—Bueno —le dijo Wendy a Portnoi por el pasillo—, menuda mierda.
—La juez no va a descartar esas pruebas.
Wendy no estaba tan segura.
—En cierta manera, eso está muy bien.
—¿A qué te refieres?
—El caso es demasiado espectacular para que se rechacen pruebas —dijo Portnoi, señalando hacia su adversario—. Lo único que ha hecho Flair es mostrar su estrategia judicial.
Por delante de ellos, Jenna Wheeler, la exmujer de Dan Mercer, estaba respondiendo a las preguntas de una reportera de una tele rival. Aunque las pruebas contra Dan parecían irrefutables, Jenna seguía apoyando con firmeza a su exmarido, insistiendo en que se le acusaba falsamente. Esa postura, que para Wendy resultaba tan admirable como ingenua, había convertido a Jenna en una especie de paria en su propia ciudad.
Un poco más adelante, Flair Hickory sentaba cátedra ante un buen número de periodistas. Todos le querían, claro está, incluso Wendy en los tiempos en que cubría sus juicios. Flair llevaba la desfachatez hasta las últimas consecuencias. Pero ahora que estaba al otro lado del micro, Wendy se daba cuenta de que esa tendencia al espectáculo podía ir de la mano con la falta de escrúpulos. Frunció el ceño.
—No me parece que Flair Hickory sea ningún memo.
Flair cosechó unas risas entre los representantes de la prensa, palmeó unos cuantos lomos y echó a andar por su propia cuenta. Cuando por fin estuvo solo, a Wendy le sorprendió ver que se le acercaba Ed Grayson.
—Ay, ay, ay —dijo.
—¿Qué pasa?
Wendy señaló con la barbilla. Portnoi miró hacia donde le indicaban. Grayson, un tipo grandullón con el cabello gris y muy corto, estaba junto a Flair Hickory. Ambos se contemplaban con desagrado. Grayson no paraba de acercarse a su interlocutor, invadiendo su espacio personal. Pero Flair se mantenía en su sitio. Portnoi se acercó a ellos.
—¿Señor Grayson?
Las caras de ambos estaban a escasos centímetros de distancia. Grayson torció la suya en dirección a la voz y se quedó mirando fijamente a Portnoi.
—¿Todo bien? —preguntó este.
—Muy bien —repuso Grayson.
—¿Señor Hickory?
—Todo va viento en popa, letrado. Solo es una conversación amistosa.
Grayson clavó los ojos en Wendy una vez más, y a ella tampoco le gustó lo que vio.
—Bueno, señor Grayson, si no tiene nada más que añadir… —dijo Hickory.
Grayson no dijo nada. Hickory dio media vuelta y se marchó. Grayson se acercó a Portnoi y Wendy.
—¿Puedo hacer algo por usted? —le preguntó Portnoi.
—No.
—¿Puedo preguntarle de qué hablaba con el señor Hickory?
—Sí, puede. —Grayson miró a Wendy—. ¿Usted cree que la juez se ha tragado su cuento, señora Tynes?
—No era ningún cuento —repuso ella.
—Pero tampoco era exactamente la verdad, ¿no?
Ed Grayson se dio la vuelta y se alejó de allí.
—¿A qué coño ha venido eso? —dijo Wendy.
—Ni idea —dijo Portnoi—. Pero no te preocupes por él. Ni por Flair. Es bueno, pero esta partida no la va a ganar. Vete a casa y tómate una copa, que no pasa nada.
Pero Wendy no se fue a casa, sino que se dirigió a los estudios de su cadena en Secaucus, Nueva Jersey, con vistas al complejo deportivo Meadowlands. Unas vistas no especialmente agradables. Aquello era una ciénaga, una charca pantanosa que gruñía bajo el peso de una edificación constante. Revisó su correo electrónico y vio un mensaje del jefe, el productor ejecutivo Vic Garrett. El mensaje en cuestión, puede que el más largo que Vic hubiese enviado en su vida, decía: «Ven a verme ya».
Eran las tres y media de la tarde. El hijo de Wendy, Charlie, que estudiaba en el instituto de Kasselton, ya debería estar en casa. Le llamó al móvil porque nunca descolgaba el fijo. Charlie respondió a la cuarta llamada y en su estilo habitual: «¿Qué?».
