¡Qué noche tan horrible he pasado! No sé cuántas veces me habré despertado para sumirme de nuevo en la modorra inquieta que presagia la muerte. Me asaltaron, como ya es habitual en mí, pesadillas en las que revivo el destierro en la isla de Pontia y la larga marcha desde Mevania hasta Roma llevando en mis brazos los restos mortales de mi amado Lépido.
Me desperté aterrorizada, sintiendo una mano férrea atenazada a mi garganta. Creí morir asfixiada y luego tuve el convencimiento de que la noche había sido el augurio de mi final cercano.
Sin embargo, tras saltar de la cama, que para mí se está convirtiendo en un potro de tortura, mientras me bañaban, me enteré por mis doncellas de que hoy es la fiesta de la Liberalia, lo que me levantó inmediatamente el ánimo. Estoy convencida de que es un buen augurio.
Salí a pasear por Ancio y me entretuve contemplando a las ancianas coronadas de hiedra que van vendiendo por la calle pastelitos de harina, miel y aceite. Compré unos pasteles, y la mujer que me los vendió arrancó un trocito a cada uno para ofrendarlo al dios Libero.
Por doquier andaban mozas engalanadas enarbolando el símbolo de la divinidad. Me resultó jocoso verlas con esos falos descomunales, profusamente adornados con guirnaldas.
Dicen algunos que el nombre del dios proviene de que libera al varón de la opresión del semen produciendo su emisión; y a la hembra, de la ansiedad de la espera. En uno de sus escritos, mi amigo Séneca afirma que su etimología se basa en que la divinidad libera el alma de las preocupaciones, la fortalece y tonifica y le da audacia para emprender cualquier resolución.
Y eso precisamente fue lo que sentí en la plaza principal de Ancio, cuando deambulé por entre los innumerables puestos en los que se vendían tortas y vino, todos ellos engalanados con una efigie del dios y un pequeño fuego sagrado para las ofrendas. Me dediqué a hacer libaciones de vino en cada uno de los puestos, pero creo que a la postre yo bebí muchísimo más que el dios.
Hoy he de tomar una resolución y llevarla a cabo como sea. Tengo que acabar con este enclaustramiento. Hoy me siento con fuerzas para hacerlo.
Quizás contemple en estos momentos por última vez el mar desde estas rocas. Tengo que buscar horizontes nuevos.
Hace ya casi seis meses que estoy aquí, sin salir de los límites de Ancio. Ni siquiera sé ahora por qué he venido. Quizás porque necesitaba encontrarme.
Dentro de ocho meses cumpliré cuarenta y cuatro años. No quiero cumplirlos viviendo así. Mi vida necesita un cambio profundo. Algo se me tiene que ocurrir.
A mi defenestración siguió la humillación. Fue asesinato seguido de escarnio. A veces venía mi hijo a visitarme a la casa de mi abuela Antonia, muy raras veces, y cuando lo hacía era siempre con prisas, tan solo con el tiempo necesario para intercambiar dos palabras y darme un beso apresurado. Llegaba escoltado con un pelotón de centuriones y parecía que el beso que me daba formaba parte de una operación militar.
No recuerdo ya cuántas vejaciones sufrí. Hasta se atrevieron a acusarme de delito de alta traición. Y no fue precisamente mi hijo quien me salvó. Tuvieron que ser Séneca y Burro mis salvadores. Eso fue lo que más me dolió.
Eso sí, luego tuve el placer de ver cómo eran condenados mis delatores, unos a la pena de muerte, otros a la del destierro. Mi hijo sentiría remordimientos, pues me dio a entender que estaba en deuda conmigo. Le pedí cargos y privilegios para los pocos amigos fieles que aún me quedaban.
Ya no ejercía yo poder alguno, pero tenía poder. Ya no asistía oculta a las reuniones del Senado, no participaba en los debates del Concilio imperial, no nombraba ya directamente magistrados y generales, ya no quitaba y ponía reyes, pero mi palabra volvió a tener peso. Podía influir en los acontecimientos.
Poco a poco fui saliendo de mi autoimpuesto encarcelamiento. Poco a poco volví a reír. Incluso los propios consejeros de mi hijo acudían a veces a mí a recabar mi apoyo, entre ellos Séneca.
