, ahí estaba: Farley Parks se había licenciado en Princeton veinte años atrás. El mismo año que Phil Turnball y Dan Mercer.

¿Una coincidencia?

Tres hombres en el mismo curso de la misma universidad elitista se habían hundido el mismo año a causa de sendos escándalos. Los ricos y poderosos tienen cierta habilidad para atraer esas desgracias, con lo que igual solo se trataba de eso, de una coincidencia.

Pero había que tener presente que esos tres hombres habían sido algo más que meros compañeros de clase.

«Compañeros de suite». Ese era el término que había usado Phil Turnball. Phil y Dan estaban en la misma suite. Una suite de universidad solía acoger a más de dos personas. Si solo se tratara de Phil y Dan, lo normal sería definirles como compañeros de cuarto. ¿Compañeros de suite? Eso daba, por lo menos, para tres personas. Puede que más.

Por consiguiente, ¿cómo averiguar si Farley Parks vivía con ellos?

Wendy solo disponía del número de teléfono fijo de los Turnball. Lo más probable es que aún siguieran en el Blend. ¿Quién más podría saber algo sobre el tema de los compañeros de cuarto?

Tal vez la exmujer de Dan, Jenna Wheeler.

Se estaba haciendo tarde, pero ya no merecía la pena preocuparse por las normas de urbanidad. Wendy llamó a casa de los Wheeler. Un hombre —probablemente su marido, Noel— respondió al tercer tono.

—¿Dígame?

—Soy Wendy Tynes. ¿Podría hablar con Jenna?

—No está en casa.

Clic.

Se quedó mirando el auricular. Vaya. Qué actitud tan desconsiderada. Se encogió de hombros y colgó el teléfono. Mientras volvía al ordenador, le vino una palabra a la cabeza: Facebook. Impresionada tontamente por sus colegas, Wendy había abierto una cuenta en Facebook el año pasado, aceptando y solicitando nuevas amistades. Eso era, básicamente, todo lo que había hecho. Igual era una cuestión de edad, aunque ahí dentro había gente mucho mayor que ella, pero cuando Wendy era jovencita —y no quería parecer una cacatúa—, si un hombre te «pinchaba» quería decir algo, digamos, diferente de lo que significaba en Facebook. Personas inteligentes a las que respetaba le enviaban sin parar cuestionarios idiotas, propuestas absurdas, invitaciones a juegos on-line y todo tipo de cosas que la hacían sentir como a Tom Hanks en la película Big, cuando el hombre levanta el dedo y dice: «No lo pillo».

Pero ahora recordaba que su clase del último curso en Tufts tenía su propia página, con fotografías antiguas y modernas e información sobre exalumnos. ¿Tendrían una página los que se licenciaron en Princeton veinte años atrás?

Entró en Facebook y empezó a buscar.

Éxito.

Noventa y ocho miembros de ese curso de Princeton se habían apuntado. La página de entrada mostraba fotos de ocho de ellos. Había tablones de discusión y links. Wendy se preguntaba cómo podría sumarse al grupo, para tener acceso a todo, cuando empezó a vibrarle el móvil. Lo miró y vio el pequeño logo que indicaba un mensaje en el buzón de voz. Debió de recibir la llamada cuando estaba en el Blend. Revisó la lista de llamadas y vio que la más reciente procedía de su antiguo lugar de trabajo. Probablemente, se trataría de algo relacionado con su ridículo finiquito.

Pero no, la llamada se había producido hacía poco más de una hora. Los de Recursos Humanos no llamarían a esas horas.

Llamó al buzón de voz y se llevó una sorpresa al escuchar la voz de Vic Garrett, el hombre que la había despedido. ¿De verdad solo habían pasado dos días?

—Hola, guapa, soy Vic. Llámame de inmediato. Súper importante.

A Wendy le dio un escalofrío. Vic no era nada dado a la hipérbole. Le llamó a la oficina, a su línea directa. Si Vic no estaba, la llamada le llegaría al móvil. Descolgó al primer tono.

—¿Te has enterado? —preguntó.

—¿De qué?

—De que igual te vuelven a contratar. Por lo menos, de colaboradora. En cualquier caso, te quiero en esto.

—¿En qué?

—La poli ha encontrado el móvil de Haley McWaid.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—Lo han encontrado en la habitación de hotel de Dan Mercer. Parece que tu chaval es el responsable de lo que haya podido pasarle.

Ed Grayson yacía en la cama, a solas.

