Cada vez que recuerdo los estrafalarios sucesos que precedieron a mi boda tengo que echarme a reír. Son momentos de mi vida que me reconcilian con mi existencia, pues me hacen ver que no todo en ella fue trágico ni estuvo caracterizado por la seriedad. También hubo momentos alegres y jocosos, aun cuando fueran los menos.
¡Con qué facilidad logré convencer al Senado de que tenía que permitir nuestro matrimonio! Mi mayor apoyo fue Lucio Vitelio, que ese año ejercía junto con Claudio el cargo de censor y que ya había sido elegido cónsul para la siguiente legislatura. Él se encargó de persuadir al Senado.
Aunque lo cierto es que los senadores ya estaban predispuestos a dejarse convencer. En largas conversaciones con la mayoría de ellos les había hecho ver que si lograba ocupar una posición influyente en la casa imperial la arbitrariedad desaparecería de Roma y jamás volvería a ser ejecutado ningún senador, pues yo me encargaría de restablecer la legalidad en las relaciones entre el príncipe y el Senado. Conmigo se iniciaría una nueva era, basada en el consenso, en el diálogo, en la capacidad de ceder y llegar a compromisos. Yo impondría un nuevo estilo de gobierno.
Cuando Lucio Vitelio defendió mi causa ante el Senado, utilizando, sobre poco más o menos, los mismos argumentos que yo había esgrimido para convencer a Claudio, los senadores se mostraron favorables al enlace matrimonial que les proponía. Vitelio les contó cómo mientras fue gobernador de Siria había tenido la oportunidad de observar que griegos y judíos aprobaban los matrimonios con las hijas de los hermanos. Entre nosotros habían estado terminantemente prohibidas las bodas con primas hermanas; sin embargo, con el correr de los años, se habían hecho frecuentes y hoy en día a nadie escandalizaban. La costumbre, les dijo, se acomoda a la conveniencia, por lo que también los matrimonios con las hijas de los hermanos acabarían convirtiéndose en algo habitual.
Insistió mucho en destacar que con ese matrimonio se celebraría la reconciliación definitiva entre las dos ramas de la familia imperial, entre la estirpe de los Julios y la estirpe de los Claudios.
Luego hizo una velada alusión, entendida por todos, a la boda de Augusto y Livia, pues no había en Roma quien no supiera que en lo que Augusto vio por primera vez a Livia se enamoró tan perdidamente de ella que, sin importarle el hecho de que estuviese casada y en el séptimo mes de embarazo, obligó al marido a divorciarse de ella y la hizo su esposa.
Les hizo ver con cuánta modestia y humildad se iba a celebrar la boda entre Claudio y Agripina, ya que el príncipe solicitaba el permiso del Senado y no actuaba como en tiempos pasados, cuando los Césares arrebataban por la fuerza las esposas a los demás según su gusto y capricho. Ahora todo había cambiado, ahora se trataba de establecer un ejemplo de cómo un emperador debía tomar esposa. Un asunto de interés público se decidía libre y públicamente.
Cuando Vitelio me relataba la escena que se produjo a continuación en el Senado se le saltaban las lágrimas de risa y tenía que sujetarse el vientre con ambas manos.
Un senador, muy nervioso y acalorado, se puso de pie y habló precipitadamente sin haber solicitado antes el derecho de palabra:
—Tiene toda la razón del mundo el censor Lucio Vitelio, y yo propongo ahora que si el César se muestra vacilante, usemos la fuerza si es necesario para obligarlo a casarse con la ilustre hija del gran Germánico.
Y dicho esto, el senador se precipitó fuera de la curia, y fueron tantos los que rivalizaron en seguir su ejemplo, que los ujieres se las vieron y desearon para correr a abrir las puertas de par en par.
A continuación una multitud de senadores atravesó el Foro y se dispuso a subir la cuesta del Palatino para llegar al palacio imperial. Los rodearon todos aquéllos que paseaban o merodeaban en esos momentos en los alrededores de la curia Julia, pues muy pronto se corrió la voz de lo que se trataba, y como quiera que yo había apostado entre la gente a un gran número de seguidores míos, no tardó en formarse una nutrida multitud dispuesta a asaltar el palacio para imponer esa boda a su emperador.