Aún lo veo ante mí, alterado y nervioso, hablando precipitadamente, en contra de su costumbre:
—Tienes que hacer algo, Agripina. Tu hijo está desvariando. Tú no me querías hacer caso, pero estaba mejor antes, cuando se conformaba con tener a Acte y se entretenía con sus cánticos y sus poesías. Ahora se ha tomado en serio la tarea de gobernar y me temo que lo va a desgobernar todo. Se ha propuesto aplicar una serie de medidas y no hay forma de convencerlo de que son utópicas e irrealizables. Estamos todos preocupadísimos. ¡Te lo ruego, Agripina, habla con él!
—¿Por qué no empiezas por el principio, amigo Séneca? ¿Qué medidas quiere tomar?
—Ante todo, quiere eliminar la pena de muerte. Yo, en principio, estaría de acuerdo con ello, pero soy lo suficientemente realista como para saber que la oposición a la que nos enfrentaríamos sería enorme. Desde la plebe a los optimates, todos son partidarios del ojo por ojo y diente por diente, como si nada hubiese cambiado desde los tiempos del rey Hammurabi. Ante cualquier delito, todos sin excepción claman venganza y desean ver correr la sangre. Sabes muy bien que yo me inclino por la rehabilitación de los delincuentes, pues estoy convencido de que el crimen es una enfermedad, no solo del alma, sino también de la sociedad. Necesitamos médicos, no verdugos.
—¿Ves, mi querido Séneca, ves que tú tienes la culpa? Te advertí al nombrarte preceptor de mi hijo que no le enseñaras filosofía. No me hiciste caso y ahora cosechas lo que tú mismo has sembrado.
»¿Cómo pretende eliminar la pena de muerte? Todos se nos echarían encima. Desde los juristas hasta la plebe que goza con las ejecuciones públicas. ¿Desea acabar acaso con nuestro sistema judicial? ¡Es la idea de un chiflado!
—Es que eso no es todo, Agripina, también quiere sacar de Britania las legiones. Dice que tenemos demasiadas bajas. Además, odia la guerra. Dice que ya está bien de ir a sojuzgar a otros pueblos, que lo conquistado, conquistado está, pero que no quiere más atropellos. Afirma que, mientras él sea el príncipe, no volveremos a invadir nación alguna.
—¿Y no he leído yo ideas muy parecidas en algunos escritos tuyos, amigo Séneca? Mi hijo no se está inventando nada.
—Una cosa es lo que digo y otra lo que hago, Agripina. Si nos retiramos de Britania, el ejército no se lo perdonaría. Hasta podría rebelarse. Tampoco el pueblo lo entendería. Le hemos inculcado que andamos por el mundo repartiendo los beneficios de la civilización. Hasta se lo creen. Tengo la impresión de que para el ciudadano normal nuestras legiones son algo así como un cuerpo de bomberos que va por el orbe apagando incendios para que luego acudan nuestros ingenieros a construir termas y carreteras y contribuyan así al bienestar de todos los pueblos que tienen la gran suerte de poder sumarse voluntariamente a nuestros dominios. Es al menos lo que le hemos hecho creer.
—Y por pura curiosidad intelectual, querido Séneca, ¿se le ha ocurrido algo más a mi hijo?
—Por desgracia, sí. Quiere ordenar la supresión de todos los impuestos, según sus propias palabras «para hacer al género humano el más hermoso de los dones». Eso se le ocurrió a raíz de las quejas populares contra los recaudadores de impuestos.
—¡Por los huevos de Júpiter! ¡Dime que no es cierto lo que me estás contando! ¿Cómo demonios se imagina que se sostiene un Estado? ¿Del aire? Si hoy quita los impuestos, mañana pedirán la abolición de los tributos, y pasado mañana se disolvería el Imperio.
—Eso es precisamente lo que tratamos de explicarle, pero no nos hace caso. Habla tú con él.
Me entrevisté con mi hijo ese mismo día y le convencí de que no podía aplicar ni una sola de esas medidas. Estuvimos muchas horas hablando y tuve que recurrir a todo mi poder de persuasión, pero al final me dio la razón. No le quedó más remedio que rendirse ante las evidencias.
