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Chin-chin Kobakama

El suelo de las habitaciones japonesas está cubierto con preciosas esteras, gruesas y suaves, de cáñamo tejido. Se ajustan muy juntas, de manera que apenas puedes introducir entre ellas la hoja de un cuchillo. Se cambian todos los años, y se conservan muy limpias. Los japoneses nunca llevan zapatos dentro de casa, y tampoco usan sillas o muebles como hacen los ingleses. Se sientan, duermen, comen y a veces incluso escriben en el suelo. Por eso las esteras deben mantenerse muy limpias, y a los niños japoneses se les enseña, en cuanto empiezan a hablar, a no estropear o ensuciar nunca las esteras.

Es cierto que los niños japoneses son muy buenos. Todos los viajeros que escribieron libros sobre el Japón, reconocen que los niños japoneses son mucho más obedientes que los ingleses, y mucho menos traviesos. No estropean ni manchan las cosas, y tampoco rompen sus juguetes. Una niña japonesa nunca rompe su muñeca, ¡qué va! La cuida con esmero y la conserva incluso hasta hacerse mujer y casarse. Cuando se convierte en madre y tiene una hija, le regala su muñeca. Y la niña tiene el mismo cuidado que la madre y la conserva hasta que se hace mayor, y finalmente se la da a sus hijas para que jueguen con ella con el mismo cuidado con que su abuela jugaba. Por eso yo —que estoy escribiendo esta pequeña historia para ti— he visto en el Japón muñecas de más de cien años que estaban tan bien cuidadas que parecían nuevas. Eso demuestra lo buenos que son los niños japoneses, y explica por qué el suelo de una habitación japonesa está prácticamente siempre limpio, y no rayado o estropeado por las travesuras.

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¿Me preguntas si todos, «todos» los niños japoneses son tan buenos? En fin, no. Hay algunos que son revoltosos. ¿Y qué les ocurre a las esteras de las casas de los niños traviesos? Nada demasiado grave, porque hay hadas que cuidan de las esteras. Por lo menos antes solían molestar y asustar a esos niños traviesos. No estoy muy seguro de que esas pequeñas hadas vivan todavía en el Japón, ya que los nuevos ferrocarriles y los postes de teléfonos las han espantado en gran número. Pero hay una pequeña historia sobre ellas:

Había una vez una niña que era muy guapa, pero también muy perezosa. Sus padres eran ricos y tenían muchos sirvientes, los cuales querían mucho a la niña y hacían todo por ella, incluso aquello que debía hacer ella misma. Quizá fue por eso que se hizo tan perezosa. Al crecer y convertirse en una bella mujer, siguió siendo perezosa, pero como los sirvientes siempre la vestían y desvestían, y la peinaban, se mostraba encantadora y nadie pensaba en sus defectos.

Finalmente se casó con un valeroso guerrero y se fue a vivir con él en otra casa donde había apenas unos pocos sirvientes. Ella lamentó no tener tanto servicio como en su propia casa, porque eso la obligaba a hacer por sí misma algunas cosas que siempre antes habían hecho otros por ella. Le resultaba muy fastidioso vestirse y desvestirse sola, y cuidar de su ropa y mantenerse pulcra y guapa para agradar a su marido. Pero como era un guerrero y a menudo se encontraba lejos de casa con el ejército, ella a veces podía ser todo lo perezosa que quisiera. Los padres de su marido eran muy viejos y tenían buen corazón, y nunca le reñían.

Pues bien, una noche mientras su marido se encontraba fuera con el ejército, la despertaron unos ruiditos raros en su habitación. A la luz de una gran linterna de papel podía ver muy bien, y vio cosas extrañas. ¿Cuáles?

Cientos de hombrecitos, vestidos como guerreros japoneses, pero sólo una pulgada de altos, bailaban alrededor de su almohada. Llevaban puesta la misma clase de ropa que su marido cuando estaba de vacaciones (Kamishimo, una larga túnica con los hombros cuadrados), y su pelo estaba recogido en nudos, y cada uno llevaba dos diminutas espadas. Todos ellos se le parecían muchísimo cuando bailaban y reían, y todos cantaban la misma canción una y otra vez:

Chin-chin Kobakama,

Yomofuké soro,

¡Oshizumare, Hime-gimi!

