Vida y obras de Foucault

Paul-Michel Foucault nació el 15 de octubre de 1926 en Poitiers, 400 kilómetros al sur de París. Su familia pertenecía a la burguesía acomodada de una ciudad que ha sido y es ejemplo del provincianismo francés. Su padre era cirujano, enseñaba en la escuela de medicina local y ejercía una práctica próspera. Su madre era una mujer resuelta que manejaba las finanzas del marido, ayudaba a administrar su ejercicio profesional y se atrevía a conducir un automóvil.

Además de su residencia de Poitiers, la familia poseía una pequeña casa en el campo. Durante la infancia de Paul-Michel construyeron una villa al lado del mar en la costa atlántica, en La Baule, lo bastante grande para una familia de cinco más el servicio. La familia pasaba allí las vacaciones de verano entre pinos, con vistas a la larga curva de una playa arenosa. El padre era amable pero estricto, la madre eficiente pero nerviosa. Para Paul-Michel, la vida en el hogar con su hermana mayor y su hermana menor era el epítome de la normalidad. Ése ha sido el ambiente típico de tantos intelectuales intransigentes franceses que se han rebelado contra toda forma de autoridad y de comportamiento burgués. (Aunque se esforzaría por rebelarse contra tantas otras cosas, Foucault no pudo evitar adaptarse a este estereotipo galo, persistente desde Voltaire hasta Sartre.)

El escolar Foucault fue un joven esmirriado y miope, lo que hizo que sus compañeros transformaran su nombre en Polichinela (equivalente a Punch, el jorobado personaje inglés). A los freudianos les intrigará saber que soñaba con convertirse en un pez de colores, esquiva ambición que se reflejaría en su rendimiento académico. Aunque era a todas luces brillante, nunca destacó. Hasta en su asignatura favorita, la historia, terminó sólo de segundo.

Los acontecimientos mundiales incidían poco en la somnolienta Poitiers y en la familia Foucault. La villa junto al mar fue construida durante los primeros años de la depresión. La prensa despachaba con menosprecio autosuficiente las posturas afectadas de Hitler en los noticieros, y los discos blandamente alegres de Maurice Chevalier giraban en los gramófonos. El joven Paul-Michel vio a la edad de diez años deambular por las calles de Portier a los primeros refugiados de la Guerra Civil española. Tres años más tarde, Alemania invadía Polonia, desencadenando la Segunda Guerra Mundial, y la familia tuvo que suspender por primera vez las vacaciones de verano en La Baule. Cuando Foucault cumplía catorce años, los nazis habían invadido Francia, el ejército francés se retiraba en desorden y la agitación llegaba hasta Poitiers. Con la torpeza inflexible de un ordenancista de sala de operaciones, el Dr. Foucault supervisaba el establecimiento de unidades médicas de urgencia en la ciudad. En segundo plano, su esposa intentaba penosamente poner orden, y lograba, eficiente, que se hicieran las cosas. Ya con gafas, pero todavía de pantalón corto, el joven Paul-Michel observaba aturdido. Ese año cayeron en picado sus resultados en los exámenes.

La madre movió algunos hilos para transferirlo a otra escuela, con el resultado de que el alumno patito feo se convirtió en cisne. Había de ser una especie de regla; Foucault saldría mal en exámenes importantes, pero lo haría brillantemente una segunda vez. A los veinte años, y al segundo intento, Foucault consiguió plaza en la École Normale Supérieure de París. Éste es el invernadero intelectual donde se pone a prueba la crème de la crème de los estudiantes de Francia. Ser normalien marca de por vida como una especie superior. La normalidad ha sido siempre algo excepcional en Francia, y los superintelectuales normaliens son a menudo un grupo extraño. Pero incluso allí destacó Foucault.

Para entonces, el Polichinela del patio de la escuela había desarrollado un carácter decididamente difícil. Durante el año anterior, aproximadamente, había adquirido gradualmente conciencia de que era homosexual, lo cual no sólo era ilegal en aquel tiempo, sino que era impensable en Poitiers. Paul-Michel no podía dirigirse ni siquiera a su amada madre en busca de guía y sosiego y, además, por entonces había reñido seriamente con su padre. El adolescente Paul-Michel rehusaba proseguir la tradición familiar y hacerse médico. Sencillamente, no le interesaba la medicina, y punto. Subía a su habitación a grandes zancadas, cerraba de golpe la puerta y se enfrascaba en otro volumen de historia. Cuando hizo el examen de ingreso en la École Normale Supérieure no cabía duda de que era un intelectual de pura sangre. (Fue cuarto en todo el país.) Pero tampoco cabía duda alguna de que tenía el temperamento impredecible de un pura sangre.

En París decidió llamarse sólo Michel (abandonando Paul, nombre de su padre). Los primeros años de Michel Foucault en la ENS habrían de ser una letanía de incidentes. En una oportunidad se rasgó el pecho con una cuchilla de afeitar; en otra hubo que retenerle cuando perseguía a un estudiante con una daga, y en otra le faltó poco para suicidarse con una sobredosis de pastillas. Bebía en demasía y experimentó ocasionalmente con drogas (algo muy minoritario en aquellos días lejanos). A veces desaparecía durante muchas noches, hundiéndose después en su dormitorio, con la mirada vacía y ojeroso, deprimido. Pocos adivinaban la verdad. Se torturaba con sentimiento de culpa a causa de sus solitarias expediciones sexuales.

Foucault era incapaz de vivir consigo mismo, y ninguno de los estudiantes de su dormitorio quería vivir con él. Le consideraban loco y peligroso, cualidades que parecía exacerbar su evidente brillantez. Ferozmente agresivo en la argumentación intelectual, no excluía el recurso a la violencia. Sus condiscípulos eludían su compañía y desarrolló dolencias sicosomáticas. Largos periodos en una cama solitaria de sanatorio le liberaban de la convivencia del dormitorio y le permitían leer copiosamente, incluso para los estándares de la ENS.

Se concentraba entonces el entusiasmo, en cierta manera fortuito, de Foucault por la historia. Comenzó a leer al filósofo alemán del siglo XIX Hegel, cuya filosofía pone énfasis en la coherencia y en el sentido de la historia. El propósito de la historia es el de un largo progreso hacia la realidad última de la razón y la autoconciencia. Según Hegel, «todo lo racional es real, y todo lo real es racional». Bajo la superficie de los hechos, la historia esconde una estructura. «En historia nos ocupamos de lo que ha sido y de lo que es; en filosofía, no nos concierne lo que pertenece exclusivamente al pasado o al futuro, sino lo que es, ahora y eternamente, esto es, la razón.» Historia y filosofía se unen en una sola cosa, una unidad que tiene relevancia inmediata en el presente. Foucault pasó de Hegel al filósofo alemán del siglo XX Heidegger, para quien la condición humana está determinada por elementos más profundos que la mera razón. «Todo el desarrollo de mi filosofía estuvo determinado por mi lectura de Heidegger», escribiría después Foucault. La excitación de su primer encuentro con el pensamiento de Heidegger fue descrita inmejorablemente por una alumna de éste, Hannah Arendt: «El pensar ha vuelto a la vida; se está dando voz a los tesoros culturales del pasado, que se creía muertos, con el resultado de que nos proponen cosas distintas de las manidas y familiares trivialidades que se pretendía que dijeran.» El pasado estaba vivo en el presente, y el modo en que comprendiéramos el pasado mostraba cómo podríamos entender el presente. La historia no consiste en registrar el pasado sino en revelar la verdad del presente. Tal era la tendencia a la que se adhería el pensamiento de Foucault.

Simultáneamente, la filosofía de Heidegger era objeto de intenso debate en los cafés de la Orilla Izquierda de París. El desencanto de la posguerra y la falta de fe en los valores tradicionales habían producido un entusiasmo generalizado hacia el existencialismo de Jean-Paul Sartre, que había recibido una fuerte influencia de Heidegger. El existencialismo de Sartre era muy subjetivista; creía que la «existencia es anterior a la esencia». No existe una condición humana, o subjetividad, esencial. La esencia la creamos nosotros mismos por la forma como existimos, elegimos y actuamos en el mundo. Del mismo modo, la subjetividad no es un elemento constante que permita una definición estática y limitadora. Está siendo creada continuamente, evolucionando constantemente, como resultado de la vida que llevamos.

Foucault absorbió muchas ideas de Hegel, Heidegger y Sartre, pero igualmente significativas fueron las ideas que rechazó. Se formó, en gran parte, en reacción a estos filósofos, especialmente a Sartre. Como personaje y como pensador, Sartre dominaba la escena intelectual parisina y su presencia se mantendría a lo largo de casi toda la vida de Foucault, a la vez como ejemplo y como aguijón a sus ambiciones. Las ideas de Sartre representaron un papel similar. Foucault sentía por temperamento aversión a permanecer durante mucho tiempo a la sombra de alguien. No sólo tenía ambición, sino también la terquedad suficiente para imponerse, aun cuando sus reacciones impulsivas fueran a menudo más lejos que sus ideas. No habría más figuras paternas; una había sido suficiente.

El joven estaba madurando con gran rapidez, tanto en lo académico como en lo personal. Su creciente seguridad intelectual iba de la mano de su autoconocimiento emocional. Aprendía a aceptar su homosexualidad y la violencia de su carácter era asumida representando ocasionalmente papeles sadomasoquistas.

