Wendy llamó a casa del compañero de cuarto de Mercer, Phil Turnball. Tras licenciarse en Princeton, Turnball había salido disparado hacia Wall Street y las altas finanzas. Vivía en la parte más elegante de Englewood.
Cuando emitieron el programa de Atrapado in fraganti dedicado a Dan, Wendy intentó ponerse en contacto con Turnball, pero este se negó a hacer comentarios al respecto. Y ella lo dejó correr. Puede que ahora que Mercer había muerto, Phil Turnball se mostrase más dispuesto a colaborar.
La señora Turnball —Wendy no pilló su nombre de pila— fue quien se puso al teléfono. Wendy le explicó quién era.
—Sé que su marido me ha estado dando esquinazo, pero créame si le digo que ahora me querrá oír.
—No está en estos momentos.
—¿Hay alguna manera de localizarle?
La mujer dudó.
—Es importante, señora Turnball.
—Está en una reunión.
—¿En su oficina de Manhattan? Creo que tengo la dirección por algún lado…
—Starbucks —le cortó su interlocutora.
—¿Perdón?
—La reunión. No es lo que usted cree. Es en un Starbucks.
Wendy aparcó delante del Baumgart’s, un restaurante al que acudía con frecuencia, y caminó unos metros hacia el Starbucks. La señora Turnball le había explicado que Phil había sido despedido durante el bache económico. Con lo que su reunión era más bien un encuentro para tomar café de antiguos amos del universo, un grupo fundado por Phil llamado Club de los Padres. La señora Turnball le había dicho que el club era una manera de que esos hombres, repentinamente cesados, pudieran «soportar en buena camaradería unos tiempos tan duros», pero Wendy no pudo evitar notar cierto tono de sarcasmo en la voz de la mujer. O igual es que Wendy pensaba en sus propias miserias y no sentía compasión alguna por una pandilla de yuppies chupópteros que cobraban demasiado y se creían muy importantes, hasta que esa economía, que ellos habían contribuido a hundir con su actitud parasitaria, les llevó a acabar tomando cafés de cinco dólares mientras se quejaban de su triste situación.
Pobrecitos, qué pena le daban.
Entró en el Starbucks y vio a Phil Turnball en el rincón de la derecha. Llevaba un traje de ejecutivo recién planchado y estaba, levemente inclinado sobre una mesa, en compañía de otros tres hombres. Uno de ellos iba vestido de jugador de tenis y blandía una raqueta como si estuviera esperando el servicio de Federer. Otro llevaba una mochilita de bebé… con un bebé dentro. Movía al crío de arriba abajo, sin duda para mantenerlo callado y tranquilito. El que quedaba, y al que los demás escuchaban con gran concentración, lucía una enorme gorra de béisbol con la visera levantada precariamente y torcida a la derecha.
—¿No os gusta? —preguntó el Gorrilla.
Ahora que estaba más cerca, Wendy se percataba de que el Gorrilla se parecería un poco a Jay Z… si este hubiera envejecido diez años de manera repentina, nunca hubiese ido al gimnasio y fuera un blanco fofo que intenta parecerse a Jay Z.
—No, no, Fly, no me malinterpretes —dijo el tenista—. Es contundente y tal. De lo más contundente.
Wendy frunció el ceño. ¿Contundente?
—Pero… Y solo se trata de una sugerencia… Me temo que la cosa no acaba de funcionar. Lo de los cachorritos bailando y eso.
—Mmm. ¿Demasiado gráfico?
—Tal vez.
—Porque tengo que ser yo mismo, ¿me entiendes? Esta noche, en el Blend. A micro abierto. Tengo que ser auténtico. No me puedo vender.
—Te entiendo, Fly, claro que sí. Y tranquilo, que esta noche partes la pana. Pero lo del collar de perlas… —El tenista abrió los brazos—. Es que no acaba de encajar en tu rollo. Necesitas otra referencia perruna. Los chuchos no llevan collares de perlas, que yo sepa.
Se oyeron murmullos de aprobación en torno a la mesa.