—¿Estás en casa? —le preguntó.
—Sí.
—¿Y qué estás haciendo?
—Nada.
—¿No tienes deberes?
—No muchos.
—¿Los has hecho?
—Ya los haré.
—¿Y por qué no te pones ya?
—Son poca cosa. No me llevarán más de diez minutos.
—A eso voy. Si son tan poca cosa, hazlos y quítatelos de encima.
—Ya los haré luego.
—Pero ahora ¿qué estás haciendo?
—Nada.
—Entonces ¿para qué esperar? ¿Por qué no haces los deberes ya?
Un nuevo día, pero la misma conversación de siempre. Finalmente, Charlie dijo que se pondría en un minuto, lo cual significaba: «Si te digo que me pongo en un minuto, igual dejas de darme la tabarra».
—Seguramente llegaré a casa a eso de las siete —dijo Wendy—. ¿Quieres que traiga comida china?
—De la Casa de Bambú —precisó Charlie.
—De acuerdo. Dale de comer a Jersey a las cuatro.
Jersey era el perro de la familia.
—Vale.
—No te olvides.
—Para nada.
—Y haz los deberes, ¿vale?
—Adiós.
Clic.
Respiró hondo. Charlie ya tenía diecisiete años, pero seguía siendo un coñazo. Habían acabado con la búsqueda de universidad, típica actividad de los padres de las afueras a la que estos se entregan con una ferocidad que haría ruborizarse a cualquier déspota del Tercer Mundo, al ser admitido Charlie en Franklin & Marshall, de Lancaster, Pensilvania. Como todo adolescente, Charlie estaba nervioso y asustado ante un cambio tan grande en su vida, pero no tanto como su madre. Charlie, su hermoso, lunático y molesto hijo, era todo lo que tenía. Llevaban los dos solos los últimos doce años, la madre y su hijo único deambulando por las enormes y blancas afueras. Wendy no quería que Charlie se fuese. Le contemplaba cada noche y veía la pura perfección; así pues, como le sucedía desde que el crío tenía cuatro años, clamaba en silencio: «Por favor, Señor, déjame que lo congele aquí mismo, a esta edad, ni un día más joven o más viejo, déjame congelar a mi precioso hijo aquí y ahora para que me lo pueda quedar unos días más».
Porque no tardaría mucho en quedarse sola.
Apareció otro mail en la pantalla de su ordenador. También era de su jefe, Vic Garrett: «¿Qué parte de “ven a verme ya” he dejado abierta a la interpretación?».
Pulsó la tecla de respuesta y escribió: «Voy para allá».
Como el despacho de Vic estaba al otro lado del pasillo, toda esta comunicación resultaba tan absurda como irritante, pero así es el mundo en que vivimos. Charlie y ella se escribían a menudo dentro de casa. Demasiado cansada para gritar, Wendy solía enviarle mensajes: «Hora de irse a dormir», «Saca a Jersey» o el siempre popular «Basta de ordenador, lee un libro».
Wendy era una estudiante de diecinueve años en la Universidad de Tufts cuando se quedó embarazada. Había ido a una fiesta en el campus y, tras beber en exceso, se enrolló con John Morrow, un cantamañanas que jugaba al rugby y que, según el diccionario personal de Wendy Tynes, atendía por «no es mi tipo». Wendy se consideraba una estudiante liberal, una periodista alternativa que siempre iba de negro riguroso, escuchaba exclusivamente rock independiente y frecuentaba lecturas improvisadas de poesía en exposiciones de Cindy Sherman. Pero el corazón nada entiende de rock independiente, poesía improvisada y exposiciones. O sea, que a Wendy le acabó cayendo bien el apuesto cantamañanas. Era de prever. Al principio, no se lo tomaba muy en serio. Se habían enrollado y empezaban a dejarse ver por ahí en pareja, pero no salían juntos, en realidad no salían juntos. La cosa se mantuvo en ese plan durante un mes, hasta que Wendy descubrió que estaba embarazada.
