Capítulo 25

Si festejé mi trigesimonono cumpleaños creyéndome la soberana de Roma, no llegaría a celebrar el cuadragésimo pensando que lo era. En algún momento de aquel año glorioso y funesto del cincuenta y cinco recibí una puñalada en la espalda y comenzó mi agonía. Me parece que fue hacia finales del año, pero no podría precisar exactamente cuándo. Sospecho que fue mi hijo quien me la asestó, pero tampoco estoy segura de ello. Ni sé siquiera si en realidad todo fue culpa mía. Tampoco puedo especificar cuáles fueron los errores que cometí. Aunque los intuyo. Quizás el único error sea yo.

¿Cuántas veces habré repasado los sucesos de aquel año buscando los errores que tenía que haber evitado? ¿O me equivoqué en todo lo que perseguí? ¿No me lanzaría en realidad en pos de una quimera? ¿No era mi sino estrellarme, darme de bruces, romperme la cabeza contra los sólidos muros del prejuicio?

El primer gran escollo al que me enfrenté aquel año y que no tuve más remedio que capear fue totalmente ridículo, y sin embargo, insalvable. Fui a toparme con un ente intangible, etéreo, inconcreto, pero sólido como una montaña. ¿No querría, en mi alocada insensatez, destruir los cimientos mismos de nuestra sociedad?

¡Ay, madre, qué razón tenías al llamarme terca y decir que yo sería la tercera Julia! ¿Acabaré como mi tía y mi abuela?

Yo era la soberana de Roma. Mi hijo me obedecía. Yo nombraba gobernadores de provincias, otorgaba a los generales el mando de las legiones, quitaba y ponía reyes en nuestros estados vasallos y designaba ministros, prefectos y pretores.

Senadores y caballeros, oficiales y comerciantes, delegados de provincias y monarcas de remotos reinos, todos acudían a verme por las mañanas para solicitar mis favores y recibir de mí el saludo. Me rendían pleitesía, se arrodillaban ante mí para besarme la mano.

En monedas, en estatuas, en frisos y camafeos, en leyes y ordenanzas, en todos los medios de propaganda a mi alcance proclamaba a los cuatro vientos que yo era la soberana absoluta del Imperio.

Y sin embargo, ni siquiera podía poner los pies en el edificio del Senado. Hasta los muertos se hubiesen retorcido en sus tumbas. La maldición divina hubiese caído sobre Roma. Hubiese sido terrible sacrilegio que una mujer hollase con las plantas de sus pies ese recinto sagrado donde los hombres hacían libaciones a la diosa Victoria y empleaban la mayor parte de su tiempo en discutir y legislar sobre asuntos religiosos. Jamás mujer alguna había pisado la curia romana.

Avanzaba por la ciudad conducida en litera, precedida de lictores y escoltada por germanos y pretorianos. Tenía poder de vida y muerte sobre cualquier ciudadano que se interpusiese en mi camino, pero no podía entrar en un vulgar edificio de piedra que había mandado construir un tatarabuelo mío porque se suponía que lo profanaba. Creaba y destituía reyes, pero no podía introducir un pie en el umbral del Senado.

—Entiéndelo, Agripina —me dijo Séneca—, no puedes asistir a las deliberaciones del Senado. Quedaría trastocado el orden natural de las cosas. Sería como si el sol decidiese ponerse al mediodía.

Recordé entonces la solución que había encontrado para mí mi hermano Gayo y dispuse que a partir de entonces el Senado se reuniera en el Palatino, en uno de los salones del palacio. Mandé construir una puerta trasera, que me permitía entrar y salir a mi antojo y sentarme en un sillón a escuchar detrás de unos gruesos cortinones.

Las leyes no escritas me prohibían entrar en la curia, pero podía obligar a los senadores a subir a la colina del Palatino a reunirse en mi propia casa, donde los vigilaba y tomaba buena nota de todo cuanto decían. Y eso, por lo visto, 110 era trastocar el orden natural de las cosas.

Sin embargo, me daba rabia tener que ocultarme cuando era un secreto a voces que yo estaba allí presente. Y más rabia me daba todavía saber que era mi sexo lo que me obligaba a no dejarme ver, a espiar furtivamente como un criminal nocturno. No era mi personalidad, era mi vagina la que me convertía en rata de cloaca. Sentía que conmigo se escondían detrás de unas telas todas las mujeres del Imperio romano. Me sentía tan impotente como cuando de niña preguntaba a mi madre:

—¿Por qué no puedo vestirme de militar como mi hermano Gayo?

