Cuando me presenté ante mi tío Claudio sabía que de la conversación que tendríamos dependían mi futuro y el de mi hijo, también incluso el del principado.
No hacía más que un par de meses desde la última vez que nos habíamos visto, pero lo encontré muy cambiado. Parecía abatido, falto de fuerzas, avejentado. El temblor habitual que le caracterizaba en la cabeza y las manos se había acentuado, al igual que me dio la impresión de que babeaba y tartamudeaba más que de costumbre. Lo más terrible eran sus ojos, su mirada sin brillo, casi sin vida, como la de un muerto.
Cuando entré a su despacho lo encontré apoltronado en un sillón, mirando al vacío. Al principio me asusté, creí que no me reconocía. ¿Le había afectado realmente tanto la muerte de Mesalina? ¿Qué fuerza misteriosa había unido a esas dos personas?
—¿Querías hablarme? —me preguntó con voz apagada.
No pude evitarlo: rae sobresalté y di un respingo. No sé si porque me sacó de mis cavilaciones o porque me sorprendió el hecho de que un cadáver me hablara.
—Sí, tío Claudio, tenemos que hablar. Hay cosas que no pueden seguir como hasta ahora. Sales de una conspiración para meterte en otra, sofocas una conjura y ya se está preparando la siguiente. Vives entre la zozobra y la incertidumbre. No sabes qué es la seguridad. Tu vida corre peligro.
Mi tío se incorporó en el sillón y abrió desmesuradamente los ojos. Me pareció aterrorizado.
—¿Vienes a advertirme de una nueva traición? ¿Quiénes son esta vez?
—Tranquilízate. No vengo a prevenirte de una nueva confabulación, sino de tu caída ineludible, tarde o temprano. Temo que vayas a terminar como Gayo.
Mi tío se dejó caer pesadamente en el sillón.
—¡Qué susto me has dado, hija mía!
—¿Recuerdas cómo subiste al poder, tío?
—Cómo me subieron, dirás. ¿Qué preguntas haces? ¿Cómo podría olvidarlo? Ni antes ni después pasé tanto miedo como entonces.
—El Senado te declaró enemigo público y te prohibió la entrada en la curia. Ocho años llevas gobernando y aún no has logrado reconciliarte con los senadores. ¿Sabes que hasta ahora has mandado ejecutar exactamente a cuarenta y tres senadores? ¿A cuántos más piensas llevar al cadalso? Por mucho que te empeñes, no podrás eliminar a toda la nobleza de Roma. Sobre los patricios descansa el poder imperial, es su columna principal.
—No me lo recuerdes, hija mía. ¡Si supieses lo mucho que sufro por eso! Tan solo los dioses inmortales lo saben. Cada ejecución es como un puñal que se clavase en mis carnes.
—¿Y cuántos puñales más van a aceptar tus carnes? Pronto no te va a quedar espacio.
Permanecimos en silencio. Pasado un rato, vuelvo a insistir:
—¿Sabes que has mandado ejecutar a unos trescientos caballeros? Ellos representan el segundo pilar del Estado.
—¿Adónde quieres ir a parar, hija? ¿Has venido a recriminarme?
—Jamás hubiese pensado siquiera en venir a recriminarte. He venido a ofrecerte mi ayuda. Los dos juntos podemos hacer frente a esta situación.
—¿En qué has pensado?
—En casarme contigo.
Esta vez mi tío se levanta del sillón y se pone de pie. Le tiemblan las manos y hace unos movimientos extraños con la cabeza, girando el cuello como si se lo retorciera, como sacudido por convulsiones internas.
—¿Te has vuelto loca? ¿Cómo nos vamos a casar tú y yo? ¿No te das cuenta de que eres para mí como una hija? Te criaste en mi casa. Además, nuestras leyes lo prohíben. Somos tío y sobrina. Sería incesto. Y aunque nuestras leyes no lo prohibieran, lo que menos se me ocurriría en esta vida sería acostarme contigo. Sería igual para mí que hacer el amor con Antonia o con Claudia. Eres como una hija mía, ¿es que no lo entiendes?
