Una enorme sonrisa se dibujó en el rostro de Pops cuando, entraron en el bar Blend.
—¿Qué pasa? —le preguntó Wendy.
—En esos taburetes hay más panteras que en el Discovery Channel.
El bar tenía una luz tenue y unos espejos ahumados, y todo el mundo iba vestido de negro. El viejo había acertado con la clientela. Más o menos.
—Si no me equivoco —dijo Wendy—, una pantera es una mujer mayor que frecuenta los clubs para cepillarse a jovencitos.
Pops frunció el ceño.
—Pero algunas aún buscan a su papaíto, ¿no?
—A tu edad, deberías rezar para que buscaran a su abuelito.
Pops la contempló con gesto decepcionado, como si hubiese esperado de ella algo más amable. Wendy le sonrió en señal de disculpa.
—¿Te importa si me voy a alternar? —preguntó Pops.
—¿Te da vergüenza que te vean conmigo?
—Teniendo en cuenta que eres la pantera más deseable de por aquí, la verdad es que sí. Aunque hay tías a las que eso les mola. Les gusta arrebatarle el hombre a otra.
—Ni se te ocurra llevarte a ninguna a casa. Te recuerdo que mi hijo está en una edad muy impresionable.
—Siempre me voy a su casa —dijo Pops—. No me gusta que sepan dónde encontrarme. Y además, así les ahorro la retirada vergonzosa de la mañana siguiente.
—Todo un caballero.
El Blend tenía una barra en la parte delantera, un restaurante en el medio y un club atrás. Lo del micrófono abierto era en el club. Wendy pagó la entrada —los hombres, cinco pavos, con copa incluida; las mujeres, también con copa, uno— y se coló en el interior. Podía oír a Norm, alias Ten-A-Fly, rapeando.
Escuchad, calentorras,
tal vez no estéis en Tenafly
pero pronto Ten-A-Fly estará en vosotras…
Ay, Señor, se dijo Wendy. Había unas cuarenta o cincuenta personas congregadas en torno al escenario, dando ánimos. Ten-A-Fly llevaba encima tal cantidad de baratijas doradas que hasta Mister T sentiría envidia de él, más una gorra de camionero de visera plana torcida en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Se aguantaba los pantalones flojos con una mano —igual se le caían porque eran demasiado grandes, o porque el tío carecía por completo de culo—, mientras con la otra agarraba el micrófono.
Cuando Norm acabó con sus románticas efusiones raperas, el público —media de edad: cuarenta y algo— le dedicó una sentida ovación. Una pseudogroupie vestida de rojo, que estaba en primera fila, arrojó algo al escenario. Wendy, con una sensación cercana al horror, vio que se trataba de unas bragas.
Ten-A-Fly las recogió y las olisqueó a conciencia.
—Vaya, vaya, cómo les pica a las damas. ¡Ten-A-Fly y el CP os dan las gracias!
La pseudogroupie alzó los brazos. Llevaba una camiseta, Dios la bendiga, en la que ponía: «¡Soy la zorra de Ten-A-Fly!».
Apareció Pops. Con cara de profundo dolor.
—Madre del amor hermoso…
Wendy echó un vistazo a la sala. Vio al resto del Club de los Padres —¿CP?— cerca del escenario, incluyendo a Phil, aplaudiendo fervorosamente a su ídolo. Wendy miró hacia la parte de atrás y detectó a una rubia bajita sentada sola. Tenía la vista clavada en su copa.
Sherry Turnball, la mujer de Phil.
Wendy se deslizó entre la muchedumbre hasta llegar junto a ella.
—¿Señora Turnball?
Sherry Turnball levantó la mirada del vaso con gran lentitud.
—Soy Wendy Tynes. Hablamos por teléfono.
—La periodista.
—Sí.
—No caí en que era usted quien había hecho el reportaje sobre Dan Mercer.
—¿Le conocía?
—Le vi una vez.
—¿Dónde?
—Phil y él compartían habitación en Princeton. Le conocí en un acto político para recaudar dinero que le montamos a Farley el año pasado.
—¿Farley?
—Otro compañero de clase. —Le dio un sorbo a su bebida.
En el escenario, Ten-A-Fly pedía silencio: «Dejadme que os cuente algo sobre lo que viene a continuación». Se oyeron susurros y siseos. Ten-A-Fly se quitó las gafas de sol como si se hubiera cabreado con ellas. Adoptó un gesto que pretendía ser intimidatorio, pero que en realidad le hacía parecer estreñido.
—El caso es que un buen día estoy sentado en Starbucks con mis colegas del CP…
El Club de los Padres berreó al unísono.
—… Estoy ahí, con mi capuchino o lo que sea, y aparece una tía de toma pan y moja, de las que saben que están buenas, no sé si me explico.
Las risas decían: «Te explicas como un libro abierto».
—Yo siempre estoy a la caza de inspiración, para letras, melodías y tal, y entonces veo a esa buenorra con la camiseta apretada y me viene la frase: «Menea esos melones». Tal que así. Veo a esa tía con la cabeza alta, segura de sí misma, y me digo: «Sí, nena, menea esos melones».
Ten-A-Fly hizo una pausa para que calara su hondo mensaje.
Silencio. Y, de repente, alguien gritó:
—¡Genial!
—Gracias, hermano, muchas gracias. —Señaló hacia el «fan» de una manera muy complicada, como si sus dedos fueran el cañón de una pistola apuntando de lado—. El caso es que mis colegas del CP me ayudaron a coger ese rap y llevarlo al siguiente nivel. O sea, que esto es para vosotros, chavales. Y, claro está, para todas las buenorras que andan por aquí. Sois la inspiración de Ten-A-Fly.
Aplauso.
