Wendy se llevó una sorpresa al ver la Harley Davidson de Pops en la rampa de entrada. Agotada tras un largo interrogatorio —por no hablar del encuentro con la asesina de su marido ni de haber visto como mataban a un hombre—, pasó junto a la vieja burra de Pops, cubierta de calcomanías medio borradas: la bandera estadounidense, el logotipo de la Asociación Nacional del Rifle y demás señas de identidad. Esbozó una sonrisita.
Abrió la puerta principal.
—¿Pops?
El hombre se asomó, salía de la cocina.
—No hay cerveza en el frigo —dijo.
—Aquí nadie bebe cerveza.
—Ya, pero pensé que igual para las visitas…
Wendy le sonrió… ¿Cómo le llamas al padre de tu difunto marido, a tu exsuegro?
—Tienes más razón que un santo —le dijo.
Pops cruzó la habitación para darle un abrazo. A Wendy la envolvieron los efluvios del cuero, la carretera, los cigarrillos y, claro está, la cerveza. Su suegro —a la mierda lo de ex— tenía ese aspecto típico, hirsuto y osuno de un veterano de Vietnam. Era un tío grandote, de unos noventa kilos de peso, que resoplaba al respirar y lucía un mostacho canoso que el tabaco había vuelto amarillento.
—Me he enterado de que te has quedado sin trabajo —dijo.
—¿Cómo?
Pops se encogió de hombros. Wendy le dio un par de vueltas al asunto. Solo había una respuesta: Charlie.
—¿Por eso has venido? —preguntó.
—Pasaba por aquí y necesitaba un sitio donde dormir. ¿Dónde está mi nieto?
—En casa de un amigo. Llegará en cualquier momento.
Pops la observó meticulosamente.
—Pareces el quinto círculo del infierno.
—Tú sí que sabes tratar a las chicas.
—¿Me lo cuentas?
Así lo hizo. Pops preparó un par de cócteles. Se sentaron en el sofá, y Wendy se dio cuenta, mientras hablaba del tiroteo, de que, por mucho que lamentara reconocerlo, echaba de menos la presencia de un hombre.
—Han matado a un violador de niños, ¿no? —dijo Pops—. Caramba, me voy a tirar varias semanas de luto.
—Eso suena un poco despectivo, ¿no te parece?
Pops se encogió de hombros.
—Cuando cruzas según qué líneas, no hay vuelta atrás. Por cierto, ¿sales con alguien?
—Bonito cambio de tema.
—No eludas la pregunta.
—No, no salgo con nadie.
Pops meneó la cabeza, como si no se lo pudiera creer.
—¿Qué pasa? —le preguntó Wendy.
—Los humanos necesitan sexo.
—Recuérdame que lo apunte.
—Hablo en serio. Pero si aún estás que da gusto verte, chica. Sal por ahí y diviértete.
—Creía que los fachas de la ANR estabais en contra del sexo antes del matrimonio.
—No, qué va, solo lo decimos para que nos queden más tías a nosotros.
Wendy sonrió.
—Muy ingenioso.
Pops se la quedó mirando.
—¿Qué más hay que no funciona?
Wendy había pensado no decirle nada al respecto, pero las palabras le acabaron saliendo de todos modos.
—He recibido un par de cartas de Ariana Nasbro —le dijo.
Silencio.
John había sido hijo único. Por duro que le resultase a Wendy perder un marido, ningún progenitor quiere ni imaginarse lo que sería perder un hijo. El dolor en el rostro de Pops tenía vida propia. Y nunca le abandonaría.
—¿Y qué quería la buena de Ariana? —preguntó.
—Está con lo de los Doce Pasos.
—Ah. ¿Y tú eres uno de ellos?
Wendy asintió.
—El ocho o el nueve, ya no me acuerdo.
Se abrió la puerta de golpe, interrumpiendo la conversación. Oyeron como Charlie entraba corriendo en casa: era evidente que había reparado en la Harley.
—¿Ha venido Pops?
—Estamos en el salón, chaval.
Charlie apareció a toda velocidad, sonriendo de oreja a oreja.
—¡Pops!
