De nuevo he dormido mal y he tenido pesadillas. Tuve que saltar inmediatamente de la cama porque sábanas y mantas estaban empapadas de sudor. Me despertaron los gritos del nuevo esclavo encargado de dar las horas en voz alta. Me explicó el mayordomo que el hombre viene de trabajar en las minas y se esfuerza demasiado en hacer las cosas bien por miedo a volver a ese infierno. He dado orden de que no se vuelva a adjudicar a nadie más esa tarea. ¿Para qué quiero saber yo cómo pasa el tiempo? De sobra sé que transcurre a una velocidad vertiginosa cuando lo mido en meses o en años, pero a paso de tortuga cuando lo mido en horas y en días. ¿Para qué querrá saber la gente que se ha esfumado una unidad más de ese ente intangible que va recortando lenta e inexorablemente el hilo de sus vidas?
El ruido en la casa me puso tan nerviosa que ni siquiera tuve ganas de desayunar algo. Solo quería salir cuanto antes. En ayunas he venido una vez más a contemplar el eterno batir del mar contra las olas.
Creo que en las pesadillas de esta noche se encontraba la respuesta a mis preguntas. Cuando me levanté de la cama todavía podía rememorar con toda nitidez lo soñado. Pero luego, al alterarme con lo del esclavo y con la pelea de dos cocineras en el pasillo, mi mente se quedó en blanco, y por muchos esfuerzos que hago no logro recordar nada de lo vivido en ese otro mundo de las sombras que muchas veces parece más luminoso y auténtico que la misma realidad.
Repaso una y otra vez los hechos y las situaciones de aquel primer año del principado de mi hijo y siempre llego a la misma conclusión: alguien tuvo que influenciarlo, alguien tuvo que hacerle cambiar, alguien tuvo que predisponerlo en mi contra.
Pudo ser Acte, le sobraban motivos y ejercía una gran influencia sobre él, pero también pudieron ser sus nuevos amigos, como aquellos dos guapos mozos que se convirtieron en su sombra, incluso en las tinieblas.
Sí, tuvieron que ser Marco Otón y Claudio Seneción quienes le metieron esas ideas extrañas en la cabeza y le insuflaron ínfulas. Ellos tuvieron que ser quienes lo manipularon hasta el punto de hacer que se rebelase contra mí.
—¿Cómo permites que te traten así? —le diría Otón—. ¿No eres tú acaso el emperador?
—Pero ¿es que no te das cuenta de que tú y solamente tú eres el único que manda en el vasto Imperio? —le diría Seneción—. Si yo me encontrara en tu lugar, nadie se pondría por encima de mí, de nadie aceptaría órdenes.
Sé que ésas fueron sus palabras. No les sería difícil influenciar a un jovencito de diecisiete años. ¿Qué sabrían esos petimetres de lo que era bueno o no para mi hijo? ¿Qué sabrían de los desvelos y los sacrificios de una madre empeñada en obtener todo lo mejor para su hijo?
A esos dos y quizás a otras malas compañías he de achacar las desgracias que se cernieron sobre mí. Ésos y otros más serían los culpables de aquellas situaciones ambiguas que fueron jalonando como piedras miliares la pendiente por la que se deslizó mi caída, de aquellas situaciones que, en su momento, no pude entender en toda su trágica trascendencia.
Como aquella escena en la sala de recepciones, por ejemplo, cuyo verdadero significado no llegué a comprender hasta algunos meses después.
Aún veo a mi hijo sentado en el estrado en aquella inmensa sala repleta de cortesanos, que se agrupaban a ambos lados y dejaban una especie de calle en medio, por la que tenían que caminar quienes acudían a solicitar favores.
Habían venido los embajadores armenios a defender los asuntos de su patria, amenazada como siempre por los partos. Nosotros éramos su única protección, su única esperanza. Conocía muy bien sus problemas, ya que en más de una ocasión había atendido a sus delegaciones.
Entré en la sala cuando ya estaba abarrotada y me dirigí hacia el estrado para presidir como de costumbre la sesión junto a mi hijo. No hacía más de lo que durante muchos años había estado acostumbrada a hacer con Claudio.
Pero esta vez vi el terror dibujado en los rostros de sus ministros y consejeros. Al parecer, estaba a punto de perpetrarse un sacrilegio. Una mujer iba a profanar el sanctasanctórum privativo de los hombres.
