Capítulo 22

Los años que siguieron a mi matrimonio con Claudio fueron de auténtico delirio. ¡Qué daría ahora por volver a vivirlos! Nunca mujer alguna llegó a tales cotas de poder en toda la historia de Roma. Sentí que mi vida tenía al fin algún sentido. Me colmaron de honores y privilegios que jamás hasta entonces había conocido ninguna mujer romana. Hasta es muy posible que jamás mujer alguna vuelva a disfrutar el poder que yo ejercí ni a verse venerada como yo. Tal como mi fiel amigo Lucio Vitelio me dijera un buen día:

—Mi querida Agripina Augusta, contigo hasta se están resquebrajando los sólidos muros tras los que se protege el patriarcado. Muchos hombres temen que seas el terremoto que acabará tragándose y llevándose a las entrañas de la tierra las sagradas tradiciones romanas. Mas, no temas, también hay muchos que te adoran por eso. No todos los hombres somos unos trogloditas, no todos estamos chapados a la antigua. Sigue así, avanzando con paso firme como una legión romana.

Como doce legiones de aguerridos veteranos sentía que marchaba yo. ¡Ay, si pudiera volver a aquellos tiempos!

Uno de los momentos cruciales se produjo en aquel veinticinco de febrero del año cincuenta, cuando mi hijo fue adoptado oficialmente por Claudio. ¡Qué lenta y pesada se me hizo aquella vez la burocracia judicial romana! La adopción de un hijo varón es un proceso largo y complejo. La de una hija ni siquiera se contempla. Quizás se preguntasen nuestros legisladores que a quién podría ocurrírsele adoptar a una hembra, si al fin de cuentas, las hembras no servimos para nada.

Prohijar es navegar por un mar lleno de escollos. Por suerte, Claudio ya había rebasado la edad de procrear, que se fija curiosamente en los sesenta años, por lo que se suponía que no había peligro que el adoptado viniese a menoscabar los intereses de posibles futuros retoños. Por desgracia, sin embargo, Claudio tenía ya un hijo varón legítimo, que le incapacitaba para adoptar, ya que un intruso no puede rivalizar con el legítimo heredero. Por eso mismo tenía que intervenir el Senado y promulgar una ley extraordinaria por la que se permitiera a Claudio prohijar a pesar de tener a Británico.

El Senado intervino, y la verdad es que lo hizo con encomiable entusiasmo. No solo aprobó la adopción, sino que promulgó una ley por la que incorporaba a mi hijo a la familia Claudia y le otorgaba el nombre de Nerón. Mi hijo dejaba de llamarse Lucio Domicio Ahenobarbo y se convertía en Nerón Claudio Druso Germánico César, lo que ya sonaba más a futuro emperador romano.

En esa misma sesión del Senado se me otorgó el título de Augusta, nunca antes recibido por la esposa de un emperador vivo, pues con tal galardón rivalizaría con el marido. Solamente Livia había obtenido esa distinción antes de mí, pero como viuda, tras la muerte de Augusto. Fue un título, por cierto, que bien supo esgrimir mi bisabuela Livia para amargar aún más la vida a su hijo Tiberio.

Con ese título de Augusta se me reconocía de hecho como igual a Claudio. En el saludo matutino, cuando optimates y cortesanos, reyes y embajadores, acudían a palacio a rendir pleitesía a su patrono el emperador, tras ser recibidos por Claudio tenían que pasar a otro salón a saludar y ser saludados por su patrona la emperatriz. A mí venían con sus súplicas y demandas. Y eso sí que era algo completamente insólito en toda la historia romana, donde jamás mujer alguna presidió una salutatio. Yo fui la primera mujer que recibió como suplicantes a cónsules, reyes y generales. ¿Habré sido también la última?

Fui también la primera mujer que pudo ceñirse en vida una diadema, el atributo por excelencia de las diosas. Todas las estatuas que a partir de entonces me dedicaron estaban coronadas con diadema.

Coronada con una diadema y vestida de púrpura y oro, para distinguirme de todas las demás mujeres romanas, entré en el Capitolio conduciendo un carro de dos ruedas tirado por dos briosos caballos, privilegio este reservado exclusivamente a las vírgenes vestales, los pontífices y los objetos sagrados.

