13

Pops estaba en la cocina, haciendo unos huevos revueltos, cuando Wendy llegó a casa.

—¿Dónde está Charlie?

—Sigue en la cama.

—Es la una de la tarde.

Pops miró el reloj.

—Pues sí. ¿Tienes hambre?

—No. ¿Adónde fuisteis anoche?

Pops, que le daba a la sartén como un profesional, arqueó una ceja.

—¿Juraste guardar el secreto?

—Algo así —dijo Pops—. ¿Y tú de dónde vienes?

—De pasar un ratito con el Club de los Padres.

—¿Te importa extenderte un poco al respecto?

Wendy lo hizo.

—Triste —concluyó Pops.

—Y puede que un tanto autoindulgente.

Pops se encogió de hombros.

—Cuando un hombre no puede mantener a su familia… más vale que le corten los cojones. Siente que ya no es un hombre. Y eso es muy triste. Ya veo que perder el empleo es un terremoto tanto para el currante medio como para los yuppies de mierda. La sociedad les ha enseñado a definirse a través de su trabajo.

—¿Y ya no saben quiénes son?

—Algo así.

—Puede que la respuesta no sea otro trabajo —sugirió Wendy—. Igual la solución está en encontrar nuevas maneras de definir la hombría.

Pops asintió.

—Profunda reflexión.

—Y también algo mojigata, ¿no?

—Probablemente —dijo Pops mientras echaba queso rallado en la sartén—. Pero si no te puedes poner mojigata conmigo, ¿quién te queda?

Wendy sonrió.

—Nadie, Pops.

El hombre apagó el gas.

—¿Seguro que no quieres unos huevos a la Pops? Son mi especialidad. Y he hecho suficiente para dos.

—Bueno, vale.

Se sentaron a comer. Wendy le explicó más cosas sobre Phil Turnball y el Club de los Padres, y sobre su sensación de que Phil le ocultaba algo. Mientras acababan, apareció un somnoliento Charlie con unos calzoncillos a rayas, una enorme camiseta blanca y una cara de cama considerable. Wendy estaba pensando en que estaba ya hecho un hombre cuando Charlie empezó a sacarse las legañas de los ojos.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Se me han pegado las sábanas —le explicó Charlie.

Wendy puso cara de grima y subió las escaleras en dirección al ordenador. Buscó a Phil Turnball en Google. No encontró gran cosa. Una donación política. Había una imagen de grupo en la que se veía a Phil con su mujer, Sherry, una rubia guapa y menuda, en una cata de vinos con fines caritativos de dos años atrás. Phil Turnball aparecía como trabajador de una empresa de seguros llamada Barry Brothers Trust. Confiando en que aún no le hubiesen retirado la contraseña, Wendy recurrió a la base de datos que utilizaba su canal de televisión. Sí, se suponía que ahora todo estaba a tu alcance en la red, pero no era así. Aún había que pagar por lo que merecía la pena.

Revisó los medios de comunicación en busca de la presencia de Turnball. Nada. Pero Barry Brothers apareció varias veces en unos cuantos artículos nada halagüeños. Para empezar, la compañía abandonaba su sede de siempre en Park Avenue con la calle Cuarenta y seis. Wendy reconoció esa dirección. El edificio Lock-Horne. Sonrió y sacó el móvil. Se aseguró de que la puerta estuviese cerrada y apretó la tecla de llamada.

Al otro lado del hilo, descolgaron a la primera.

—Proceda.

El tono era arrogante, superior y, puestos a resumirlo en una sola palabra, severo.

—Hola, Win, soy Wendy Tynes.

—Eso dice mi identificador de llamadas.

Silencio.

Casi podía ver a Win, su rostro exageradamente atractivo, el cabello rubio, las manos bien cinceladas, los taladrantes ojos azules que parecían albergar un alma más bien escasa.

—Necesito un favor —le dijo—. Cierta información.

Silencio.

Win —diminutivo de Windsor Horne Lockwood III— no le iba a poner las cosas fáciles.

—¿Sabes algo del Barry Brothers Trust? —le preguntó Wendy.

—Pues la verdad es que sí. ¿Es esa la información que necesitas?

—Mira que eres listo, Win.

—Quiéreme a pesar de mis defectos.

—Creo que lo hice una vez —dijo ella.

—Oh, vaya.

Silencio.

—Los hermanos Barry despidieron a un empleado llamado Phil Turnball. Me preguntó por qué. ¿Podrías averiguarlo?

—Ya te llamaré.

Clic.

