Capítulo 24

Calificaba mi abuela paterna a su hijo Claudio de «monstruo humano, 110 acabado por la naturaleza, sino únicamente abortado», y me consta que solía repetir esa frase a toda persona dispuesta a escucharla. Cuando quería tachar a alguien de necio, decía que era «más tonto que su hijo Claudio». Su abuela Livia lo despreciaba hasta tal punto que solamente por carta se comunicaba con él. Mi bisabuelo Augusto no sabía exactamente a qué atenerse con mi tío Claudio. Unas veces quería ocultarlo a la mirada de los hombres, otras se inclinaba por otorgarle algún cargo en el gobierno, pero las más optaba por pedir consejo a su esposa, que siempre le aconsejaba que «escondiera al mamarracho». Conservo esas cartas y he de confesarme que me da escalofrío leerlas. Solo mi hermano Gayo llegó a tomarlo en serio y hasta le confió una magistratura importante, pero acabó burlándose de él y ridiculizándolo.

A mí me pasaba lo que a mi bisabuelo Augusto: no sabía qué pensar de él. Unas veces me infundía lástima, otras admiración y respeto, pero las más me daba asco, me producía una honda repugnancia.

Estar sentada a la mesa con él era un auténtico martirio. Engullía con gran avidez, se atiborraba de un modo asombroso y tenía la mala costumbre de soplar para enfriar los alimentos.

Para colmo se aficionó a presenciar ejecuciones mientras comía. Los que le rodeábamos sabíamos siempre que tendríamos que sazonar nuestros manjares con los gritos y la sangre de los condenados cuando entraban unos esclavos ricamente ataviados y se llevaban la estatua del divino Augusto. Era un gesto de delicadeza, según Claudio, para no tener que cubrirle la cabeza con un velo y mantenérsela tapada durante tanto tiempo. A las demás estatuas, incluso las de los dioses, se les echaba simplemente un paño por encima para que no viesen las ejecuciones.

Jamás se le ocurrió pensar que nosotros quizás también hubiésemos agradecido que nos vendasen los ojos y nos taponasen los oídos.

Una vez le pregunté qué placer encontraba en asistir a torturas y suplicios. Me contestó airado:

—Porque me alivia más la migraña que las descargas eléctricas que me suministra en las sienes Escribano con ese maldito pez torpedo.

Cada vez que presidía un juicio y dictaba una condena capital exigía que la sentencia se ejecutase en el acto y en su presencia. Experimentaba un placer morboso con el sufrimiento de los demás. Sentía una especial predilección por las formas arcaicas de dar muerte. Las buscaba y rebuscaba en los textos antiguos y ordenaba aplicarlas. Así desempolvó la pena antigua para los parricidas. Creo que durante el principado de mi tío Claudio fueron cosidos en un saco más parricidas que en todos los siglos anteriores juntos. La gente decía que acabarían terminándose en Roma las serpientes, los perros y los gatos de tantos que se metían en los sacos junto con los condenados para luego arrojarlos al Tíber.

Cuando enviaba a alguien a morir devorado por las bestias, aconsejaba siempre que no se utilizasen osos, ni tigres, ni leones, ni otros animales grandes, sino pequeños animales salvajes, pues eran éstos los que más mortificaban a los condenados.

Muchas veces no venía a cenar con nosotros porque se quedaba junto al río o en el anfiteatro contemplando el suplicio de los sentenciados a muerte. Si era necesario esperar a un verdugo que tenía que venir de un lugar alejado para llevar a cabo un tormento particularmente cruel y refinado, Claudio esperaba las horas que fuesen necesarias.

Cuando había que dar muerte a una mujer, Claudio se inclinaba siempre por la representación de la leyenda de Parsifae. Incluso nos hacía presenciar ese suplicio durante la cena. Al parecer, le abría el apetito.

Tiemblo cada vez que recuerdo aquellas cenas. Traían a rastras a la desdichada, le restregaban en la vagina sangre de una vaca en celo, le echaban por encima una piel de vaca y luego le azuzaban a un toro para que la montase. La mujer moría desgarrada.

Siempre que Claudio me obligaba a presenciar ese suplicio tenía pesadillas por las noches. Me recordaba mi propia desfloración en mi noche nupcial.