El aspirante imposible a Jay Z —¿Fly?— se dio cuenta de que Wendy andaba huroneando por ahí. Bajó la cabeza.
—Atención, chavales. Chati a las cinco.
Todos se volvieron hacia ella. Wendy no había previsto algo así. La señora Turnball debería haberla puesto al corriente de cómo se las gastaba esa pandilla de examos del universo.
—Un momento —dijo el tenista—. Yo a ti te conozco. NTC News. Wendy Nosequé, ¿no?
—Wendy Tynes.
Todos sonrieron, a excepción de Phil Turnball.
—¿Vas a hacer algo sobre la actuación de Fly de esta noche?
La verdad es que una historia sobre la cuadrilla al completo podría tener su gracia, se dijo Wendy.
—Puede que más adelante —declaró—. De momento, he venido a ver a Phil.
—No tengo nada que decirte.
—No tienes por qué abrir la boca. Ven, tenemos que hablar en privado.
Mientras salían del Starbucks y echaban a andar por la acera, Wendy dijo:
—¿De qué va eso del Club de los Padres?
—¿Quién te lo ha contado?
—Tu mujer.
Silencio.
—Bueno… —continuó Wendy—. ¿Qué pretende tu amigo el rapero?
—Norm… Bueno, la verdad es que prefiere que le llamemos Fly.
—¿Fly?
—Diminutivo de Ten-A-Fly. Su apodo musical.
Wendy trató de no suspirar. Tenafly era un pueblo de Nueva Jersey que estaba ahí mismo.
—Norm… Fly… era un tío de marketing muy brillante. Trabajaba en la ciudad, en Benevisti Vance. Lleva cosa de dos años sin trabajo, pero cree que ha descubierto un talento nuevo en él.
—¿Y en qué consiste?
—En rapear.
—Por favor, dime que es una broma.
—Así es la desesperación —dijo Phil—. Todo el mundo la afronta a su manera. Fly cree que ha encontrado un nuevo mercado.
Llegaron al coche de Wendy y esta les quitó el pestillo a las puertas.
—¿Rapeando?
Phil asintió.
—Es el único rapero blanco de mediana edad que hay en Nueva Jersey. Por lo menos, eso dice él.
Ambos ocuparon los asientos delanteros.
—Bueno —preguntó Phil—. ¿Qué quieres de mí?
No había un modo suave de decirlo, así que Wendy fue al grano.
—Dan Mercer fue asesinado ayer.
Phil Turnball escuchó sin decir palabra. Se quedó mirando fijamente el parabrisas, con el rostro cerúleo y los ojos llorosos, lucía un afeitado perfecto, observó Wendy. Su cabello también era perfecto, incluyendo ese ricito que le caía sobre la frente y que le permitía imaginar su aspecto de joven.
Wendy se mantuvo a la espera de que absorbiese lo que le acababa de comunicar.
—¿Quieres que te traiga algo? —le preguntó.
Phil Turnball negó con la cabeza.
—Recuerdo que conocí a Dan en el primer curso, durante las jornadas de orientación. Era un tío muy divertido. Los demás íbamos de estirados, con ganas de impresionar. Pero él estaba tan a gusto, y tenía una actitud muy peculiar.
—¿Cómo de peculiar?
—Como si ya supiese de qué iba todo y no mereciera la pena agobiarse. Dan también quería marcar diferencias. Vale, ya sé que suena mal, pero nunca perdía los papeles. Se corría unas juergas tremendas, como todo el mundo, pero siempre hablaba de hacer el bien. Teníamos planes, supongo. Todos nosotros. Y ahora…
Su voz se fue desvaneciendo.
—Lo siento —le dijo Wendy.
—Supongo que no has venido hasta aquí solo para darme la mala noticia.
—No.
—¿Entonces?
—Estoy investigando a Dan y…
—Creo que eso ya lo has hecho. —Phil se volvió hacia ella—. Como no te dediques a magrear al fiambre…
—No es esa mi intención.
—¿Y cuál es, entonces?