Salí a la calle junto con Claudio, al que me costó trabajo convencer para que abandonara la seguridad de los sólidos muros que siempre le protegían, y señalándole la gran masa de gente que se acercaba, le dije:
—No los hagas subir. Ve hacia ellos. Baja al Foro y entra en la curia. Accede a sus ruegos y pide luego una ley para todos, una ley que permita los matrimonios entre tíos y sobrinas. Tenemos que dar ejemplo de modestia.
—Pero —balbuceó Claudio—, si aún no sabemos lo que quieren. ¿No será peligroso?
Sin ningún miramiento, le di un empujón.
—¡Baja! —le dije—. Yo sé perfectamente lo que quieren. Y no temas, que no correrás ningún peligro. Entre esa multitud tengo un centenar de hombres dispuestos a dar su vida por defender la tuya. ¡Date prisa, no les hagas subir!
Lo seguí a discreta distancia y pude ver cómo lo aclamaban. Tanto los senadores como la plebe lanzaban gritos de júbilo. Se oían vivas a Claudio y a su futura esposa Agripina.
De repente lo vi cambiar. Dejó de cojear, se irguió, sacó el pecho, marcó el paso y avanzó con la actitud de un general victorioso que va a montarse en su carro para celebrar un desfile triunfal. Rodeado de una multitud enfervorizada, Claudio entró con paso marcial en la curia.
Cuando regresó a palacio, pasadas muchas horas, me habló de lo cariñosos y respetuosos que se habían mostrado los senadores, de lo bien que le habían tratado y de cómo se habían apresurado a promulgar una ley decretando nuestro matrimonio y otra por la que se autorizaban las bodas entre tíos y sobrinas.
Parecía un niño cuando me lo contaba. Nunca había visto a mi tío tan entusiasmado. De repente enmudeció, vino hacia mí, me besó en la boca, me abrazó cariñosamente y me dijo:
—¡Gracias, hija mía, muchas gracias! Hace tiempo que no era tan feliz.
Solucionado lo de mi matrimonio con Claudio, decidí no esperar a que entrase el nuevo año para encarar el problema del compromiso de Octavia con Lucio Junio Silano. De nuevo me ayudó mi amigo Vitelio en su calidad de censor.
Para variar, Lucio Junio Silano estaba emparentado conmigo, pues era nieto de mi tía Julia, la «segunda de las Julias» como yo la llamaba. También él, por lo tanto, descendía del divino Augusto, y tanto él como sus hermanos podían ser posibles candidatos al principado. Su familia era muy poderosa, y a Claudio no le faltaba razón cuando decía que no se podía anular ese compromiso de forma arbitraria.
Yo había puesto a trabajar en el caso a una agencia de investigadores privados, a quienes encargué que buscasen el talón de Aquiles de Lucio Silano. Hacía mucho tiempo que yo había llegado a la conclusión de que en esta vida no hay persona alguna que no mantenga oculto un cadáver en un armario. Los investigadores 110 tardaron en encontrar el muerto.
Tenía Silano una hermana, Junia Calvina, que era un dechado de inteligencia y belleza, pero también tan coqueta como descarada. Los dos hermanos eran como uña y carne, les llamaban «los inseparables», por lo que las malas lenguas ya habían empezado a murmurar, intuyendo algo más detrás de aquel amor filial. Un detalle resultaba altamente significativo: amigos y conocidos llamaban Venus a Junia Calvina, por su hermosura y por lo extraordinariamente seductora que era. Decían de ella que era la diosa del amor. Pero Lucio Junio Silano se dirigía a su hermana refiriéndose a ella como «mi Juno», y hasta un niño que empieza la enseñanza elemental sabe que la diosa Juno es «la hermana y esposa de Júpiter», por lo que estaba claro que Silano iba proclamando a los cuatro vientos su amor incestuoso.
Basándose en eso y en los rumores que yo me encargué de propalar por toda Roma, mi amigo Vitelio, en su calidad de censor, tachó de la lista del orden senatorial a Lucio Junio Silano, que ese año, además, ejercía la pretoria.