Pops era su único abuelo vivo. Los padres de Wendy habían fallecido antes de que él naciera, y la madre de John, Rose, murió hacía dos años a causa de un cáncer. Esos dos hombres —sí, vale, Charlie aún era un crío, pero ya era más alto que su abuelo— se abrazaban con todo su entusiasmo. Hasta que se les cerraban los ojos por la presión. Así eran siempre los abrazos de Pops. No se cortaba un pelo. Wendy les miró y volvió a lamentar la ausencia de un hombre en su vida. Cuando se separaron, Wendy volvió a la normalidad.
—¿Cómo ha ido el cole?
—Chungo.
Pops agarró a su nieto por el cogote.
—¿Te importa si Charlie y yo vamos a dar una vuelta?
Wendy amagaba con protestar, pero el rostro expectante de Charlie le hizo cambiar de opinión. Ya no era el adolescente sobrado: volvía a ser un crío.
—¿Tienes otro casco? —le preguntó a su suegro.
—Siempre. —Pops enarcó una ceja en dirección a Charlie—. Nunca sabes cuándo te vas a topar con una tía preocupada por la seguridad.
—No volváis tarde —dijo Wendy—. Ah, y antes de iros, una advertencia.
—¿Una advertencia?
—Cuidado con las señoras —dijo Wendy—. Se os pueden quedar de lo buenos que estáis.
Pops y Charlie se dieron un golpe de nudillos.
—Oh, sí.
Hombres.
Les acompañó a la puerta, les abrazó un poco más y se dio cuenta de que una parte de lo que echaba de menos era, simplemente, la presencia física de un hombre, con sus besos, abrazos y demás muestras de ánimo. Les vio salir rugiendo en la burra de Pops, y mientras se daba la vuelta para entrar en casa, apareció un coche y aparcó ahí delante.
El vehículo no le resultaba familiar. Esperó a ver qué pasaba. Se abrió la portezuela del conductor y salió una mujer a toda prisa. Tenía los ojos rojos y las mejillas húmedas de llanto. Wendy la reconoció de inmediato: Jenna Wheeler, la exmujer de Dan Mercer.
La había conocido al día siguiente de la emisión del programa sobre Dan. Se presentó en casa de los Wheeler y tomó asiento en el reluciente sofá amarillo de Jenna, con sus no menos relucientes flores azules, y la escuchó defender a su ex —en público y en voz alta—, y no le resultó fácil. La gente de ese pueblo —Jenna vivía a menos de cuatro kilómetros de Wendy, y su hija iba incluso al mismo instituto que Charlie— estaba lógicamente sorprendida. Dan Mercer había pasado cierto tiempo en casa de los Wheeler. Hasta hacía de canguro con los críos del segundo matrimonio de Jenna. Y los vecinos se preguntaban cómo podía haberse comportado así una buena madre. ¿Cómo era posible que hubiese traído a semejante monstruo a esa comunidad? ¿Y cómo podía defenderle, ahora que la verdad había salido a la luz?
—Te has enterado —le dijo Wendy.
Jenna asintió.
—Consto como la familiar más directa.
Las dos mujeres se mantenían de pie en el porche.
—No sé qué decir, Jenna.
—¿Estabas ahí?
—Sí.
—¿Le tendiste una trampa a Dan?
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—No, Jenna, no le tendí ninguna trampa.
—¿Y entonces qué hacías allí?
—Dan me llamó. Dijo que quería verme.
Jenna adoptó una expresión escéptica.
—¿A ti?
—Dijo que tenía nuevas pruebas de su inocencia.
—Pero la juez ya había desestimado el caso.
—Ya lo sé.
—Entonces ¿por qué…? —Jenna se interrumpió—. ¿De qué iban las pruebas nuevas?
Wendy se encogió de hombros, como si eso lo dijera todo, igual era así. Se había puesto el sol. Hacía una noche cálida, pero empezaba a soplar la brisa.
—Tengo más preguntas —dijo Jenna.
—En ese caso, ¿por qué no entras?
Los motivos de Wendy para invitar a pasar a Jenna no eran del todo altruistas. Ahora que el estupor de haber presenciado una violencia tan extrema había pasado, la periodista que llevaba dentro salía al exterior.
—¿Te apetece un té o alguna otra cosa?
Jenna le dijo que no con un movimiento de cabeza.
—Sigo sin entender lo que ha ocurrido.