Maggie, su esposa desde hacía dieciséis años, había hecho las maletas y se había largado mientras le interrogaban por el asesinato de Dan Mercer. Daba igual. El matrimonio estaba muerto. Suponía que llevaba muerto bastante tiempo, pero la esperanza es lo último que se pierde. La acababa de perder. Maggie no abriría la boca. De eso estaba seguro. No quería problemas. Así era ella. De las que meten las desgracias en un maletín, lo guardan en el fondo de algún armario mental, cierran la puerta y se dibujan en la cara una sonrisa de oreja a oreja. La frase favorita de Maggie se la había enseñado su madre, en Quebec: «Vente de picnic con tu propio clima». Por eso sonreían tanto las dos. Ambas lucían unas sonrisas tan amplias que a veces te olvidabas de que carecían del menor significado.

A Maggie, la sonrisa le había funcionado durante muchos años. Había fascinado al joven Ed Grayson, haciéndole prácticamente levitar. Ed identificaba esa sonrisa con la bondad, algo de lo que quería estar cerca. Pero esa sonrisa no era bondadosa. Solo era una fachada, una máscara para combatir el mal.

Cuando aparecieron las fotos de su hijo, E. J., desnudo, la reacción de Maggie le chocó: pretendía ignorarlas. Nadie tiene por qué saberlo, dijo Maggie. E. J. parece estar bien, siguió diciendo. Solo tiene ocho años. En realidad, nadie le ha tocado… Y si alguien lo ha hecho, no quedan señales. El pediatra no encontró nada. E. J. parecía normal, tranquilo. Ni mojaba la cama, ni tenía pesadillas ni mostraba una ansiedad especial.

—Déjalo correr —le insistía Maggie—. El crío está bien.

Ed Grayson se ponía de los nervios.

—¿No quieres ver muerto a ese saco de mierda? ¿Quieres que siga haciéndoles esas cosas a otros niños?

—No me importan los demás niños. Solo me importa E. J.

—¿Y eso es lo que quieres que aprenda? ¿A dejarlo correr todo?

—Es lo mejor. La gente no tiene por qué saber lo que le ha ocurrido.

—Él no ha hecho nada malo, Maggie.

—Ya lo sé. ¿Te crees que no lo sé? Pero la gente le mirará de otra manera. Eso le marcará. Pero si nos quedamos callados, si nadie se entera…

Maggie le dedicó una de sus famosas sonrisas. Y por primera vez en su vida, le dio una grima tremenda.

Se sentó y se sirvió otro whisky con soda. Puso el canal ESPN para ver Sports Center. Cerró los ojos y pensó en la sangre. Pensó en el dolor y el espanto que había infligido en nombre de la justicia. Creía en todo lo que le había dicho a aquella reportera, Wendy Tynes: había que hacer justicia. Si no se encargaban los tribunales, pues qué se le iba a hacer: la impartirían los hombres como él. Pero eso significaba que quienes se tomaban la justicia por su mano acababan pagando un precio.

Se dice a menudo que la libertad no sale gratis. La justicia tampoco.

Estaba solo, pero aún podía oír el susurro aterrorizado de Maggie cuando volvió a casa:

—¿Qué has hecho?

En vez de improvisar una larga defensa, Ed se mostró simple y conciso:

—Se acabó.

También podía estar hablando sobre ellos, Ed y Maggie Grayson, y estarse preguntando si lo suyo había sido realmente amor. Era muy fácil culpar de su fracaso a lo que le había sucedido a E. J., pero… ¿resultaba creíble? ¿Causaba una tragedia heridas que no dejaban de abrirse? ¿O la tragedia, simplemente, alumbraba una herida que siempre había estado allí? Igual vivimos en la oscuridad, cegados por la sonrisa y la fachada de la bondad. Igual, lo único que hace la tragedia es arrancarnos la venda de los ojos.

Ed oyó que llamaban a la puerta. Era muy tarde. El ruido fue seguido de inmediato por los golpes de un puño impaciente. Reaccionando sin pensar, saltó de la cama y cogió la pistola de la mesilla de noche. Volvió a sonar el timbre de la puerta, hubo más puñetazos.

—¿Señor Grayson? Policía, abra.

Ed miró por la ventana. Dos polis del condado de Sussex con uniforme marrón, y ninguno de ellos era ese sheriff negro tan grandote, Walker. Han ido muy rápido, se dijo. Se sentía más sorprendido que indignado. Dejó el arma a un lado, bajó las escaleras y abrió la puerta.

Aquellos dos polis parecía que tuviesen doce años.

—¿Señor Grayson?

—Agente federal Grayson, chaval.

—Señor, queda usted detenido por el asesinato de Daniel J. Mercer. Haga el favor de poner las manos a la espalda mientras le leo sus derechos.