Aún siento en mi boca el sabor áspero y dulzón del semen de mi hijo. Aún me parece sentirlo. Después de tantos años. Aún percibo en mis pechos la caricia de sus manos. Todavía me veo, desnuda, entrelazada a su cuerpo, mirándome en sus ojos y acariciando sus cabellos.
Esta noche he soñado con mi hijo, y quizás, no estoy segura del todo, reviví aquel día en que lo tuve en mis brazos. Me desperté muy excitada y lo primero que hice fue pensar en él. No sé si eso me alboroza o me horroriza. Tampoco sé exactamente cómo y por qué ocurrió. A veces el cuerpo es mucho más poderoso que la mente. Quizás lo sea siempre y no nos demos cuenta.
Recuerdo perfectamente por qué fui a ver aquel día a mi hijo a su gabinete de trabajo. Tenía que hablar con él urgentemente. Más de un año llevaba ya casado con Octavia y esta aún no había quedado embarazada. Necesitaba saber el porqué. Tenía que conocer las causas de esa demora.
Me recibió con su habitual solicitud. Se acercó a darme un beso y me condujo hasta el sillón que siempre me tenía reservado. Era un sillón de madera de roble, bellamente labrada, muy elevado, tenía un escabel delante para apoyar los pies, el respaldo era alto y culminaba en una curvatura hacia delante, como un toldo, parecía el trono de un monarca oriental. Me gustaba sentarme en él. Me sentía como una diosa en el Olimpo.
Mi hijo fue a tomar asiento frente a mí en un amplio diván forrado de terciopelo teñido de azul.
Sin andarme con rodeos, le pregunté a bocajarro:
—¿Por qué no está embarazada Octavia? Lleváis ya diecisiete meses de casados. De sobra tenéis la edad para ser padres. Tienes dieciséis años y ella catorce. ¿No te das cuenta de que un hijo vuestro marcaría definitivamente una clara línea sucesoria? Necesito un vástago tuyo. Tenemos que echar las bases sólidas de una dinastía que perdure durante muchos siglos. Y tenemos que establecer de una vez por todas los requisitos legales de su continuidad. No podemos seguir así, como mi bisabuelo Augusto, improvisando, decidiendo una cosa hoy y otra mañana, avanzando como quien dice a salto de mata. Hemos de dejar las cosas claras ante el Senado y el pueblo. ¿No te das cuenta además de que hay que hacer ver al pueblo que su princesa es una mujer fecunda? Nada conmueve más a la gente que una pareja rodeada de vástagos.
Mi hijo permaneció callado, contemplándome con expresión de asombro, sonriéndose como un bobalicón, sin quererme decir, como de costumbre, lo que pensaba.
Estuve a punto de perder la paciencia y estallar. Logré contenerme, porque creí advertir que esta vez quería revelarme algo y no sabía cómo hacerlo. No se ocultaba las manos detrás de la espalda, ni miraba insistentemente hacia su izquierda, como hacía cada vez que me mentía. Tuve la impresión de que me encontraba tras la pista de un secreto inconfesable.
—¿No me quieres decir qué es lo que pasa? —insistí—. Si me lo cuentas, te sentirás mejor. Además, podré ayudarte. Sé que me ocultas algo. ¿Tengo razón?
—Sí, madre, tienes razón.
—¡Vamos, no seas tontuelo, dintelo! ¿Quieres que mire para otro lado? ¿Prefieres no verme la cara mientras me lo cuentas?
—¡Oh, no, mamá! —exclamó, echándose a reír—. Te lo contaré. Pero prométeme que tratarás de entenderme.
—Claro que te entenderé. ¿Cómo no va a entender una madre a su hijo?
—Octavia y yo nos conocemos desde muy niños. Siempre hemos jugado juntos. Nos queremos mucho, muchísimo, nos adoramos, pero nos queremos y nos adoramos como hermanos. Créeme, mamá, lo hemos intentado. En la noche nupcial creímos que podíamos hacer el amor. Pero no resultó. Primero probamos entusiasmados, pero luego nos pusimos a charlar, a comentar mil cosas, a cotillear sobre los invitados a la boda, y al final, hablando como cigarras áticas, nos quedamos dormidos. Y después no hemos vuelto a intentarlo. Nos parecía incesto.