Para recalcar aún más el plano de igualdad en que reinábamos Claudio y yo, el Senado me adjudicó por escolta un destacamento de la guardia pretoriana, distinción hasta entonces privativa de emperadores. Esa escolta me hacía igual en rango a un general en jefe del ejército.

Cuando me desplazaba por Roma me precedían lictores blandiendo las fasces, privilegio desde la antigüedad reservado a cónsules y pretores, que iban señalizando a su paso que podían ejecutar en el acto a cualquiera que osase interrumpir su camino.

Los honores que me tributaron en las provincias fueron incluso superiores. Me emocionó hondamente cuando me contaron que en la ciudad de Aezani, en la provincia de Asia, habían dedicado una estatua a mi hijo y en la inscripción correspondiente no habían mencionado a Claudio, limitándose a reseñar escuetamente: Nerón, hijo de Theas Agrippeine. «Hijo de la Diosa Agripina» lo llamaban y añadían, por si fuera poco el honor, que se trataba de mi hijo natural.

Coseché entonces los frutos del arduo trabajo que realicé durante dos años en las provincias. Desde Emérita Augusta hasta Apamea y Trapezus, por todas las ciudades del Imperio romano, tenía clientes que me debían favores. De Judea hice gobernador al hermano de mi liberto favorito.

Con el fin de consolidar mi posición convencí a Claudio para que me dejase fundar mi propia ciudad.

Elegí la patria de los ubios, el lugar donde había nacido. Fue una elección llena de simbolismo histórico. Agripa, mi abuelo materno, el mayor general de su época, había dado amparo a los ubios cuando estos iban huyendo de una de las tribus más terribles de los suevos. Les permitió atravesar el Rin y los asentó en su orilla izquierda, en lo que era territorio romano. Los ubios siempre agradecieron aquello a mi abuelo, a quien tienen por su salvador.

Y Druso, mi abuelo paterno, había recibido el título de Germánico por sus extensas conquistas que le llevaron hasta las orillas del Elba. Su hijo, mi padre, combatió también en Germania y estableció su Estado Mayor en la ciudad de los ubios, donde acantonó dos legiones.

Cuando decidí convertir en colonia romana el lugar de mi nacimiento, la ciudad ya se encontraba altamente romanizada y era la más próspera y culta de todas las ciudades germanas. Ni siquiera necesitaba ya tener entre sus muros guarniciones romanas. Las dos legiones a las que había dado albergue habían sido destinadas ahora una a Neuss y la otra a Bonn, dos lugares sin ninguna importancia y de los que no creo que lleguen a desempeñar jamás ningún papel relevante en la historia.

Todavía me emociono al recordar las delegaciones que vinieron de ese asentamiento ubio a agradecerme todo cuanto había hecho por su pueblo. Al adjudicarles el estatus de colonia, otorgué también a toda la comunidad la plena ciudadanía romana. Los habitantes de la nueva Colonia Claudia Ara Agrippinensis se hacían llamar ahora orgullosamente agripinenses. Los nuevos agripinenses eran ahora mis clientes y yo su patrona.

Jamás mujer alguna había fundado una colonia. ¿Vendrá detrás de mí otra mujer que pueda hacer lo mismo? Si así fuera, yo le habría allanado el camino.

En aquel año tuve que enfrentarme a una nueva faceta en mi vida: de buenas a primeras era madrastra; además de a Nerón, tenía ahora un hijo y una hija.

Mi relación con Octavia fue armoniosa desde un principio. Congeniamos enseguida, y poco a poco nos fuimos cobrando cariño. Llegué a quererla como a una hija propia y creo que ella me adoptó por madre. Pero con Británico ocurrió todo lo contrario: nuestra relación fue tirante desde un principio y con el tiempo llegaríamos a odiarnos cordialmente. Por mucho que traté de acercarme a él, siempre me topé con un muro infranqueable. No creo que me culpase por la muerte de su madre, aunque no puedo estar segura de ello, pero creo que siempre me vio como a la intrusa que vino a interponer a su propio hijo entre él y su padre, entre él y sus aspiraciones a ejercer algún día el principado. Imagino que, aunque muy niño, se sentía destronado por mí. También es probable que su actitud tuviese su origen en las perniciosas influencias de quienes lo rodeaban.