Fue una auténtica suerte el hecho de que a Claudio se le hubiese ocurrido el año anterior desempolvar la antiquísima magistratura cié la censura, pues un censor no tenía por qué dar cuentas a nadie de las decisiones que tomaba. Una simple sospecha de inmoralidad le bastaba y sobraba para expulsar a alguien del Senado y borrarlo del orden senatorial.
Acogiéndose también a una vieja ley asociada a la censura, Vitelio obligó a Silano a renunciar al cargo de pretor, aunque tan solo faltaban unos diez días para que expirase, junto con el año, el período de su legislatura.
Eprio Marcelo, un personaje siniestro que se había hecho famoso como denunciante durante el principado de Claudio, se encargó de asumir la magistratura de Silano, convirtiéndose así en pretor urbano.
Ante el Senado en pleno tuvo Silano que tragarse esa nueva humillación. Vitelio creyó por momentos que Silano se desmayaría. Se puso lívido, le temblaron las piernas y se le quebró la voz.
Lucio Junio Silano era demasiado joven para los cargos que había ejercido, todos sin excepción antes de haber alcanzado la edad preceptiva, pues Claudio dispuso que ejerciese las magistraturas con al menos cinco años de antelación, así como financió combates de gladiadores a nombre del joven Lucio Silano para hacerlo popular entre las masas populares. En realidad, lo preparó para ser su sucesor, imagino que previendo la muerte de su propio hijo.
A sus veintitrés años, Lucio Junio Silano ya había sido, entre muchas otras cosas, prefecto urbano, cargo que había ejercido hacía seis años, había estado al mando de una legión durante la guerra contra los britanos, había celebrado el triunfo por esa victoria acompañando a Claudio, subiendo junto con él las escalinatas del Capitolio, y ya había sido elegido para asumir el consulado en el año entrante, una magistratura que en los tiempos republicanos solamente se adjudicaba a partir de los cuarenta y seis años de edad cumplidos y que luego Augusto rebajó hasta los veinticinco. Pero es que Lucio Junio Silano estaba destinado a convertirse en yerno del emperador y quizás en su heredero en caso de morir Británico.
Faltaban tan solo unos cuantos días para el treinta y uno de diciembre, pero no quise que acabase el año sin hacerle sentir un nuevo desaire. Convencí a Claudio para que, en su calidad de pontífice máximo, instruyese a los sacerdotes de la cueva de Diana con el fin de que oficiasen sacrificios expiatorios para purgar el delito de incesto perpetrado por Silano.
Al comenzar el año, el día uno cié enero del cuarenta y nueve, Claudio y yo contrajimos matrimonio. Celebramos la boda en el templo de Apolo en el Palatino, con una pompa jamás vista en unas nupcias imperiales. Me sentí realmente como una reina oriental.
Pero algo vino a deslucir nuestra ceremonia: el joven Lucio Silano eligió justamente ese día para suicidarse, y lo hizo al pie de la escalinata que conduce al templo. Por suerte pasaba en esos momentos por allí una carreta de la recogida de basura y mis hombres se encargaron de que los empleados municipales hiciesen desaparecer de la vía pública el cadáver de Lucio Silano.
Esa muerte vino a manchar, por desgracia, el comienzo de la nueva era que yo inicié al casarme con Claudio, así como la enturbió también la muerte de Lolia Paulina. Despechada por no haber sido ella la elegida, se puso a conspirar e intrigar contra nosotros. Convencí a Claudio de que tenía que tomar cartas en el asunto. Mi tío acusó formalmente a Lolia Paulina en la curia y pidió a los senadores que tomasen medidas para impedir a esa mujer que siguiese utilizando sus fabulosas riquezas para entorpecer la buena marcha del Estado.
El Senado decidió confiscar sus bienes, dejándole tan solo quince millones de sestercios, lo que para esa mujer representaba una auténtica minucia, y la desterró a las islas Pitiusas. Luego, como ni siquiera allí nos dejaba en paz, tuvimos que enviar a un tribuno militar con la orden de ejecutarla.