De repente se levantó de un brinco de su asiento, se acercó a una estantería, cogió una flauta y se puso a tocar.
—Esta música la he compuesto yo, mamá —me dijo antes de llevarse la flauta a los labios.
Estuvo un buen rato tocando. Aunque recuerdo muy bien que su interpretación me deleitó, lo cierto es que al mismo tiempo me puso muy nerviosa, pues intuía que trataba de decirme algo y yo no sabía el qué.
—¿Ves, mamá? —me dijo, dejando de nuevo la flauta en su sitio—. Como emperador he fracasado. Las cosas realmente provechosas que me gustaría hacer por mis semejantes son precisamente las cosas que no puedo hacer. No puedo evitar esa sangría cotidiana en la lejana Britania. No pasa allí ni un solo día sin que suframos bajas. Me gustaría acabar con ese dolor humano. No se me permite. Las madres de esos soldados seguirán llorando.
»Tenía la intención de aliviar la vida de mis súbditos, liberándolos de la pesada carga de los impuestos. Quería protegerles sobre todo de la voracidad insaciable de los publícanos. Por cada sestercio que llega a las arcas del Estado, esos recaudadores de impuestos ingresan en las suyas cien o doscientos. Quería poner fin a esa injusticia. Se me impide. Seguirán chupando la sangre al pueblo.
»Había soñado con acabar con las ejecuciones bárbaras en el Foro, el Circo Máximo y los anfiteatros. Soñaba con humanizar Roma, inculcar quizás a los romanos algo del excelso espíritu griego.
»Quería eliminar los combates de gladiadores y sustituirlos por certámenes al estilo heleno. Ambicionaba convertir Roma en una Olimpia y llevar desde aquí la antorcha de las artes y la sabiduría a todos los pueblos del mundo. No me dejan. Roma seguirá sumida en la barbarie.
»¿Qué queréis que haga entonces si no puedo gobernar como deseo? ¿Qué pretendéis que haga si al fin me he dado cuenta de que dirigir los asuntos de un Estado es una ocupación trivial, prosaica y obscena, algo que está al alcance de cualquier mentecato? No pienso estar haciendo el hipócrita como mi tatarabuelo Augusto, ni esconderme en una isla a cultivar mis resentimientos como el cerdo de Tiberio. No quiero vivir obcecado por la idea de venganza como mi tío Gayo, ni masacrar a caballeros y senadores para mantenerme en el poder como Claudio.
»No, mamá, yo tengo cosas muchísimo más elevadas que hacer. De ahora en adelante me dedicaré a asuntos mucho más importantes. El reino de las Musas será mi imperio.
Entonces cogió de nuevo la flauta y se puso a tocar. Entendí que había dado por terminada la entrevista y salí de puntillas del aposento.
¿Cómo hubiese podido imaginar en aquellos momentos que mi hijo se tomaría tan al pie de la letra sus palabras? No volvió a ocuparse de los asuntos de Estado. Se dedicó por entero a la música y a la literatura. Para entretenerse, pintaba, esculpía y conducía carros de caballos. Afortunadamente, Burro y Séneca, junto con el equipo de ministros, llevaban con mano firme las riendas del Imperio. Nadie notó el cambio.
Nadie, menos los que vieron llegada su oportunidad. Dos figuras macabras salieron entonces de las sombras y se dedicaron a engatusar a mi hijo. Aún no gobiernan, pero me temo que algún día lo harán. Esa pareja me infunde miedo.
No recuerdo ya cuándo vi por primera vez a Ofonio Tigelino. Era un joven muy apuesto, alto y atlético, ese tipo de siciliano que enloquece a muchas mujeres. Creo que andaba detrás de mi hermana Livila. Frecuentaba nuestras casas. Por eso cayó bajo sospecha cuando mi hermano Gayo descubrió nuestra conjura. Tuvo más suerte que los demás, pues logró huir a tiempo y se fue a Grecia, donde acabó ganándose la vida de pescador. Regresó a Roma gracias a la amnistía decretada por Claudio y se volvió a meter en líos por el mismo motivo: lo acusaron de adulterio con mi hermana Livila y lo desterraron a la isla de Córcega. Yo logré de Claudio que lo perdonara junto con Séneca, aunque con la condición de que no volvería a pisar Roma. Regresó a su patria, Sicilia, donde se dedicó a la cría de caballos. Tras la muerte de Claudio pudo volver a la capital. Esta vez se ganaba la vida de tratante en caballos. Fue así como conoció a mi hijo, a quien regaló con motivo de su vigésimo cumpleaños un hermoso caballo neseo, blanco como la nieve. Poco a poco fue conquistando su confianza hasta convertirse en su favorito. Alaba a mi hijo en todo y le convence de que cuanto hace es perfecto. Por su culpa se empeñó mi hijo en exhibir ante el pueblo sus dotes de auriga. Burro y Séneca nada pudieron hacer para impedirlo.
