Capítulo 27

A partir del día en que cumplió los dieciocho años, mi hijo se volvió cada vez más terco y obcecado. Cuando se le metía una cosa entre ceja y ceja, no había forma humana de hacerlo cambiar. Durante las Saturnales se empeñó en que me fuese a vivir a la casa que había pertenecido a mi abuela Antonia.

—Es como si no te mudases —me dijo—. Vas a estar a un paso de aquí, en la misma colina del Palatino. Disfrutarás, además, de una vista espléndida del Foro. Te gustará. Tendrás más espacio. Estarás más cómoda.

—De sobra conozco la casa, hijo. Pero dime la verdad: ¿por qué quieres que me vaya?

—Ya te lo he dicho, mamá, por el ruido. Mis ministros se quejan, hablan de «las asambleas multitudinarias de los clientes de Agripina». Eres demasiado popular, y la popularidad engendra alboroto, nada tiene de silenciosa. En la otra casa podrás despachar a tus anchas.

—¿Es realmente solo por el ruido?

—Solo por eso, mamá. Tú no te das cuenta, porque recibes a la gente en el salón que da al Circo Máximo, pero, por las mañanas, cuando aún no ha salido el sol, se produce una aglomeración multitudinaria ante el palacio, todo son voces y gritos, y la inmensa mayoría de las personas que suben al Palatino son clientes tuyos, vienen a verte a ti.

—Imagino que alguno que otro también vendrá a verte a ti, ¿no, hijo?

—Sí, mamá, sí —me contestó, echándose a reír—, pero si te mudas, partiremos al menos el gentío en dos mitades. Aunque creo que los tuyos superan en mucho a los míos.

—Está bien, hijo, tú ganas: me iré a la otra casa.

Acepté mudarme, aunque no creí sus excusas. Pensé en aquel entonces que simplemente querría tener más independencia, que desearía encontrarse sin trabas con Acte en palacio, y yo ya había decidido no volver a inmiscuirme en los asuntos amorosos de mi hijo. Pensé que quizás cuando se le pasase el capricho con la liberta decidiría de una vez dejar embarazada a Octavia y fundar una dinastía.

Lo que no podía imaginar cuando acepté irme a vivir a la otra casa es que detrás de aquel deseo aparentemente lógico y normal se ocultaban intenciones inconfesables. Como siempre, mi hijo, imitando a todos cuantos me rodeaban, se aprovechaba de mi natural ingenuidad. Confiar en los demás ha sido siempre mi perdición.

El día primero de enero del año cincuenta y seis me mudé a la casa que había pertenecido a mi abuela Antonia. El cambio no me disgustó. Me sentía más a gusto. Con mayor independencia. Y en el fondo, todo siguió funcionando igual que antes… hasta aquel funesto quince de enero, festividad de la Carmentalia.

Había quedado por la mañana con una delegación de matronas patricias para ir al santuario de Carmenta, divinidad de los alumbramientos, a sacrificar a la diosa tortitas de trigo y miel. Había ordenado a las encargadas de vestirme que tuviesen cui dado de que, en lo que yo llevaba encima, no hubiese nada que pudiese evocar, ni siquiera remotamente, la muerte. Y sin embargo, las muy brutas no habían pensado en las suelas de cuero de mi calzado. Menos mal que tengo por costumbre verificar siempre lo que me dicen, por lo que me di cuenta enseguida. A punto estuve, por culpa de esas idiotas, de profanar el santuario de Carpenta.

Cuando al fin estuve lista y salí de la casa, advertí algo raro en las escalinatas por las que se accede a la mansión. Algo faltaba, y ese algo era tan evidente, tan llamativo, que al principio ni siquiera me di cuenta.

Me saludaron con sus alegres aclamaciones los bátavos de mi escolta germana. Siempre me alegraba ver a esos hombres sencillos, extrovertidos y fieles. Poseen una espontaneidad de la que carecemos los latinos. Y fue al devolverles el saludo cuando me di cuenta.

—¿Dónde demonios está mi cohorte pretoriana? —grité sin dar crédito a lo que estaba viendo.

El jefe de la guardia germana me explicó que los pretorianos habían abandonado sus puestos pasada la medianoche.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué motivo?

—No lo sé. Vino un tribuno con órdenes del emperador.

Me olvidé entonces de las matronas, de Carmenta y de sus dichosos alumbramientos y ordené que me condujesen inmediatamente a palacio.

En lo que estuve en presencia de mi hijo, sin saludarlo siquiera, le pregunté a bocajarro:

—¿Por qué has ordenado retirar mi cohorte pretoriana? Te recuerdo que se trata de mi escolta particular desde los tiempos del divino Claudio. No tienes ningún derecho a despojarme de lo que me dio mi difunto esposo, emperador de los romanos, divinizado por ti y por el Senado. ¡Devuélveme esa cohorte inmediatamente!