—Claro que lo entiendo. Y tú eres como un padre para mí. No te pido que nos casemos para irnos a la cama juntos, sino para gobernar juntos, para salir juntos de este pozo en que te encuentras sumido.
—¿Por qué todos se empeñarán en decir que tengo que casarme? ¿Para qué necesito de nuevo una esposa? Cuando murió Mesalina fui al cuartel del pretorio y prometí a oficiales y soldados que no volvería a casarme; es más, les dije que si manifestaba la intención de hacerlo, podían encerrarme e impedirlo.
—Ya sé que no necesitas para nada una esposa. Lo que necesitas es una aliada, alguien en quien puedas apoyarte. Y no trates de engañarme, pues sé perfectamente que has tratado de hallar esa aliada uniéndote a alguna familia poderosa de Roma, pero no has encontrado ninguna. Solamente yo soy tu aliada natural.
»Si nos casamos, volveríamos a unir a las dos ramas de la familia imperial, como estuvieron unidas con Livia y Augusto. Recuerda a lo que condujo el enfrentamiento que se produjo después entre Julios y Claudios. Entre otras cosas, a la destrucción de la familia de tu hermano. Tú eres un Julio y yo soy tanto Julia como Claudia. Los dos juntos fusionaríamos de nuevo a la familia.
—En eso no te falta razón.
—Lo he meditado mucho, tío Claudio. He cavilado durante noches enteras antes de venir a hablar contigo. Fíjate: mantengo excelentes relaciones con numerosos senadores, con los más importantes.
»No solo en el Senado, sino también en la clase de los caballeros y en el pueblo llano sigue vivo el recuerdo de tu hermano Germánico, de mi padre. Conmigo entraría a formar parte de la familia imperial la única persona adulta que desciende directamente del divino Augusto. Yo aportaría prestigio y continuidad dinástica al matrimonio. Ninguna otra mujer en toda Roma te daría lo que yo.
»Y míralo también desde otro ángulo: si yo contrajera matrimonio con alguien que no fueses tú, llevaría a otra casa el brillo y el esplendor de los Césares. Quisiéralo o no, sería un peligro.
»No olvides que también mantengo relaciones excelentes con el ejército. Oficiales y soldados no han olvidado a la hija del gran Germánico.
—Yo también tengo ahora buenas relaciones.
—Pues mucho mejor entonces. Así seríamos dos.
Mi tío se hunde en el sillón y permanece pensativo. Al cabo de un largo rato me dice:
—¿Sabes que tu idea no es tan descabellada como parece a primera vista? Ya andan mis ministros insistiendo en que me case otra vez. Hasta con esa tonta de Lolia Paulina. Y todo porque no les parece bien que un príncipe esté soltero sin pareja. Hay que dar ejemplo, aunque sea con la mentira. Por otra parte, no les falta la razón: el pueblo necesita ver un padre y una madre velando por sus retoños. Dependemos más de lo que nos imaginamos del favor de la plebe.
—Perdóname que insista. No es mi intención echarte nada en cara. No he venido aquí para juzgarte. Pero he seguido con angustia tus relaciones con el Senado. Ideaste la invasión a Britania con el único propósito de congraciarte con el ejército. Te llevaste contigo a todos aquellos senadores de los que no te fiabas, pues pensaste que era preferible tenerlos a tu lado bajo vigilancia a dejarlos en Roma, libres de organizar conjuras. Incluso, para ganártelos, quisiste engatusarlos dándoles los ornatos triunfales, y luego… ¡los ejecutaste! Es eso exactamente lo que quiero decirte, que no sabes cómo manejar al Senado. El año pasado restauraste el cargo de censor, legislatura anticuada, pasada de moda y que no se ejercía desde hacía sesenta y ocho años, desde los inicios del principado, cuando Augusto la restauró para poder depurar el Senado. ¿Te crees que presionando aún más a los senadores lograrás someterlos de verdad? Harán como si te obedecieran, pero serán como una fiera al acecho, dispuesta a darte el zarpazo. Por ese camino no vas a lograr nada. ¡Déjame ayudarte!