No era un hombre precisamente agradable mi tío Claudio. Cuando no estaba comiendo o asistiendo a ejecuciones se pasaba las horas muertas jugando a los dados. Acabó olvidando sus estudios por completo.

Sin embargo, me sentí huérfana cuando murió. Simplemente, no pude creerlo. De alguna forma no consciente intuiría que su muerte anunciaba también mi inminente caída. Y hoy en día, al evocar el pasado, he de reconocer que al irse él empecé a desaparecer yo. No sé si me quedará mucho tiempo de vida en esta tierra. A veces presiento mi final.

Jamás olvidaré el instante de su fallecimiento. Nos encontrábamos celebrando un banquete. Claudio, como de costumbre, había comido y bebido más de la cuenta. Quizás ese día mucho más de lo habitual, pues Escribano, su médico de cabecera, lo contemplaba con expresión de honda preocupación y me echaba de vez en cuando unas miradas insinuantes cargadas de reproches. Parecía exigirme que hiciese algo, que detuviese aquella especie de suicidio gastronómico, como si hubiese habido fuerza humana en el mundo capaz de poner freno a la glotonería de Claudio.

Ese día no hubo ejecuciones, pero mi tío había hecho traer para amenizar la cena una de esas orquestas modernas que yo tanto odio y en la que con frecuencia el número de músicos supera en mucho al de espectadores. Aquellos acordes multiplicados me alteraban. Nunca llegaré a entender por qué un centenar de laúdes han de sonar mejor que uno.

De repente, en medio de aquella algarabía infernal, un grito agudo hizo que a muchos se nos helase la sangre en las venas. Al instante vi a Claudio revolcándose por el suelo, mientras se sujetaba la barriga con ambas manos. Expiró dando unos alaridos horribles.

Según me explicaron después los médicos, la úlcera le había perforado la pared del estómago y su contenido, al expandirse por el interior del cuerpo, había envenenado, corroído y abrasado los órganos vitales. Sus sufrimientos tuvieron que ser espantosos.

Inmediatamente se produjo el caos. Británico chillaba como si lo estuviesen matando. Quizás pensó que habían envenenado a su padre, al igual que lo pensarían no solo su catador y los sirvientes que le atendían, sino también los militares encargados de su custodia. Todas esas personas temerían ahora por sus vidas y actuaban de un modo totalmente irracional, tan falto de lógica y absurdo como era también el modo de comportarse de nuestros invitados, quienes, presas del pánico, se levantaron de los triclinios con la intención de salir a toda prisa del palacio. Tuve la impresión de que todos corrían de un lado para otro, como las hormigas cuando se introduce un palo en su nido.

Era la noche del doce de octubre del año cincuenta y cuatro. En medio de aquella histeria generalizada me puse a impartir órdenes para tratar de dirigir una situación que parecía ingobernable. Ante todo mandé que se cerraran todas las puertas que daban al exterior. Prohibí terminantemente que saliera nadie del palacio, bajo pena de muerte. La noticia no podía trascender aún. Nada teníamos preparado.

¡Cómo me maldije por mi inadvertencia! ¿Había pensado acaso que Claudio sería inmortal como los dioses del Olimpo? Su muerte me pilló completamente desprevenida. Había planificado con todo detalle cada paso que daba en el camino que conduciría a mi hijo al poder, no había dejado nada al azar, en todo había pensado, en todo menos en la muerte de mi tío Claudio.

Creí por momentos que los años junto a Claudio habían hecho que me contagiase de sus miedos y su angustia paranoica. De pronto no vi más que enemigos por todas partes. Por doquier acechaba un peligro. Estaban nuestros primos, los Silanos, también tataranietos del divino Augusto, esperando la primera oportunidad para hacerse con el poder. Había patricios de alta alcurnia que no se sentían en modo alguno inferiores a los Julio Claudios y que tenían grandes posibilidades de acceder al principado.

No estaba segura de cómo reaccionaría el Senado. Quizás se inclinase esta vez por restablecer definitivamente la República y devolver a los optimates sus viejos privilegios. Tampoco sabía qué haría el pueblo, pues las masas son volubles y otorgan sus favores al mejor postor, como una ramera.

Y lo que más me martirizaba: ¿qué postura adoptaría la guardia pretoriana? ¿Nos serían fieles, a mí y a mi hijo, o se inclinarían por acatar la legalidad y se mantendrían a la espera de lo que dispusiera el Senado?