Siendo, como era, una mujer moderna, Wendy era consciente de que la evolución de la situación actual, como se le había dicho durante toda su vida, dependía exclusivamente de ella y de nadie más. Con dos cursos y medio de universidad por delante y una carrera periodística en el horizonte, el embarazo no había podido llegar en peor momento, pero eso la llevó a acelerar su decisión al respecto. Llamó por teléfono a John y le dijo: «Tenemos que hablar». El hombre se presentó en su caótica habitación y ella le pidió que tomara asiento. John ocupó el puf, adoptando un aire ridículo: no se podían definir de otra manera los intentos de ese semental de metro noventa de adoptar una postura, ya que no cómoda, por lo menos equilibrada. Deduciendo por el tono de voz de Wendy que la cosa iba en serio, John intentó poner cara de solemnidad mientras pugnaba por no caerse, lo cual le hacía parecer un crío dándoselas de adulto.
—Estoy embarazada —le dijo Wendy, iniciando el discurso que llevaba ensayando mentalmente durante los últimos dos días—. Lo que suceda a partir de ahora, será cosa mía, y espero que no te opongas.
Wendy siguió en ese plan, deambulando por el cuartito, sin mirar a John y manteniendo la voz en el tono más sereno posible. Hasta concluyó su muy preparada declaración dándole las gracias por venir y deseándole lo mejor. Finalmente, se arriesgó a echarle un vistazo. John Morrow la miró con lágrimas en esos ojos tan azules que Dios le había dado y dijo:
—Pero yo te quiero, Wendy.
A ella le entraron ganas de reír, pero en vez de eso, se echó a llorar. John se deslizó del puf hasta quedarse de rodillas y le propuso matrimonio allí mismo, mientras ella reía y lloraba a la vez. Pese a las reticencias de casi todo el mundo, se casaron. Nadie esperaba nada bueno del enlace, pero los siguientes nueve años fueron una delicia. John Morrow era un tío dulce, cariñoso, guapo, divertido, listo y atento. Era su alma gemela, con todo lo que eso implicaba. Charlie nació mientras sus padres seguían en la universidad. Dos años después, John y Wendy reunieron el dinero suficiente para pagar la entrada de una casita en una calle muy concurrida de Kasselton. Wendy consiguió un empleo en una cadena de televisión local. John preparaba su doctorado en psicología. Iban muy bien encaminados.
Y entonces, en un santiamén, John murió. Y ahora la casita solo acogía a Wendy, Charlie y un gran agujero equiparable al que ella tenía en el corazón.
Llamó a la puerta de Vic y asomó la cabeza por el hueco.
—¿Querías verme?
—Creo que te han zurrado la badana en el juzgado —dijo su jefe.
—Apoyo —ironizó Wendy—. Por eso trabajo aquí. Por el apoyo que recibo.
—Si quieres apoyo, cómprate un sujetador —dijo Vic.
Wendy frunció el ceño.
—Eso no tiene ninguna gracia.
—Sí, ya lo sé. Tengo un informe tuyo, tú y tus repetitivos informes, en el que te quejas de los trabajos que te caen.
—¿Qué trabajos? Durante las últimas dos semanas, lo único que me has dado es la inauguración de una herboristería y un desfile de moda centrado en la bufanda masculina. ¿Por qué no me das algo que tenga cierta relación con la realidad?
—Espera. —Vic se llevó una mano a la oreja, como si se esforzara por oír.
Era un tipo pequeñito con una enorme barriga. Decían que tenía cara de hurón, aunque era difícil encontrar un hurón tan feo.
—¿Qué? —inquirió ella.
—¿Ahora es cuando clamas ante la injusticia de ser una tía buena en una profesión dominada por los hombres y cuando me acusas de tratarte como a un florero?
—¿Conseguiré así mejores encargos?
—No —dijo el jefe—. Pero ¿sabes cómo podrías lograrlo?
—¿Salir en directo más escotada?
—No vas mal encaminada, pero no, hoy no. Hoy la respuesta es la condena de Dan Mercer. Tienes que acabar siendo la heroína que atrapó a un pedófilo asqueroso y no la reportera metepatas que contribuyó a su puesta en libertad.
—¿Que yo contribuyo a su libertad?
Vic se encogió de hombros.
—La policía no sabría nada de Dan Mercer de no ser por mí.
Vic se llevó al hombro un violín imaginario, cerró los ojos y empezó a tocar.
—No seas capullo —le dijo Wendy.
