Capítulo 17

Según un dicho popular «después de lo malo siempre viene lo peor», y creo que tuvo que venir Claudio para que la gente empezase a recordar con cariño a su príncipe anterior. Si alguien pensó que mi hermano había sido malo, Claudio lo hizo bueno.

Se han vertido muchas mentiras sobre mi hermano. A su muerte dejó un imperio caracterizado por la estabilidad en las provincias, la paz con los partos y la seguridad de nuestras fronteras septentrionales frente a las tribus germanas hostiles, a las que mi hermano supo mantener en jaque.

Dejó repletas las arcas del tesoro, preparó la invasión de Britania y supo congraciarse en todo momento con el pueblo, al que favoreció frente a los poderosos.

Y por encima de todo, al contrario de lo que sucedió tras la muerte de Tiberio, que provocó inmediatamente una explosión de júbilo popular, la muerte de mi hermano solo fue acogida con alegría por la clase senatorial, y si los senadores decretaron que su memoria fuese borrada de la historia, el pueblo no se lanzó a la calle a destruir sus estatuas.

¿Por qué entonces esa campaña de descrédito y difamación que lanzó mi tío Claudio en contra de su sobrino a partir del mismo momento en que se hizo con el poder?

Bien es verdad que a partir del segundo año de su principado mi hermano basó su poder cada vez más en el terror, pero fue un terror más mental que físico, pues nacía del miedo y no del número de ejecuciones, que no fueron en modo alguno muchas.

Mi hermano cometió un error que yo nunca hubiese cometido: fue vengativo. Yo fui siempre muchísimo más diplomática que él. Siempre antepuse la realidad política a mis caprichos y deseos.

Pero ¿puedo reprochar a mi hermano que hiciese lo que cualquier persona hubiese hecho estando en su lugar: vengar a los suyos? Hizo comer los hígados de su hijo a un patricio romano. Sí, pero aquel hijo había sido el testigo principal en el proceso contra mi madre y mis hermanos. Aprovechándose de su amistad con mi hermano Druso, se introdujo ladinamente en nuestra familia para espiar lo que hablábamos. Él fue uno de los pilares en la perdición de nuestra familia. ¿Puedo reprochar a mi hermano que satisficiera su sed de venganza?

Yo me hubiese aguantado esa sed. No hubiese bebido ese brebaje. ¿Soy por eso acaso mejor que él? Mi pobre hermano se vio obligado a disimular durante demasiados años. No sé cómo pudo soportarlo.

Mi tío subió al poder gracias a un asesinato y mediante un golpe de Estado. Desde un principio nadie lo quiso, salvo los pretorianos.

Mi hermano fue recibido como un dios salvador; mi tío, todo lo más, fue tolerado. En ningún momento fue popular, supo ganarse enseguida el desprecio de las gentes. Sabía muy bien que era el representante de un sistema odioso de gobierno. Por eso se empeñaría en demostrar que el sistema no era intrínsecamente malo, sino tan solo su predecesor.

Se ensañó con su memoria. Tampoco respetó la de mi padre. Mi hermano había dado el nombre de germánico al mes de septiembre. Mi tío lo anuló. No sé por qué lo hizo. Quizás porque estaba celoso de su hermano, porque quería quitarle méritos para que la comparación entre los dos no le resultase tan desventajosa.

Mandó fundir una serie bellísima de monedas de oro y plata en cuyo reverso aparecía ora la efigie de mi padre, ora la de mi madre. Se justificó señalando que en el anverso se veía la efigie de Gayo. Con igual pretexto destruyó los sestercios en que aparecíamos en el reverso las tres hermanas representadas como diosas. Tan solo pude rescatar una moneda que ahora siempre llevo encima. Livila, Drusila y yo aparecemos personificando a la Fortuna, la Concordia y la Seguridad. De mis padres no logré conseguir ni una sola.

Dijeron entonces las malas lenguas que de las monedas de bronce fundidas mandó esculpir Mesalina una estatua del actor Mnéster, que hizo colocar en su alcoba para admirarlo en todo momento.

Aunque quizás el rencor de mi tío fuese de índole más personal. Me contaron al volver del destierro que en sus últimos tiempos mi hermano se había habituado a mofarse de mi tío, a escarnecerlo. Cuando Claudio, como cualquier adulador rastrero, peregrinó al frente de una delegación de optimates hasta la ciudad de Lugdunum para felicitar al príncipe por haber salido ileso de la terrible e inesperada conjura que urdieron sus hermanas y unos traidores malvados, mi hermano Gayo ordenó mantear a Claudio y arrojarlo a la corriente del Ródano.