El día trece de enero, cuando aún le faltaba un mes para cumplir los catorce años, murió Británico. Falleció durante las celebraciones del día consagrado a Júpiter, cuando se conmemora el supuesto restablecimiento de la República por mi bisabuelo Augusto. Expiró en el teatro Pompeyo, sin que nos diésemos cuenta. Exhaló su último suspiro entre una música ruidosa y alegre y el espectáculo de bailarinas desnudándose. Quizás le diese su último ataque epiléptico mientras las jóvenes danzaban en torno al altar de Baco, a la par que iban despojándose del único velo que las cubría. El estruendo de la orquesta acallaría su estertor.

Cuando advertimos su muerte observamos que su cuerpo se había puesto negro. Los médicos nos explicaron que le había dado una forma tetanoide de epilepsia que provoca el oscurecimiento de la piel.

No me entristeció la muerte de aquel niño que siempre fue para mí un extraño. Tampoco di mayor importancia al hecho de que muriera en medio de un ambiente festivo y sin que nos diésemos cuenta. Sin embargo, hoy en día, mirando aquello retrospectivamente, no puedo menos de llegar a la conclusión de que la tragedia de Británico fue el presagio funesto con el que los dioses quisieron revelarme cuál sería mi destino.

No pude captar ese mensaje en aquellos días, pues me encontraba en la cima de mi gloria, ejerciendo un poder que jamás tuvo mujer alguna en toda la historia de Roma ni creo que vuelva a tenerlo.

Quizás de todo haya tenido la culpa aquella maldita liberta de mi tío Claudio. Provenía del Oriente, de esas tierras sensuales donde la voluptuosidad está por encima del raciocinio. Era una belleza exótica, de larga cabellera de ébano, ojos grandes y profundos, ligeramente rasgados, pestañas como abanicos, labios carnosos, nariz algo aguileña pero casi perfecta, rostro ovalado y esa expresión típica de la hembra dispuesta a irse con el primer hombre a la cama.

La conocí cuando era esclava. Daba masajes a Claudio y fue durante un tiempo su barragana. Luego se la regaló a Octavia para que le hiciese compañía, y la niña se encariñó con ella y logró de Claudio que le concediera la libertad. Hubiese hecho mejor en enviarla a trabajar al campo, a cuidar cerdos.

Precisamente de aquella mujerzuela tuvo que enamorarse perdidamente mi hijo. De buenas a primeras tenía a una esclava por rival y a una liberta por nuera.

Tardé mucho en enterarme de aquella relación. Por eso no pude atajarla.

Y todo por culpa de Séneca, que sirvió al niño de confidente y alcahuete. Séneca pidió a un familiar suyo, Anneo Sereno, a quien yo había nombrado prefecto del cuerpo de vigilantes nocturnos, que se hiciese pasar por querido de Acte y pusiese su casa a disposición de los dos amantes. Con ello se justificaban de paso los regalos principescos que hacía mi hijo a esa desvergonzada.

No me hubiese enterado de no haber tenido a mi servicio un equipo bien organizado de informantes. Cuando me explicaron que no se trataba únicamente de una aventurilla pasajera, sino de un romance en toda regla, me puse echa una fiera. Decidí intervenir.

Comoquiera que los encuentros de mi hijo con esa puerca se regían por un ritual de precisión matemática, no me fue difícil sorprenderlos cuando salían abrazados como dos tortolitos de la mansión de Anneo Sereno.

Aunque me repetí una y otra vez para mis adentros que no podía montar un espectáculo en plena calle, ver a mi hijo así, sobándose con esa ramera, fue superior a mis fuerzas. No pude contenerme, me fui hacia ellos y propiné un sonoro bofetón a la liberta con tal violencia que creí haberme partido los huesos de la mano.

La dejé llorando como una plañidera en el soportal y obligué a mi hijo a subirse a mi litera. No le dirigí la palabra durante todo el trayecto. Me limité a fulminarlo con la mirada para que se diese cuenta de lo disgustada que estaba.

Ya en palacio, me encerré con él en su despacho. Le hice apoltronarse en un sillón y me puse a dar zancadas de un extremo al otro del aposento. Estaba demasiado nerviosa como para poder sentarme.

—¿Puedes explicármelo? —le pregunté al cabo de un rato.

—¿El qué?

—¿Cómo que el qué? ¡Tu relación con esa puta liberta!

—No la llames así, mamá.

—¿Y cómo quieres que la llame? Te explota. Lo sé. Me he enterado. Tengo quien me informa. No se me escapa nada. Y sé que esa mujer es peor que una ramera. No te quiere. Quiere tus regalos. No te quepa de eso la menor duda.

—No dirías tales cosas de ella si la conocieses. Es más, estoy seguro de que te gustaría. Tiene grandes cualidades.

—¡Por todas las divinidades infernales! ¿Que yo haya tenido que nacer para escuchar esto? ¿Para eso traje a un hijo al mundo? ¿Para eso lo convertí en emperador? ¿Qué pretendes de mí, mentecato, venderme ahora a esa furcia como nuera? ¿Es así como quieres fundar una dinastía?

