Siempre que evoco la caída de Mesalina mi cuerpo se estremece de placer. Ese recuerdo es casi mejor que un orgasmo. Me costó cerca de un año tenderle la celada. Como una araña tejí con todo cuidado mi tela, extendiéndola en el lugar idóneo, y ni siquiera tuve que esperar mucho. La mosca se precipitó en mi trampa.
No dejé nada al azar. Lo primero que hice fue encargar al pariente lejano de un liberto mío que comprase a su nombre una espléndida mansión en el Aventino y que la decorara siguiendo mis instrucciones. Luego le envié a supervisar las minas de plata que poseo en los Montes Marianos, al sur de la península Ibérica, con la orden de no regresar a Roma hasta que yo lo mandase llamar. Tenía que impedir que relacionasen la propiedad de esa casa con mi persona o con la amiga que pensaba utilizar.
Después me valí de mis confidentes en la corte para hacer creer al liberto Narciso, el ministro más poderoso de Claudio, que Mesalina estaba conspirando para derribarlo. Logré incluso engatusar a Lusio Geta, prefecto del pretorio, para que acabase de convencer a Narciso del gran peligro en que estaba su vida.
Y fue así como, sin que él lo supiera, utilicé a Narciso para que me ayudase a tejer la telaraña. Él tenía que atrapar la mosca por mí.
Cuando hablé a Junia Silana de mi proyecto, mi prima se mostró entusiasmada. Quería vengarse de Mesalina por haber obligado a su esposo a divorciarse de ella. Creo además que aún conservaba la esperanza de recuperar a Gayo Silo.
A mediados de abril del año cuarenta y ocho se precipitaron los acontecimientos según el plan previsto.
Elegí esa fecha porque en esos días se celebraban las fiestas municipales de la localidad de Ostia, lo que encajaba maravillosamente con mis planes, ya que esa ciudad no queda lejos de Roma y cuando llegase el momento mis hombres se encargarían de transmitir las noticias entre ambos puntos.
Envié a Ostia a un gran número de agentes míos para que se mezclasen entre la población y exigiesen en las tabernas y en los lugares públicos la presencia del emperador en los festejos con motivo de la inauguración de las zonas de ampliación del puerto. Los decuriones de la ciudad se hicieron eco del clamor popular.
Teniendo en sus manos un documento de las autoridades municipales de Ostia por el que expresaban su más ardiente deseo de que el príncipe, en su calidad de pontífice máximo, se hiciese cargo de los sacrificios a las divinidades durante los días de la festividad, no le fue difícil a Narciso convencer a Claudio de que fuese a pasar unos días a Ostia a disfrutar de paso de las fiestas. Le dijo además que le tenía reservada una agradable sorpresa para amenizar sus noches: dos bellísimas bailarinas gaditanas, con lo cual se aseguraba de que Mesalina permaneciera en palacio.
Entretanto mi prima Junia Silana había ido a ver a la emperatriz para asegurarle que en modo alguno abrigaba el más mínimo rencor. Le ofreció su amistad y le dijo que se sentiría extraordinariamente honrada y dichosa si aceptaba la invitación a una fiesta que en su honor pensaba organizar en su mansión del Aventino.
Le habló entonces de que sería una fiesta de carácter más bien íntimo y le hizo una relación de las personas que acudirían. Entre los nombres que mencionó se encontraban los de los hombres más apuestos de Roma.
Al advertir a Mesalina predispuesta a aceptar, mi prima le dijo que pensaba celebrar esa fiesta el día de la Vinalia, por lo que estaría dedicada a la vendimia. Habría prensas auténticas, lagares y mozas de larga cabellera suelta, ataviadas con pieles de cabra, que danzarían al son de los caramillos.
—Me estás hablando de Bacantes, ¿o me equivoco? —preguntó Mesalina.
Mi prima sonrió maliciosamente antes de contestar.
—Estoy hablando de celebrar una bacanal al estilo griego, como se celebraban en Roma hace siglos antes de que el Senado las prohibiera. Todos los invitados han sido elegidos teniendo en cuenta su carácter discreto y reservado. Nada que ocurra en los muros de mi casa saldrá al exterior.
Mesalina aceptó.
Durante ese año mis agentes habían visitado con frecuencia el centro comercial de los Saepta, donde adquirieron una bella colección de esclavos de lujo. Eran tan bien parecidos, que más de uno acabó en mi cama. Y eran tan atractivos que Mesalina no tendría tiempo de darse cuenta de que no vería en esa fiesta ni a uno solo de los hombres guapos que mi prima le había mencionado en su lista.
A la colección de hombres añadí algunas esclavas bellísimas y unas cuantas prostitutas de lujo.
¡Qué hubiese dado por haber asistido a la fiesta! Tentada estuve de presentarme disfrazada para ver al menos el comienzo de la misma, pero preferí no arriesgarlo todo por un capricho mío. Tan solo sé de lo que allí ocurrió por lo que me contó mi prima, que aprovechó el primer descuido cié Mesalina para hacer un discreto mutis y venir a verme.
Mesalina no tardó mucho en distraerse. La mirada se le iba detrás de cada joven, todo la entusiasmaba. Cuando mi prima, en calidad de anfitriona, pidió una voluntaria para ejercer la prostitución sagrada en honor a Dionisio, Mesalina fue la primera en apuntarse.
Mi prima abandonó la mansión del Aventino cuando Mesalina se disponía a hacer el amor con su sexto hombre consecutivo.
Narciso, al que mis agentes, galopando entre Roma y Ostia, informaban en todo momento de lo que estaba sucediendo en la mansión del Aventino, había logrado con promesas, halagos, sobornos y amenazas convencer a dos cortesanas que solían compartir cama con Claudio para que fuesen a dar la noticia al emperador.