Wendy se lo explicó. Empezó con la llamada telefónica de Dan y terminó con su regreso a la caravana junto al sheriff Walker. No citó la visita de Ed Grayson del día anterior. A Walker sí se la había contado, pero consideraba que ahora no venía a cuento.
Jenna la escuchó con los ojos húmedos. Cuando Wendy acabó, le dijo:
—¿Y le disparó a Dan? ¿Tal cual?
—Sí.
—¿No dijo nada antes?
—No, nada.
—Simplemente… —Jenna recorrió la habitación con la mirada, como en busca de ayuda—. ¿Cómo puede una persona hacerle algo así a otra?
Wendy sabía la respuesta, pero no dijo nada.
—Lo viste, ¿no? A Ed Grayson. ¿Puedes identificarlo sin duda ante la policía?
—Llevaba un pasamontañas. Pero sí, creo que era Grayson.
—¿Crees?
—Iba enmascarado, Jenna.
—¿No llegaste a verle la cara?
—No se la vi, no.
—Entonces ¿cómo sabes que era él?
—Por el reloj. Por la estatura y la complexión. Por la manera como se movía.
Jenna frunció el ceño.
—¿Y tú crees que eso se aguantará ante un tribunal?
—No lo sé.
—La policía le tiene detenido. Supongo que ya lo sabes.
No era así, pero siguió con la boca cerrada. Jenna se echó a llorar de nuevo. Wendy ya no sabía qué hacer. Intentar consolarla resultaría, en el mejor de los casos, superfluo. Así que no hizo nada.
—¿Y lo de Dan? —preguntó Jenna—. ¿Viste cómo tenía la cara?
—¿Perdón?
—Cuando llegaste allí, ¿viste lo que le habían hecho?
—¿Te refieres a los golpes? Sí, claro que los vi.
—Le dieron una buena paliza.
—¿Quién?
—Dan intentaba escapar por todos los medios posibles. Pero allá donde iba, los vecinos le encontraban y la emprendían con él. Hubo llamadas telefónicas, amenazas y pintadas. Y, sí, también palizas. Iba cambiando de sitio, pero siempre le encontraban.
—¿Quién le golpeó esta vez? —preguntó Wendy.
Jenna levantó la vista.
—Su vida era un infierno.
—¿Estás intentando echarme la culpa?
—¿Te crees que no tienes ninguna?
—Nunca quise que le pegaran.
—No, solo querías meterle en la cárcel.
—¿Y esperas que me disculpe por ello?
—Eres periodista, Wendy. Eso no te convierte ni en juez ni en jurado. Pero en cuanto hiciste pública la historia, pues bueno, ¿acaso crees que sirvió de algo que la juez desestimara los cargos? ¿Pensabas que Dan volvería tan tranquilo a su antigua vida… o a cualquier tipo de vida?
—Yo solo informé de lo que había ocurrido.
—Eso es mentira y tú lo sabes. Tú creaste esa historia. Tú le tendiste una trampa.
—Dan Mercer estaba coqueteando con una menor… —Wendy se interrumpió. No merecía la pena seguir. Ya lo habían hablado antes. Esa mujer, por ingenua que fuese, estaba de luto. Más valía dejarla en paz.
—¿Hemos terminado? —preguntó Wendy.
—Él no lo hizo.
Wendy no se molestó en responder.
—Viví con él cuatro años. Estuve casada con ese hombre.
—Pero te divorciaste de él.
—¿Y?
Wendy se encogió de hombros.
—¿Por qué?
—La mitad de los matrimonios de este país acaban en divorcio.
—¿A qué se debió el tuyo?
Jenna meneó la cabeza.
—¿Cómo? ¿Te crees que fue porque descubrí que era un pedófilo?
—¿Fue por eso?
—Es el padrino de mi hija. Les hace de canguro a mis críos. Le llaman tío Dan.
—Me parece todo estupendo. Pero ¿por qué os divorciasteis?
—Fue de mutuo acuerdo.
—Ajá. ¿Dejaste de quererle?
Jenna se tomó su tiempo para responder a esa pregunta.
—La verdad es que no.
—¿Entonces? Mira, ya sé que no lo vas a reconocer, pero es probable que detectaras algo raro en él.
—Nada de ese estilo.
—Entonces ¿qué?
