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La araña duende

En libros muy antiguos se dice que existían muchas arañas duende en el Japón.

Algunas personas afirman que todavía quedan algunas. Durante el día tienen la apariencia de arañas vulgares; pero a altas horas de la noche, cuando todo el mundo duerme y no se oye un solo ruido, comienzan a volverse cada vez más grandes y a hacer cosas horribles. Se cree que las arañas duende tienen también el poder mágico de adoptar forma humana para engañar a la gente. Un famoso cuento japonés trata sobre estas arañas.

Había una vez, en algún solitario lugar del país, un templo encantado. Nadie podía vivir en el edificio, porque los duendes se habían apoderado de él. Algunos valientes samuráis se dirigieron al lugar en diferentes ocasiones con el propósito de matar a los duendes. Pero una vez que hubieron entrado en el templo, no se volvió a saber de ellos.

Por fin, uno que era famoso tanto por su coraje como por su prudencia, fue al templo para vigilar durante la noche. Y dijo a los que le acompañaron hasta allí: «Si por la mañana todavía estoy vivo, tocaré el tambor del templo». Luego lo dejaron solo, vigilando a la luz de una lámpara.

Según avanzaba la noche, se agazapó bajo el altar, que aguantaba una polvorienta estatua de Buda. No vio nada extraño ni oyó sonido alguno hasta pasada la media noche. Entonces apareció un duende que tenía nada más que medio cuerpo y un solo ojo, y dijo: «¡Hitokusai!» (Aquí huele a hombre). Pero el samurai no se movió y el duende se marchó.

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Luego vino un sacerdote y tocó un «samisén» de una manera tan maravillosa que el samurai tuvo la certeza de que no era una ejecución humana. Entonces se incorporó de un salto, desenvainando su espada. El sacerdote, al verlo, estalló en carcajadas y dijo: «¡O sea que creíste que era un duende! No, hombre, no. Sólo soy el sacerdote de este templo; pero tengo que tocar para mantener a los duendes a raya. ¿A que suena bien este “samisén”? Toca tú un poco».

Y ofreció el instrumento al samurai, el cual lo tomó cautelosamente con su mano izquierda. Pero al instante, el «samisén» se convirtió en una monstruosa tela de araña, y el sacerdote en una araña duende; y el guerrero se encontró firmemente atrapado en la tela por su mano izquierda. Peleó con valentía y atacó a la araña con su espada, consiguiendo herirla; pero pronto quedó totalmente inmovilizado en la red.

Sin embargo la araña se alejó arrastrándose hasta desaparecer y el sol salió. Al poco tiempo apareció la gente y encontraron al samurai en aquella horrible tela de araña; y lo liberaron. Vieron las huellas de sangre en el suelo, y, siguiéndolas fuera del templo, llegaron a un agujero en el jardín desierto. Del agujero salía un temible gemido. Allí dentro encontraron al duende herido, y lo mataron.