—¿Quieres decirme, hijo mío, y perdóname la franqueza, pero estamos ante un grave asunto de Estado, que tu miembro no se alza como el del dios Príapo? ¿Me estás diciendo que no puedes introducirlo en el sexo de Octavia? ¿Es eso lo que me estás insinuando?
—Sí, eso mismo es.
Me alarmé. Pensé por momentos que mi hijo podía ser impotente, pero luego recordé los veranos en la provincia de Asia, cuando solíamos dormir la siesta juntos y sentí más de una vez rozando mis carnes su virilidad erguida. Me vino también a la mente una escena de hacía un par de años, cuando entré en su dormitorio de improviso y lo sorprendí masturbándose mientras contemplaba las bellas ilustraciones a todo color de un ejemplar del Elephantis. Me tranquilicé y me dije que probablemente me estaba contando la verdad.
Me levanté del sillón y fui a sentarme junto a él en el diván. Le eché un brazo por el hombro y lo atraje hacia mí. Le acaricié cariñosamente el rostro y la cabeza, hundiendo mis manos en sus ensortijada cabellera rubia. Me pareció que hacía una eternidad que no lo estrechaba contra mi pecho, quizás desde los tiempos en que tenía cinco años y nos acostábamos desnudos por la tarde a dormir la siesta.
—Mi querido hijo —le dije—. Me estoy sacrificando por ti y estoy haciendo todo cuanto puedo para elevarte hasta las aéreas cumbres donde habitan los seres inmortales. ¿No puedes poner tú también un poquitín de tu parte? ¿Sería mucho pedir que se te eleve lo que se le alza sin remilgo alguno a cualquier esclavo? ¿Exijo mucho de ti si deseo que tu pequeño obelisco se levante y se hunda en la lagunilla de la hija de quien, tras su muerte, habrá de convertirse en una divinidad?
Me eché a reír. Recuerdo que me sentí extraña escuchando mis propias carcajadas, que tenían un no sé qué de obsceno, de descarado, aunque sonaban alegres y atrevidas. Creo que jamás me había reído así en la vida.
Le hice levantarse del diván y me lo senté en las rodillas como un niño pequeño. Teniéndolo en mi regazo, lo acaricié, lo atraje hacia mí, le palpé brazos y piernas y me eché de nuevo a reír.
El ataque de hilaridad que me asaltó era superior a mis fuerzas, escapaba a mi control. Me entró una risa tonta, como la que solía afectarme durante la pubertad sin motivo alguno. Me dio entonces por jugar con sus cabellos, alborotándoselos, y por reír aún más.
Llevaba puesta una clámide de seda de la isla de Cos, de corte algo atrevido, tal como se había puesto de moda en la corte en aquellos tiempos. Al juguetear con mi hijo, mientras él respondía tímidamente a mis juegos, se me desprendió el broche que sujetaba la clámide al hombro y quedaron al descubierto mis pechos. Hice como si no me hubiese dado cuenta.
Mi hijo enmudeció y se quedó inmóvil, hundido en mi regazo. Creo que hasta contuvo la respiración. Luego, poco a poco, lenta y suavemente, me rozó los pechos con las yemas de sus dedos, como si fuese un contacto fortuito, producido por mera casualidad. Reclinó entonces la cabeza en mi hombro, permaneció largo rato inmóvil y sentí de repente que sus labios se posaban en uno de mis pezones.
Volví a evocar entonces las tardes en las que se restregaba contra mi cuerpo desnudo en la cama, creyéndome dormida, y rae acariciaba tímidamente los pechos o el monte de Venus, imaginándose que yo de nada me enteraba. Aquel recuerdo hizo que me riese como una loca.
Entonces me puse a hablar y hablar, sin poder refrenarme, sacudida por una risa retozona, mientras jugaba con los cabellos de mi hijo y le palpaba cada músculo del cuerpo.
Entregada a ese manoseo, de repente le rocé el falo con una mano. Estaba duro y erguido, y al tocarlo, sentí una fuerte sacudida. Había leído que a su edad la virilidad congestionada suele provocar unos dolores agudos y espantosos. Me sentí preocupada por él, también aturdida e indecisa.