—¿Y qué hacemos con nuestras leyes? El incesto, hija mía, se castiga en Roma con la pena de muerte. ¿Qué ejemplo daríamos tú y yo?
—Estuve viviendo en Asia, viajé a Siria, en esos lugares están permitidos los matrimonios entre tíos y sobrinas. Los permiten los griegos y los judíos, los partos y los egipcios y muchos otros pueblos más. ¿No crees que podríamos cambiar la ley?
—¿Cómo?
—Eso, querido tío, eso déjalo de mi cuenta.
Mi tío se hunde de nuevo en el sillón y se queda amodorrado. No sé si piensa o duerme. Llega un momento en que no aguanto más esa situación. Impaciente, rompo el silencio:
—¿Has pensado además en la ventaja de que aporte un hijo varón al matrimonio?
—En eso justamente estaba pensando. El pueblo considerará a Lucio como el heredero legítimo. Él, a fin de cuentas, es el único descendiente directo del divino Augusto, del divino César.
—En modo alguno he pensado en perjudicar a Británico —me apresuro a decir—. Créeme que…
—¡No nos engañemos! Tú sabes al igual que yo que mi hijo tiene una constitución débil y enfermiza. Sus ataques epilépticos son cada vez más frecuentes. Sus médicos 110 creen que alcance la edad adulta. Además, tan solo tiene siete años. Es demasiado pequeño. ¿Qué sería de él si a mí me ocurriese algo? Acabaría estrangulado, como la nena de Gayo. Esos pensamientos me atormentan, me quitan el sueño por las noches. Tu hijo Lucio aportaría a la casa imperial una cierta estabilidad. En principio estoy de acuerdo contigo.
Empiezo a ponerme nerviosa, siento un hormigueo extraño por todo el cuerpo, pero he de conservar la sangre fría, aún no he terminado de exponer mis ideas.
—Y otra cosa más: si nos casamos y sellamos de nuevo la unión entre Julios y Claudios, podríamos consumar esa unión comprometiendo a nuestros hijos, a Octavia y a Lucio. Su matrimonio daría a entender claramente que la familia imperial es una sola, que ninguna otra familia patricia puede aspirar al principado. Augusto no dejó establecida una clara línea sucesoria. Con la hipocresía que le caracterizó, todo lo dejó en el aire, siempre se escudó en la falacia de que el Senado y el pueblo romano eran los que gobernaban. Nosotros, conservando ese mito, dejaríamos bien claras las cosas.
—Te olvidas de una cosa, hija mía, de que Octavia ya está comprometida con Lucio Junio Silano. Si fuese con cualquier otro no sería difícil anular ese compromiso, pero los Junio Silanos son una de las familias más poderosas de Roma, no puedo enfrentarme a ellos. No puedo anular ese compromiso. Faltar a la palabra dada para una alianza futura, según nuestras leyes, es también un delito, uno de los peores.
—No creas que no he pensado en eso. No tengo la intención de obligarte a que anules ese compromiso, pues esa acción te denigraría ante los ojos del pueblo. Ni se me ha pasado por la imaginación ponerte en ese compromiso.
—Y entonces, ¿cómo piensas que se puede soslayar ese escollo, que no es en modo alguno pequeño?
—¿Por qué no dejas eso de mi cuenta? Te prometo que hallaré una solución satisfactoria para todos.
—Haz lo que quieras, hija mía. Y ahora, déjame descansar. Me siento algo indispuesto.
Esta vez soy yo la que enmudece. No tengo nada más que decir. Mi tío ha aceptado. Las piernas me tiemblan y mi corazón pega brincos en mi pecho como un potro desbocado. Siento las palmas de mis manos empapadas en sudor. Las sienes me estallan y una extraña sequedad se ha extendido en mi boca.
Tardo mucho en serenarme. Cuando logro calmarme, me acerco a mi tío y lo abrazo.
—¿De acuerdo, entonces? —le digo.
—De acuerdo.