—Supongo que todo esto le parecerá de lo más patético, ¿no? —dijo Sherry Turnball.
—No soy quién para juzgar.
Ten-A-Fly empezó a escenificar lo que algunos podrían considerar un «baile», pero que los expertos en medicina definirían probablemente como «ataque al corazón» o «infarto demoledor».
Vamos, nena, mueve los melones.
Eres mi zorra favorita.
Mueve los melones,
muévelos a gusto,
mueve los melones.
si quieres que te dé un hueso
mueve los melones,
pues el hueso tiene eso…
Wendy se frotó los ojos, parpadeó y los abrió de nuevo.
A estas alturas, los otros miembros del Club de los Padres ya estaban bailando y sumándose al estribillo de Mueve los melones, dejando que Ten-A-Fly se encargara de las inspiraciones:
«Mueve los melones».
Ten-A-Fly: «No me cortes los cojones».
«Mueve los melones».
Ten-A-Fly: «Si los mueves bien, lo pasaremos chipén…».
Wendy ya no sabía dónde meterse. Todo el mundo estaba de pie. El tío que iba vestido de tenista se había puesto un polo de color verde fosforito. Phil llevaba pantalones de loneta y camisa azul. Aplaudía puesto en pie y parecía haberse perdido en el mundo del rap. Sherry Turnball le dedicó una mirada ausente.
—¿Estás bien? —le preguntó Wendy.
—Me gusta ver sonreír a Phil.
El rap se alargó unos versos más. Wendy detectó a Pops en un rincón, hablando con dos señoras. El estilo motorista no era nada común en las afueras… Y siempre había alguna cachonda de club con ganas de llevarse a casa a un chico malo.
—¿Ves a esa mujer que está ahí delante? —dijo Sherry.
—¿La que ha tirado las bragas al escenario?
Asintió.
—Es la mujer de Norm… Quiero decir, de Ten-A-Fly. Tienen tres hijos y están a punto de vender la casa y trasladarse a la de los padres de ella. Pero le apoya al cien por cien.
—Bello gesto —dijo Wendy, pero cuando se fijó un poco más en la situación, se dio cuenta de que los ánimos eran algo forzados, más cerca de la sobrecompensación que del genuino entusiasmo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Sherry Turnball.
—Intento descubrir la verdad sobre Dan Mercer.
—Ya es un poco tarde, ¿no te parece?
—Probablemente. Pero hoy Phil me dijo algo extraño. Me dijo que entendía muy bien lo que era ser acusado injustamente.
Sherry Turnball se puso a jugar con el vaso.
—¿Sherry?
Levantó la vista y se quedó mirando a Wendy.
—No quiero hacerle más daño.
—Tampoco es esa mi intención.
—Phil se levanta cada mañana a las seis y se pone el traje y la corbata. Como si se fuera a trabajar. Luego compra los periódicos locales y se va en coche al Suburban Diner de la carretera 17. Se sienta ahí, a solas con su café, y revisa las ofertas de empleo. Con su traje y su corbata. Más solo que la una. Cada mañana. Cada día igual.
A Wendy le vino a la memoria la imagen de su padre sentado a la mesa de la cocina, metiendo currículos en los sobres.
—Yo intento decirle que las cosas no están tan mal —dijo Sherry—. Pero si le insinúo que nos mudemos a una casa más pequeña, se lo toma como un fracaso personal. Así son los hombres, ¿no?
—Sherry, ¿qué le ocurrió?
—A Phil le encantaba su trabajo. Era asesor financiero. Un consejero económico. Ahora eso suena fatal, pero Phil solía decir: «La gente confía en mí para gestionar sus ahorros». Míralo de esa manera. Es alguien que cuida del dinero de la gente. La gente confía en él para sus gastos, para la universidad de sus hijos, para la jubilación. Phil decía: «Imagínate qué responsabilidad… y qué honor». Para él, todo era cuestión de confianza. De honradez y de honor.
Se interrumpió. Wendy esperó a que prosiguiera. Como no lo hizo, le dijo:
—He hecho algunas investigaciones.
—Voy a volver a trabajar. Phil no quiere, pero lo voy a hacer.
—Escúchame, Sherry. Sé que lo acusaron de desfalco.
Sherry se calló como si acabara de encajar una bofetada.
—¿Cómo lo has averiguado?
—Eso no tiene importancia. ¿Se refería a eso Phil con lo de la falsa acusación?
—Las alegaciones en su contra no se sostienen. Fue una excusa para deshacerse de uno de sus empleados mejor pagados. Si era culpable, ¿por qué no lo han llevado a juicio?
—Me gustaría hablarlo con Phil.
—¿Por qué?
Wendy abrió la boca, no dijo nada y la volvió a cerrar.
—No tiene nada que ver con Dan.
—Puede que sí.
—¿De qué manera?
Buena pregunta.
—¿Hablarás con él por mí? —preguntó Wendy.
—¿Y qué le digo?
—Que quiero ayudarle.
Pero a Wendy le vino algo a la cabeza, algo que había dicho Jenna, algo que también habían dicho Phil y Sherry, algo sobre el pasado, sobre Princeton. Un nombre: Farley. Tenía que volver a casa, pillar el ordenador y husmear un poco.
—Tú habla con él, ¿vale?
Ten-A-Fly dio inicio a otra canción, una oda a una tal Carisma, plagiándose a sí mismo con un chiste acerca de que él no tenía carisma pero se moría de ganas de estar dentro de Carisma. Wendy salió pitando hacia Pops.
—Vámonos —le dijo.
Pops señaló a una mujer algo piripi de acogedora sonrisa y aún más acogedor escote.
—Estoy trabajando.
—Pídele el número de teléfono y dile que ya la llamarás para que mueva los melones. Tenemos que salir de aquí.