La capacidad intelectual de Foucault comenzó a atraer la atención de personalidades rectoras de la ENS, que discutían sus ideas con él. Georges Canguilhem, que había sido examinador suyo, estaba desarrollando una historia estructural de la ciencia enteramente nueva. En su opinión, la ciencia no progresa según una evolución gradual e inevitable. La historia de la ciencia incluye una serie de discontinuidades claras, donde el conocimiento da un paso adelante, sin precedentes, hacia un nuevo terreno. (La relatividad de Einstein es quizás el ejemplo más conocido de este siglo.) Canguilhem era una personalidad excepcional en cuanto que estaba cualificado tanto en filosofía como en medicina, lo que le permitía preguntar con fundamento «¿Qué es la psicología?» Irónicamente, atacó a la filosofía justamente en el terreno que ella cree ser su función y su fuerza: el conocimiento del yo. ¿Cuál es la base del conocimiento psicológico? ¿Qué hacía éste, o trataba de hacer? Preguntas semejantes eran de particular interés para Foucault, cuya conducta errática anterior le había llevado a un conocimiento de primera mano de la psiquiatría institucional. Sentía, a causa de su temperamento, aversión por el papel de paciente y se desencantó con la psicología tras el tratamiento al que se vio sometido y que le incitó a «olvidar todo el asunto tan pronto como mi psiquiatra se iba de vacaciones». Y he aquí que Canguilhem ahora articulaba lo que él instintivamente, había sentido que fallaba en la psiquiatría, esto es, su falta de conocimiento de sí misma y de lo que hacía. Foucault atrajo también la atención de Louis Althusser, entonces un joven instructor en la ENS. Althusser había sobrevivido durante la guerra a cinco años en campos de concentración, de los que había vuelto marxista convencido. Estaba ahora desarrollando la teoría marxista hacia lo que más tarde se vería como una dirección estructuralista. Al leer a Marx, decía, uno tenía que mirar más allá de la superficie del texto. Era necesario ser consciente del «horizonte de pensamiento» que limitaba el lenguaje y los conceptos de Marx a su periodo histórico particular. Había que tratar de entender los problemas fundamentales a los que se enfrentaba realmente Marx (aunque él mismo no fuera siempre consciente de ello). Althusser persuadió a Foucault a que militara en el Partido Comunista de Francia (PCF). A pesar de su estalinismo, el PCF seguía siendo una fuerza política importante en Francia, en gran medida como resultado del heroico papel que desempeñó en la Resistencia durante la ocupación nazi. Pero Foucault no se sentía a gusto en el partido y asistió a pocos mítines. Una vez que había asumido su homosexualidad y aceptado que era una parte central de su vida, no le gustaba escuchar que la homosexualidad era rechazada por el partido como mera «decadencia burguesa». (Althusser siguió ejerciendo una gran influencia como marxista en los estudiantes de la ENS durante bastante más de treinta años, hasta que estranguló a su esposa en 1981 y hubo de pasar la última década de su vida en un manicomio; allí escribió una brillante autobiografía en la que confesó lo poco que había leído a Marx.)

Foucault pasó sus exámenes finales en 1951, obteniendo un resultado sobresaliente, como de costumbre, al segundo intento. Se enfrentaba ahora a la perspectiva del servicio militar. No obstante, su historial de «depresiones», junto a lo que parece haber sido un manejo de influencias por parte de su familia, hizo que se librara de esta pérdida de tiempo de dos años. Trabajó a continuación como instructor en la ENS, en las especialidades de filosofía y psicología. Su interés por esta última le convirtió en un asiduo visitante de la unidad psiquiátrica del Hôpital Sainte-Anne, donde llegó a ser considerado virtualmente como miembro no pagado del personal, y le fue permitido incluso atender clínicamente a pacientes. En la ENS era conocido por los tests de asociación de Rorschach que hacía a los estudiantes con el fin de «saber qué hay en sus mentes».

Todo esto era algo más que simples tests de manchas de tinta hechos a estudiantes guapos por un antiguo paciente, ahora ayudante, del hospital. Foucault comenzaba entonces a hacer preguntas serias sobre psicología, preguntas que iban más allá de la inspiración de Althusser. ¿Cómo puede estudiarse científicamente la «experiencia»? La existencia humana no es accesible a un estudio objetivo, sino que se accede a ella por la vía de su especificidad humana. Había que estudiar, por tanto, el concepto mismo de humanidad y su evolución.

Foucault descubrió entonces al filósofo que transformaría toda su manera de pensar. Nietzsche había precedido cronológicamente a Heidegger y ejercido una fuerte influencia en él; era como si Foucault estuviera descubriendo las auténticas raíces de su propio pensamiento. A lo largo del tórrido verano de 1953, Foucault yació tumbado en la playa de Civitavecchia (el antiguo puerto de Roma), absorbiendo con avidez el mensaje del «filósofo del poder». Nietzsche pone el ejemplo de la Grecia antigua, donde la fuerza autodestructiva del frenesí dionisiaco alcanza a la vez poder y belleza cuando queda contenida dentro de la clara y limpia disciplina de la forma apolínea. Las dos son igualmente necesarias, y el principio es aplicable tanto al individuo como a la obra de arte. La verdad acerca de uno mismo no es «algo dado, algo que tenemos que descubrir, sino algo que hemos de crear por nosotros mismos». Hasta la humanidad misma es simplemente una estructura social, creada por fuerzas culturales cambiantes y contingentes. Éste era precisamente el mensaje que Foucault estaba deseando escuchar. Decía que, antes de leer a Nietzsche, tenía el sentimiento de «estar atrapado». Ahora entendía que era libre de crearse a sí mismo según su propio parecer.

Pero en ello había lecciones más vastas que aprender. Tal y como había sospechado Foucault, la humanidad sólo puede ser estudiada rastreando la historia de su desarrollo. Era como si la existencia subjetiva y la propia comprensión de lo humano hubieran confluido de pronto. Leyó: «El hombre necesita lo que hay de más malvado en él para alcanzar lo mejor que lleva dentro… El secreto de cosechar lo más fructífero y el mayor placer de la existencia consiste en vivir peligrosamente.» En verdad, era lo erótico lo que llevaba a uno hasta el límite de lo posible. A pesar de semejante baladronada, Nietzsche reprimió casi por completo su propia sexualidad, pero su mensaje era música para oídos sadomasoquistas. Sólo faltaba un paso para ampliar el cuadro: el énfasis de Nietzsche en el papel central del poder en toda actividad humana sacudió a Foucault como un rayo. ¡Así es como funciona el mundo!

La vida no era todo filosofía, naturalmente. Después de todo, Foucault vivía en París. El joven y prometedor psicólogo-filósofo comenzó por entonces a hacer vida social en los cafés intelectuales de la Orilla Izquierda. Una noche entabló una conversación con un joven compositor de nombre Jean Barraqué. A Foucault le gustaba la música culta contemporánea, aunque no del todo sus complejidades técnicas, pero decidió que Barraqué era «uno de los compositores más brillantes e infravalorados de la presente generación». (Además de ser un ejemplo de la clásica transferencia psicológica, este juicio resultó ser una predicción excepcional, que se confirmó cuando los dos habían muerto.)

Barraqué, un artista muy sensitivo e intenso que llevaba gafas para contrarrestar el ceño de su mirada miope, era dos años menor que Foucault. Bebía en exceso, pero su poderosa música modernista estaba impregnada de claridad y de precisión formal. Él también era un ferviente admirador de Nietzsche. Foucault y Barraqué se sintieron al instante atraídos y pronto se enamoraron apasionadamente. Intensas discusiones filosóficas, abandono al alcohol, sexo sadomasoquista, tales eran los ingredientes intoxicadores de su frenética relación. Foucault se sentía totalmente absorbido en ella; Barraqué, posesivo, daba a la vez que exigía todo. Para Foucault, la vida había invadido su pensamiento, y el pensamiento su vida. Para ambos, filosofía y música fueron una sola cosa. La obra Séquence de Barraqué contiene un texto de Nietzsche, sugerido por Foucault, que dice: «No debemos odiarnos, si es que hemos de amarnos a nosotros mismos… Yo soy tu laberinto.» La misma sexualidad sublimada por Nietzsche era vivida por Barraqué y Foucault. Simultáneamente, el carácter de esta música había de ser misteriosamente presciente en cuanto a las ideas históricas y filosóficas de Foucault. Otra pieza de Barraqué de este periodo fue descrita como «una cumbre de grandeza agónica; el implacable proceso está llegando ahora a su fin, y la música se rompe bajo una tensión inhumana, se desintegra y es absorbida en el vacío. Macizos enteros de sonido se desmoronan bajo un océano de silencio que todo lo abarca.» No sólo la música, también la historia y la verdad podían ser así, comenzaba a pensar Foucault. Y lo mismo el amor.

Pero ninguna relación puede mantenerse a tan alto frenesí. El afán posesivo de Barraqué se convirtió en celos paranoides; la voluntariosa independencia de Foucault empezó a sentirse asfixiada. Y los dos hombres eran conscientes de que su dedicación a la bebida se estaba desbordando. Después de una disputa particularmente explosiva, pensaron que quizás era aconsejable un periodo de enfriamiento. En agosto de 1955, Foucault aceptó un puesto menor en la Universidad de Uppsala, en el sur de Suecia. Su relación no sobreviviría las largas separaciones, a pesar de las promesas que se habían hecho. (Barraqué siguió componiendo, pero nunca más con la misma intensidad. Su conducta se fue haciendo cada vez más errática, y murió en 1973 de alcoholismo.)