Mi tío se convirtió pronto en un tirano, pero no por malvado y perverso como Tiberio, sino por imbécil y por dejarse manipular por Mesalina, de cuyos caprichos fue siempre un juguete. Era incapaz de gobernar. Además, vivía en continuo miedo. Un miedo histérico que le hacía responder a cualquier injuria real o ficticia con una violencia inusitada. Mientras que de Tiberio no puede decirse que mandase ejecutar ni a un solo senador, Claudio condenó a muerte a más de cuarenta senadores y a unos trescientos caballeros. No sé cómo pudo durar tanto antes de que yo lo salvara.

Cuando regresé a Roma del exilio advertí enseguida que con mi tío se iniciaba un período de inseguridad. Casi de un modo inconsciente tomé dos medidas que habrían de salvarme la vida. La primera fue que decidí pasar lo más inadvertida posible y capear el temporal. Con cualquier pretexto me escabullía de Roma. Solía irme con mi hijo a la región del Véneto a pasar largas temporadas en la finca que su tutor Asconio Padanio tenía en las cercanías de Padua o me venía a Ancio o emprendía viajes por el Lacio y la Campania.

La segunda fue casarme. Después de un intento fallido por casarme con Sulpicio Galba, elegí como candidato a Salustio Crispo Pasieno, uno de los hombres más poderosos e influyentes de Roma, también uno de los más acaudalados. Su fortuna era inmensa. La mía no era precisamente pequeña, pues me fue restituida tras el exilio, ya que mi hermano se había apoderado de mis bienes, pero la de él era mucho mayor. Salustio fue uno de los intelectuales más exquisitos de Roma, poseía una cultura vastísima y le distinguía un ingenio vivaz, a veces de una mordacidad jocosa. Conversar con él se convertía siempre en una aventura fascinante. Pese a la actitud crítica que adoptaba contra todo y contra todos, su encanto natural le valió granjearse las simpatías de Tiberio y Gayo, luego también de Claudio. Lo conocía desde hacía unos catorce años, desde que entré a formar parte de la familia de mi esposo. Desde el primer momento congeniamos. Fue la única persona en esa familia que me proporcionó afecto y en quien pude buscar consuelo. Su único defecto como candidato era que seguía casado con mi cuñada Domicia.

La diferencia de edad no me importaba. Me llevaba treinta y seis años y yo tenía tan solo veinticinco, pero siempre me han atraído los hombres maduros, quizás porque los viese como sustitutos de mi padre.

En cuanto le insinué que podríamos contraer matrimonio, se divorció de mi cuñada y nos casamos. Salustio se convirtió así en el padre de mi hijo. Pasamos largas temporadas en Túsculo, de donde era oriunda su familia y donde tenía unas posesiones espléndidas.

En aquel primer año del reinado de Claudio ocurrió lo nunca visto en toda la historia del principado: el gobernador de una provincia se declaró en rebeldía y se alzó en armas contra el poder central. Lucio Arruncio, legado de Dalmacia, con mando sobre dos legiones, declaró la guerra a Claudio. Al parecer contaba con el apoyo de un gran número de caballeros y senadores. Imagino que se habría puesto de acuerdo con otros legados provinciales. Pero como la cobardía humana abunda más que la valentía, la sublevación fracasó a los cinco días. Arruncio huyó y fue a refugiarse a la isla de Issa, donde le dieron muerte.

Fue entonces cuando Claudio y Mesalina, esos dos cobardes paranoicos que veían enemigos hasta en sus propias sombras, tuvieron algo concreto para justificar la represión que ya habrían urdido en sus mentes enfermizas. Aprovecharon la ocasión para desembarazarse de todo aquél que les estorbaba. Y fue así como acusaron a Livila y a Séneca de adulterio y alta traición. Mi hermana fue condenada al exilio en la isla de Pandateria. Séneca fue condenado a muerte. Creo que le aplicaron esa condena a instancias de Claudio para que éste pudiera hacer gala de clemencia. El príncipe intervino y logró, aparentemente después de un gran derroche de oratoria, que se conmutase a Séneca la pena de muerte por la del destierro a la isla de Córcega. La condena definitiva, dictada a principios de octubre, fue de exilio con interdicción del agua y del fuego. A mi hermana no la volvería a ver: ese mismo año un grupo de sicarios la asesinó en la isla de Pandateria.