Las dos cortesanas, Calpurnia y Alejandra, se deslizaron en la noche en el dormitorio de Claudio, y cuando éste levantaba las sábanas para recibirlas, advirtió que venían compungidas y llorosas.
Mientras derramaban abundantes lágrimas, le contaron que habían sido engañadas, que las habían invitado a una fiesta con motivo de la Vinalia, fiesta que se celebraba en una mansión muy lujosa, por lo que dedujeron que se trataría de personas de alcurnia y por tanto decentes.
Al comenzar la fiesta se horrorizaron al advertir que allí iban a celebrar una auténtica bacanal, como ésas que la ley prohíbe desde antiguo, por lo que dieron media vuelta dispuestas a marcharse inmediatamente, pues por nada del mundo hubiesen sido infieles a su amado príncipe. Pero entonces escucharon una voz que les resultó familiar.
Al llegar a este punto de la narración, Calpurnia y Alejandra enmudecieron, se echaron a llorar y dijeron que no se atrevían a revelar a quién pertenecía esa voz.
Claudio les aseguró que nada tenían que temer, luego se enfureció y las amenazó, hasta que al fin las dos confesaron que la voz pertenecía a su propia esposa y que luego la habían visto hacer el amor con varios hombres a la vez.
Despavoridas, habían ido entonces a informar a Narciso, quien las había traído a Ostia para que hablasen con el emperador.
Terriblemente abrumado y abatido, Claudio, que se resistía a creer lo que le contaban, mandó llamar a Narciso y éste le confirmó que su esposa le engañaba desde hacía mucho tiempo, pero que nunca se había atrevido a decírselo.
Claudio partió inmediatamente para Roma escoltado por varios escuadrones de la caballería pretoriana, irrumpió en mi mansión del Aventino y sorprendió a su amada esposa fornicando como una loca con un musculoso esclavo etíope.
Mi tío organizó a continuación una verdadera matanza. La primera en morir fue Mesalina.
Mientras vivió Mesalina, Roma se asemejaba a un barco dirigido por un capitán y un timonel borrachos. Sin embargo, al desaparecer la emperatriz, Roma se convirtió en un buque carente de timonel y gobernado por un patrón beodo.
De seguir las cosas por ese camino, no quedarían más que dos posibilidades: o bien asesinaban a Claudio y el Senado proclamaba definitivamente la República o alguien que no fuera de nuestra familia se encargaría de dar un golpe de Estado y fundar una nueva dinastía. En ambos casos los supervivientes de los Julio Claudios estaríamos destinados a desaparecer del presente y de la historia. Yo tenía que impedirlo y no sabía cómo.
Los ministros de Claudio pensarían que sería preferible disponer de un timonel aun cuando éste se hubiese criado en las montañas y jamás en su vida hubiese visto el mar. Se dieron cuenta de que Claudio necesitaba una mujer que lo guiase. Se pusieron a hacer cábalas sobre quién sería la mujer ideal para el príncipe. Pensaron así en su primera esposa, de la que ya tenía una hija, Antonia, pero llegaron a la conclusión de que, en el amor, las repeticiones jamás son buenas. Al fin se decidieron por la que había sido la quinta esposa de mi hermano Gayo, por Lolia Paulina.
Al pensar que entraría de nuevo en palacio la estúpida que no se cansaba de mostrar por los salones de Roma las facturas de las perlas y esmeraldas que llevaba encima, me entraron escalofríos. Cuando llegase esa mujer a emperatriz, ¿qué quedaría del erario público después de que hubiese decidido aumentar el número de facturas?
Tenía que hacer algo para evitar la catástrofe que se avecinaba.
En los meses que siguieron a la muerte de Mesalina hubo nuevas ejecuciones de senadores y caballeros, incluso hasta de militares, y se recrudecieron los procesos de lesa majestad: cualquier ofensa real o inventada a la persona del emperador se consideraba automáticamente como delito de alta traición.
La industria más floreciente en Roma pasó a ser la de la acusación con cargos imaginarios. Los delatores hicieron su agosto en pleno invierno.
Con el perverso sistema ideado por mi bisabuelo Augusto de premiar la delación con la mitad de los bienes confiscados a los condenados por delito de lesa majestad, surgieron individuos que hicieron de la traición y la mentira una auténtica profesión.
Hacía finales de año se respiraba en Roma un clima de intriga y conspiración. Muchos habían llegado a la conclusión de que era preferible arriesgar la vida en el intento de derrocar a Claudio que esperar la muerte de brazos cruzados.
Se estaba repitiendo, pero de forma más aguda, la misma situación que se había dado con mi hermano Gayo. Esta vez, o el Senado reinstauraba definitivamente la República o algún general se encargaría de dar un golpe de Estado y hacerse proclamar emperador. En ambos casos, los pocos que quedábamos de la dinastía de los Julio Claudios estábamos condenados a desaparecer. Temí por mi vida y por la de mi hijo. Tenía que hacer algo.
Fue el quince de diciembre, el día del cumpleaños de mi hijo, al contemplarlo embelesada mientras abría los paquetes con sus regalos, cuando se me ocurrió la solución.
Mi idea no dejaba de tener sus riesgos, debido sobre todo a que topaba con el derecho consuetudinario y la legislación romana, pero, me dije, si para algo han de servir las leyes es precisamente para cambiarlas cuando hace falta.
Estuve dándole vueltas todo el día a mi proyecto, pasé la noche casi en vela y en cuanto amaneció me dirigí a palacio a hablar con mi tío Claudio.