Ese personaje ladino y siniestro me preocupa. Pero muchísimo más me preocupa la mujerzuela de la que ahora se ha encaprichado mi hijo. Es de baja extracción social, su padre ni siquiera pertenece al orden senatorial, por eso lleva el nombre de su abuelo materno, hombre de prestigio, que alcanzó el consulado, fue gobernador de dos provincias a la vez y recibió los ornamentos triunfales por sus brillantes campañas militares contra los dacios.
Popea Sabina. Cada vez que pronuncio ese nombre siento ganas de vomitar. Creo que me odia. Estuvo casada con Rufrio Crispino, al que quité el cargo de prefecto del pretorio para dárselo a Burro.
Esa ramera con apariencia de patricia ha salido, en lo físico, a su madre, que tuvo fama de ser la mujer más bella de toda Roma. Su salón era famoso, lo frecuentaban los mejores intelectuales y artistas, la nata y la crema de la sociedad, hasta que se cebó en ella la gran puta de Roma, mi cuñadita Mesalina, quien la acosó hasta obligarla a quitarse la vida.
Esa mujerzuela no deja de ser culta e inteligente, es a veces hasta brillante, y sobre todo, desconoce totalmente los escrúpulos. Séneca la calificó un día de escoria humana dentro de un bello vaso murrino. Sospecho que solo quiere casarse con mi hijo para vengar a su madre en la persona de Octavia. Querrá hacer pagar a la hija los crímenes de Mesalina.
Y si eso ocurriera, si esa mujer se saliera con la suya y contrajese matrimonio con mi hijo, ¿qué sería de nuestra familia? Siempre habíamos procurado que no se perdiese ni una sola gota de nuestra sangre, y ahora la vamos a derramar a borbotones.
Sobre Popea Sabina giró la última conversación que tuve con mi hijo, hará ya más de seis meses.
—Pero ¿no te das cuenta, hijo mío —le dije—, de que si te casas con esa mujer demostrarás al mundo que nuestra dinastía, la de los Julio Claudios, no es imprescindible para gobernar los destinos de Roma? Vas a destruir por un capricho la obra de toda mi vida, todo lo que Claudio y yo logramos juntos, y vas a destruir de paso el legado del divino Augusto y de Julio César.
»Si te divorcias de Octavia, serás vulnerable. Cualquier patricio podrá aspirar al poder. Ten en cuenta que esa mujer es casi una plebeya. Por muchos baños que se dé en la leche de sus seiscientas burras no dejará de ser una vil advenediza.
—Aún no he decidido nada con respecto a ella, mamá, no te adelantes a los acontecimientos. Siempre te precipitas.
Me quedo callada, contemplándolo, y al fin, resignada, le digo:
—No sé qué pude haber hecho mal contigo, cuál pudo haber sido mi error. Quizás te tuve muy poco tiempo a mi lado. Pero ten en cuenta que estuve en el exilio, condenada al ostracismo en una isla diminuta, arrancada de ti. No puedes imaginarte lo mucho que sufrí.
—No fueron ni dos años, mamá. Luego tampoco te vi mucho que digamos. Por regla general, te las arreglabas para brillar maravillosamente por tu ausencia.
—Estaba luchando, hijo, por nosotros, por ti. Tú eras lo único que quedaba de nuestra familia. Tenía que asegurar tu porvenir.
—Yo no te pedí tanto. Nunca quise ser emperador.