Muchos aseguran que fue Mesalina la que ordenó la muerte de mi hermana, pero yo estoy convencida de que mi tío Clan dio mandó ejecutar a su sobrina. Jamás sabré por qué lo hizo. Siempre le odiaré por eso.

Al año siguiente nombraron a mi esposo procónsul de Asia. Nos fuimos a vivir a la ciudad de Pérgamo y emprendimos dilatados viajes por toda la provincia.

Conocí un mundo completamente nuevo, fascinante, mucho más culto, más refinado, más exquisito que el nuestro. Para nosotros, los romanos, ocho siglos representan prácticamente toda nuestra historia, de los cuales unos cuantos tienen más de leyenda que de realidad. Para aquellas gentes su historia se cuenta por miles de años. Su cultura es infinitamente superior a la nuestra. Aquel mundo me cautivó.

Como procónsul provincial mi esposo disfrutaba de la posición inherente a un monarca oriental. Se veía divinizado en vida.

Si con mi hermano Gayo pude saborear por vez primera los privilegios del poder, con mi segundo esposo conocí de verdad a qué extremos insospechados puede llegar.

En la isla de Cos me dedicaron una estatua de mármol en el templo de Asclepio, dios de la medicina, con una inscripción en su base en la que se hacía mención expresa a que yo era la hija del gran Germánico y la única descendiente directa del divino Augusto. En esa inscripción me llamaban Agripina Augusta Deméter, otorgándome así el título honorífico más importante en el Imperio romano y equiparándome a una diosa. Y como diosa me veneraron cuando visité la isla.

En Lesbos la población salió a recibirme entusiasmada. Me llevaron en una carroza de oro por caminos cubiertos de flores. En Apamea y Laodicea me sentí reina sobre los hombres y divinidad entre los dioses. No hubo honor que no me prodigaran. Y en el altar de Pérgamo colocaron una efigie mía, a la que todos los días pontífices y sacerdotisas ofrecían sacrificios.

Tras un año de auténtico delirio, que incluso hoy en día, en mi recuerdo, me parece que fue tan solo un sueño, volvimos a Roma, donde mi esposo fue designado cónsul por segunda vez para el siguiente período legislativo.

—Creo que este segundo consulado te lo debo a ti —me dijo mi esposo cuando le dieron la noticia—. Son las primicias por estar desposado con la biznieta del divino Augusto.

A principios del consulado de mi esposo, en el año cuarenta y cuatro, se celebró el triunfo por la conquista de Britania, que fue declarada entonces provincia romana. Regresó en esos días a Roma mi querido Afranio Burro, curtido en cien batallas, en una de las cuales había perdido una mano. Se había distinguido por su bravura y sus dotes de estratega, por lo que le dieron el mando de una legión, que con él desempeñó un papel crucial en el desenlace de esa guerra. Volvía rodeado de una aureola de prestigio militar. Hablamos mucho de mi hermana Livila. Nos había cobrado mucho cariño en los tiempos en que tuvimos que vivir en la tétrica morada de mi bisabuela Livia.

Al terminar el año de su consulado, mi esposo cayó enfermo. Le dio una fiebre altísima y tuvo que guardar cama. Tardó muy poco en recuperarse, pero un día de primeros de enero del cuarenta y cinco, durante los Juegos Compitales, cuando nos estábamos arreglando para asistir a un banquete que ofrecía el presidente del senado, mi esposo se llevó las manos al corazón, dijo que se asfixiaba, lanzó un grito de dolor y cayó desplomado al suelo. Nuestro médico de cabecera confirmó su muerte.

De nuevo me vi viuda y de nuevo tuvieron que designar un tutor para mi hijo. Nombraron al mismo que había tenido antes, a Asconio Pedanio, y así fue como me fui con mi hijo a vivir a la mansión de Pedanio en las inmediaciones de Padua. Preferí, como siempre, alejarme de Roma.

Entre Padua, Ancio y Pompeya vivimos cerca de tres años, los únicos que pude dedicar realmente a mi hijo. Verlo crecer desde los seis a los nueve años fue una experiencia conmovedora, pero también desconcertante.

Le gustaba cantar, y lo cierto es que tenía una voz preciosa. Se entusiasmó por el dibujo y la pintura y empezó a esculpir sus primeras obras en yeso. Berilio, su profesor de literatura, estaba entusiasmado con él. Me decía una y otra vez que el niño sería de mayor un gran poeta. Se aficionó al teatro, leía todo cuanto caía en sus manos y tuve que comprarle uno de esos teatrillos automáticos con figuras de marfil, que vienen de Alejandría y en los que se puede seguir la trama entera de una obra dramática.