—No te pongas así, mamá. No te he quitado a ti personalmente esa cohorte. Simplemente, he hecho una reorganización. De ahora en adelante los pretorianos solo van a tener funciones militares. No quiero ver más a los pretorianos custodiando templos y edificios públicos. Tampoco los quiero como vulgares guardianes haciendo de vigilantes durante los espectáculos en los teatros, en los anfiteatros y en el circo. No quiero que desempeñen el papel de custodios del orden público. No está bien que el pueblo sienta en todo momento la omnipresencia del ejército. A partir de hoy los pretorianos permanecerán acuartelados. La gente me lo agradecerá. Los ciudadanos se sentirán menos controlados, respirarán un ambiente de mayor libertad.

—Pero frente al palacio he visto una cohorte pretoriana de guardia. ¿Por qué?

—No es lo mismo, mamá. Yo soy su emperador. Es mi guardia, la que me corresponde como su general en jefe. Cumplen funciones militares al custodiarme.

Me fui sin despedirme. Estaba demasiado furiosa como para poder decir algo.

El quince del mes siguiente, en la fiesta de la Lupercalia, cuando me disponía a bajar a la cueva del Lupercal a participar en los ritos de purificación del Palatino, encontré desiertas las escalinatas delante de mi casa.

Ya al levantarme de la cama noté algo extraño en el ambiente. La servidumbre cuchicheaba, todos parecían querer decirme algo, pero nadie se atrevía a dirigirme la palabra.

Me sentí anonadada, como si el mismo Hércules hubiese descargado su maza sobre mi cabeza. ¿Cómo iba a poder dirigirme de un lado a otro sin mi escolta germana? ¿Qué iba a pensar la gente? Y sobre todo, ¿cómo reaccionaría?

De repente sentí miedo, me vi desamparada. Me imaginé el terror que pasarían los dos desdichados gemelos antes de que fuesen socorridos por una loba en la cueva a la que me disponía a bajar para celebrar los ritos.

Fui inmediatamente a palacio, donde me dijeron que mi hijo acababa de partir de viaje para la Campania. Nadie me pudo dar una explicación clara de por qué se me había despojado de la guardia germana. Séneca y Burro habían partido también, acompañando a mi hijo.

Desolada, regresé a mi mansión y me encerré en mi despacho. Entendí en aquellos momentos la expresión popular de «quedarse de piedra». Y así me quedé yo, efectivamente, convertida en una roca. Estaba como atontada. De pronto levantaba un brazo para hacer algún gesto, y esa extremidad permanecía rígida en una posición absurda, como si no me perteneciese, hasta que, pasado un rato largo, me percataba de su existencia y lograba, haciendo un gran esfuerzo, llevar de nuevo el brazo a una posición normal. Ora se me paralizaba una mano, ora la cabeza, si la había agachado mucho o alzado en demasía, y siempre el resto de mi cuerpo se quedaba también rígido, como si la parte inmovilizada determinase el comportamiento de todo lo demás. Era consciente de esas petrificaciones grotescas, pero lo único que podía hacer era contemplarlas como si se produjesen fuera de mí. Creo que eran la consecuencia de fijaciones en el correr de mis pensamientos, cuando me quedaba analizando obsesivamente una idea que se me acababa de ocurrir. Mis pensamientos giraban en torno a un mismo tema y mi cuerpo había quedado reducido a una especie de títere cuyos hilos eran movidos de mala gana por un cerebro que solo tenía fuerzas para analizarse a sí mismo.

No recuerdo ya cuántas horas pasé en ese estado de atolondramiento. Sólo sé que se me hizo de noche. Era consciente de que toda la obra de mi vida se había venido abajo. Quitarme la guardia germana era el método más eficaz para decir claramente a toda Roma:

—¡Agripina ha perdido todo su poder!

No me equivoqué en mis apreciaciones. Al instante quedó desierto el umbral de mi casa. No tardé en tener que renunciar al saludo matutino porque ya no tenía a nadie a quien saludar. Mi legión de amigos y aduladores se esfumó como por arte de magia. Nadie parecía acordarse ya de mí.

Es increíble lo sola que se puede vivir en una ciudad de un millón de habitantes. De repente todo lo vi gris. Hasta me costaba trabajo levantarme de la cama. Todo esfuerzo se me antojaba superior a mis fuerzas. Incluso me negaba a recibir a las pocas personas que venían a visitarme.

Recuerdo que encontrándome en esa situación llegaron a mi poder unos denarios de plata en los que se conmemoraba el aniversario de la potestad tribunicia de mi hijo. En ellos no se hacía la menor referencia a mi persona. Era la primera vez desde los tiempos de Claudio que yo no aparecía en las monedas. Y lo que más me dolió: la orden de emisión había sido dada en noviembre del año anterior, mucho antes de que mi hijo me convenciese de que tenía que mudarme a la casa de mi abuela Antonia. Mi derrocamiento había sido algo vilmente premeditado.