—¡Nunca quise ser emperador! ¡Qué fácil es decirlo! ¿Qué te crees, que aún estarías vivo si yo no te hubiese convertido en emperador? Los dos seríamos ya cadáveres, quizás nuestros restos hubiesen sido pasto de las fieras. En nuestra posición, hijo, triunfas o desapareces. A nuestro nivel no hay término medio. Y no vayas a creer ni por un momento que haber llegado a la cumbre es garantía de permanecer en ella. Mi hermano Gayo y mi tatarabuelo Julio César son ejemplo elocuente de lo que digo. Si no sabes ganarte a las masas, si no logras el apoyo de las clases que ejercen el poder económico, si no gozas de la confianza del ejército, si tu poder no descansa sobre cimientos sólidos, tus días como gobernante estarán contados. Podrás desencadenar el terror como Claudio para mantenerte en el poder, tal como hizo también tu tío Gayo, pero tarde o temprano, y de esto no te quepa la menor duda, un Casio, un Bruto o un Querea dará fin a tu vida. ¿Te crees que Claudio hubiese aguantado durante mucho más tiempo si yo no hubiese acudido en su ayuda? Yo le salvé. Gracias a mis relaciones con el ejército y con las familias más poderosas de Roma, gracias a mi popularidad entre las masas, gracias a mi incansable labor diplomática, gracias a todo eso me fue posible estabilizar lo que ya se tambaleaba. Hijo, piensa en lo que te digo. A veces me das miedo. Temo que te pase algo.
—¿Y qué me va a pasar, mamá? Déjate de preocuparte, que nada tienes que temer. He forjado grandes proyectos para conquistar a las masas populares. Pienso convertirme en el gobernante más amado de toda la historia humana.
—¿Y cómo piensas realizar esa proeza? Difícil es ejercer el poder y ser querido. Son dos cosas casi contrapuestas.
—Pues yo lo conseguiré, mamá. Ya que no puedo cambiar nuestras leyes, ya que no puedo transformar de un día para otro nuestras costumbres, pienso dedicar mi vida a educar al pueblo, quiero hacerlo apto para una sociedad mejor, más justa, más humana.
—Te escucho, hijo, ¡explícate!
—Ante todo me presentaré ante los romanos conduciendo un carro tirado por ocho caballos. Me he ejercitado a fondo en el hipódromo de mi tío Gayo, que ahora pienso poner a disposición del pueblo. Aunque no lo creas, domino esa difícil técnica a la perfección. A la gente le gustará ver a su príncipe como el más hábil y diestro de los aurigas. Les enseñaré que en la Hélade era costumbre de reyes competir en carreras de carros de caballos. Y luego apareceré en público, quizás en el teatro Pompeyo, y cantaré los más bellos pasajes de las tragedias que pienso componer. Educaré así a mis súbditos en el mejor espíritu heleno. Y lo haré poco a poco, como un maestro paciente, hasta que los romanos hagan suyo el lema griego de que solo en un cuerpo sano puede habitar una mente sana, hasta que comprendan que ese ideal tan solo es alcanzable mediante los deportes y las artes.
»Y aunque esa educación será un proceso lento, lograré sin pérdida de tiempo que me admiren y quieran en lo que sean testigos de mis dotes divinas. Seré para ellos su nuevo Apolo, su Hércules rodeado de las Musas.
»Tales son mis proyectos, mamá. ¿No te sorprendes? ¿A que ni siquiera los imaginabas?
Me quedé horrorizada. No pude contestarle. ¿Se estaría volviendo loco mi hijo? ¿O lo estaría ya? Sabía por los médicos que en la mayoría de los casos la demencia no se manifiesta necesariamente en el cuerpo, por lo que solemos considerar sano a quien vive en un mundo irreal. Me contaron el caso de un noble patricio que había sido cónsul. Al pobre desdichado le dio por creer que no tenía cabeza y decía a cuantos estaban dispuestos a escucharle que era un tirano decapitado. Yo misma conocí a un primo de mi primer esposo que andaba corriendo por toda la casa, ordenando a sus sirvientes que echasen a la calle a los músicos que le atormentaban con su estruendo tanto de día como de noche.
¿Le estaría pasando algo similar a mi hijo?
No supe en esos momentos cómo comportarme. Le sonreí cariñosamente, con esa sonrisita forzada e hipócrita que solemos utilizar cuando nos dirigimos a los ancianos y los niños. Le abracé. Le di un beso en la boca y salí del aposento sin decir una palabra.