Foucault encontró una cierta paz en Suecia. Era como si hubiera superado una tempestad. Emergió un ser humano algo más maduro, más en paz consigo mismo, pero seguía siendo inconfundible la ambición ardiente que todavía movía a un hombre de treinta años más relajado. Se compró un relumbrante Jaguar (supuestamente para los viajes de mil millas a París durante las vacaciones). Sus cabellos comenzaron a clarear y eligió para vestir unos desconcertantes trajes de tartán. Organizó cenas que se hicieron famosas durante los largos inviernos. Su experta cocina francesa fue una revelación, con un efecto similar al que producía a menudo la profusión de vino. Cuando se sentía solo salía a la busca de hombres en su Jag. Todo estaba permitido en Suecia, pero la facilidad terminó por cansarle. Como diría más tarde, la libertad puede ser a veces tan represiva como la represión directa.

Foucault enseñaba literatura francesa a un público estudiantil primordialmente femenino. Escogió un aspecto más bien restringido de la materia y dio a su curso el título «El concepto del amor en la literatura francesa desde el marqués de Sade a Jean Genet». Se hace difícil imaginar qué efecto tendría en su audiencia de sanas chicas suecas de dieciocho años este catálogo de sadismo, sodomía y degeneración libertina. Mientras tanto, Foucault siguió investigando durante largas horas rarezas psicológicas y médicas para su tesis de doctorado, que por desgracia resultó excesiva hasta para las tolerantes autoridades suecas, que la rechazaron con el eufemismo de que era «demasiado literaria».

Pero Foucault obedecía a sus instintos. La potente mezcla de filosofía nietzscheana, psicología, historia y práctica clínica le estaba introduciendo en un territorio nuevo que se salía de los límites académicos acostumbrados. Para cuando regresó a París, a la edad de treinta y tres años, Foucault había concentrado sus intereses en un tema que abarcaba a todos. Empezó a escribir su «Historia de la locura» (más tarde publicada como Locura y civilización), con una meta ambiciosa. Su intención no era la de mostrar un panorama más claro de lo que había sucedido en el pasado, sino justamente lo opuesto: la imagen más nítida sería la del presente. (Describió su historia como «contramemoria».) Trató de poner de manifiesto cómo el concepto mismo de locura había cambiado a través de los tiempos y qué significado podía tener esto. La actitud tomada en relación con la locura es, en realidad, una cuestión de percepción y de práctica sociales. Foucault quería descubrir el «punto cero» donde la locura se separa de la razón. ¿En qué límites estuvo primero confinada la locura, escindida de la razón, de manera que pasaba a ser la «no-razón»?

Durante el medievo, los locos deambulaban libremente en la sociedad. Se les consideraba sagrados. Según el análisis de Foucault, el humanismo y el saber del Renacimiento introdujeron un cambio sutil en esta actitud. Lo sagrado de la locura se transformó en el concepto más humanista de «sabiduría». El bufón sabio era un reflejo irónico de la locura de la sociedad. Los bufones de Shakespeare decían la verdad de manera oblicua. La locura de Don Quijote reflejaba el desatino de la humanidad.

Al Renacimiento le siguió la época del Clasicismo (más pertinentemente conocida como Edad de la Razón en el mundo de habla inglesa). Se puede decir que esta época comenzó con Descartes, el fundador de la filosofía moderna. Como es sabido, Descartes utilizó la razón para dudar de todo y así poder llegar a un fundamento seguro de la verdad. ¿Cómo puedo llegar a alguna certeza? ¿Y si mis sentidos me engañan?

¿Qué, si el mundo es un sueño, o una simple alucinación? Algún «genio maligno» puede estar engañándome hasta en lo relativo a las verdades de las matemáticas. No, todo lo que sé con certeza es que estoy pensando. Cogito ergo sum («Pienso, luego existo»). Significativamente, observó Foucault, la duda total de Descartes no llegó a cuestionar su propia cordura. La razón era ya reina absoluta y no cuestionada. (Irónicamente, no existía razón alguna para ello, por lo que la supremacía de la razón fue contingente, de ningún modo necesaria, lógica o inevitable.) La razón se convirtió en el principio guía de todo pensamiento intelectual, separándose así de la no-razón. A menos de seis años de la muerte de Descartes se fundó el Hôpital Général de París para la reclusión de los locos, junto con otros indigentes, mendigos y criminales. Se decía que uno de cada cien parisinos estaba entonces encerrado.

La locura pasó a ser no-razón y fue separada físicamente del reino de la razón. Y, junto con la locura, otros tipos de conducta «irrazonable» fueron igualmente separados de la sociedad «razonable». Pronto, homosexuales, vagabundos y borrachos fueron añadidos a los mendigos y los vagos. Los locos no eran ya portavoces de la sabiduría y fueron silenciados y expulsados de la vida pública. Peor aún, se vieron sometidos al ridículo o a la sanción moral. Las visitas a los manicomios para observar cómo los internos encarcelados eran azotados en su acobardada degradación y en su desvarío se convirtieron en un entretenimiento popular. No menos de 96.000 personas al año visitaban el Hospital Bethlehem para dementes de Londres. (La corrupción del nombre dio lugar a la palabra bedlam [manicomio]. Adecuadamente, el edificio que fue el manicomio original alberga hoy el Museo Imperial de la Guerra.) Esta «discontinuidad» entre el Renacimiento y el Clasicismo redujo la locura a escándalo, a crimen. La conducta racional fue, igual que la locura, definida (y confinada). La especulación racional acerca de la sociedad aportó conceptos tales como la ética del trabajo y las obligaciones morales, que fueron incorporadas al Derecho civil. Toda disconformidad era parte de la no-razón, y esta nueva idea se convirtió en un nuevo poder, con una relación íntima entre los dos.

Según Foucault se produjo entonces otra discontinuidad. Al final de la era del Clasicismo, los reformadores dieron en pensar que semejante confinamiento de los locos obedecía a una actitud bárbara. La locura no era asunto criminal, era una enfermedad y tenía que ser tratada como tal. Los dementes fueron entonces liberados del encarcelamiento y puestos bajo cuidado médico. Pero, al liberar el cuerpo, la mente quedó cautiva. En lugar de las cadenas, la medicación estuvo a la orden del día. Freud dio un paso más a finales del siglo XIX. La locura no fue ya silenciada, sino animada a hablar en el diván del psiquiatra. Pero esta libertad contenía también su propio y nuevo confinamiento. Se estableció un discurso psiquiátrico, junto con una estructura que sometía al paciente al todopoderoso y omnisciente psiquiatra. Foucault advirtió en todo esto un reflejo de la sociedad burguesa autoritaria.

La locura se hallaba ahora definida (y confinada) por la psiquiatría. Se puede ver que la palabra misma «razón» comienza a transformar su significado para adaptarse a una definición diferente de locura. Al mostrar cómo el concepto de locura había cambiado y modificado sus límites a través de los tiempos, Foucault intentaba liberar el presente de su propia visión limitada. La única manera en que la locura puede eludir esta autoridad todopoderosa de la razón es vivir en sí misma. Pero, ¿cómo? Esto sólo pueden lograrlo algunos artistas y filósofos cuyos extremos y excesos superan los confines de la razón. Foucault cita a Van Gogh, de Sade y Artaud en este respecto. Menciona también, con justificación menor, a Nietzsche, que se vio en realidad silenciado por su locura, si bien Foucault está en lo cierto al considerar la actitud de Nietzsche: «Nadie sin un caos dentro de sí puede dar a luz una estrella danzante.» Estos artistas y filósofos expresan la locura «en sí misma» y al hacerlo cambian las reglas. Enfrentado a sus obras, el mundo de la razón se ve obligado ¡a justificarse a sí mismo! El arte y la imaginación distorsionan y amplían la percepción convencional de la razón. (A este respecto, la Noche estrellada de Van Gogh habla por sí misma.)

No es una coincidencia el que, hacia la misma época, el psiquiatra escocés R. D. Laing realizara importantes descubrimientos prácticos acerca de la naturaleza de la locura. Según Laing, el lenguaje aparentemente incomprensible y en sí mismo contradictorio del esquizofrénico es a menudo una expresión aforística de una verdad torcida que el paciente es incapaz de expresar. La esquizofrenia es inducida a menudo por la situación autocontradictoria en la que el paciente se encuentra. (Como, por ejemplo, con dos padres que riñen y legan a un vástago desconcertado una realidad escindida, i.e., esquizoide.)

En Locura y civilización Foucault demuestra cómo la idea de locura ha pasado por discontinuidades esencialmente contingentes, es decir, por cambios que no eran en absoluto lógicos o necesarios. ¡Ellos mismos eran irrazonables! Estas transformaciones en el conocimiento iban acompañadas de cambios importantes de poder (libertad, encarcelamiento, tratamiento). Esto, sugiere Foucault, no es un caso aislado. La emergencia de todo sistema de conocimiento va siempre ligada a un cambio de poder. La psicología y el papel de paciente no son sino un ejemplo. El surgimiento y el desarrollo de conocimientos tales como la economía, la sociología, y hasta la ciencia, van siempre acompañados de un cambio de poder.

La publicación de Locura y civilización en 1961 estableció a Foucault en París como un intelectual importante. El mercado ferozmente competitivo de la moda intelectual francesa pasaba por un cambio exhaustivo. La vieja guardia estaba caduca. Sartre y el existencialismo, el estructuralismo y las interminables fluctuaciones del marxismo más reciente estaban siendo sustituidas. Derrida y el desconstructivismo, Barthes y la semiótica, y ahora Foucault, se estaban imponiendo como moda. Foucault conocía bien a Derrida y a Barthes, siendo como era la Orilla Izquierda un pequeño entorno con una trillada ronda de cafés frecuentados por intelectuales. Pero, bajo la superficie, la relación de Foucault con sus nuevos pares permanecería siempre incómoda. Aunque el pensamiento de Foucault presentaba ciertas semejanzas con los de Derrida y Barthes, sus diferencias no tardarían en ponerse de manifiesto.