Séneca subió al estrado y susurró algo en el oído a mi hijo, que se levantó, vino hacia mí, me besó cariñosamente, me abrazó con devoción filial y me acompañó de vuelta a la puerta, diciéndome por lo bajo que me fuera.
Esa misma noche interpelé a mi hijo.
—Tenemos que hablar ahora de lo ocurrido —le dije—. No puedo dejarlo para mañana. Me quitaría el sueño.
—Tú dirás, mamá.
—No quise formar un escándalo delante de los embajadores, pero me tienes que explicar por qué no se me permitió asistir.
—¿No advertiste cómo se escandalizaron caballeros y senadores?
—¡No! Lo único que advertí fueron los aspavientos de tus consejeros y ministros.
—Es como con el Senado. Hay lugares donde es mejor que no entre una mujer. Los hombres lo consideran indecoroso.
—¿Y qué les hubiese pasado a esos hombres de haber estado yo presente mientras los embajadores de Armenia exponían sus deseos? ¿Se les hubiesen caído esos ridículos colgajos de los que tan orgullosos se sienten? ¿Hubiesen perdido su virilidad? ¿Se hubiesen muerto acaso? ¡Ésa no es la verdad! ¡Me mientes!
—Los partos amenazan esta vez seriamente a Armenia. Nosotros tenemos que defenderla. Lo más probable es que tengamos que enfrentarnos a los partos en los campos de batalla. La gente murmura, dice que la dirección de una guerra no es cosa de hembras y que yo no estaré a la altura de las circunstancias porque me encuentro bajo la férula de una mujer.
—¿Conque esas estupideces dicen? Si no llega a ser por su esposa Fulvia, tu tatarabuelo Marco Antonio hubiese sido derrotado ya al principio de las guerras civiles. Y sin tu abuela Agripina, mi madre, Roma hubiese perdido cuatro legiones en los pantanos de los Puentes Largos. Y sin mí, para que te enteres, no estarías recibiendo embajadores y prohibiéndome sentarte a tu lado.
—No te he prohibido nada, mamá. Simplemente seguí los consejos de Séneca, y él no hizo más que doblegarse al sentir de la mayoría. Creyeron que, a los ojos de los armenios, daría muy mala impresión que estuvieses junto a mí, deliberando sobre la paz y la guerra. Eso fue todo. Un mero formalismo, nada más. Una simple cuestión de protocolo. No quisimos herir susceptibilidades.
—Pues heristeis las mías. ¡Buenas noches, hijo!
Tardé meses en comprender que me estaba mintiendo. Ése ha sido siempre mi defecto: ser demasiado confiada. De lo que sí me di cuenta pronto fue de que se rebelaba contra mí. Cuanto más se acercaba su decimoctavo cumpleaños, tanto más cambiaba su carácter. Se tornó cada vez más arrogante y engreído, más extravagante y derrochador.
Cuando se encaprichaba con una persona, todo le parecía poco para agasajarla. De niño le regalé un esclavo griego, un joven culto y apuesto, para que le acompañara y le guiara en sus juegos. Luego mi hijo le otorgó la libertad. Y cuando llegó a emperador, no conforme con nombrarle ministro de relaciones exteriores, abrigó el propósito de hacerle un donativo en metálico de diez millones de sestercios.
Cuando me enteré de que pensaba donar esa suma astronómica a un liberto, creí enloquecer de rabia y angustia. El derroche es la forma más eficaz que tiene un gobernante para perder el favor popular y cavarse su propia tumba.
Ordené que me trajesen a mi despecho diez millones de sestercios en monedas de plata y oro y que los amontonasen en medio del aposento. Luego mandé llamar a mi hijo.
—¿Qué deseas de mí, mamá? —me preguntó al entrar, para añadir en tono jocoso al fijarse en los sacos—: ¡Caramba, mamá! ¿Es que piensas irte de compras a los Saepta?
—Sí, hijo mío, en eso mismo estaba pensando. Por eso pedí que me trajeran esa calderilla. ¿Sabes cuánto dinero hay en ese montón?
—¿Qué preguntas haces, mamá? ¿Cómo quieres que yo lo sepa? No me ocupo de tales trivialidades.
—Pues esta trivialidad que ves aquí representa nada menos que diez millones de sestercios. ¡La cantidad que quieres regalar a Doríforo!
Lo que más me anonadó fue que mi hijo no pensó la respuesta dos veces, no titubeó ni un instante. Puso cara de asombro, luego de consternación, y al fin exclamó:
—¡Por las alas de Mercurio, cuan poco es! Diré inmediatamente a mi tesorero que lo doble.