—Con Acte no pienso en esas cosas mundanas. Nos amamos, simplemente.

—¿He oído bien? ¿Te has enamorado de una mujer a la que conocí esclava?

—Sí, mamá. Para qué te lo voy a ocultar si ya lo has descubierto. Séneca me ha enseñado que ser esclavo puede ocurrirle a cualquiera. El mismo Platón fue esclavo. Me consta que Acte es de noble cuna. Las diosas que gobiernan los hilos del destino no le fueron favorables.

—A quien no van a ser favorables es a ti como sigas por ese camino. No te comportas como un príncipe, como el amo del imperio más poderoso de todo el orbe conocido. A veces te comportas como un auténtico payaso de feria. Pero ¿es que no te miras en el espejo? ¡Esas greñas tuyas me sacan de quicio!

—Es un peinado griego, mamá. Alejandro Magno llevaba incluso el pelo más largo.

—¡Ya te gustaría a ti parecerte en algo a Alejandro Magno! ¿Es en eso en lo único que pretendes emularle, en el tamaño de tus pelambreras? Por buen camino vas. Te auguro un final trágico, hijo mío, trágico y funesto.

»Y en lo que respecta a esa mujer, ¡se acabó! No quiero que la vuelvas a ver.

—Me pides lo imposible, mamá. Estoy enamorado.

—¡El niño está enamorado! ¿Qué quieres, hijo, que vaya corriendo por palacio gritando: «¡El mozo está enamorado!»? ¿Quieres que mandemos a los pregoneros a difundir la buena nueva por toda Roma? «¡Escuchad, romanos, vuestro emperador piensa contraer matrimonio con una liberta!». ¿Es eso lo que quieres que pregonen? ¿Quieres que publiquemos mañana la noticia en el Acta Diurna? «Nerón Claudio César VI anuncia su compromiso con una esclava asiática».

—No te burles, mamá. Quiero a esa mujer.

—¡Déjate de sandeces! ¡No la volverás a ver! ¡Te lo prometo!

Mi hijo enrojeció de repente, se levantó del sillón y se acercó a mí amenazándome, con el índice de su diestra.

—¡Cuidado, mamá! ¡Cuidado con tocarle un solo pelo! Por lo demás, lo he pensado muy bien. Si te opones a esa relación, me casaré con Acte y nos iremos al Asia, a Siria o a la Arabia Feliz. No necesito nada, puedo vivir de aedo, cantando de pueblo en pueblo. No he pedido ser emperador. Nunca quise serlo. ¡Nunca! ¿Te enteras? Me veo interpretando un papel que no es el mío. ¡Quiero que me dejes en paz! ¡No sigas decidiendo tú lo que es bueno para mí!

Me quedé petrificada. Toda una vida de sacrificios se convertía en polvo por los caprichos de un mozalbete. Después de tanto luchar, ¿iban a resultar vanos todos mis esfuerzos?

Sobre el escritorio había una fusta. La empuñé y le crucé con ella por dos veces la cara. De sus mejillas empezó a chorrear sangre.

Mi hijo se tapó las heridas con las palmas de sus manos y se precipitó hacia la puerta.

—¡No me volverás a ver, mamá! ¡Te lo juro!

Corrí hacia él, me abracé a su cuerpo y me eché a llorar. Lo llevé luego hasta un diván y tomé asiento a su lado. Me quedé aferrada a él, gimiendo convulsivamente sobre su hombro. Le contemplé luego las heridas y me saqué un pañuelo para limpiarle la sangre. Le besé en las mejillas mientras temblores y escalofríos me sacudían el cuerpo.

—¡Perdóname, Nerón mío, perdóname! No sé cómo he podido hacerte esto. Disculpa también mis palabras. No fue mi intención herirte. Me pongo así porque te quiero más que a nada en este mundo, más que a mi propia vida. Tú eres lo único que tengo. Sin ti me moriría.

Advertí entonces que por las mejillas de mi hijo se deslizaban dos gruesos lagrimones. Y de repente se levantó bruscamente, se fue a un rincón del despacho, apoyó la frente contra la pared, se cubrió la cabeza con los brazos y se echó a llorar. Ahora era su cuerpo el que temblaba. Su llanto, rezumante de amargura, fue aumentando en intensidad hasta convertirse en violentos sollozos entrecortados.

Estaba desconcertada. No sabía cómo reaccionar. Me veía impotente y presa de una tristeza infinita. Me acerqué a consolar a mi hijo, pero éste me dijo entre gemidos: —¡Déjame, mamá! ¡Déjame, te lo ruego! Di media vuelta y salí de puntillas de la habitación.