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Otra puta muerta.

Frank Tremont, investigador del condado de Essex, apoyó las manos en el cinturón, se quedó mirando a la chica y suspiró. Lo mismo de siempre. Newark, zona sur, no muy lejos del hospital Beth Israel, pero a una vida de distancia. Frank podía oler la podredumbre en el aire, pero no provenía exclusivamente del cadáver. Siempre era así. Aquí nadie limpiaba. Ni lo intentaban. Todos se limitaban a hozar perezosamente en la roña.

Conclusión: otra puta muerta.

Ya habían detenido a su macarra. La furcia lo había «provocado» o lo que fuese, y él, para demostrarle lo machote que era, le había rajado el cuello. Aún llevaba la navaja encima cuando lo detuvieron. Un tío listo, un auténtico genio. Frank necesitó casi seis segundos para sacarle una confesión. Al parecer, la chica le había dicho: «Tú no tienes pelotas para hacerle daño a una mujer». Y eso había bastado para que supermacarra la pusiera en su sitio.

Se quedó mirando a la muerta, que tanto podía tener quince años como treinta, pues no era fácil saberlo al verla tirada entre la basura callejera, latas de refresco, envoltorios de McDonald’s, envases vacíos de cerveza… Frank rememoró su última investigación sobre una puta muerta. Ese caso le había estallado en la cara. La había cagado a fondo. Lo había entendido todo al revés y no había dado pie con bola. Podría haber habido más muertes, pero no valía la pena atormentarse al respecto. Había arruinado el caso, quedándose sin trabajo por su culpa. Presionado por el fiscal del condado y por el investigador jefe, había optado por la jubilación.

Pero entonces se sintió atraído por la desaparición de Haley McWaid.

Fue a ver a sus jefes y solicitó quedarse, pero solo hasta que el caso se resolviera. Sus jefes se mostraron comprensivos. Pero eso había sucedido tres meses atrás. Frank trabajaba duro en busca de esa chica de instituto. Había involucrado a otros: federales, polis duchos en el manejo de Internet a la hora de realizar seguimientos y perfiles, todos aquellos que pudieran echarle una mano. No buscaba la gloria, solo quería encontrar a esa chica.

Pero el caso no avanzaba.

Volvió a mirar a la prostituta muerta. De eso había mucho en su trabajo. Te enfrentas a cantidad de yonquis y putas echando su vida a los cerdos, viendo como se colocan a mansalva, para que luego les den una paliza o las dejen preñadas de un montón de críos de un montón de padres distintos y todo sea una puta mierda. La mayoría va tirando adelante, arrastrando una existencia patética, sin dejar apenas huella en el tejido social, y si la dejan es por algún mal motivo. Pero la mayoría sobrevive. Hechas un asco, pero Dios les permite sobrevivir, a veces hasta una edad avanzada.

Y de repente, como Dios es un cachondo de la hostia, pues se lleva a la hija de Frank.

Se había reunido una muchedumbre al otro lado de la cinta amarilla, pero tampoco se demoraban en exceso. Echaban un vistazo y seguían su camino.

—¿Has acabado, Frank?

Era el examinador médico. Frank asintió.

—Toda tuya.

Su niña, Kasey. Diecisiete años. Tan dulce, lista y cariñosa. Con una de esas sonrisas capaces de iluminar toda una habitación. Un rayo de luz que podía atravesar cualquier oscuridad. Nunca le causó el menor problema ni le hizo ningún daño a nadie. Ni una sola vez a lo largo de su vida. Kasey nunca tomó drogas, ni se emputeció ni le zurraron la badana. Mientras esas yonquis y esas putas seguían rugiendo como animales salvajes, Kasey estaba muerta.

«Injusticia» es un término demasiado suave.

Kasey tenía dieciséis años cuando le diagnosticaron el sarcoma de Ewing. Cáncer de huesos. Los tumores le empezaron en la pelvis y se extendieron por todo el cuerpo. Su pequeña murió entre grandes dolores. Y Frank lo presenció todo. Se quedó ahí, junto a su cama, con los ojos secos, dándole la mano a su hija mientras se volvía loco. Vio las cicatrices de una cirugía invasiva y los ojos hundidos de los que mueren lentamente. Notó como se le calentaba el cuerpo cuando le subía la fiebre. Recordó que Kasey tenía muchas pesadillas de pequeña, y que a menudo se desplazaba hasta la cama de sus padres temblando y se deslizaba entre María y él, hablando en sueños y moviéndose sin parar, pero todo eso acabó cuando le diagnosticaron la enfermedad. Puede que sus terrores nocturnos se desvanecieran ante los diurnos. En cualquier caso, Kasey empezó a dormir tranquila, como si estuviera ensayando para la muerte.