—Sí —me dijo Séneca cuando le conté la conversación con mi hijo— Burro y yo estamos enterados de sus nuevos proyectos. Hasta ahora hemos logrado frenarlo, pero no creo que lo consigamos por más tiempo.
—¿Crees que se ha vuelto loco?
—¿Quién puede trazar la línea divisoria entre la demencia y la cordura? No hay hombre cuerdo que no tenga algo de loco.
—¿Crees que Popea y Tigelino le influyen en sus proyectos?
—Al menos, los apoyan. Cada uno a su modo. Cada cual según sus intereses. Tigelino se deshace en aspavientos cada vez que lo ve conducir un carro de caballos y le dice que raya en lo delictivo ocultar esas dotes divinas al pueblo, el cual sería feliz de conocerlas y admirarlas. Popea, por su parte, alaba su voz y le asegura que no hay mejor poeta que él en todo el Imperio. Lo anima a que dé en público una demostración de su arte. Sospecho que ambos abrigan planes de más alto vuelo. Quieren apartarlo cada vez más del poder, seguramente para ocupar ellos su puesto. Veo venir la tragedia, pero no puedo evitarla. Es como cuando escribes un drama y su lógica interna te impone un final que tú no deseas.
»Sin ti en palacio todo es más difícil. Burro y yo nos las vemos y deseamos para refrenar sus impulsos. El día en que cualquiera de los dos desaparezca, el otro se verá impotente y tendrá que retirarse. La palestra quedará desierta. Esos dos la ocuparán.
—La tragedia también yo la estaba viendo venir, nadie necesita contármela, pero tú me estás adelantando ahora el final, y ese final es horrible.
—Como todo lo humano. Nerón es un volcán que acabará sepultando bajo su lava a todos los que le rodeamos. No sabes cómo me reprocho no haber sabido encauzarlo por la senda justa. Me pregunto una y otra vez qué errores he cometido y no encuentro la respuesta. Si algo he aprendido en estos años es que resulta mucho más fácil dirigir una nación que enderezar la conducta de un solo individuo.
Al salir del despacho que Séneca tenía en el palacio me encontré frente a frente con Popea en el pasillo que conducía al dormitorio de mi hijo. Sin reflexionar siquiera, descargué mi ira contenida sobre aquella mujer. De un puñetazo en la cara la hice caer al suelo, donde la agarré por los pelos y me dediqué a abofetearla con toda mi furia.
Popea se puso a gritar como si la estuviesen matando, y en medio de gritos y bofetadas apareció mi hijo en el pasillo. Se abalanzó sobre mí y me sujetó los brazos. Forcejeamos, me desembaracé de él, le propiné un fuerte empujón en el pecho y lo hice rodar por el suelo de mármol.
—¡Sal inmediatamente de mi palacio! —me gritó—. ¡No quiero verte más!
—¡Yo a ti tampoco! ¡Claro que me voy cuanto antes de esta casa de locos!
Me estremezco al recordar la escena. Fue aquélla la última conversación que tuve con mi hijo.
Por eso me vine aquí, huyendo de Roma y de su corte, quizás también huyendo de mí misma.
Pero hoy me siento eufórica, hoy va a ser el día de mi liberación. Volveré a Ancio, a la plaza principal, y haré nuevas libaciones al dios. Seguro que se me ocurre algo.
Empiezo a intuir la solución. Creo que ya tengo la idea. ¡Sí, eureka, ya lo tengo! Ya sé de lo que hablaré con mi hijo. Le pediré algo a lo que no podrá negarse. ¡Oh, dios Libero, tú me has iluminado!
Hoy estamos a diecisiete de marzo. Dentro de dos días comenzarán los Quincuatros. Mi hijo estará en Baias para presidir allí la fiesta de Minerva. Mañana a primera hora partiré de viaje. Me iré a vivir a mi villa de Baulos. Estaré muy cerca de mi hijo y podré charlar con él. Le hablaré como madre, recuperaré su cariño.
Pero ahora quiero ir de nuevo a Ancio a hacer libaciones al dios. El mundo me sonríe otra vez. Creo que soy feliz. Cuando una quiere, la vida se presenta color de rosa.