El padre de Foucault murió por entonces. La joven promesa filosófica de treinta y cuatro años compró con la herencia un piso con una vista clásica sobre los muelles del Sena, en la rue Dr. Finlay (llamada así en honor del médico cubano del siglo XIX, de ascendencias escocesa y francesa, que descubrió el mosquito transmisor de la malaria).

Por esa época, Foucault conoció a un estudiante de filosofía de nombre Daniel Defert, un activista político de izquierdas. Francia se había embarcado en una cruel guerra colonial en Argelia, a la que se oponían tanto Foucault como Defert, aunque diferían en cuanto a la teoría. Foucault se negaba a comulgar con la retórica juvenil extremista de Defert y su acusación de que el gobierno De Gaulle regía un «Estado fascista». Defert era alegre, misteriosamente atractivo y tenía diez años menos que Foucault, pero lo que al parecer atrajo más a Foucault fue el apasionado activismo político de Defert. Pronto se hicieron amantes, pero ésta no había de ser otra relación pasajera para ninguno de los dos. Defert se trasladó al piso de Foucault. Formaron una pareja durante casi veinticinco años, estableciendo un lazo afectivo profundo, lo suficientemente sólido como para sobrevivir a las intermitentes rabietas y mohínas provocadas por el hecho de que los dos insistían en mantener una relación abierta y en tomar ocasionalmente otra pareja distinta. Según Defert, la vida diaria era extremadamente fácil con Foucault y los dos se apoyaban mutuamente frente a los inevitables prejuicios. A pesar de la reputación, cultivada por los mismos franceses, de Francia como nación de amantes, el país seguía siendo católico y reinaba en él la homofobia, particularmente en los círculos académicos.

Foucault publicó en 1963 El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica. Esta obra es un ejemplo del inmenso trabajo investigador de Foucault, de sus muchas horas, día tras día, practicando la «arqueología» en documentos originales de la Bibliothèque Nationale. (Afirmaba, con sólo una pizca de exageración, que había leído todos y cada uno de los libros de medicina clínica publicados entre 1790 y 1820.) En esta obra muestra cómo tuvo lugar otra discontinuidad a comienzos del siglo XIX, cuando la medicina clásica cedió el puesto a la medicina clínica. Anteriormente, el objetivo había sido eliminar la enfermedad y abrir el paso a la salud; ahora, el propio cuerpo enfermo pasó a ser el foco de la percepción médica y el objetivo de la medicina se modificó significativamente. La vaga, y en apariencia evidente, noción de «salud» fue sustituida con el fin de hacer regresar al paciente a la «normalidad». (Este concepto se reproduce en descripciones tales como «temperatura normal», «pulso normal», etc.) La medicina se convirtió en ciencia con el advenimiento de la clínica, y en su trayectoria se asoció con otras ciencias en auge, como la anatomía, la psicología, la química y la biología. Al ocupar un sitio en la sociedad institucionalizada, la medicina entró en relación con las estructuras políticas y sociales. La idea de «normalidad» (a diferencia de la de salud) adquirió, inevitable e insidiosamente, connotaciones políticas y sociales. Foucault intenta mostrar un paralelismo con su Locura y civilización, donde la locura (otro concepto opuesto al de «normalidad», definido científicamente y aceptable socialmente) es aislada en el manicomio. De forma similar, surge la clínica en medicina. Foucault rastrea otra vez los cambios de poder que tienen lugar con los cambios de conocimiento. Foucault no sólo llenó un hueco en nuestro auto-conocimiento social sino que enlazó su historia con la evolución dinámica de la propia sociedad. Observó perspicazmente que la historia estaba tan llena de agujeros como un queso Gruyere. En realidad, parecía como si faltara la historia de todo lo que llevara vida y color a la existencia humana. Se echaba en falta la historia de temas tales como el amor, la avaricia, la crueldad, el castigo y cosas semejantes. ¿Cómo podríamos comprender los cambios de poder y de estructura de la sociedad sin haber explorado sus aspectos más sobresalientes?

Durante 1964-1965 Foucault completó la importante obra que había de llevar sus ideas hasta la prominencia dentro del mundo occidental. El propósito de Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas era nada menos que investigar cómo había evolucionado el concepto mismo de humanidad hasta ser objeto de conocimiento.

Es necesario definir primero los términos que habían llegado a ser centrales en el método de investigación de Foucault. Al hablar de «arqueología» se refiere a la acción de desenterrar la escondida estructura de conocimiento que corresponde a un periodo histórico particular y que consiste en las suposiciones y prejuicios (literalmente, pre-juicios), a menudo inconscientes, que organizan y limitan objetivamente el pensamiento de una época. Son cosas esencialmente distintas del sesgo subjetivo, o incluso de la ignorancia colectiva; son más bien el molde mental que afecta a todo pensador individual de esa época. Por ejemplo, mientras que se supuso que la tierra era el centro del universo fue imposible concebir las órbitas elípticas de los planetas. De igual forma, como puso de manifiesto Foucault, sin un concepto de razón no era posible el de «no-razón».

Foucault llama episteme al conjunto de suposiciones, prejuicios y mentalidades que estructuran y limitan el pensamiento de cualquier época en particular. La palabra se deriva de la misma raíz griega antigua que la rama de la filosofía conocida como epistemología, el estudio de los fundamentos en que se basa el conocimiento. (Por ejemplo, la consistencia. Fundamos nuestro conocimiento en la suposición de que el mundo físico se comporta de manera consistente. Una causa determinada producirá siempre un efecto determinado. Si no es así, suponemos automáticamente que la causa inicial fue modificada de alguna manera. La suposición de la consistencia no puede ser nunca un conocimiento, pero es no obstante uno de los supuestos filosóficos en que se basa el conocimiento.) La episteme de Foucault es la estructura entera de semejantes suposiciones, la mentalidad particular de un periodo histórico. La episteme marca los límites de la experiencia de ese periodo, el ámbito de su conocimiento y hasta su concepto de verdad. Una episteme particular hará surgir una forma particular de conocimiento. Foucault llamó a esta última discurso, y con ello se refiere a la acumulación de conceptos, prácticas, proposiciones y creencias producidos por una episteme determinada.

Foucault ilustra la naturaleza «histórica a priori» de la episteme en su introducción a Las palabras y las cosas, donde cita la antigua enciclopedia china descrita por el escritor argentino Jorge Luis Borges. Esta enciclopedia divide a todos los animales conocidos según una clasificación inusual, listándolos bajo categorías tales como «los que son propiedad del Emperador», «animales amaestrados», «animales embalsamados», y así sucesivamente. Aunque semejantes categorías puedan parecernos extrañas, nos hacen ver que nuestro propio sistema de categorización no es necesariamente lógico. Es igualmente contingente, es un orden que hemos impuesto en línea con nuestros supuestos culturales particulares (episteme). Consideramos que las especies y las relaciones biológicas de los animales son más importantes que el hecho de quién los posea. (Quizá pensáramos de otra manera si el castigo por tocar un animal propiedad del Emperador fuera la castración, como sucedía en la antigua China.) El cuento de Borges nos hace ver que cualquier sistema de clasificación siempre tendrá sus limitaciones. ¿Cuáles son las limitaciones de nuestra episteme?, tendremos que preguntarnos.

Foucault prosigue la exploración de esta cuestión practicando una «arqueología» de las ciencias humanas. Comienza por la episteme del Renacimiento; por desgracia elige caracterizarla de manera particularmente limitada y sesgada. En opinión de Foucault, la episteme del Renacimiento se basaba en semejanzas, es decir, en «parecidos» y correspondencias; ilustra esto describiendo la «doctrina de las señales», típica en verdad de la manera de pensar del Renacimiento. Según esta doctrina, Dios indica las afinidades entre las cosas por medio de semejanzas (o señales). Por ejemplo, una orquídea guarda un misterioso parecido con un testículo, lo cual indica que puede usarse en la cura de enfermedades venéreas. Por lo mismo, la celidonia, una flor amarilla, era buena contra la ictericia. Para un pensador del Renacimiento, el mundo era un libro a «leer». La interpretación y el significado metafórico, y no la observación y el experimento científico, estaban a la orden del día.

Así era ciertamente en el caso de ciencias como la medicina y la naciente química (todavía prácticamente indistinguible de la alquimia), pero no era claramente verdad de la astronomía y de la biología (que habían recibido nuevos ímpetus por los descubrimientos del telescopio y el microscopio), la anatomía o la física. Foucault cita los trabajos de varios pensadores renacentistas, tales como Paracelso, pionero en medicina, el matemático Cardano y el filósofo Campanella. Además de ser un médico magnífico, Paracelso fue también alquimista, del mismo modo que Cardano fue también astrólogo y Campanella, utopista. No se mencionan los personajes más grandes, y para nosotros más característicos, del Renacimiento. No se alude a Copérnico, Galileo ni Harvey (cuyo descubrimiento de la circulación de la sangre puso fin a cuentos tales como la doctrina de las señales). La referencia que hace Foucault a las epistemes es en verdad importante, pero la simplificación excesiva no ayuda a su argumentación. Había presentes más de una episteme en el pensamiento renacentista; en realidad, en el pensamiento de un solo hombre, Copérnico, que si bien descubrió el sistema solar recurrió a la autoridad del alquimista Hermes Trismegisto en apoyo de sus razones. La transformación de una episteme en otra es un proceso algo más complejo que lo que Foucault estaba dispuesto a admitir.

