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Pero Walker se equivocó trágicamente al respecto.

Wendy no se enteraría del horrible descubrimiento hasta el día siguiente, cuando todos los medios de comunicación «abrieran» con ese tema. Mientras Pops y Charlie aún dormían y todavía le bailaba en la cabeza el comentario de Jenna sobre Princeton, Wendy decidió poner en marcha su propia investigación. Primera parada: Phil Turnball, el compañero de cuarto de Dan Mercer en la universidad. Ya era hora, se decía, de indagar con seriedad en el pasado de Dan. Y no parecía haber un mejor lugar por donde empezar.

Pero al mismo tiempo que Wendy entraba en un Starbucks de Englewood, Nueva Jersey, dos agentes de policía, el sheriff Walker del condado de Sussex y su ayudante novato, Tom Stanton, se encontraban a cincuenta kilómetros de distancia, en Newark, registrando la habitación número 204 de las redundantes Suites Lujosas De Luxe de Freddy. Teniendo en cuenta que se trataba de auténticos nidos de pulgas, todo parecía indicar que Freddy era un hombre con sentido del humor, pensaba Walker, por no hablar de que su establecimiento no cumplía ninguna de sus tres promesas: ahí no había ni lujo ni de luxe ni suites.

Walker había actuado con diligencia al tratar de reconstruir las últimas dos semanas de la vida de Dan Mercer. Las pistas escaseaban. Recurriendo a su móvil, Dan Mercer solo había llamado a tres personas: su abogado, Flair Hickory; su exmujer, Jenna Wheeler; y ayer, a la reportera Wendy Tynes. Flair nunca le había preguntado a su cliente dónde se encontraba: cuanto menos supiera al respecto, mucho mejor. Jenna no lo sabía. Y Wendy no habló con él hasta ayer mismo.

De todos modos, la pista no era difícil de seguir. Dan Mercer se había estado escondiendo, sí, pero según su abogado y su ex, se ocultaba de las amenazas de ciudadanos «concienciados» rayanos en el matonismo, no de las fuerzas del orden. Nadie quería tener a un depredador en su barrio. Así pues, Dan se fue mudando de hotel en hotel, pagando generalmente con dinero en efectivo que sacaba del cajero automático más cercano. Como estaba pendiente de juicio, no podía salir del estado.

Dieciséis días atrás, se registró en un Motel 6 de Wildwood. Desde ahí, se trasladó durante tres días a la Court Manor Inn de Fort Lee, pasando a continuación al Fair Motel de Ramsey para acabar, ayer mismo, en las Suites Lujosas de Luxe de Freddy —concretamente, en la 204—, situadas en el centro de Newark.

La ventana daba a un refugio conocido como La Última Oportunidad en el que había trabajado Dan Mercer. Curioso lugar para acabar. El encargado no había visto a Mercer en dos días, pero también era verdad, como explicó, que los clientes no pasaban por ahí para hacerse notar.

—Vamos a ver qué encontramos —dijo Walker.

Y Stanton asintió.

—Vale.

—¿Te importa si te hago una pregunta? —dijo Walker.

—Qué va.

—Ningún otro poli se ha prestado a trabajar conmigo en este asunto. Se alegran de haberse librado de ese saco de mierda.

Stanton asintió.

—Pero yo me he presentado voluntario.

—Exacto.

—Y usted quiere saber por qué.

—Exacto.

Stanton cerró el cajón de arriba y abrió el siguiente.

—Puede que porque soy nuevo, puede que para bregarme. Pero la ley dejó en paz a ese tío. Punto y final. Y si no te gusta, cambia las leyes. Nosotros, los policías, debemos ejercer de árbitros imparciales. Si el límite de velocidad es de cien por hora, te cae una multa por ir a ciento uno. Si piensas que no vale la pena multar a nadie hasta que alcance los ciento treinta, pues cambia la ley y pon el límite en los ciento treinta. Y la cosa funciona en ambas direcciones. La juez soltó a Dan Mercer porque siguió las normas. Si no te gusta, cámbialas. No te las saltes. Cámbialas legalmente.

Walker sonrió.

—Eres nuevo.

Stanton se encogió de hombros mientras seguía registrando la ropa.

—Yo diría que hay algo más que eso.

—Me lo suponía. Adelante, te escucho.

—Tengo un hermano mayor que se llama Pete. Un tío estupendo, un gran atleta. Estuvo dos años practicando con los Buffalo Bills nada más salir de la escuela. Extremo centro.

—Vale.

—El caso es que Pete está en el campo al inicio de la tercera temporada. Este es su año, cree él. Ha estado levantando pesas y haciendo gimnasia como un loco, y tiene una buena oportunidad de quedarse en la plantilla. Tiene veintiséis años y vive en Buffalo. Una noche, sale y conoce a una chica en un Bennigan’s. ¿Le suena? Es una cadena de restaurantes.