Si el segundo año de mi matrimonio con Claudio marcó los momentos decisivos en mi ascensión a niveles de poder jamás soñados en Roma por mujer alguna, el tercer año fue el de la subida vertiginosa de mi hijo a cimas jamás encumbradas por un niño.

El cuatro de marzo del año cincuenta y uno, mi hijo, pese a no haber cumplido aún los catorce años de edad, vistió la toga viril, alcanzando así la mayoría de edad, por lo que se le consideraba apto para participar en los asuntos de Estado.

Tras recibir en el Capitolio la toga viril, en un acto solemne y muy emotivo que tuvo lugar en el Senado, los padres conscriptos nombraron a mi hijo cónsul designado, con la salvedad de que tomaría posesión de ese cargo en cuanto cumpliera los veinte años de edad.

Era un privilegio enorme lo que le concedían, pues para aquellos años la edad mínima para acceder al consulado era de treinta y dos años. El ser cónsul designado a los trece años le otorgaba automáticamente otros poderes. Recibió así el imperio proconsular fuera de los límites de la ciudad de Roma, lo que le convertía en general en jefe del ejército y en la segunda persona más importante después de Claudio. El Senado le adjudicó el título de Príncipe de la Juventud, lo que hacía de él el caudillo de la juventud romana.

En las festividades que siguieron los pretorianos hicieron una exhibición de fuerza en el Campo de Marte con una impresionante parada militar, comandados por mi hijo en calidad de Príncipe de la Juventud.

Durante los juegos que se celebraron en el Circo Máximo para conmemorar el acontecimiento hicieron acto de presencia en la tribuna imperial Británico y mi hijo. Británico vestido con la pretexta, la toga bordada propia de los niños. Mi hijo ataviado con el atuendo triunfal, con el paludamento, con el espléndido manto de púrpura, bordado de oro, que usan en campaña los emperadores y caudillos militares romanos.

A los pocos días de aquellos juegos circenses sucedió en nuestra familia algo muy desagradable: Británico y mi hijo se encontraron en uno de los corredores de palacio. Mi hijo lo saludó entonces con gran deferencia, llamándolo Británico, pues sabía que a su hermanastro le gustaba que lo apodasen con ese título en vez dirigirse a él con el nombre de Tiberio Claudio.

Británico devolvió el saludo diciendo secamente:

—¡Salve, Lucio Domicio!

Mi hijo palideció de rabia, contuvo sus ganas de abofetear a Británico y vino a contármelo.

Me puse hecha una furia. Me precipité al despacho de Claudio, entré intempestivamente como una tromba y le conté lo sucedido.

—Esto no lo vamos a tolerar —le dije—, no puede quedar así. Alguien tiene la culpa, y no es precisamente el niño. Este incidente demuestra claramente que estamos rodeados de conspiradores. Con actos como ése se desprecia la adopción y lo que ha decidido el Senado y exigido el pueblo romano. Quieren debilitar los pilares del Estado. ¡Estamos ante una rebelión dentro de nuestro propio palacio!

—Tienes razón —me dijo—. Habrá que tomar medidas.

—¿Quieres que me encargue yo?

—Sí, te lo suplico, ando muy atareado con unas investigaciones sobre nuestra historia patria durante la época de los reyes.

Llevé a cabo una purga a fondo. Mandé ejecutar inmediatamente al gramático Sosibio, preceptor de Británico, y envié al exilio o eché de palacio a cuantos estaban a cargo de su educación.

Fue la única vez que propiné una bofetada a Británico, diciéndole:

—Y de ahora en adelante, ¡recuerda que tu hermano se llama Nerón! Como se te ocurra volver a llamarle Lucio, te juro que te vas a enterar.

Aproveché también la ocasión para remover del cuerpo pretoriano a los oficiales y suboficiales que habían sido adeptos a Mesalina y de los que podía suponer que no verían con buenos ojos los honores que se otorgaban a mi hijo. Cambié desde legados hasta tribunos y centuriones, incluso algunos soldados. Puse en su lugar a hombres de mi entera confianza, como Fenio Rufo y Subrio Flavo, de los que sabía que estaban dispuestos a dar la vida por mí.