Aun así, su argumento central parece innegable. La episteme del Renacimiento dejó paso a la episteme del Clasicismo (o de la Edad de la Razón). En lugar de dirigirse hacia los parecidos, el pensamiento se volvió hacia la distinción. El análisis hizo surgir mediciones y experimentos. El uso de la razón condujo a la discriminación. Las sustancias químicas aparecieron como consistentes en elementos o combinaciones de elementos, se clasificó en especies a animales y plantas y el oro fue tomado por primera vez como la medida última de la riqueza de una nación.

El conocimiento dejó de ser materia oculta sólo para iniciados. Era el resultado de la observación científica, abierta a todos. Pero esta episteme basada en la observación y en la razón tuvo un curioso efecto colateral. En su intento científico por hacer más clara la imagen, eliminó el efecto del sujeto (el observador). La episteme clásica volvió invisible al sujeto. No había lugar para la humanidad misma como objeto de estudio científico.

Esto también habría de cambiar con la llegada del siglo XIX. Se comenzó a estudiar la humanidad como sujeto histórico. Pensadores tan dispares como Darwin, Hegel y Marx pensaron que la humanidad evolucionaba a través del desarrollo histórico. Esta forma de pensar continuó en el siglo XX. Los efectos de esta episteme fueron centrales en el existencialismo de Sartre, con su énfasis en la «existencia antes que la esencia» (en otras palabras, creamos nuestra esencia por medio de nuestra existencia; no tenemos una esencia dada). En biología, la humanidad se convirtió en objeto de la investigación antropológica. En economía, se midió la riqueza en términos de trabajo más que en oro inanimado. El hombre de razón adquirió profundidad y fue objeto de la psicología. Pero, dijo Foucault, este estado de cosas no duraría: «El hombre no existía antes de finalizar el siglo XVIII. Como pone fácilmente de manifiesto la arqueología del pensamiento, el hombre es una invención de fecha reciente. Y una invención que quizá se acerca a su fin.»

Foucault estaba simplificando en exceso una vez más. Su investigación, que se limitaba a documentos contemporáneos, era a menudo desigual. Insertaba intuiciones brillantes en una imagen panorámica poco uniforme. Sus observaciones particulares eran ilustrativas, pero con frecuencia insostenibles para el caso general. Simplemente, no es cierto que el concepto de «hombre» (o de humanidad) no haya existido como objeto de estudio, especulación y pensamiento antes de finales del siglo XVIII. Abundan los ejemplos, desde el cuestionarse la muerte provocado por el temor de Dios en la Biblia, hasta el vano intento de Platón por formular una definición lógica de la humanidad (el famoso «bípedo implume», que incitó a uno de sus estudiantes más irreverentes a lanzar a la Academia, por encima del muro, un pollo desplumado). Y Shakespeare está naturalmente lleno de especulaciones de ese tipo, desde las torturadas dudas de Hamlet hasta:

Pero el hombre, el orgulloso hombre

revestido de mezquina y breve autoridad,

más ignorante cuanto más seguro,

su vítrea esencia, como un mono enojado…

Foucault habría replicado que esto no era parte de la arqueología de las ciencias humanas. Pero siempre habrá ocasiones en las que la visión psicológica se extienda más allá de la literatura hacia la ciencia y la filosofía.

No obstante, la idea de Foucault de que el concepto «recién inventado» de humanidad puede estar acercándose a su fin tiene una fuerza considerable. A medida que se expande nuestro conocimiento del ADN y aumenta la experticia en la manipulación genética, el concepto de humanidad puede llegar a ser superfluo. Una transformación drástica está de algún modo en el futuro. Pero las alteraciones progresivas (especialmente de genes «defectuosos») erosionarán seguramente nuestra idea de lo que es precisamente un ser humano y de lo que significa ser hombre.

A la vez que Foucault comenzaba a fomentar la idea de episteme, al otro lado del Atlántico, el historiador norteamericano de la ciencia Thomas S. Kuhn producía una idea notablemente similar, la de paradigma. Las epistemes de Foucault fueron descubiertas por la arqueología en el vasto campo cultural de las ciencias humanas. Los paradigmas de Kuhn se aplican más exclusiva y particularmente a la ciencia. Los «cambios de paradigma» explican los grandes, los espectaculares avances científicos, tales como los realizados por Copérnico, Newton o Einstein. Después de semejantes adelantos, nuestra visión del mundo no vuelve a ser nunca la misma. Cada uno de estos pensadores descubrió una nueva manera de pensar que proporcionaba un modelo para la investigación posterior. Después de Einstein, el tiempo y el espacio (y la materia y la energía) no volverán a ser vistos como algo absoluto, sino relativo.

Esta manera de pensar había de rebotar de un modo inesperado. El problema con Foucault y Kuhn era que parecían destruir cualquier concepto absoluto de verdad. Si nuestra manera de pensar está siempre enmarcada dentro de una episteme (o paradigma), pareciera que nunca alcanzaremos la «verdad». De igual modo, si todas las epistemes son contingentes, ¿cómo podrá probarse que una es mejor que otra? No se podrá. De modo que toda verdad es relativa; sólo depende de cómo se miran las cosas. Una simple crítica de este tipo hace poco daño a Foucault o a Kuhn. Lo importante es que una episteme (o paradigma) resultará ser más útil (o fructífera) que otra. Proporcionará una aproximación más cercana a una imagen perfecta siempre inalcanzable (i.e., «la verdad absoluta») de lo que realmente sucede. Es innegable que algo ocurre, pero nuestro aparato perceptivo no nos permite experimentar sino ciertos efectos de los acontecimientos. La creencia en nuestra capacidad de descubrir la verdad absoluta encierra la creencia en que nuestro aparato perceptivo —y su extensión en los instrumentos científicos— está en absoluta concordancia con la realidad de lo que sucede. Nuestros ojos registran la luz sólo entre el ultravioleta y el infrarrojo. ¿Cómo podemos estar seguros de que los instrumentos científicos, que sólo amplían nuestro campo perceptivo, no están igualmente limitados? Y, ¿en qué sentido se puede decir que nuestra experiencia visual del «rojo» está absolutamente de acuerdo con la radiación electromagnética de una longitud de onda de 7 x 10-15 cm? ¿Es seguro que 2 + 2 = 4 es una verdad absoluta? Quizá, pero, como señaló Einstein: «En la medida en que las leyes matemáticas se refieren a la realidad, no son ciertas, y en la medida en que son ciertas no se refieren a la realidad.» Los paradigmas de Kuhn operan dentro de este rango, lo mismo que las epistemes de Foucault, aunque éstas tienden a aplicarse al reino cultural, más vasto y menos preciso.

En 1964, Defert, el compañero de Foucault, fue llamado a filas y escogió el trabajo voluntario antes que servir en el ejército. Fue enviado a Túnez a enseñar. Para evitar una larga separación, Foucault le siguió y aceptó un puesto de profesor visitante en la Universidad de Túnez. Pronto se instaló en un agradable estilo de vida mediterráneo, estableciendo su residencia en la colonia francesa de artistas de Sidi-Bou-Said, unas antiguas caballerizas remodeladas por un diseñador. Foucault pudo disfrutar en Túnez de lo mejor de los dos mundos, cocinas francesa y del norte de África, vino y cannabis, debate intelectual en los cafés y bellos jóvenes árabes. Daba clases sobre Nietzsche en la universidad y trabajaba en los conceptos culturales que surgían de su investigación sobre la episteme moderna.

Algunos críticos comenzaban a llamar a Foucault «el nuevo Kant». Comparaban su concepto de episteme con los «sintéticos a priori» introducidos por Kant a finales del siglo XVIII. Puesto en palabras sencillas, Kant puso énfasis en el hecho de que no podemos evitar ver el mundo sino a través de gafas de «espacio-tiempo». La descripción que hacía Foucault del pensamiento inevitablemente limitado y estructurado asociado a una episteme parecía ser un desarrollo de esta idea. Pero comparar las resultantes visiones culturales de Foucault con la grandeza del estilo de una catedral, del sistema filosófico de Kant, era simplemente ridículo. El mismo Foucault, halagado en un principio, terminó por cansarse de semejante hipérbole.

Pero la confortable vida de Foucault como celebridad filosófica en el exilio (que incluía la llegada de Le Monde por avión cada mañana) se vio pronto sacudida. En diciembre de 1966, los estudiantes de Túnez se manifestaron en contra del régimen cada vez más opresivo del presidente Habib Bourguiba. Animado por Defert, Foucault se puso activamente del lado de los estudiantes. Por primera vez en su vida estuvo «totalmente politizado», en opinión de su amigo. Foucault fue golpeado por la policía en una ocasión, y acogió después en su piso a estudiantes fugitivos.

Pero su estancia en Túnez privó a Foucault del acontecimiento político francés más importante de su vida adulta: los événements de 1968 en París. En mayo, los estudiantes parisinos se hicieron dueños de toda la Orilla Izquierda, llegando a paralizar de hecho la capital. Activistas y filósofos de la Orilla Izquierda dirigían discursos improvisados a asambleas de entusiastas estudiantes. El mismo De Gaulle perdió temporalmente los nervios y huyó en secreto a una base militar francesa en Alemania. Pasaron varias semanas antes de que las porras y los cañones de agua de la policía antidisturbios pasaran por encima de las barricadas en las calles y recuperaran el control. Defert se encontraba en París por casualidad durante les événements y mantuvo informado por teléfono a su amigo de los últimos acontecimientos.

