La fuente de la juventud
Hace mucho, mucho tiempo, en algún lugar de las montañas vivía un leñador con su mujer. Los dos eran muy mayores y no tenían hijos. Cada día, el marido marchaba al bosque para cortar leña, mientras la mujer se quedaba en casa tejiendo.
Un día, el anciano penetró en el bosque más allá de lo habitual, buscando un tipo especial de madera, e inesperadamente se encontró en la orilla de un pequeño arroyo que no había visto nunca antes. El agua estaba extrañamente clara y fría, y como tenía sed puesto que el día era caluroso y había estado trabajando duramente, se quitó su gran sombrero de paja, se arrodilló y dio un largo trago. El agua parecía refrescarlo de la forma más extraordinaria.
Entonces vio su rostro reflejado en el agua, y retrocedió de un salto. Era ciertamente su propia cara, pero no como estaba acostumbrado a verla en el viejo espejo de casa. ¡Era la cara de un joven! No podía dar crédito a sus ojos.
Alzó las manos a su cabeza, que hasta hacía un momento se encontraba dominada por una gran calva. Ahora estaba cubierta de una fuerte cabellera negra. También su cara se había vuelto suave como la de un niño; cada arruga había desaparecido.
Al mismo tiempo se sintió lleno de una nueva fortaleza. Echó un vistazo a sus muslos, que hacía mucho que se habían debilitado con la edad, y encontró que ahora estaban formados y duros, con jóvenes y densos músculos.
Sin saberlo, había bebido de la Fuente de la Juventud, y ese trago lo había transformado.
Primero se puso a saltar y a dar gritos de alegría, luego corrió a su casa más rápido de lo que había corrido nunca en su vida. Cuando entró en su hogar, su mujer se asustó, pues lo confundió con un extraño, y cuando le contó el milagro, ella no podía terminar de creérselo.
Transcurrió un rato hasta que consiguió convencerla de que el joven que ahora veía ante ella era realmente su marido. Le indicó el lugar donde se encontraba el arroyo y le pidió que lo acompañara hasta allí.
Entonces ella le respondió: «Te has vuelto tan guapo y tan joven que no puedes seguir amando a una vieja, por lo que iré y beberé de esa agua inmediatamente. Pero si vamos juntos, dejaremos la casa abandonada. Tu esperarás aquí mientras yo voy». Y marchó al bosque ella sola.
Encontró el arroyo, se arrodilló y comenzó a beber. ¡Oh. Qué fría y dulce era aquella agua! Bebió y bebió y bebió; paró, sólo para tomar aliento, y volvió a beber.
Su marido la aguardaba impaciente. Esperaba verla regresar convertida en una esbelta y preciosa joven. Pero ella no volvía. Comenzó a preocuparse, cerró la casa con llave y se marchó a buscarla.
Llegó al arroyo, pero no la encontró. Estaba a punto de volver cuando oyó un leve llanto entre la hierba alta de la orilla. Buscó por allí y descubrió las ropas de su mujer y a un bebé, un pequeño bebé, de no más de seis meses de edad.
Como la anciana había bebido demasiada agua del arroyo mágico, había rejuvenecido más allá de la juventud hasta la edad de un bebé que todavía no sabía hablar.
Él cogió el bebé en brazos, lo miró con tristeza y perplejidad, y, mientras lo arrullaba, se lo llevó a casa con la cabeza llena de melancólicos y extraños pensamientos.