Aquel mismo año ocurrió un incidente muy desagradable, que estuvo a punto de culminar en una gran tragedia, pero que me permitió completar los cambios que yo quería realizar en el seno del ejército.

Fue un año de sequías y malas cosechas, a lo que se sumó la pérdida durante una tormenta de toda la flota alejandrina cargada de trigo egipcio. Los temporales impidieron también la llegada de los cereales de Numidia y Mauretania. Apenas quedaban en Roma provisiones para quince días. Y aunque todavía el pueblo no había comenzado a pasar hambre, los rumores se propalaron y acabó extendiéndose el pánico. Todos evocaban el fantasma de la hambruna que asoló la ciudad durante el trigésimo segundo año del principado de Augusto, cuando los romanos se comieron hasta las ratas de las alcantarillas y terminaron como esqueletos andantes cubiertos de pellejo.

Cuando Claudio y yo, acompañados de nuestros dos hijos, salíamos de la curia Julia, donde mi tío había presidido unos procesos judiciales, una multitud airada se abalanzó sobre él, lo zarandeó y lo arrastró hasta las escalinatas del templo de la Concordia. A duras penas logró salvarnos un destacamento de la guardia pretoriana.

Tanto temieron los pretorianos por la vida del emperador y de su augusta esposa, que descuidaron la de sus hijos. Luego me enteraría de que el populacho había estado a punto de masacrarlos. Se salvaron gracias a la intervención de un escuadrón de caballería de la escolta imperial germana.

Aquello fue la gota que colmó el vaso de mi paciencia. Al frente de las tropas pretorianas teníamos dos prefectos, Lusio Geta y Rufrio Crispino, que se llevaban como el perro y el gato. Esa situación era insostenible.

—La plebe ha estado a punto de matar a nuestros hijos —dije a Claudio—. Los pretorianos tan solo pudieron salvarnos a nosotros. A no ser por la intervención de la guardia germana, ahora estaríamos llorando la pérdida de nuestros dos seres más queridos. Ha sido un fallo enorme de los encargados de velar por la seguridad de la familia imperial. ¿Y sabes por qué ha ocurrido? Pues porque hay dos prefectos del pretorio e igualdad de poderes. Debido a la rivalidad entre ambos, las cohortes están desunidas. Bajo el mando de uno solo la disciplina sería más rígida. No ocurrirían tales cosas.

—Creo que tienes razón —me dijo mi tío—. ¿Has pensado en alguien en particular?

—Sí, en Afranio Burro, estoy convencida de que es la persona ideal.

—Me parece bien. Encárgate tú del cambio.

Y al decir esto se sumió de nuevo inmediatamente en sus investigaciones sobre la legendaria época de los reyes. Estaba entusiasmado con ese trabajo. Pensaba que había logrado separar unas cuantas verdades más del cúmulo de leyendas ajenas a la realidad. Estaba obsesionado con la idea de poder trazar una línea divisoria entre la realidad y la ficción, entre la verdad y la fábula. Creía que había logrado apartar unos cuantos hechos verídicos más del cúmulo de mitos que ocultaban la verdad histórica. Y cuando esto le sucedía, se ponía eufórico. De lo contrario, se ponía muy nervioso y decía a cada momento, como repitiendo una letanía:

—Tengo que pasar esto por la criba y después por el cedazo.

Cuando no lograba solucionar un problema, se encolerizaba. De hecho, los ataques de cólera le daban cada vez con mayor frecuencia. Quizás también a causa de su úlcera de estómago, que empeoraba sin que los médicos pudiesen hacer nada para atajarla, ya que nada podían hacer contra la glotonería insaciable de mi tío. Para colmo, se volvía cada vez más distraído y olvidadizo.

Ni siquiera sé si se daba exacta cuenta de lo que hacía al permitirme poner a Afranio Burro al frente de las cohortes pretorianas. Dejaba prácticamente en mis manos el poder sobre el Estado. La guardia pretoriana, creada antiguamente como escolta personal de un general en el escenario de batalla, se convirtió con Augusto en un instrumento de poder acantonado en las inmediaciones de Roma. Por primera vez el ejército no acampaba en provincias lejanas, sino ante las mismas puertas de la ciudad.