A más de mil kilómetros, en otro continente, Foucault se impacientaba, aunque la distancia de los sucesos de París le permitía pensar con claridad acerca de lo que estaba aconteciendo. Llegó a la conclusión de que surgía un nuevo tipo de política que podría transformar la sociedad. Foucault permaneció activo políticamente a partir de entonces, pensando que su filosofía era un instrumento político. Eran los años sesenta y todo era cuestionado, todo era posible. A la vez que Foucault se dirigía hacia los jóvenes activistas, éstos por su parte se interesaron por la última tendencia filosófica presentada por «el nuevo Kant». En lo sucesivo, Foucault encontró que tenía una audiencia mucho más amplia. Su obra fue traducida a las lenguas más importantes y sus libros fueron «liberados» de las librerías, desde Berkeley hasta Buenos Aires.

Foucault regresó a París más tarde, en 1968. Había cumplido ya los cuarenta y empezaba a preocuparse por su aspecto, que envejecía. Irritado por su calvicie, decidió afeitarse la cabeza. Comenzó también a ponerse jerséis blancos tipo polo y trajes de pana, «para ahorrar plancha». Se creó la imagen del filósofo «chic-duro», calvo y con gafas. Ahora existía una cara pública inconfundible al frente de las palabras: había nacido la leyenda de Foucault.

Foucault asumió en París un nombramiento en la universidad experimental de moda, la de Vincennes, que había sido establecida en las afueras, al este de París. Fue designado oficialmente «presidente» del departamento de filosofía. (Los profesores estaban out, el presidente Mao in.)

Hacía mucho tiempo que el sistema educativo francés necesitaba una reforma. Estaba todo tan reglamentado que se decía que a las once de un día cualquiera, el ministro de educación sabía con precisión qué página de qué libro de texto estaba siendo estudiada en todas las aulas de Francia. La Universidad de Vincennes estaba decidida a abrir camino hacia un mundo nuevo de la educación. En lugar de estar regida por inflexibles decretos (como el padre de Foucault había dirigido la escuela médica de su hospital), la universidad funcionaría por «participación». Foucault se las arregló rápidamente para que Defert obtuviera un puesto en el departamento de sociología, justo a tiempo para los primeros disturbios estudiantiles. La universidad era ahora un campo de batalla entre maoístas, agitadores estudiantiles, comunistas, marxistas y los últimos grupúsculos escindidos de estas facciones que convergían en el campus desde todo París. (La línea de metro que iba desde la Orilla Izquierda fue llamada «línea del partido».)

Siempre las tristes víctimas de una educación equivocada, los policías no tenían otra alternativa que actuar de la forma que les había sido enseñada. Entusiásticamente, tomaron la escuela por asalto con gases lacrimógenos y porras para disgregar a los manifestantes; esta vez, Foucault pudo subir a las barricadas con su elegante traje de pana. Por desgracia, su conocida cabeza calva y su jersey blanco tipo polo lo convirtieron enseguida en diana, y bastante suerte tuvo con escapar con sólo una severa pasada de los flics.

Pero Foucault contaba ahora con admiradores de buena posición. Para algunos era la estrella intelectual francesa en ascenso que reemplazaría en la escena internacional al anciano Sartre. Foucault fue propuesto para el sacrosanto Collège de France, fundado en el siglo XVI. Esta institución única consiste en cincuenta profesores importantes en todos los campos, desde la física hasta la música. El colegio no concede títulos, pero como contrapartida a su elección se les exige a los profesores dictar un curso de conferencias sobre su propia obra original. Estas charlas estaban abiertas al público en general y atraían a las mentes más agudas del campo correspondiente. Tras cabildeos persistentes, Foucault fue elegido para una cátedra de nueva creación. Como dijo un miembro influyente de la facultad, el colegio «no quería dejar escapar un genio de entre [sus] dedos». Dada la naturaleza excepcional de su campo, se le permitió designar su propio título, que fue el de «profesor de la historia de los sistemas de pensamiento».

Las conferencias de Foucault en el College de France y sus escritos del periodo retomaron la base nietzscheana de su pensamiento. En La genealogía de la moral, Nietzsche rastreó el linaje de los modernos conceptos éticos hasta sus orígenes. Por ejemplo, puso de manifiesto cuánto debía el cristianismo a sus primeros años como religión de esclavos bajo el Imperio romano tardío. (El énfasis puesto en la humildad, la compasión, el presentar la otra mejilla; así era como sobrevivía quien no tenía poder.)

Siguiendo los pasos de Nietzsche, Foucault introdujo su «método genealógico», el cual buscaba «la historia del presente» en el desarrollo de una amplia gama de disciplinas o «conocimientos» diferentes, desde la literatura hasta la medicina. En vez de poner el acento en las epistemes, ahora lo hacía en el «discurso» de cada conocimiento. Éste era voluntad de verdad, pero tendía a rechazar todo lo que no entendía. ¿Por qué? Porque lo que no podía entender era literalmente «inútil». El conocimiento tiene siempre un propósito, se caracteriza por la voluntad de dominar, o de apropiarse. No es una entidad neutra abstracta. El conocimiento es buscado por su uso, es potente e inestable. Esto condujo a Foucault al concepto «poder/conocimiento», mostrando así cómo están los dos inextricablemente ligados. Así, la voluntad de verdad es sólo una versión disfrazada de la voluntad de poder, el instinto primario en el hombre, central en Nietzsche. La «genealogía» de Foucault buscaba analizar la relación entre poder y cualquier «conocimiento» particular.

Pero Foucault difiere de Nietzsche en un aspecto importante. Para él, el poder no reside tanto en los individuos como en los famosos «superhombres» de Nietzsche. Foucault pensó que el aspecto más importante del poder radica en las relaciones sociales. Puede que los individuos ejerzan poder en forma de dominación y coacción, pero, lo que es más importante, el poder está también implicado en la producción y en el uso del conocimiento. En medio de la complejidad de la sociedad moderna, con su multitud de controles y equilibrios, este análisis parece más penetrante.

Los cambios y las negociaciones del poder crean los espacios donde pueden aparecer los discursos. Estos conocimientos, y, en realidad, todas las teorías, son contingentes. Lo es también la delimitación entre verdad y falsedad dentro de estos saberes, que evoluciona, crece y atraviesa cambios bruscos, esto es, tiene su propia genealogía. Y puesto que esta delimitación es contingente, lo es también el criterio de verdad de ese conocimiento particular.

Una vez más se ve socavada fatalmente la noción de verdad absoluta. Pero la relatividad de semejantes verdades sigue estando sujeta a la salvedad mencionada antes. Cada una de las distintas verdades es la verdad de una realidad tal y como es concebida en un momento particular. Esta verdad puede contener fallos, lagunas y hasta contradicciones, pero seguirá siendo aceptada mientras que funcione lo bastante bien para el conocimiento al cual se aplica. En otras palabras, mientras que satisfaga los requisitos de su poder.

Abundan los ejemplos en la historia, desde la imagen tolemaica de los cielos, que duró más de mil años, hasta el periodo aún más largo de la alquimia. Se puede detectar semejante concepto de la verdad hasta en la más avanzada ciencia «dura» contemporánea. La discrepancia entre la física cuántica (aplicada principalmente en el nivel subatómico) y la mecánica clásica (que continuamos utilizando en el nivel cotidiano, incluso en la ingeniería compleja) es evidente para todos los científicos. Pero se aplica la «verdad» de ambos sistemas, aunque son innegablemente contradictorios, porque los dos tienen el poder de producir conocimiento que puede ponerse en un uso poderoso. Ni la versión cuántica de la verdad ni la clásica son absolutas, y su coexistencia no es evidentemente lógica. Hasta la ciencia más reciente es contingente.

Semejante relativismo es, en definitiva, aceptable. (No hay alternativa.) Pero Foucault fue más lejos todavía a la hora de desconstruir la realidad. Así como la «verdad» es un constructo de su discurso, un producto del conocimiento en el cual se aplica, así afloran otros constructos en los sitios más insospechados. Por ejemplo, en el concepto de «autor» de una obra literaria. No hay que identificar este concepto con un individuo sentado en un escritorio que escribe un libro. No, dice Foucault, el autor que produce esta obra es en realidad un producto surgido de la conjunción de una serie de factores, incluyendo el lenguaje, la idea de la literatura existente en ese tiempo y en ese lugar concretos, y una variedad de otros elementos sociales e históricos. Al analizar éstos, la noción de «autor» simplemente se desmorona y desaparece: «Él no es en realidad la causa, el origen o el punto de partida del fenómeno de la articulación de una frase escrita o hablada; ni es esa intención significante que, anticipando silenciosamente las palabras, las ordena como el cuerpo visible de su intuición.» En verdad, el autor «puede cambiar con cada frase».

Esto, o bien es obvio, o es una tontería. Todo autor está, naturalmente, sujeto a las influencias de sus circunstancias, su cultura y su lenguaje. Sería en verdad una perversidad suma que este escriba en ciernes vistiera sus desnudeces con la indumentaria elegante de la edad provecta. Igualmente, como se acaba de demostrar, un autor puede cambiar de una frase a otra, pero eso no quiere decir que me haya desvanecido en una bocanada de humo. La idea de Foucault de que el autor es meramente producto de sus materiales y de sus circunstancias se aplica naturalmente tanto a él como a cualquier otro autor, de modo que es de suponer que la idea de un autor inexistente proviene de un autor inexistente. O bien esto no refleja nada de su no ser nada, o bien refleja algo de su ser algo, por decirlo así.

Foucault lleva aquí su intuición hasta un extremo injustificado, lo cual era, irónicamente, en gran medida producto de la época. El desconstructivismo de Foucault es un eco de la filosofía conductista que estuvo en boga en los sesenta y los setenta. Según el conductismo, no existe la «mente»; todo lo que hay son causas observables de efectos observables, en otras palabras, conductas. El parecido con las ideas de Foucault resulta obvio, aunque el propio Foucault no suscribiría el conductismo. Si esto es o no un argumento en pro o en contra del sujeto inexistente de Foucault se deja a la interpretación del lector (que podría estar interesado en saber que, según el análisis de Foucault, él [o ella] no existe salvo como constructo cultural).