Win. En las páginas de sociedad le describían con frecuencia como un «playboy internacional», cosa que a Wendy le parecía asaz adecuada. Era de sangre azul y a su familia hacía tiempo que le sobraba el dinero, pues eran de ese tipo de ricachones que, nada más desembarcar del Mayflower, se hicieron con los servicios de un cadi y se pusieron a jugar al golf. Wendy le había conocido hacía un par de años, en un evento de alto copete. Win había sido de una sinceridad apabullante. Quería acostarse con ella. Sin alharacas y sin obligaciones de ningún tipo. Solo una noche. Al principio, Wendy se había echado atrás, pero luego se dijo, ¿y por qué no? Nunca había sido mujer de romances de una noche, pero ahora tenía delante a un tipo simpático y guapísimo que le ofrecía la oportunidad de estrenarse. Solo se vive una vez, ¿no? Era una mujer soltera y moderna, y como le había dicho Pops hacía muy poco, los humanos necesitan sexo. Así pues, se fue con él a su apartamento del edificio Dakota, en Central Park Oeste. Win acabó siendo un tipo amable, atento, divertido y formidable; y cuando regresó a casa a la mañana siguiente, Wendy se tiró dos horas llorando.

Le sonó el teléfono. Consultó el reloj y meneó la cabeza, sorprendida. Win no había necesitado ni un minuto.

—¿Dime?

—A Phil Turnball le despidieron por sustraer dos millones de dólares. Que tengas un buen día.

Clic.

Wendy recordó algo. Blend, ¿no? Así se llamaba el sitio. Había ido una vez a ver un concierto. Estaba en Ridgewood. Entró en su web y clicó en el calendario de acontecimientos. Y sí, esa noche había micrófono abierto. Hasta decía: «Aparición especial de la nueva estrella del rap Ten-A-Fly».

Llamaron a la puerta. «Adelante», dijo ella, y Pops asomó la cabeza por el hueco.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Pues claro. ¿Te gusta el rap?

Pops puso mala cara.

—¿Te refieres al pescado? Te recuerdo que acaba en e.

—No, me refiero a la música rap.

—Preferiría escuchar a un gato estrangulado soltando esputos.

—Ven conmigo esta noche. Ya va siendo hora de que expandas tus horizontes.

Ted McWaid observaba a su hijo, Ryan, en el campo de lacrosse de Kasselton. Ya era de noche, pero el campo, que estaba hecho de algún tipo nuevo de hierba artificial, contaba con focos dignos de un estadio. Ted había acudido a un partido del equipo de su hijo de nueve años porque… ¿Qué otra cosa podía hacer, aparte de quedarse en casa llorando? Sus antiguos amigos —puede que lo de «antiguos» fuera injusto, pero Ted no estaba de humor para mostrarse caritativo— le saludaban amablemente con la cabeza, se abstenían de establecer contacto visual con él y, por regla general, le evitaban, como si tener una hija desaparecida fuese algo contagioso.

Ryan estaba en el equipo del tercer grado de Kasselton. Su habilidad con el palo era, por decirlo de manera amable, algo a medio camino entre «en desarrollo» e «inexistente». La pelota se pasaba casi todo el rato en el suelo porque no había ni un chaval que supiera mantenerla en movimiento con el palo, y la cosa empezaba a parecerse a un partido de hockey jugado en un campo de rugby. Los chicos llevaban unos cascos que les quedaban grandes, como la media cáscara de Calimero, y era casi imposible distinguir a uno de otro. Ted se había tirado un partido entero animando a Ryan, sorprendido ante sus progresos, hasta que el chaval se quitó el casco al final del encuentro y Ted se dio cuenta de que no era su hijo.

Algo alejado de los demás padres, pensando en ese día, Ted casi sonrió. Pero se impuso la realidad y le dejó sin aliento. Así eran siempre las cosas. A veces podías volver a la normalidad, pero si lo hacías, pagabas un precio.

Pensó en Haley en ese mismo campo —el día que se inauguró—, y en las horas que la niña dedicó a trabajarse la izquierda. Había un cazatalentos en la esquina más alejada del campo, y Haley insistía en mejorar su izquierda porque lo necesitaba, porque ese hombre estaría atento a su izquierda, que era su pesadilla, y los buenos equipos nunca la reclutarían si no dominaba su izquierda. Por consiguiente, la trabajaba sin parar, no solo ahí, sino también mientras deambulaba por la casa. Empezó a utilizar la mano izquierda para otras cosas, como lavarse los dientes, redactar los apuntes del colegio y lo que fuese. Todos los padres de esa ciudad empujaban a sus hijos a mejorar, insistiendo a diario en que sacaran buenas notas y despuntaran en los deportes, todo ello con la esperanza de que pudiesen acceder a los mejores centros de enseñanza universitaria. Haley no lo logró. ¿Iba demasiado a la suya? Tal vez. El caso es que no la quisieron en su universidad favorita. Su izquierda mejoró muchísimo, y haría un buen papel en cualquier equipo. Pero no la quisieron. Se quedó destrozada, inconsolable. ¿Por qué? ¿A quién le importaba? ¿Qué ventajas habría supuesto a largo plazo?

La echaba muchísimo de menos.