Y de pronto me callé, cogí su rostro entre mis manos, lo alcé y le besé ávidamente en la boca. Busqué su lengua con la mía y aspiré la fragancia embriagadora de su aliento.
No sé qué me ocurrió. Quizás se debiese a los cinco años de abstinencia sexual durante mi matrimonio con Claudio, quizás al hecho de que era, en toda mi vida, el primer cuerpo de hombre joven que estrechaba entre mis brazos, quizás también la añoranza de volver a experimentar los instantes de felicidad que disfruté con Séneca, quizás únicamente el simple y puro deseo carnal.
Cerré los ojos, me tumbé boca arriba en el diván y atraje a mi hijo, poniéndolo encima de mí. Nos arrancamos mutuamente las vestiduras e hicimos el amor con auténtica pasión animal. Los dos gritamos de placer y lloramos de alegría. Le llamé desde «Mi hijo adorado» hasta «Nerón de mi alma» y «Alegría de mi vida».
Permanecimos luego entrelazados, mirándonos fijamente a los ojos. No sé cuánto tiempo estuvimos así.
De repente estallé en carcajadas. Recuerdo que me sentía alegre, increíblemente alegre, sentía una euforia infinita, desbordante, traviesa y juguetona. En ese estado de ánimo, tras reflexionar unos breves instantes, tomé una decisión espontánea.
—Y… ¿por qué no?, ¡hijo!, ¿por qué no? —exclamé de súbito—. ¿Por qué no he de enseñarte lo que es un millón de veces más importante que muchas de las cosas inútiles que has aprendido en esta vida? ¡Ven, hijo, túmbate de espaldas y relájate, quédate tranquilo, muy tranquilo, abandónate a mi abrazo!
Le cubrí entonces las carnes con mis besos. Le lamí cada pulgada de su suave epidermis, aplicándole un nervioso golpeteo con la lengua, con la que recorrí todo su cuerpo y entré en cada orificio suyo como una culebrilla traviesa.
Me balanceé luego sobre su cuerpo, ondulando el mío como una ola marina, y le acaricié con mis pechos y las puntas de mis pezones. Le chupé, mordisqueé y lamí su virilidad congestionada y libé con fruición el zumo que salía a borbotones de su enloquecido falo.
Lo monté una y otra vez mientras él se aterraba a mis muslos y trataba de alcanzar mis pechos con su boca. Le oí gritar de placer y vi cómo su rostro se transformaba y adquiría la expresión más dulce y bella que haya podido contemplar jamás en mi vida en un ser humano. Creí ver el rostro de una divinidad.
Luego le animé a que hiciese lo mismo conmigo. Le enseñé a besar, lamer, mordisquear y golpetear con la lengua cada intersticio de mi cuerpo. Aún siento las oleadas de sensualidad que, partiendo de mis pezones, sacudieron mi cuerpo. Todavía me estremezco al evocar sus caricias en mis senos.
Le mostré cómo tenía que aplicar sus labios y su lengua a las diversas partes de mi sexo. Temblé de placer cuando apresó mi clítoris en su boca y luego creí por momentos que perdería el sentido cuando descubrió que podía hacerme enloquecer jugueteando con el apéndice eréctil de mi vulva.
De nuevo permanecimos amorosamente abrazados, rostro contra rostro, los ojos casi pegados, como si tratásemos de penetrar el dulce misterio de nuestras pupilas.
Y de pronto no sé qué me pasó. Aún tiemblo al recordar aquello. Daría cualquier cosa por no haberlo hecho. Pero me sentía demasiado eufórica, con demasiadas fuerzas.
De súbito salté del diván, me vestí a toda prisa y me quedé un buen rato de pie, contemplando a mi hijo, que yacía desnudo en el diván.
Levanté el índice de mi diestra, como solía hacer cuando le reprendía por alguna cosa, y le dije en tono autoritario:
—Así, hijo mío, así tienes que hacerlo. Y a partir de ahora: madre e hijo, emperatriz y pretendiente al trono.
Y en plan burlón, le azoté suavemente en las nalgas y le di un beso en la punta del bálano, diciéndole al despedirme, sin poder contener la risa:
—Ahora no podrás, hijo mío, pero espera hasta mañana y aplica lo aprendido con Octavia.