¡Ya ton ton!

Lo que significaba: «Somos los Chin-chin Kobakama; es tarde; duerme, querida noble dama».

Las palabras parecían muy respetuosas, pero pronto se dio cuenta de que los hombrecillos sólo se estaban burlando de ella cruelmente. Incluso le hacían muecas.

Intentó atrapar a alguno; pero saltaban tan rápido que no lo consiguió. Entonces trató de espantarlos, pero no se iban, y tampoco cesaban de cantar y reírse de ella. Finalmente se percató de que eran hadas y le entró tal temor que no podía ni gritar. Bailaron a su alrededor hasta la mañana; luego, de repente, se desvanecieron.

Le daba vergüenza contar a nadie lo ocurrido, pues, al ser la esposa de un guerrero, no quería que nadie supiera el miedo que había pasado.

La noche siguiente, de nuevo los hombrecillos aparecieron y bailaron, y también lo hicieron la noche siguiente y las posteriores, siempre a la misma hora, la que los japoneses acostumbran a llamar «la hora del buey», que equivale más o menos a las dos de la mañana para nosotros.

Al final acabó enferma de tanto miedo y tanto sueño. Pero los hombrecillos no la dejaban en paz.

Cuando su marido regresó a casa lamentó encontrarla enferma en la cama. Al principio ella temía contarle la causa de su enfermedad, por miedo a que se riera de ella. Pero él era tan amable y la engatusó tan delicadamente, que después de un rato le contó lo que había ocurrido cada noche. Él no se rio de ella en absoluto, sino que la miró seriamente durante un rato. Luego le preguntó:

—¿A qué hora llegan?

Ella respondió:

—A la misma siempre, a «la hora del buey».

—Muy bien —dijo su marido— esta noche me esconderé y los vigilaré. No tengas miedo.

Por tanto, esa noche el guerrero se escondió en un armario del dormitorio y se mantuvo vigilando por una rendija entre las puertas correderas.

Esperó y vigiló hasta «la hora del buey». Entonces, todos los hombrecillos aparecieron al mismo tiempo entre las esteras, e iniciaron su baile y su canción:

Chin-chin Kobakama,

Yomofuké soro.

Tenían un aspecto tan extraño y bailaban de una manera tan graciosa, que el guerrero apenas podía contener la risa. Pero vio la cara de temor de su joven esposa; y recordando que casi todos los duendes y fantasmas japoneses tenían miedo de una espada, desenvainó la suya y salió corriendo del armario para atacar a los pequeños bailarines. Inmediatamente todos ellos se convirtieron… ¿en qué creéis?

¡En palillos de dientes!

Ya no había pequeños guerreros, sólo un montón de viejos palillos de dientes esparcidos por las esteras.

La joven esposa había sido demasiado perezosa para tirar los palillos de dientes como es debido, y cada día, tras haber usado un nuevo palillo, lo guardaba entre las esteras para deshacerse de él. Por eso las pequeñas hadas que cuidan de las esteras se enfadaron con ella y decidieron atormentarla.

Su marido la regañó, y se sintió tan avergonzada que no supo qué hacer. Se llamó a un sirviente y los palillos fueron retirados y quemados. Desde entonces los hombrecillos nunca volvieron a aparecer.

También hay una historia sobre una niña perezosa que solía comer ciruelas y esconder los huesos entre las esteras. Pasó mucho tiempo sin que fuera descubierta; pero finalmente las hadas se enfadaron y la castigaron.

Cada noche, pequeñas mujercillas —todas vestidas con túnicas rojas de mangas muy largas— aparecían a la misma hora y bailaban y hacían muecas impidiéndole dormir.

Su madre se levantó una noche para vigilar, y las vio, y, al espantarlas, todas se convirtieron en huesos de ciruela. Así fue descubierto el mal comportamiento de esa niña; y desde entonces se volvió muy buena.