—Había una parte de Dan a la que yo no podía acceder. Y antes de que sueltes alguna obviedad, no, no es que fuese un pervertido sexual. Dan tuvo una infancia muy dura. Era huérfano y fue saltando de casa de acogida en casa de acogida…
La voz de Jenna se iba desvaneciendo. Wendy volvió a saltarse lo obvio. Huérfano. Casas de acogida. Igual abusaron de él. Investiga el pasado de un pedófilo y siempre encontrarás algo así. Esperó.
—Sé lo que estás pensando. Y te equivocas.
—¿Por qué? ¿Porque tú lo conocías muy bien?
—Sí. Pero no solo por eso.
—¿Qué más hay?
—Siempre era como si… No sé cómo explicártelo. Le pasó algo en la universidad. Sabes que fue a Princeton, ¿verdad?
—Sí.
—Huérfano pobre que trabaja duro y consigue colarse en una importante facultad de la Ivy League…
—Ya. ¿Y qué?
Jenna se interrumpió y se la quedó mirando.
—¿Qué? —insistió Wendy.
—Se lo debes.
Wendy no dijo nada.
—Pienses lo que pienses —le dijo Jenna—, sea o no sea la verdad, una cosa es segura.
—¿A saber?
—Tú conseguiste que le mataran.
Silencio.
—Puede que hicieses aún más. Su abogado te puso en evidencia en el tribunal. Dan iba a salir libre. Seguro que eso te molestó.
—No sigas por ahí, Jenna.
—¿Por qué no? Estabas enfadada. Creías que la justicia se equivocaba. Quedas con Dan y, de repente, obedeciendo a una coincidencia de lo más sorprendente, aparece Ed Grayson. Tienes que estar involucrada… Como cómplice, por lo menos. O igual te han tendido una trampa.
Calló. Wendy se mantenía a la espera. Hasta que dijo:
—No vas a añadir: «Igual que a Dan», ¿verdad?
Jenna se encogió de hombros.
—Una coincidencia de narices.
—Creo que es hora de que te vayas, Jenna.
—Creo que es muy probable que tengas razón.
Ambas mujeres echaron a andar hacia la puerta.
—Tengo una última pregunta.
—Adelante.
—Dan te dijo dónde estaba, ¿no? Quiero decir, ¿fue así como llegaste al parque de caravanas?
—Exactamente.
—¿Se lo habías dicho a Ed Grayson?
—No.
—Entonces ¿cómo es que acabó ahí… exactamente a la misma hora?
Wendy dudó antes de responder.
—No lo sé. Supongo que me siguió.
—¿Y para qué tendría que hacerlo?
Wendy no se sabía esa respuesta. Recordaba haber mirado varias veces por el retrovisor mientras recorría esos caminos solitarios. No había ningún otro coche. ¿Cómo habría encontrado Ed Grayson a Dan Mercer?
—¿Lo ves? La explicación más lógica es que tú le ayudaste.
—No lo hice.
—Vale —dijo Jenna—. Qué pena que nadie te crea.
Se dio la vuelta y salió de la casa. Su pregunta flotaba en el aire. Wendy la vio alejarse en su coche. Empezaba a dar media vuelta para entrar en la casa cuando algo le vino a la cabeza.
El neumático de su coche. Le faltaba aire. ¿No era eso lo que había dicho Ed Grayson?
Corrió hacia el sendero de entrada. El neumático estaba bien. Se agachó y tocó el guardabarros de atrás. Huellas dactilares, se dijo. Se había olvidado de ellas con las prisas. Apartó la mano, se acuclilló y echó un vistazo.
Nada.
No le quedaba más remedio: se tumbó de espaldas como cualquier mecánico. Había instalado en la rampa unas luces con sensor de movimiento que aportaban una iluminación más que suficiente. Rascó la superficie de alquitrán que se había formado bajo el vehículo. No mucho. Solo un poco. Y entonces lo vio. Era pequeño, no mucho mayor que una caja de cerillas. Estaba pegado con un imán, de esos que se utilizan para mantener ocultas unas llaves extra. Pero eso no tenía nada que ver. Y explicaba muchas cosas.
Ed Grayson no se había inclinado para echarle un vistazo a la rueda de atrás. Se había agachado para colocarle un GPS magnético debajo del parachoques.