—La conozco.

—Vale, pues Pete pide alitas de pollo, y la tía esa, que va de provocativa, se le acerca y le pregunta si puede comerse una. Él le dice que claro. Y ella monta un espectáculo al comérsela. Ya sabe a qué me refiero, ¿no? Usando mucho la lengua y tal. Y además lleva un top muy escotado que está pidiendo a gritos que lo miren a fondo. O sea, que es una calentorra. Empiezan a flirtear. Ella se sienta. Una cosa lleva a otra y… Pues Pete se la lleva a casa y le da lo suyo.

Stanton hizo un gesto chusco, moviendo los brazos adelante y atrás, por si no había quedado claro a qué se refería con lo de «lo suyo».

—Luego resulta que la chica tiene quince años y va al instituto. Pero no lo parece, no, señor. Ya sabe cómo se visten ahora las colegialas, como si sirvieran copas en los bares, o atendieran las necesidades de los clientes, no sé si me explico.

Stanton miró a Walker y se mantuvo a la espera. Para hacer avanzar la conversación, Walker le dijo:

—Te explicas perfectamente.

—Vale, pues resulta que el padre se entera. Se le va la olla y dice que Pete sedujo a su hijita, aunque lo más probable es que la niña se cepillara a mi hermano para jorobar a su señor padre. El caso es que a Pete lo acusan de violación y el sistema la toma con él. Ese sistema que yo adoro. Ya lo entiendo, así es la ley. Y a mi hermano le cae el sambenito de agresor sexual, de pedófilo y de lo que haga falta. Y eso es una broma de muy mal gusto. Mi hermano es un ciudadano ejemplar, un buen tío, pero ya no hay equipo que se le acerque. Es posible que ese tío, el tal Dan Mercer, también cayera en una trampa, ¿no? Igual se merece el beneficio de la duda. Igual es inocente hasta que se demuestre lo contrario.

Walker se dio la vuelta porque no quería reconocer que igual a Stanton no le faltaba razón. En la vida tomas muchas decisiones que no te apetece tomar, y encima quieres que te resulten fáciles. Quieres agrupar a la gente por categorías, convertirles en monstruos o en ángeles, pero las cosas no suelen funcionar así. Abunda más el gris que el blanco o el negro. Y francamente, eso es un latazo. Los extremos resultan mucho más sencillos.

Mientras Tom Stanton se agachaba para mirar debajo de la cama, Walker intentó concentrarse de nuevo. En esos momentos, tal vez era mejor mantenerse en el blanco y el negro y a una prudente distancia del relativismo moral. Un hombre había desaparecido y, probablemente, estaba muerto. Había que encontrarlo, eso era todo. Daba lo mismo quién era y qué había hecho. Lo importante era dar con él.

Walker se trasladó al cuarto de baño y le echó un vistazo al armarito. Pasta dentífrica, cepillo de dientes, cuchilla, espuma de afeitar, desodorante. Un material fascinante.

Desde el otro cuarto, Stanton dijo:

—Bingo.

—¿Qué?

—Debajo de la cama. He encontrado su móvil.

Walker estaba a punto de gritar: «¡Estupendo!», pero no lo hizo. Como ya se sabía el número del móvil de Mercer, Walker había recurrido a la habitual triangulación y descubierto que la última llamada efectuada desde ese teléfono había tenido lugar en algún punto de la carretera 15 no mucho antes del crimen, a unos cinco kilómetros del parque de caravanas y a cosa de una hora en coche de esta habitación. Así pues, ¿qué hacía ese móvil en el cuarto? No tenía mucho tiempo para darle vueltas al tema. Desde la habitación contigua, la voz de Stanton fue bajando de tono hasta convertirse prácticamente en un susurro de dolor.

—Oh, no…

A Walker le produjo un escalofrío en el espinazo.

—¿Qué pasa?

—Oh, Dios mío…

Walker entró apresuradamente en el dormitorio.

—¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa?

Stanton sostenía el teléfono en la mano. Se había quedado blanco. Observaba fijamente la imagen en la pantalla. Walker podía ver que el móvil tenía una funda de color rosa brillante.

Era un iPhone. Él tenía el mismo modelo.

—¿Qué estás viendo?

La pantalla del iPhone se oscureció. Stanton no dijo nada. Alzó el teléfono y pulsó una tecla. La pantalla se iluminó. Walker dio un paso adelante y le echó un vistazo.

Se le cayó el alma a los pies.

La pantalla iluminada del iPhone mostraba una fotografía familiar. El típico plano de un grupo en vacaciones. Cuatro personas —tres niños, un adulto—. Sonriendo y riéndose. En el centro de la imagen estaba Mickey Mouse. Y a la derecha de Mickey, luciendo una sonrisa mucho más grande que los demás, se veía a una chica desaparecida llamada Haley McWaid.