Aunque no lo recuerdo bien, creo que me valí de esas dos muertes para iniciar una conversación con Claudio en la que quería solicitarle algo. Mi hijo ya había cumplido los doce años, lo veía perder el tiempo con harta frecuencia y sentí que necesitaba un maestro que lo preparase para cuando tuviese que dirigir los destinos de Roma. No me podía imaginar para él maestro mejor que mi amigo Séneca. La gente diría que un Aristóteles había venido a dar clases a un nuevo Alejandro Magno. Tenía que sacar como fuese a Séneca del destierro.
Fue en un hermoso día de primavera cuando me sentí con fuerzas para lograr mi propósito. Comenté a Claudio las murmuraciones en torno al suicidio del joven Silano y la ejecución de Lolia Paulina. La gente decía que habíamos hundido a Lucio Silano porque nos estorbaba y que habíamos mandado matar a Lolia Paulina para apoderarnos de sus inmensas riquezas. Le expresé mi opinión de que de ahí en adelante solo se castigaría a alguien tras un juicio en toda regla y respetando escrupulosamente la legalidad vigente. Le dije de paso que podríamos hacer algo para ganarnos el favor popular.
—Algo…, ¿cómo qué? —me preguntó.
—Por ejemplo, mandar venir a Séneca de Córcega. Ya van a hacer ocho años que está allí.
Mi tío-esposo se levantó de un brinco de su asiento y se puso a dar zancadas por su despacho, agitando los brazos y meneando la cabeza como si esta fuese la cola de un perro alborozado.
—No quiero ver a Séneca en Roma —me replicó—. El Senado ya lo condenó a muerte en su día. Yo intervine y le salvé la vida. Hice que le conmutaran la pena por la del exilio. ¿Qué más quiere? Ya me ha importunado bastante con sus lamentaciones y sus súplicas. ¡Que se pudra en Córcega! ¡Que siga allí!
—Sí, que siga en Córcega, que siga enviando escritos a Roma y acrecentando aún más su popularidad. ¿No sabes acaso que es el ídolo de la juventud romana? No hay nadie que no haya leído sus tratados filosóficos, pues todos encuentran consuelo en sus obras, nadie que no haya leído sus tragedias. Su último libro sobre los terremotos lo ha convertido en una eminencia entre los eruditos. Algunos de sus poemas se han convertido en canciones que el pueblo entona por las calles y en las tabernas. No hay nadie, absolutamente nadie, que sea más popular que él en toda Roma. ¿No te das cuenta de que te ganarías al pueblo liberando a Séneca del exilio? Patricios y caballeros aplaudirían tu decisión. Te meterías a la intelectualidad en un bolsillo. La gente te querría más.
—Pero no puedo presentarme en el Senado para ir a revocar una medida que, en realidad, tomé yo. ¿Cómo quedaría?
—Han transcurrido desde entonces ocho años. ¿Quién se acuerda ya de lo que dispusiste o no dispusiste? Además, no hace falta que hagas nada, nuestro querido Lucio Vitelio es cónsul este año. Él se encargará de pedir al Senado que revoque la orden de exilio.
—Haz como quieras, hija mía. La verdad es que hasta la fecha no puedo quejarme de tus consejos.
Regresó Séneca de Córdoba a mediados de mayo. ¡Qué alegría inmensa fue volver a verlo! A sus cincuenta años parecía encontrarse en la plenitud de su fuerza creadora. Me dijo que había decidido irse a Atenas a estudiar filosofía.
—¿Has perdido el juicio? —le grité—. ¿Crees que te he hecho venir de Córcega para que ahora te largues a Atenas a hacer el tonto? Pienso nombrarte pretor y encargarte de la educación de mi hijo. Como pretor tendrás un gran poder, y como preceptor de mi hijo serás el maestro del futuro emperador. ¿Y sabes lo que serás después? Serás el primer consejero áulico, y tal como te conozco, te convertirás en la eminencia gris del Imperio. Serás Aristóteles dirigiendo a Alejandro Magno en las tareas del gobierno. ¿Pretendes renunciar a todo eso para irte con esos griegos desharrapados a intoxicarte con doctrinas que son irreconciliables con una vida política activa?