Luego, durante la época de Tiberio, Sejano, su prefecto del pretorio, rompió el tabú de que dentro del recinto urbano no podía haber tropas acantonadas y trasladó a Roma las cohortes pretorianas, que desde entonces habían ido creciendo en número y potencial armamentístico.

Tras la muerte de mi hermano Gayo, al haber hecho de Claudio el príncipe de los romanos, los pretorianos habían demostrado que desde ese momento en adelante eran ellos y no el Senado los que podían poner y quitar emperadores. Me temo que a la larga, si ese problema no se ataja, el hecho de haber dejado en el aire el tema dinástico tendrá consecuencias fatales para el Imperio romano. Ése podría ser nuestro talón de Aquiles.

Con Burro al mando de las cohortes pretorianas y con todos los cambios que yo había realizado en la oficialidad, ese cuerpo de veteranos quedaba a mi entera disposición.

Ese hecho tuvo consecuencias prácticas apenas un mes después. El senador Junio Lupo osó acusar a mi amigo Lucio Vitelio de delito de alta traición, afirmando que tenía pensado derrocar al emperador y ocupar su puesto. La acusación era infame, absurda, absolutamente sin pies ni cabeza, pero Claudio reaccionó como había reaccionado siempre durante sus primeros ocho años de reinado mientras estuvo casado con Mesalina: con la paranoia enfermiza que le caracterizaba siempre que se creía en peligro, con un miedo histérico que le llevaba a dar crédito a cualquier delación por absurda que esta fuera. Estuvo a punto de autorizar la apertura de un proceso por delito de lesa majestad contra Vitelio. Esta vez tuve que recurrir a todo mi arsenal para defender al amigo.

—Pero ¡Claudio!, ¿has perdido acaso la capacidad de raciocinio? —le grité— Vitelio es nuestro mejor amigo, es de una lealtad a toda prueba y lo ha demostrado en más de una ocasión, como tú bien sabes. Además, no me digas que desconoces que se encuentra enfermo, ya anciano y achacoso. ¿Crees que una persona así está como para meterse en conjuras? ¿Me puedes decir quiénes lo apoyan, dónde se ocultan sus legiones? La acusación es ridícula y solo la entiendo como un ataque indirecto contra mi persona y por tanto también contra ti. Lo que tenemos que hacer es castigar inmediatamente a ese infame delator. En este caso tan especial yo me inclinaría por la pena de muerte aunque sabes que soy contraria a ejecutar senadores.

—¿Y si hay algo de verdad en lo que dice? ¿No has pensado en que pueda esconderse detrás una auténtica conspiración? Estas cosas me dan mucho miedo. Mañana mismo ordenaré que se abra una investigación. De este caso me encargaré yo.

Recuerdo que me puse hecha una furia.

—¡De nada te vas a encargar! —vociferé—. Como no dejes a Vitelio en paz, te juro que me iré inmediatamente al campo pretoriano y pediré a soldados y oficiales que amparen a la hija de Germánico. ¿A quién crees tú que obedecerán los pretorianos?

Creo que ahora yo le infundía mucho más miedo que Vitelio. De repente lo vi empequeñecido. Me miró como un niño asustado. Sin decir palabra fue a refugiarse a sus habitaciones privadas.

Al día siguiente propuso en el Senado que se condenase al delator. Vitelio intercedió por la vida de su acusador y declaró que se conformaba con que le aplicasen la pena del exilio.

Cuando días después moría Vitelio de un ataque de apoplejía, tuve al menos el consuelo de haberle evitado el disgusto de un proceso bochornoso.

Hacia finales de ese mismo año tuve la oportunidad de hacer ver a los romanos que una mujer podía estar a la misma altura que un hombre. Y es doloroso tener que demostrar lo que vina de sobra sabe. A lo largo de mi vida he tenido la oportunidad de conocer a muchos hombres y nunca he podido constatar que fuesen superiores a mí, sino todo lo contrario: en su in mensa mayoría los consideré inferiores, pese a que Aristóteles afirme que la mujer es el producto del semen defectuoso de un hombre.