Pese a la arbitrariedad imperante desde que tomó el poder mi bisabuelo Augusto, un emperador no se proclamaba de buenas a primeras, no era como enviar un pregonero a la calle para que diese a conocer un bando ni como ir por Roma vendiendo pescado. El Senado tenía que aprobar una ordenanza para poder convocar comicios, en los que se aprobaría una ley que luego ratificarían los senadores. Eran meses de procedimientos burocráticos. Dos como mínimo. ¿Cuántas cosas podían ocurrir en solo dos meses?

Hubo un instante en que creí perder los nervios.

Llamé a Afranio Burro y le ordené que se fuese inmediatamente al cuartel de los pretorianos a recabar su apoyo. Luego me encerré en un salón con mi hijo y con Séneca.

—No podemos perder ni un segundo —les dije—. Ya he enviado a Burro a parlamentar con los pretorianos. Estoy convencida de que nos apoyarán. Mañana tendrá que presentarse Nerón ante los pretorianos y luego tendrá que comparecer ante el Senado. Hay que preparar esos dos discursos. Mañana será tu estreno, hijo mío, que los dioses te acompañen. Séneca redactará los discursos y tú te los aprenderás de memoria. Espero que ahora sirvan para algo tus aficiones histriónicas. Tienes que desempeñar tu papel como un buen actor. ¡Os ponéis a trabajar inmediatamente! No podemos quedarnos de brazos cruzados mientras esperamos las noticias de Burro. Me temo que esta noche no dormiremos.

Volví al salón a acabar de poner orden. Mandé arreglar dormitorios para que los invitados pasasen allí la noche y encargué a varias personas de consolar a Octavia y Británico.

Tras solucionar rápidamente aquellas menudencias, me puse a dictar las cartas que enviaríamos inmediatamente a los gobernadores provinciales y a los legados de las legiones, informándoles de quién era su nuevo emperador.

Sumida en ese trabajo se presentó Burro.

—¿A qué acuerdo habéis llegado? —le pregunté.

—Titubean un poco.

—¿Cómo que titubean? ¿Qué demonios quieren? ¿Por qué • vacilan?

—Sospecho que en el fondo se trata únicamente de una cuestión de dinero. De dinero y privilegios. De momento lo crucial parece ser la cantidad que recibirá cada pretoriano. Me repitieron varias veces que Claudio repartió quince mil sestercios por barba. Pienso que quieren más. Eso es todo.

—Y si eso es todo, ¿por qué no les ofreciste veinte mil y diez veces más para la oficialidad? En cuanto a los privilegios, les podías haber rebajado los años de servicio y aumentado la renta por jubilación.

—Para eso tenía que hablar contigo.

—Pero ¡por los dioses inmortales, Burro!, ¿qué importa ahora el dinero? Lo único que cuenta en estos momentos son las espadas. Vuelve inmediatamente y asegúrate el apoyo de los pretorianos. Necesitamos su respaldo antes de hablar con el Senado. Y algo más: envía un emisario a Ostia y haz que vengan a Roma los soldados de la flota de Miseno que se encuentran en el puerto. Creo que hay unos cuantos barcos anclados.

—¿No exageras un poco, Agripina? En la ciudad tenemos doce cohortes. Son doce mil hombres. ¿Para qué necesitamos dos o tres mil marineros más?

—¿Y cuántas legiones hay esparcidas por el Imperio? ¿No son veinticinco? ¿Contamos acaso con ellas? Son esas legiones, a fin de cuentas, las únicas que deciden.

—Esta vez exageras, Agripina. Desde que existe el principado solo hemos conocido una rebelión, la de Panonia contra Claudio. No creo en modo alguno que nuestras legiones se opongan a lo que se decida en Roma.

—Pues precisamente por eso todas las medidas son pocas para asegurarnos Roma. Cuando los senadores vean no solo a las cohortes pretorianas, sino también a la infantería de marina dando su apoyo a Nerón, ¿quién se va a atrever a alzar su voz contra él? Cuanto más presionemos a esos aristócratas, tanto mejor. En su mayoría son un hatajo de cobardes, pero también hay locos dispuestos a sacrificarse por peregrinos principios. Y ahora, ¡vete, Afranio, quiero el apoyo de las cohortes! ¡Y no te olvides de Ostia!