—Ya te había llamado antes. Cuando emitimos el programa sobre Dan.
Phil no dijo nada.
—¿Por qué no me devolviste las llamadas?
—¿Para decir qué?
—Lo que fuese.
—Tengo mujer y dos hijos. No me pareció que defender en público a un pedófilo (aunque la acusación fuera falsa) le fuese a hacer ningún favor a nadie.
—¿Crees que a Dan lo acusaron falsamente?
Phil se frotó los ojos cerrados. Wendy pensó en ponerle la mano en el brazo, pero le pareció que no era lo más adecuado. Decidió cambiar de marcha.
—¿Por qué vas con traje al Starbucks? —le preguntó.
Y Phil casi sonrió.
—Siempre me dieron asco los viernes desenfadados.
Wendy se quedó mirando a ese hombre atractivo, pero derrotado. Parecía que lo hubiesen drenado, extraído toda la sangre, y como si solo le mantuvieran en pie el traje elegante y el betún de los zapatos. Estudiando su rostro, le vino a la mente el repentino recuerdo de otra cara: la de su amado padre, a los cincuenta y seis años, sentado a la mesa de la cocina, con la camisa de franela arremangada e introduciendo en un sobre un currículo profesional no muy estimulante. Tenía cincuenta y seis años y, de repente y por primera vez en toda su vida adulta, estaba sin trabajo. El padre de Wendy había sido un líder sindical y, a lo largo de veintiocho años, había dirigido la imprenta de uno de los principales diarios de Nueva York. Había negociado buenos acuerdos para sus hombres, recurriendo a la huelga en tan solo una ocasión, en 1989, y todos los que trabajaban a sus órdenes le querían. Entonces se produjo una fusión, uno de esos tratos tan comunes a principios de los noventa, el tipo de asunto que les encantaba a los lechuguinos de Wall Street como Phil Turnball porque hacían subir las acciones sin que ellos se tomaran la molestia de pensar en las consecuencias. De repente, su padre se convirtió en un ser superfluo y fue despedido. Sin más. Y por primera vez en su vida, se quedó sin empleo. Al día siguiente, se sentó a la mesa de la cocina y empezó con lo de los currículos. Y ese día en cuestión, su expresión era muy parecida a la de Phil Turnball en esos momentos.
—¿No estás enfadado? —le había preguntado Wendy a su padre.
—Enfadarse es una pérdida de tiempo. —Su padre llenó otro sobre y levantó la vista hacia ella—. ¿Quieres un consejo, o ya eres demasiado mayor para eso?
—Nunca se es demasiado mayor —repuso Wendy.
—Trabaja para ti misma. Ese es el único jefe en quien se puede confiar.
Su padre nunca tuvo la oportunidad de trabajar para sí mismo. Nunca encontró otro trabajo. Dos años después, a los cincuenta y ocho, murió de un ataque al corazón ante la mesa de la cocina, mientras seguía revisando las ofertas de empleo y llenando sobres.
—¿No quieres ayudar? —le preguntó Wendy a Phil.
—¿Cómo? Dan está muerto.
Phil Turnball agarró la manilla.
Wendy le puso una mano en el brazo.
—Una pregunta antes de que te vayas. ¿Por qué crees que a Dan lo acusaron falsamente?
Se lo pensó antes de responder.
—Supongo que cuando te ha pasado a ti, lo sabes reconocer.
—No te sigo.
—No te preocupes. No tiene importancia.
—¿Te pasó algo a ti, Phil? ¿Qué es lo que no pillo?
Phil soltó una risita, aunque totalmente desprovista de humor.
—Sin comentarios, Wendy.
Y abrió la portezuela del coche.
—Pero…
—Ahora no —dijo Phil, empujando la puerta—. Ahora voy a dar una vuelta y a pensar en mi viejo amigo un ratito. Es lo menos que se merece el pobre Dan.
Phil Turnball salió del coche, se ajustó la chaqueta del traje y echó a andar en dirección norte, alejándose de ella y de sus amigos del Starbucks.