—Pero es que he decidido…
—¡Tú no has decidido nada! Y ahora, espera, que voy a presentarte a mi hijo, a quien prácticamente no conoces. Creo recordar que lo viste una sola vez, tras la muerte de mi hermano Gayo, cuando regresé del exilio y antes de que tú partieses para Córcega. Lucio tendría para aquel entonces unos tres añitos. Te asombrará verlo ahora. Se ha convertido en un niño precioso.
Jamás olvidaré aquel momento en que entró mi hijo, corrió hacia Séneca y se abrazó a él. Era como si los dos hubiesen sabido que eran padre e hijo. Vi que a Séneca se le saltaban las lágrimas.
Pensaría seguramente en su hijito muerto, que en esos momentos tendría la misma edad que mi Lucio.
Me quedé estupefacta. No podía dar crédito a lo que estaba viendo. Permanecieron abrazados durante un largo rato y luego mi hijo se dirigió a Séneca en un tono solemne, no carente de cierto desparpajo.
—Me han dicho que serás mi preceptor. No sabes lo que me honra ser el discípulo del hombre más sabio de todo el Imperio. Procuraré no defraudarte. Pero tendrás que tener paciencia conmigo.
—Tendré paciencia, muchísima paciencia —respondió Séneca con la voz entrecortada.
Séneca no volvió a hablarme de su proyecto ateniense. En cuanto al pueblo, supo apreciar aquel acto, pero lo atribuyó a mí, no a Claudio. Fui yo quien ganó popularidad.
A Séneca lo colmé de honores, le hice pretor y preceptor de mi hijo. Se convirtió así en uno de los personajes más importantes de Roma. Chocó enseguida con la envidia y el rechazo. Ante los ojos de la aristocracia no dejaba de ser un provinciano y un advenedizo, un «hombre nuevo», pues su familia pertenecía al orden ecuestre y él había sido el primero en ascender al orden senatorial. Entre sus antepasados no había cónsules ni generales victoriosos, no tenía en su atrio mascarillas de cera y estatuas de antepasados gloriosos. Era un hombre salido de la nada, por muy rica que pudiera ser su familia. Era un mercachifle infiltrado en la nobleza.
Se burlaron de él y trataron de echarle más de una zancadilla, pero siempre lo defendí, siempre velé por él, al igual que colmé de privilegios a sus parientes y allegados. A su suegro, Pompeyo Paulino, lo hice prefecto del abastecimiento de víveres en ese mismo año. A su cuñado, Aulo Paulino, lo nombré años después legado de la Baja Germania, a su hermano mayor, Junio Galión, hice que lo designasen gobernador de Acaya al año siguiente, y a su hermano menor, Marco Mela, lo convertí en el administrador de los bienes imperiales. Todos sus amigos medraron gracias a mí.
¡Con qué asombrosa rapidez se olvidó Séneca de su decisión de dedicarse exclusivamente a la filosofía! Al poco tiempo de llegar de Córcega contrajo matrimonio con Pompeya Paulina, una mujer jovencísima y que aportó al matrimonio una dote principesca.
Me pareció de repente el cortesano nato. Hasta empezó a engordar y a quedarse calvo, imagino que para hacer juego con el conjunto de los senadores.
Al casarme con mi tío, con Tiberio Claudio César Augusto Germánico, empezaron a llover los honores sobre mí. Por doquier surgían como setas mis estatuas y en los templos se celebraban oficios religiosos consagrados a mi persona. En las provincias orientales hasta me dedicaron templos. En esas benditas regiones me llamaron thea, me divinizaron en vida. A mis treinta y tres años era una diosa entre diosas.
Me había puesto como meta en ese mismo año de mi matrimonio cerrar el capítulo del compromiso entre la hija de Clan dio y mi hijo. La muerte del joven Silano ya era cosa del pasado, pues por los ríos había corrido mucha agua desde entonces y la gente se olvida muy pronto de cualquier desventura que no sea la propia.
Mi amigo Lucio Vitelio, ahora cónsul, se encargó de preparar al Senado para que fuesen a exigir a Claudio que compro metiese a su hija con el retoño de la hija del gran Germánico. Eso sellaría definitivamente la reconciliación entre las dos rama de la familia imperial. Además, ¿con quién mejor se iba a comprometer Octavia que con el único descendiente directo del divino Augusto, del divino Julio, de la diosa Venus y de su hijo Eneas? ¿Con quién mejor que con el último Eneas?