—No te preocupes. Me obedecerán. Acatarán mis órdenes.

—Sí, pero gracias a mi dinero.

Seguí preparando la correspondencia, me entrevisté con algunos senadores y oficiales amigos que había hecho venir a palacio y me acerqué de vez en cuando a ver qué progresos hacían mi hijo y su maestro.

Como siempre, los discursos de Séneca eran incisivos, claros y persuasivos. En realidad, a nadie íbamos a engañar, pues todo el mundo sabía que Séneca hablaba por boca de mi hijo cada vez que éste pronunciaba un discurso en el Senado. Decían las malas lenguas que el maestro utilizaba al discípulo para lucirse y acrecentar su fama.

El discurso que pronunciaría ante los pretorianos era marcial y profundamente patriótico, estaba también lleno de promesas. El destinado a los senadores se caracterizaba por la tolerancia, la condescendencia y el respeto por la moral y las tradiciones seculares. En él se prometía el advenimiento de una nueva era en la que el Senado recuperaría todas las prerrogativas perdidas.

Al mediodía del trece de octubre del año cincuenta y cuatro, fecha oficial del fallecimiento de Claudio, ordené abrir las puertas del palacio. Al pie de la escalinata esperaba la cohorte de guardia.

Vestido de militar, colgando de sus hombros el paludamento triunfal, mi hijo apareció en compañía de Afranio Burro. Era un joven apuesto, esbelto y de una belleza poco común, no la bestia corpulenta en que habría de convertirse en poco tiempo.

A una señal de Burro, los soldados le dieron vivas, hicieron chocar sus espinilleras contra los escudos y lo aclamaron emperador. Luego lo introdujeron en una litera, se la echaron al hombro y se alejaron a paso ligero hacia el cuartel del pretorio. Allí, entre discursos, brindis y festejos, se pasó buena parte del día.

A eso del anochecer se dirigió mi hijo al edificio de la curia Julia, donde los senadores lo esperaban desde las primeras horas de la mañana, pues, pese a todas mis precauciones, se había corrido la voz sobre el fallecimiento de Claudio.

Llevaba mi hijo por escolta un escuadrón de la caballería germana, varias cohortes pretorianas y un destacamento de la marina de guerra, amén de la certeza de que atrás, en el cuartel del pretorio, esperaban a una orden suya unos diez mil hombres fuertemente armados, entre infantes de marina y veteranos pretorianos.

Adustos y rígidos, con el aire de majestad propio de quienes han regido durante siglos los destinos de Roma y se mantienen engañados en la creencia de que aún los dirigían, los senadores bebieron más que escucharon las palabras de mi hijo. Había comenzado su discurso en medio de un silencio sepulcral y cada vez que hacía una pausa no se oía ni el más leve carraspeo. Mi hijo hablo durante horas seguidas. Séneca había calculado sabiamente la extensión de su alocución al Senado con el fin de que los senadores apenas tuviesen tiempo de pronunciar precipitadamente alguna que otra alabanza. Finalmente acordaron reunirse después de los funerales de Claudio. Nuestro golpe de Estado estaba consumado. No nos había costado más que un montón de nervios.

Pasada la medianoche me reuní con Séneca, Burro y mi hijo en un saloncito del palacio para tomar un refrigerio y comentar la jornada. Llevábamos más de veinticuatro horas sin dormir, no habíamos comido nada desde la noche anterior y se había apoderado de nosotros esa alteración de los nervios y los sentidos que provoca la vigilia acompañada de la actividad febril en medio de un peligro.

Brindamos con un buen vino de Palermo, apuramos unas cuantas copas seguidas, nos miramos a la cara con aire de complicidad, con el destello del triunfo reflejado en los ojos, y de repente, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, soltamos al unísono la carcajada y nos abrazamos los cuatro a la vez.

Ante el alivio que produce siempre el contacto humano, sobre todo de los seres queridos, nuestros cuerpos se relajaron y fueron fácil presa de un ataque de hilaridad. Cada uno de nosotros se estremecía de risa y contagiaba con su risa a los demás.

Precisamente en esos momentos se abrió la puerta del salón y apareció Británico en el umbral. Aún tengo clavada en mi mente la imagen de sus ojos aterrorizados.

El niño se escabulló como una alimaña perseguida, y cuando pude reaccionar y me precipité en su búsqueda, Británico ya se había perdido por los pasillos del palacio.