Muchas de estas ideas aparecieron en Arqueología del conocimiento, publicada en 1969. El libro fue recibido con una aclamación general en el extranjero y una prolongada y vitriólica demolición en los círculos intelectuales parisinos (señal inequívoca de que uno ha entrado en el panteón de la cultura francesa). Foucault y Defert se mudaron a un moderno y prístino apartamento en la rue Vaugirard, una de las calles principales de la Orilla Izquierda. La vista que había desde el octavo piso permitía a Foucault dedicarse a su nueva afición de mirar a los jóvenes de los apartamentos situados al otro lado de la calle (con la ayuda de poderosos prismáticos). Una claraboya le facilitaba recuperar otra afición, ésta antigua, que era la de cultivar cannabis, como había hecho en Túnez. Por las noches recibía a huéspedes de moda, tales como Julie Christie y Jean Genet, experto cocinero. Pero había otro lado más oscuro que conocían sólo unos pocos de sus amigos más íntimos. Con cada vez mayor frecuencia, el intelectual de moda enfundado en su jersey blanco tipo polo y su traje de pana se transformaba en la exótica criatura de la noche revestida de cuero que iba de excursión por los bares sado-maso. Quienes se encontraron con él de esta guisa califican la experiencia de inquietante.

En 1970, Foucault fue invitado a dar unas charlas en Tokio y el mismo año dio un muy aplaudido curso de conferencias en la Universidad de California en Berkeley. Descubrió en San Francisco el gozo de los baños públicos, infiernos cavernosos y humeantes de vapor, donde literalmente centenares de hombres se reunían para participar en fist-fuckings, «lluvias doradas» y otras prácticas esotéricas. Lo que estaba prohibido en Francia era reputado en Norteamérica. A diferencia de muchos intelectuales franceses, Foucault entendió y apreció enseguida el modo de vida norteamericano, y no sólo en sus vertientes más salvajes.

Es fácil condenar la conducta sexual de Foucault. ¿Cómo es posible que un filósofo serio se comportase de esta manera? ¿Qué habrían dicho Platón y Spinoza? Pero pocos de nosotros vivimos del modo que nos gustaría que saliera a la luz. El pudor (y/o la hipocresía) es un ardid, al parecer inevitable, de la vida social civilizada. Cuanto más sabemos de los pensadores, especialmente de los modernos, más extraña nos resulta una buena parte de su conducta. Leyendo entre líneas es posible suponer que tanto el Platón del mundo de las ideas como el santo Spinoza fueron homosexuales. ¿Quién es capaz de decir qué involucraba esto? Semejante conocimiento debería estimular la comprensión, más que el prejuicio. Pues, como dijo Nietzsche: «El grado y el tipo de la sexualidad de un hombre alcanza hasta el pináculo más elevado de su espíritu.» Seguramente no es una coincidencia que Wittgenstein, que formuló la famosa frase «Sobre lo que no se puede hablar, se debe callar», fuera homosexual en secreto. Foucault se volvía también más activo políticamente. En 1970, Defert se apuntó al prohibido grupo maoísta revolucionario Gauche Prolétarienne (Izquierda proletaria), muchos de cuyos miembros estaban en la cárcel. Como resultado, Foucault organizó el Groupe d’information sur les prisons (Grupo de información sobre las prisiones), con el propósito de llamar la atención pública sobre las condiciones inhumanas que prevalecían en el sistema penal francés. (La execrable Isla del Diablo de la Guayana Francesa, el agujero infernal descrito en el filme Papillon, no se había clausurado sino poco más de una década antes.) Las intenciones de Foucault eran a la vez políticas y humanitarias, junto con el elemento inevitable de autobombo tan necesario a los intelectuales franceses. Pero tenía también un objetivo filosófico, que era, en gran medida, una extensión de su pensamiento anterior. Según este programa, el intelectual «descubre e identifica los puntos débiles, los huecos, las líneas de fuerza [que se encuentran] en las inercias y constricciones de la situación presente». No tiene idea alguna del futuro, pues «no conoce con precisión en qué dirección se está moviendo o qué pensará mañana». El objetivo confesado por Foucault, tanto en lo político como en lo filosófico, era el de «desear sólo dar a conocer la realidad».

Durante el invierno de 1972, Foucault dio unas conferencias en la Universidad del Estado de Nueva York, en Buffalo. El gélido invierno del este en el área desolada del norte del Estado de Nueva York era algo muy distinto del balsámico sueño californiano. Aunque el este de los Estados Unidos ofrecía pocas razones para entusiasmarse, sí tenía, sin embargo, lecciones que dar al filósofo del poder. Lo que vio era «gigantesco, tecnológico, un poco aterrorizador, ese aspecto Piranesi que impregna la visión que muchos europeos se hacen de Nueva York». Agenció una visita a la cárcel del Estado en Attica, que había sido recientemente el escenario de disturbios sangrientos. Encontró allí unas circunstancias muy diferentes de la brutalidad desnuda, la miseria y la degradación del sistema penal francés. Era como si hubiera entrado en una nueva episteme histórica. «Lo que quizás me impresionó antes que nada fue la entrada, como una falsa fortaleza de Disneylandia con puestos de observación disfrazados de torretas medievales. Y detrás de esta ridícula fachada que empequeñece todo lo demás, descubres que el lugar no es nada más que una inmensa máquina de eliminación… una especie de estómago prodigioso… que ingiere, consume, desmenuza y excreta… que consume con el fin de seguir eliminando lo que ya ha sido excluido de la sociedad.»

Sadomasoquismo, el sistema penal, la filosofía del poder; en el siguiente libro de Foucault se combinarían en una sola obra lo personal y lo público, tanto en su pensamiento como en su vida. Esta obra es Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. A pesar de su título, el libro no se limita únicamente a las prisiones sino que cubre también instituciones tales como escuelas, fábricas y hasta hospitales. Foucault piensa que en esos lugares el poder no solamente oprime, sino que también afecta al opresor. Todos los que trabajan dentro de estos sistemas están ligados a una compleja red de relaciones de poder. Siempre deseoso de estar al día de los últimos desarrollos científicos, Foucault bautizó el asunto como «microfisica del poder».

Pero no es un examen abstracto lleno de pequeñas sutilezas. En la primera página, Foucault cita un documento contemporáneo relativo a una ejecución del siglo XVIII, algo que con seguridad acelerará el pulso del sadomasoquista latente. El fanático Robert Damiens había fracasado en su intento de asesinar a Luis XV en Versalles y fue requerido, el 2 de marzo de 1757, a hacer una «reparación honorable» frente a la iglesia de París. Esta frase aparentemente inocua involucraba al prisionero en la siguiente ceremonia singular: «en el cadalso se le arrancará la carne de su pecho, brazos, muslos y pantorrillas con tenazas al rojo vivo; su mano derecha, sosteniendo el cuchillo con el que cometió dicho parricidio, será quemada con azufre, y, en los sitios donde se le haya arrancado la carne, se verterá plomo fundido, aceite hirviendo, resina ardiente, cera y azufre, mezclado todo junto, y, entonces, su cuerpo será arrastrado y descuartizado por cuatro caballos, y sus miembros y su cuerpo serán consumidos por el fuego…», y así sucesivamente. La descripción de estos sucesos citada por Foucault prosigue a lo largo de las primeras cuatro páginas del libro. Incluye referencias a los «horribles… profusos gritos» de la víctima, y se detiene en cómo el verdugo, que se llamaba Sansón, encontró «tanta dificultad en arrancarle los trozos de carne que tuvo que trabajar dos y tres veces en el mismo sitio, retorciendo las tenazas al hacerlo». Foucault cita entonces con lentitud instructiva el desastre del proceso de descuartizamiento, cuando los cuatro caballos atados a los miembros del prisionero resultaron insuficientes, a pesar de los latigazos, para desmembrarlo; tampoco seis lo lograron, y finalmente, Damiens (todavía consciente) hubo de ser cortado en trozos a cuchillo por Sansón.

La filosofía no había sido nunca así. Hasta la descripción que hace Platón de los persistentes intentos de Alcibíades por seducir a Sócrates palidecen en comparación, si bien la admonición de Nietzsche «¿Vas con una mujer? No olvides el látigo» indicaba la dirección que estaba tomando la filosofía. Pero, una vez que Foucault había agarrado (o algo peor) al lector, ¿tenía Foucault algo importante que decir? Explica que el origen de la prisión tuvo lugar alrededor de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, cuando la tortura y las ejecuciones públicas dieron paso al encarcelamiento. En vez de sencillamente destruir el cuerpo del criminal, la saciedad se hacía con el control sobre él. Transformaciones semejantes ocurrieron en la sociedad al convertirse el cuerpo en objeto del poder. Se introdujo la instrucción en los ejércitos; las fábricas de la Revolución industrial requirieron una fuerza laboral regulada y disciplinada. Éste fue el periodo en el que Napoleón sentó las bases de la Francia moderna. Semejantes acontecimientos implicaban un control más exhaustivo de la sociedad: un nuevo sistema judicial, nuevos reglamentos, el intento de organizar muchos aspectos de la vida pública. Los modos tradicionales campesinos dieron paso a una estructurada existencia urbana.