En Britania nuestras legiones habían sofocado la rebelión acaudillada por el rey Carataco, a quien habían logrado apresar. Organizamos en Roma un acto fastuoso. Cargado de cadenas y seguido de los más bravos oficiales y soldados de su derrotado ejército, desfiló Carataco por las calles de Roma y llegó al Campo de Marte, donde lo esperábamos Claudio y yo en sendas tribunas.

Carataco se postró al pie de la tribuna de Claudio, pidió clemencia para él y para los suyos y ofreció su sumisión y lealtad. Luego vino a mi tribuna y repitió su ruego y su promesa. Ordené entonces que le liberasen de sus cadenas.

Las cohortes pretorianas desfilaron después ante mí con banderas y estandartes desplegados. Y eso sí es verdad que jamás se había visto en toda la historia de Roma. ¿Volverá a verse alguna vez más?

Aquel día, después de un triunfo tan rotundo como el mío, me encontraba particularmente eufórica. Sabía que estaba rompiendo los muros de nuestra cerrada sociedad patriarcal. Al menos los había resquebrajado y les había abierto unas cuantas brechas.

En ese estado de ánimo quise hablar con mi hijo antes del banquete que ofrecíamos para agasajar a quienes fueron nuestros enemigos y que ahora eran nuestros vasallos e invitados.

Busqué por la tarde a mi hijo y lo encontré, tras dar muchas vueltas por palacio, en una sala de conciertos. Lo vi en el escenario, vestido a la griega, con una túnica amplia y suelta, sin cinturón y de colores chillones, como las que usan las rameras. Estaba descalzo y su ensortijada cabellera le caía desordenadamente sobre los hombros. Era la primera vez que me percataba de que se había dejado crecer el pelo. Con ese atuendo ridículo y esa pinta de vulgar aedo, lo vi enfrascado en interpretar ciertas melodías orientales con una flauta, como si fuera un vulgar pastorcillo. No pude contenerme. Le grité:

—¡Pero, Lucio! ¡Lucio! ¿Es así como te preparas para dirigir algún día el Imperio? ¿Piensas hacerte un gran hombre con esas actividades propias de un cabrero? ¿Y desde cuándo te dejas crecer esas greñas como un esclavo? ¡Ahora mismo vas a ir a que te las corte el barbero! ¿Me oyes? ¡Arréglate como una persona antes de que comience el banquete! Pero ¿no te das cuenta de lo que haces? ¿Crees acaso que si te sorprenden los pretorianos con esa facha ridícula volverán a tenerte algún respeto? ¡Contéstame! ¿No ves que te estoy hablando?

Se quedó como abobado, sosteniendo la flauta en una mano, mientras que con la otra trataba precipitadamente de ordenarse el cabello.

—Solo estaba ensayando, mamá.

—¿Ensayando? —vociferé enfurecida—. ¿No tienes nada mejor que hacer? ¡Escuchad esto, dioses inmortales: el niñito está ensayando! El niñito se cree un aedo. ¡Un pelele es lo que eres! ¡Un mequetrefe! Te estoy convirtiendo en emperador, te estoy preparando para que dirijas algún día los destinos de Roma y tú te dedicas a ensayar, a perder el tiempo. Pero ¿es que te crees que puedes andar malgastando de esa forma el tiempo todo el día? ¿Te crees que no me he enterado de que te dedicas a componer versitos, a canturrear y a entonar cancioncillas? ¡Esto se va a terminar! ¿Me oyes? De ahora en adelante vas a comportarte como un futuro príncipe, no como un comicastro de feria.

Estaba tan indignada que me acerqué a él, le di un sonoro bofetón y le arranqué la flauta de las manos.

—¡Cuidado! —me dijo en tono suplicante—, que esa flauta es de madera de cedro de los montes de Frigia.

—¿Conque de madera de cedro de los montes de Frigia?

Nada menos que de los bosques que rodean los Dardanelos. ¿No es así? ¡Mira qué bonito! ¡Una mierda es lo que es! ¡Fíjate para lo que sirve!

Rompí la flauta, partiéndola en dos pedazos, que arrojé con furia al suelo. Mi hijo se agachó a recogerlos y se echó a llorar.