Creo que fue esa noche y a raíz de ese suceso cuando surgió la leyenda de que habíamos envenenado a Claudio. Británico se iría corriendo a ver a su mejor amigo, que ese día también se había quedado en palacio. Nunca me gustó el joven Tito, me recordaba a su padre Flavio Vespasiano, oscuro militar de provincias, hombre tosco y rastrero, el granuja que propuso al Senado que no fuesen enterrados los restos de Getúlico y de mi amante Lèpido, sino que fuesen esparcidos por los montes para que no quedase memoria de ellos. Aquella vileza le valió ser invitado a cenar por mi hermano Gayo… y también caer en desgracia cuando yo me casé con Claudio. Sin embargo, en nada le perjudiqué. No sé por qué no lo mandé ejecutar. Podía haberme parecido un poquito más a mi hermano Gayo.

Velamos a Claudio los cinco días de rigor en que todo cadáver ha de estar expuesto de cuerpo presente y lo incineramos el día dieciocho de octubre en el Campo de Marte.

Afirmaron los entendidos que jamás había presenciado Roma un cortejo fúnebre tan fastuoso como el de Claudio.

Un centenar de músicos encabezó la procesión. Los flautistas, los trompeteros y los tamborileros interpretaron una bellísima marcha fúnebre de la que más tarde me enteré de que había sido compuesta por mi hijo. Tenía por fondo una melodía tristísima, que ocasionalmente se convertía en un lamento agudo que iba creciendo cada vez más hasta estallar en un grito desgarrador.

Seguía a los músicos el habitual tropel de plañideras, que emitían sus histéricos lamentos y entonaban tristes letanías alusivas al difunto emperador.

Detrás iba el conjunto heterogéneo de bailarines, que ejecutaban las más variadas danzas, y de los actores que imitaban al fallecido. Uno de ellos, con la mascarilla mortuoria de Claudio tapándole la cara, hacía chistes, generalmente obscenos, sobre el desaparecido emperador.

Marchaban detrás, marcando el paso, los magistrados electos de ese año, llevando sobre sus hombros las andas con la estatua de cera de Claudio, ataviado con la vestimenta triunfal.

Les seguían los senadores de mayor rango, llevando igualmente en andas otra estatua de cera idéntica a la anterior.

Una tercera estatua, igual a las anteriores, era conducida en un carro triunfal, que encabezaba el desfile interminable de carromatos en los que iba una multitud de actores enmascarados con los moldes de cera de los rostros de los antepasados.

Venía a continuación la larga fila de carretas con trípodes que sostenían las enormes pinturas en las que se mostraban los hechos y hazañas del muerto. Prácticamente se podía seguir en ellas toda la conquista de Britania, desde el desembarco en sus costas hasta la pacificación de los últimos reductos de resistencia.

Avanzaba finalmente la carroza negra, tirada por una cuadriga de corceles blancos como la nieve, que transportaba el catafalco de mármol en forma de diván que albergaba el ataúd de oro y marfil donde reposaba el cuerpo de Claudio.

Y detrás sus deudos y allegados.

Llegamos al Foro e hicimos alto ante la tribuna de los oradores. En ella colocaron el féretro, elevando la cabecera para que se pudiese contemplar al muerto, y tomaron asiento los actores con las mascarillas de los antepasados.

El espectáculo era fantasmal. Parecía que los muertos habían resucitado para venir a enterrar a su descendiente y llevárselo con ellos a los infiernos.

Mi hijo subió entonces a la tribuna y pronunció el elogio fúnebre.

Su discurso, como todos los de Séneca, fue un auténtico derroche de elocuencia, un ejemplo de lo mejor de la oratoria romana. Mas, cuando mi hijo afirmó de Claudio que había sido «un hombre sabio y previsor», todos los presentes soltaron la carcajada. Aun hoy en día no sé si Séneca introdujo esa frase a propósito para hacer reír a la gente.

Cuando mi hijo acabó el discurso, subieron a la tribuna algunos de los cómicos que imitaban a Claudio. El que llevaba puesta su mascarilla de cera ordenó en tono imperioso a un tribuno militar:

—¡Corre a dar muerte a Mesalina y tráeme su cabeza!

—Pero, mi excelso príncipe —le dijo el cómico que hacía de secretario—, si Mesalina lleva exactamente seis años muerta.