—¿Quieres que llame a unos cuantos colegas para que te abracen en grupo? ¿Y si nos cogemos todos de la mano y cantamos el «Kumbayá»?
—Primero quiero ver cómo os la meneáis en corro.
—Grosera.
—¿Alguien sabe dónde se oculta Dan Mercer? —preguntó Wendy.
—No. Lleva dos semanas sin ser visto.
Wendy no sabía muy bien cómo tomárselo. Era consciente de que Dan había abandonado la localidad tras recibir amenazas de muerte, pero le parecía impropio de él no haberse presentado hoy en el juzgado. Estaba a punto de pedirle a Vic que lo buscaran cuando a este le sonó el intercomunicador. La recepcionista hablaba muy bajito.
—Marcia McWaid ha venido a verle.
Eso les cerró la boca a los dos. Marcia McWaid vivía en el mismo pueblo que Wendy, a menos de dos kilómetros de ella. Tres meses atrás, Haley, su hija adolescente —compañera de clase de Charlie—, se había descolgado, al parecer, por la ventana de su dormitorio para no volver.
—¿Alguna novedad en el caso de la hija? —preguntó Wendy.
Vic negó con la cabeza. «Más bien lo contrario», dijo, y eso era mucho peor, claro está. Durante dos, puede que tres semanas, la desaparición de Haley McWaid había sido un notición: ¿secuestrada?, ¿fugitiva? Había boletines constantes, sus textos corredizos en la parte inferior de la pantalla del televisor y sus sesudos «expertos» que reconstruían lo que podía haberle sucedido. Pero no hay historia, por sensacional que sea, que sobreviva sin novedades. Dios es testigo de que las cadenas lo intentaron. Siguieron cualquier rumor, de la trata de blancas a las sectas satánicas, pero lo cierto es que en este negocio la «falta de noticias» equivale a «malas noticias». Resulta muy patético lo poco que nos dura la atención, y aunque siempre le puedes echar la culpa de todo a los medios, la verdad es que es la audiencia la que dicta qué historias siguen viviendo y cuáles no. Si la gente se engancha a una historia, esa historia sobrevive. Si no es así, las cadenas se lanzan en pos del siguiente juguetito que capte la atención del público.
—¿Quieres que hable con ella? —se ofreció Wendy.
—No, yo me encargo. Para eso cobro más.
Vic le hizo un gesto con el brazo para que se marchara. Wendy echó a andar hacia el final del pasillo. Se dio la vuelta a tiempo para ver a Marcia McWaid ante la puerta del despacho de Vic. Wendy no conocía a Marcia, pero la había visto algunas veces por el pueblo, en el Starbucks local, o esperando en coche a su hija a la salida del colegio, o en el videoclub. Sería un tópico decir que esa animosa mamá había envejecido diez años de golpe. Y tampoco era el caso de Marcia. Seguía siendo una joven bastante atractiva, nada avejentada, pero era como si todos sus movimientos se hubiesen ralentizado, como si hasta los músculos que controlaban la expresión facial estuvieran bañados en melaza. Marcia McWaid se volvió y vio a Wendy. Esta la saludó con un movimiento de cabeza e intentó dedicarle una media sonrisa. Marcia apartó la vista y entró en el despacho de Vic.
Wendy regresó a su escritorio y descolgó el teléfono. Pensaba en Marcia McWaid, esa madre ideal con un marido encantador y una familia preciosa, y en cómo había perdido a su hija, con tanta rapidez y facilidad, la misma con la que cualquiera podía ser secuestrado. Marcó el número de Charlie.
—¿Qué?
El habitual tono impaciente la tranquilizó.
—¿Ya has hecho los deberes?
—En un minuto.
—Vale —dijo su madre—. ¿Sigues queriendo cena de la Casa de Bambú?
—¿No habíamos hablado ya de eso?
Colgaron. Wendy se echó atrás en la silla y puso los pies sobre la mesa. Estiró el cuello y se enfrentó a la espantosa vista que le ofrecía la ventana. Le sonó el teléfono de nuevo.
—¿Sí?
—¿Wendy Tynes?
Se le cayeron los pies al suelo al oír esa voz.
—Yo misma.
—Soy Dan Mercer. Tenemos que vernos.