Frank había rezado, pero no le sirvió para nada. Así era como se sentía. Nadie entiende los designios del Señor. Se supone que tiene un plan, ¿no? Si de verdad quieres creer que Dios es sabio y omnipotente, ¿acaso piensas que tú y tus patéticas súplicas van a alterar ese gran plan? Tremont sabía que las cosas no funcionaban así. En el hospital, conoció a otra familia que rezaba por su hijo. La misma enfermedad. También murió. Acto seguido, su otro hijo se fue a Irak y allí encontró la muerte. Frank no entendía cómo alguien podía enterarse de algo así y seguir creyendo que la plegaria servía para algo.

Y mientras tanto, las calles de por aquí siguen plagadas de inútiles. Ellos viven y Kasey muere. Y claro, las chicas de familias decentes, las chicas como Haley McWaid y Kasey Tremont, las chicas con gente que las quería y vidas por delante, vidas de verdad, vidas que no serían desperdiciadas, eran más importantes. La verdad era esa, aunque nadie quería reconocerlo. Esos calzonazos bonistas te dirían que la puta muerta que están metiendo en una bolsa de cadáveres merece exactamente la misma consideración que Haley McWaid o Kasey Tremont. Pero todos sabemos que eso es una chorrada. Hacemos como que nos la tragamos, pero todos sabemos cuál es la verdad. Mentimos a sabiendas.

Así pues, basta de componendas. La puta muerta igual consigue dos párrafos en la página doce de The Star-Ledger, y su único objetivo es provocar el murmullo de desaprobación de los lectores. Haley McWaid ocupó horas de televisión nacional. Y todos sabemos por qué, ¿no es cierto? ¿Por qué no lo decimos claramente?

Las Haley McWaid de este mundo nos importan más.

Y no hay nada malo en ello. Es lo que hay, ¿no? Y eso no quiere decir que la furcia muerta carezca de importancia. Simplemente, Haley tiene más. Y tampoco era una cuestión de raza, ni de ninguno de esos sambenitos que solían colgarle a Frank. Acusar a alguien de racista es la mejor manera de liquidar un asunto. Pero es una memez. Blancos, negros, asiáticos, latinos, lo que sea… La importancia no tiene una base racial. Todo el mundo es consciente de ello, aunque tengan miedo de reconocerlo.

La mente de Frank se desplazó, como solía sucederle esos días, hacia la madre de Haley McWaid, Marcia, y su destrozado progenitor, Ted. La puta ya había desaparecido. Puede que alguien se preocupara por ella, pero en nueve de cada diez ocasiones, no es así. Sus padres, si es que sabían dónde estaba, se habían desentendido de ella mucho tiempo atrás. Marcia y Ted seguían esperando, temerosos y esperanzados a la vez. Y sí, eso era importante. Puede que esa fuera la diferencia entre las putas muertas y las Haley McWaid. Ni el color de la piel, ni la situación económica, ni el entorno burgués, sino la gente a la que le importabas, la familia que se había quedado hecha polvo, los padres y madres que nunca se recuperarían.

Por consiguiente, Frank no abandonaría hasta averiguar qué había sido de Haley McWaid.

Volvió a pensar en Kasey y trató de conjurar la imagen de la niña feliz a la que le gustaban los acuarios más que los zoos y el color azul más que el rosa. Pero esas imágenes se habían desvanecido y cada vez eran más difíciles de evocar, por mucho que le molestara; así que, en vez de eso, Frank recordó el modo en que Kasey se iba haciendo pequeña en su cama de hospital, el modo en que se pasaba la mano por el pelo y este se le caía a mechones, el modo en que contemplaba el cabello que se le había quedado en la mano y se echaba a llorar mientras su padre, sentado a su lado, era incapaz de hacer nada para evitarlo.

El examinador médico acabó con la prostituta muerta. Dos hombres levantaron el cadáver y lo colocaron sobre una camilla, como si se tratara de un saco de patatas.

—Cuidado —dijo Frank.

Uno de los camilleros se volvió hacia él.

—No creo que se queje.

—Tú ve con cuidado.

Mientras se llevaban el cuerpo, Frank Tremont notó que su móvil vibraba. Parpadeó para secarse los húmedos ojos y le dio a la tecla de respuesta.

—Tremont al habla.

—¿Frank?

Era Mickey Walker, el sheriff del cercano condado de Sussex. Un negro grandullón que había trabajado en Newark con él. Un tipo fiable, un investigador de los buenos. Uno de los favoritos de Frank. La oficina de Walker se había hecho cargo del caso del asesinato del violador de niños: aparentemente, un progenitor había optado por hacer justicia con su propia arma. A Frank le parecía que el mundo no había perdido gran cosa, pero sabía que Walker se tomaría el tema muy en serio.

—Sí, Mickey, estoy aquí.

—¿Conoces las Suites Lujosas De Luxe de Freddy?

—¿La casa de citas de la calle Williams?

—Exacto. Te necesito allí ahora mismo.

A Tremont le dio un subidón. Se cambió el teléfono de mano.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—He encontrado algo en el cuarto de Mercer —dijo Walker con una voz más fría que una lápida—. Y creo que pertenece a Haley McWaid.