Foucault examina el proceso en microcosmos con el nacimiento de la prisión. La institución penal no surgió debido a la filantropía de los reformadores y los cambios humanitarios hechos en la ley criminal, sino que, más bien, fue la consecuencia natural de una sociedad reguladora y disciplinada que estaba comenzando a emerger. El poder que antes había simplemente machacado el cuerpo se estaba ahora articulando y tomaba control sobre ese cuerpo. En las cárceles, al igual que en las escuelas, las fábricas y el ejército, el cuerpo era sometido a disciplina y vigilancia. Foucault cita el ejemplo clásico del «panóptico» (literalmente «ve-todo») propuesto por Jeremy Bentham para las cárceles. En esencia, se trataba de una estructura semejante a una cúpula con una plataforma de observación en su punto medio, lo cual permitía a un observador central espiar las celdas situadas debajo y alrededor del borde de la cúpula. Cada uno de los prisioneros de estas celdas era consciente de que sus actividades eran observadas en cualquier momento. He ahí la imagen arquetípica de la nueva sociedad. El paralelismo con las historias previas de Foucault era evidente. El encarcelamiento implica control y conocimiento. Poder y conocimiento son uno.

Pero, inevitablemente, el poder mismo sufre una transformación. En el análisis de Foucault ya no es substantivo, esto es, deja de tener substancia a la manera anterior. No es absoluto y ejercido por un personaje central, como, por ejemplo, en la monarquía absoluta de Luis XV. El poder pasa ahora a ser una «tecnología»; es la técnica mediante la cual una sociedad regula a sus miembros. El individuo moderno ha sido creado en medio de esta plétora de reglas y regulaciones. En muchos aspectos se creó a sí mismo como reacción a estas restricciones. Esto puede verse en la figura arquetípica del dandy. Antes de ver extinguida su individualidad, el dandy sintió la necesidad de expresarse a sí mismo de una manera extravagante y visible que burlara el creciente número de reglas y regulaciones.

Foucault prosigue mostrando cómo el nacimiento de la cárcel estuvo acompañado del surgimiento de muchas ciencias sociales, entre ellas la criminología, la sociología y la psicología. Los reclusos de un sistema penal pueden ser estudiados y definidos de la misma manera como los conceptos de normalidad se desarrollaron tan pronto como fue encarcelada la locura. El poder de la sociedad sobre sus propios reclusos fue incrementado por el desarrollo de otras ciencias nuevas. La economía, la historia y la geografía, todas ellas tomaron aspecto científico durante este periodo. El conocimiento/poder condujo a una mejor comprensión, a la vez que a un mayor control.

Los argumentos históricos de Foucault son parciales a la vez que no científicos. Puede ser que su esquema de desarrollo histórico se aplique a Francia en sus transformaciones desde la monarquía absoluta de los Barbones hasta la época pos-napoleónica. La evolución histórica fue significativamente distinta en los Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania. Pero Foucault tiene razón en un aspecto: detrás de estas diferencias permanece una semejanza espectral. No obstante, la visión de Foucault parece extenderse, una vez más, fuera de sus límites, hacia algo que se asemeja sospechosamente a una teoría. Igualmente, los ejemplos históricos de Foucault parecen a menudo poco sólidos. El panóptico de Bentham parece recordar la idea medieval de un Dios que todo lo ve, más que el ejercicio de poder de la sociedad del siglo XIX.

Como es usual, las ideas de Foucault provienen en gran medida de pensadores anteriores, entre los que se encuentran los sospechosos de costumbre: Kant, Nietzsche y Heidegger. Pero esta vez se inspiró también en Émile Durkheim, el francés del siglo XIX fundador de la sociología moderna. Durkheim había argumentado en contra de la idea prevaleciente en Gran Bretaña y en Norteamérica de que el individuo, y el egoísmo individual, forman la base de la sociedad, y de que la propia sociedad es simplemente un concepto, o idea, artificial. (Esta actitud persiste en la observación de Margaret Thatcher de que «la sociedad no existe».) Durkheim insistió en la primacía de la sociedad sobre el individuo. Enfatizó que la integración social se funda en una creencia moral compartida, e intentó identificar las fuentes de la disgregación social. Las ideas de Foucault relativas a las «técnicas» de poder son en gran medida una extensión de las de Durkheim.

Foucault resta también importancia a la persona, a la que, como al «autor», ve como un mero constructo. Por tanto, su análisis socio-histórico tiene un punto ciego respecto del efecto de importantes personalidades históricas. Ésta es una omisión curiosa para alguien que creció bajo la sombras de Hitler y de Stalin y pasó varios años definiendo su postura política frente a De Gaulle. La relevancia de las ideas de Foucault respecto de los acontecimientos norteamericanos es aún más dudosa. Las transformaciones producidas en la vida norteamericana por la tecnología, los medios de información de masas y el capitalismo empresarial queda sin explicar. En esos aspectos, la experiencia norteamericana es, en una gran medida, la experiencia del mundo occidental (Francia incluida). No puede ser desconocida. Si la teoría de Foucault del poder no explica esto, no explica el siglo XX.

Foucault regresó en 1975 a la Universidad de California en Berkeley. Cerca, en la Universidad de California en San Diego, el marxista Herbert Marcuse fustigaba al «hombre unidimensional» de la sociedad occidental. Todo era cuestionado y California era un fermento de ideas, desde lo sensacional hasta lo sencillamente tonto. (Mientras que Timothy Leary dice a la gente: «Tune in, turn on, drop out» [Sintoniza, enchúfate, déjalo todo], personalidades como Richard Feynman y Murray Gell-Mann resolvían las diabólicas dificultades de la electrodinámica cuántica.) Foucault estaba decidido a brillar. En sus conferencias teorizaba sobre una amplia gama de prácticas sexuales anormales. Y entre sus compromisos docentes emprendía un ambicioso programa de investigación en los baños públicos y en los locales sado-maso de San Francisco. Hizo un viaje con ácido por el desierto y casi fue atropellado al cruzar una carretera bajo los efectos del opio. Justificaba su comportamiento con fundamentos teóricos. El deseo se ve estorbado por «conceptos restrictivos naturalistas» y un «límite físico»; tenemos que irrumpir, «más allá del deseo», en el placer. De este modo el placer no será nunca «anormal», igual que el deseo. De la misma manera, el sadomasoquismo subvierte el poder (dolor) erotizándolo (en placer).

El patinaje sobre semejante fino hielo teorético podría haber tenido sus trampas en París, pero esto era California, que entonces estaba pasando de los triunfos de la conducta de los años sesenta a las teorías de los años setenta. La flower people había cedido el terreno a las Panteras Negras. Foucault se dispuso a escribir una historia de la sexualidad en tres volúmenes, en una mezcla de sentido y tontería, y mucho de historia sexual inesperadamente aburrida. El primer tomo proclama ser (sin ironía) «Una introducción» a la sexualidad. En él, Foucault hace el interesante aserto de que la sexualidad fue «interiorizada» por los poderes represivos de la sociedad después del Renacimiento. La medicina y la psicología empezaron a ejercer su poder sobre el cuerpo y, de ese modo, la sexualidad quedó sujeta al control social. Semejantes generalizaciones rápidas, aunque se apoyen en un mar de documentación de la época, son señal de los rendimientos decrecientes de la filosofía de Foucault. Son además inexactas. Durante gran parte del siglo XVIII, los británicos, por ejemplo, vivieron a sus anchas su sexualidad, quizás en el único momento entre la época isabelina y la era de los hippies. (Ésta es también una generalización inicua. Pero yo no estoy tratando de fundar una teoría, sino de torpedear otra.)

En el segundo volumen de su historia de la sexualidad, Foucault vuelve a la antigua Grecia, una época rica en erotismo abierto. Por desgracia, utiliza su exploración del comportamiento griego para explicar cómo la sexualidad fue incorporada al código moral. Pero, ¿sucedió realmente esto en la antigua Grecia? La sexualidad ocupa un lugar tan central en nuestra evolución que se encuentran prohibiciones en las sociedades más primitivas. Hasta en los animales, la práctica sexual se ve acompañada de algo notablemente similar a una conducta moral embrionaria. Hemos de salirnos de la sociedad, aunque sea sólo temporalmente, si deseamos eludir la moralidad sexual. En este sentido puede decirse que el baño público y la sala de orgías proporcionan refugio de las fastidiosas restricciones de la civilización. Pero el único lugar dentro de la sociedad en donde la sexualidad ha estado siempre libre de toda restricción moral ha sido la fantasiosa mente adolescente. (Y en esto somos todos adolescentes.)

El tercer volumen de la historia de Foucault habla de la Roma antigua. En medio del «discurso sexual», Foucault tiene algunas cosas interesantes que decir acerca de «la cultura del yo». Bosqueja el crecimiento de la subjetividad, cómo se convirtió en «una actitud, una manera de comportarse» e «impregnó modos de vida». Sus procedimientos «fueron objeto de reflexión, evolucionaron y se enseñaron». De este modo, la subjetividad llegó a ser «una práctica social que dio origen a relaciones interpersonales». Tales intercambios y comunicaciones harían surgir en ocasiones instituciones sociales.

En mayo de 1984, Foucault entregó finalmente el manuscrito del tercer volumen de su historia de la sexualidad a su editor. Dos semanas más tarde, el 2 de junio, sufrió un colapso y fue hospitalizado. Durante los dos años anteriores había sufrido frecuentes dolencias que le debilitaban, pero sólo entonces se hizo evidente su importancia. Foucault tenía sida. El fin fue rápido; Foucault murió el 25 de junio. A su funeral acudieron a expresar su condolencia centenares de personas, entre los que se encontraban celebridades de todos los sectores de la vida cultural parisina, muchos de ellos profundamente conmovidos. A pesar de las vivas controversias intelectuales, Foucault fue una personalidad atractiva y muchos le consideraron como un amigo próximo.