—Pues ya lo había olvidado —respondió el falso Claudio.

Cuando se disipó el estruendo de las carcajadas, preguntó el secretario:

—¿Deseáis algo más, augusto príncipe?

—Sí, que me traigan inmediatamente algo de comer. Me muero de hambre.

—Pero, mi divino príncipe, no os morís, es que ya estáis muerto.

—¡Demonios!, pues también lo había olvidado. Mejor será que me incineréis de una vez.

Los músicos entonaron entonces una marcha festiva y todos nos dirigimos hacia el Campo de Marte, donde ya estaba alzada la pira.

Dijeron luego los cronistas que jamás en toda la historia de Roma se había visto una pira tan enorme y lujosa. Tenía cuatro pisos escalonados y la altura de un edificio de cinco. Para poder elevar el catafalco hasta la cima de la pira tuvimos que contratar los servicios de una compañía constructora, cuyos operarios alzaron a Claudio con una grúa.

Llamamos en voz alta a Claudio por tres veces, mi hijo se encargó de darle el último beso y cerrarle los párpados y los centuriones de la guardia pretoriana encendieron la pira.

A los seis días de la incineración trasladamos sus restos al mausoleo de Augusto. Cuando se iba a decretar el luto público impuse mi criterio: en el caso de Augusto fue de seis días para los hombres y de un año para las mujeres, yo decidí que lo dejásemos en cinco días para ambos sexos. De sobra sabía que mi tío no había sido popular y no quería abusar de la paciencia de mis conciudadanos.

Al día siguiente de los funerales, el diecinueve de octubre, mi hijo se presentó ante el Senado, donde expuso su programa de gobierno y los principios por los que se regiría. Tras haber satisfecho hasta los más atrevidos deseos de los senadores, mi hijo, como prueba de amor filial, pidió que se divinizase a Claudio.

Mi tío Claudio subió así directamente a los cielos y yo me convertí en la viuda de una divinidad. Decretaron los padres conscriptos que se le dedicase un templo y a mí me nombraron su sacerdotisa principal.

Lo que siguió a ese período de poco más de dos meses antes de que acabase el año lo recuerdo como una auténtica orgía triunfal. Creí poder romper los viejos y rígidos moldes de la sociedad romana. Celebré mi trigesimonono cumpleaños sumida en la euforia y el delirio, embriagada de poder.

A mi escolta pretoriana se sumó ahora una guardia germana. Me paseaba por las calles de Roma, conducida en litera, con mi hijo caminando a mi vera o sentado a mis pies en señal de respeto y devoción filial.

Mandé acuñar monedas con mi efigie en el anverso, mi nombre en nominativo y el título de Augusta, mientras que en el reverso, en dativo, se veía el rostro de mi hijo con el título inferior de César.

Mandé esculpir frisos en los que se me veía representada como la diosa Roma poniéndole la corona a mi hijo en la cabeza. No era una diosa abstracta la que lo coronaba, sino su madre en persona.

Quería dejar claro ante Roma y todo su Imperio: yo, Julia Agripina Augusta, yo y nadie más que yo ejerzo el poder supremo.

La noche en que mi hijo fue proclamado emperador por los pretorianos, cuando el tribuno al mando de la cohorte de guardia le pidió el santo y seña, mi hijo contestó:

Optima Mater! «¡La mejor de las madres!».

Oficialmente mi hijo no fue proclamado emperador hasta el día cuatro de diciembre, casi a los dos meses de haber sido aclamado emperador por las cohortes pretorianas. Para el cuatro de diciembre el Senado ya había convocado unos comicios, el pueblo había manifestado su voluntad en una votación, y había promulgado una ley por la que se convertía a mi hijo en el nuevo príncipe de los romanos.

Le dije, sin embargo, que no se le ocurriera celebrar la fecha del cuatro de diciembre como la del comienzo de su principado. Tenía que festejar el día en que el ejército lo aceptó como su emperador y no el día en que el Senado y el pueblo romano ratificaron, en una especie de parodia democrática, lo que ya estaba decidido de antemano.

En eso al menos se impuso mi voluntad, pues la fecha del cuatro de diciembre ha sido borrada de todas las actas y hoy solo se celebra la del trece de octubre, cuando yo lo dejé todo atado y bien atado.