No tanto por lo de los partidos de lacrosse. Echaba de menos ver la tele con ella, y el modo en que le pedía que le «consiguiera» su música, los vídeos de YouTube que encontraba tan graciosos y que siempre quería compartir con él. Echaba de menos las chorradas, como darle al moonwalk en la cocina mientras Haley se burlaba de él. O ponerse a besuquear exageradamente a Marcia hasta que la mortificada criatura les gritaba: «¡Eh, chavales, que hay niños delante!».

Ted y Marcia llevaban tres meses sin tocarse. Por mutuo, aunque nunca mencionado, acuerdo. Les parecía inoportuno. La falta de contacto físico no causaba tensiones, pero a Ted le parecía, a veces, que ensanchaba la grieta que se había abierto entre ellos. Pero no parecía algo a lo que hubiese que conceder una excesiva importancia, por lo menos de momento.

El no saber te acaba afectando. Solo quieres una respuesta, cualquier respuesta, y eso te hace sentir cada vez más culpable y más horrible. La culpa le estaba devorando y le mantenía despierto noche tras noche. Le aceleraba el ritmo del corazón. El año anterior, una bronca con el vecino a causa de los límites del terreno le había robado dos semanas de sueño. Se las pasó en blanco, dándole vueltas al tema, discutiendo consigo mismo.

Era culpa suya.

Regla masculina número uno: tu hija está a salvo en tu hogar. Tú te encargas de tu familia. Se mirara como se mirase este espanto, esta era la triste realidad: Ted no había hecho bien su trabajo. Si alguien se hubiese colado en casa para secuestrar a Haley, la culpa sería suya, ¿no? Un padre está para proteger. Es su principal misión. ¿Y si Haley se hubiese escapado de casa esa noche? También sería culpa suya. Por no haber sido esa clase de padre al que su hija podría recurrir para explicarle lo que le preocupaba o lo que le pasaba en la vida.

La autoflagelación nunca se interrumpía. Quería volver atrás, cambiar las cosas, alterar la estructura temporal del universo o algo así. Haley siempre había sido una cría fuerte, independiente, competente. Ted se había pasmado ante sus recursos, que heredaba sin duda alguna de su madre. ¿Habría influido eso? ¿Habría pensado Ted que Haley no necesitaba tanta protección y tanta supervisión como Patricia y Ryan?

Autoflagelación constante e inútil.

Ted no era depresivo, ni hablar, pero había días, oscuros y siniestros, en los que recordaba con exactitud dónde guardaba su padre la pistola. Ahora veía toda la escena… Cerciorándose de que no había nadie en casa; entraba en el hogar de su infancia, donde aún vivían sus padres; se hacía con la pistola que había dentro de una caja de zapatos colocada en la parte superior del armario; bajaba al sótano en el que se lo había montado por primera vez con Amy Stein, cuando ambos cursaban el séptimo grado; se colaba en el cuarto de la lavadora-secadora porque ahí el suelo era de cemento y carecía de alfombras, siempre tan difíciles de lavar. Se sentaba en el suelo, apoyado en la vieja lavadora, y se metía la pistola en la boca… Adiós al dolor.

Pero nunca haría algo así. Nunca le haría eso a su familia: causarle más sufrimiento del que ya sobrellevaba. Un padre no hacía esas cosas. Se autoconvencía de ello. Pero en sus momentos más sinceros y aterradores, se preguntaba por qué sonaba tan bien ese final, esa liberación.

Ryan estaba jugando. Ted intentaba concentrarse en ello, en el rostro de su hijo tras la máscara protectora, en su boca distorsionada por el morrión, tratando de hallar cierto solaz en ese momento de pureza infantil. Seguía sin entender las reglas del lacrosse para chicos —que parecía totalmente distinto del de las chicas—, pero sabía que su hijo estaba atacando. Y esa era la mejor posición para marcar un gol.

Ted se puso las manos en torno a la boca, formando una especie de megáfono de carne.

—¡Adelante, Ryan!

Escuchó el triste eco de su propia voz. Durante la última hora, claro está, otros padres habían estado gritando hasta desgañitarse, pero la voz de Ted sonaba muy extraña, muy fuera de lugar. Le dio grima su propia voz. Por eso intentó aplaudir, pero también le sonó raro, como si sus manos no fuesen del tamaño adecuado. Apartó la vista un segundo, y fue entonces cuando lo vio.

Frank Tremont se acercó a él como si atravesara una masa de nieve. Un negro grandote, que sin duda era otro poli, caminaba junto a él. Por un momento, la esperanza asomó sus alas y emprendió el vuelo. Ted sintió que algo en su interior se elevaba. Pero solo duró un instante.

Frank llevaba la cabeza gacha. Mientras se acercaba, Ted se dio cuenta de que su lenguaje corporal no presagiaba nada bueno. Notó que el terremoto empezaba en sus propias rodillas. Se le dobló una, pero se mantuvo en pie. Echó a andar hacia él para verle cuanto antes.

Cuando estaban lo suficientemente cerca uno de otro, Frank dijo:

—¿Dónde está Marcia?

—Visitando a su madre.

—Tenemos que encontrarla —dijo Frank—. Ahora mismo.