Todos decían que el niño poseía un gran talento, pero yo a veces me asustaba al pensar en la pesada carga que algún día tendrían que soportar sus hombros. El y nadie más que él tenía que ser el próximo emperador de Roma. Si aún no había alcanzado la mayoría de edad cuando muriese Claudio, yo sería la emperatriz regente. Algún día tenían que acostumbrarse los romanos a ser gobernados por una mujer. Ya estaba harta de saborear el poder tan solo por ser la hermana o la esposa de alguien. ¿No podía saborearlo por mí misma?

Mi hijo tenía que convertirse en un político, en un hombre de Estado, no podía andar perdiendo el tiempo con memeces propias de artesanos y esclavos. Tenía que estudiar jurisprudencia y dominar el arte de la oratoria, tenía que prepararse para hablar en el Senado, para recibir a reyes y embajadores. Y tenía que aprender las artes marciales para cuando dirigiese ejércitos que fuesen a agrandar los confines del Imperio.

Sin embargo, fui débil, me dije que era demasiado pequeño, que tenía que dejarle hacer lo que quisiera, que ya habría tiempo de encauzarlo.

Fui tolerante con él, también muy cariñosa. Creo que mi hijo fue feliz durante esos tres años. Y también creo que me equivoqué. No supe encarrilarlo.

Lo único que enturbiaba a veces nuestra relación era la obsesión que tenía con su padre. Siempre me preguntaba por él. Me ponía nerviosa al hacerme recordar la persona que más quería olvidar en mi vida. Me obligaba a hablarle de alguien que, en realidad, nada tenía que ver con nosotros dos. Pero comprendía que la pérdida de quien él tenía por padre tuvo que sumarse a la experiencia traumática de verse separado de mí. Así que me obligaba a mí misma a contarle cosas agradables de quien ningún recuerdo placentero me dejó. ¡Jamás en mi vida he mentido tanto!

En cierta ocasión, caminando por los bosques, cuando insistía en que le hablase una vez más de su padre, al acordarme de Séneca, le dije:

—Cuando volvamos a Roma, y si la diosa Fortuna me es propicia, te presentaré a alguien que será como un padre para ti. Es un gran filósofo, un pensador profundo, pero cayó en desgracia y se encuentra ahora deportado en una isla. Me he jurado sacarlo de allí.

Mi hijo se quedó pensativo y a partir de aquel momento no tuve más remedio que satisfacer su curiosidad en torno a esa persona desconocida que había entrado de repente en su vida. Rememorar a Séneca me resultaba también doloroso.

Fueron, pese a todo, tres años maravillosos. Quizás también yo fuese feliz. Paseábamos mucho por los bosques y nos bañábamos en los ríos. Escalamos montañas, nadamos en lagos de ensueño en los Alpes Cárnicos e hicimos excursiones por las provincias de Retia y Nórica.

A las horas de las comidas era él el encargado de las libaciones a los dioses lares. Le leía mucho, desde las fábulas de Esopo hasta las Metamorfosis de Ovidio. Me encantaba contemplar la carita que ponía cuando me escuchaba embelesado.

Nos acostumbramos, sobre todo durante los veranos, a dormir la siesta juntos. Aún recuerdo uno de esos días. Estuvimos por los bosques y caímos rendidos en la cama tras una agobiante caminata. Como siempre, nos acostamos desnudos y nos arropamos con una sábana, Me sumí enseguida en un sueño pro fundo.

Me desperté al sentir un suave besuqueo en mis pezones y las caricias de las yemas de unos dedos en mis senos. Pensé al principio que se trataría de unos roces fortuitos y me hice la dormida. Mi hijo se apretó contra mí y se fue deslizando muy lentamente hacia abajo a lo largo de mi cuerpo. De repente sentí un cosquilleo en los pelos que pueblan el monte de Venus y luego en los que cubren la entrada de la vulva. Era una sensación apenas perceptible, tan solo pude intuir que mi hijo rozaba delicadamente la superficie de mi vello con sus labios. Se deslizó entonces hasta mis pies y luego regresó subiendo por mi espalda. Me besó en las nalgas, llegó con su rostro a la altura de mi espalda, se estrechó contra mí y permaneció inmóvil, casi sin respirar, como si durmiera, pero algo duro y rígido se clavó entre mis piernas.