De nuevo se repitió la mascarada previa a mi compromiso con Claudio: los senadores abandonaron en tropel la curia y se encaminaron hacia palacio con el fin de obligar a Claudio, «si era necesario, por la fuerza», a comprometer a su hija Octavia con el hijo de Agripina. Y de nuevo obligué a Claudio a salir a su encuentro, bajar hasta el Foro, sentir el abrazo caluroso de las multitudes, entrar en la curia y verse alabado como el mejor de los príncipes.
Era maravilloso: cada vez que deseaba algo, era el pueblo el que se echaba a la calle para conseguírmelo. Yo me limitaba a mover unos cuantos hilos. Estaba demostrando a Claudio que para dirigir los asuntos de un Estado la persuasión es mucho más importante que la violencia, que en el arte de gobernar no se trata de imponer por la fuerza los intereses propios, sino de hacer creer a las masas que nuestros intereses son los suyos.
Después de haber conseguido que el Senado promulgase una ley por la que decretaba el compromiso, me fui con mi hijo a dar un paseo por el foro del divino Augusto. Le enseñé las estatuas de sus antepasados de la estirpe Julia.
—¡Fíjate, Lucio! —le dije—. Observa cómo el compromiso con Octavia a quien realmente enaltece es a ella, no a ti. Ella es la que sale ganando en esta unión. Cuando en las inscripciones se refieren al tío Claudio, se dice de él que es hijo de Druso, el hijo de Livia, esposa de Augusto. De Británico dicen que es «el último de los Claudios», pero de ti se dice que eres «el último Eneas», el único descendiente directo de la diosa Venus, con reyes entre tus antepasados. De ti se dice que eres el tataranieto del divino Augusto, el destinado a gobernar un día el Imperio romano. Y gobernar el Imperio romano, hijo mío, es gobernar el mundo.
»Ten en todo momento presente que no hay ni una sola persona en todo el mundo conocido que sea más importante que tú. Tú aventajas a todos por tu linaje y tu alcurnia. En las provincias empiezas ya a ser un dios sobre la tierra. Y eso eres, mi adorado Julio, un nuevo Apolo, Hércules reencarnado.
Mi hijo se detiene ante la estatua de Eneas, se queda pensativo y me pregunta al fin:
—¿Tan importante soy? ¿Es por eso por lo que me tratan con tanta deferencia mis maestros?
—Te he puesto como preceptores a los más grandes sabios del mundo. Alejandro Egeo, comentador de las obras de Aristóteles, es quizás el mejor gramático que vive actualmente y un historiador de fama reconocida. Y Caremón de Alejandría es, sin la menor sombra de duda, el líder espiritual de los griegos, el máximo representante del helenismo. De Séneca no necesito decir nada. Es el nuevo Aristóteles. Todas esas personas te las Impuesto a tu servicio. Espero que sean dignas de ti. Son lo mejor que he encontrado. Y tú, mi querido Lucio, serás un nuevo Alejandro Magno. Ya se habla de ti como el segundo Germánico. Roma entera tiene puestas en ti sus esperanzas. La aristocracia te respeta y el pueblo te adora.
—Sí, siempre me ovacionan cuando aparecemos en público, sobre todo en el teatro y en el circo. La gente es de lo más cariñosa y simpática conmigo. Me caen muy bien.
—Te veneran, hijo mío, como a un dios, como a lo que eres.
Mi hijo se encamina hacia la estatua de Augusto y se queda contemplándola pensativo. De repente frunce el ceño y hace una mueca de desafiante tozudez.
—¿Y yo seré como él, mamá?
—No, hijo mío, no, tú serás mucho más grande. Tú estás destinado a realizar empresas que harán palidecer la imaginación humana. Tú serás el nuevo Rómulo, el nuevo fundador de Roma. Esta ciudad se levantará con más esplendor que nunca sobre los cimientos que tú echarás.
Nos cogemos del brazo y deambulamos por entre los nichos, contemplando las estatuas de nuestros antepasados.