De nuevo he llegado a estas rocas azotadas por las olas del mar. Como si no hubiese otro lugar en el mundo al que dirigir mis pasos. Quizás me crea más prisionera de lo que en realidad soy. ¿Por qué permanezco en Ancio, en este maldito lugar que fue nido de piratas y luego guarida de potentados?
¿Qué preguntas me hago? Sigo aquí porque no tengo adonde ir. Porque aquí, como en ningún otro sitio, me atan mis pensamientos.
¡Qué mal he dormido esta noche! Me desvelé continuamente, tuve que llamar una y otra vez a mis doncellas para que encendiesen las lucernas y una y otra vez las llamé para que las apagasen. Cada vez que caía amodorrada en una especie de duermevela me asaltaban terribles pesadillas.
Soñé con mi hermano Gayo. Caminábamos juntos por una campiña cogidos del brazo, llegamos al borde de un precipicio, nos asomamos, yo me aparté, retrocedí, cogí carrerilla y lo empujé y lo arrojé al abismo. Lo vi precipitarse en una especie de pozo profundo que no parecía tener fondo. Al caer me gritó:
—¡Hermana, sálvame!
Me desperté completamente empapada en sudor.
¿Por eso habré venido aquí a bañarme en el mar? ¿Para quitarme una suciedad que no sale con jabón ni agua dulce? Tengo la impresión de que durante cuarenta y tres años no he hecho más que acumular suciedad en mi cuerpo. Quizás por eso nade tanto.
También me encontraba nadando aquel día cinco de febrero del año cuarenta y uno cuando divisé un barco en lontananza. Había ido como de costumbre a la playa del Claro de Luna. Había dejado mi ropa sobre la arena, me había zambullido en el mar y me había alejado bastante de la costa. Al ver al navío surgir por el horizonte pensé que sería uno de esos buques mercantes que traían de tarde en tarde provisiones a la isla y regresaban a Italia cargados de sal, vino y frutos secos.
Me alejé aún más de la costa, adentrándome peligrosamente en el mar, y de repente creí advertir que se trataba de un barco de guerra. Pensé en volver enseguida a la ciudad de Pontia, pues podían traer nuevas para mí. Luego caí en la cuenta de que aquellas nuevas bien podían ser mi condena de muerte. Hasta decidí nadar hacia el horizonte y perderme en las profundidades del mar.
Al divisar más de cerca el barco y contemplar al buque insignia de la flota de Miseno, adornado con banderas y estandartes, me dije que aquel hermoso trirreme solo podía ser portador de felices noticias.
Acuciada por la curiosidad, nadé con todas mis fuerzas en dirección a la playa. Al alcanzar la costa, me vestí a toda prisa, sin esperar a que se secara mi cuerpo, atravesé el túnel como si me persiguieran los lémures infernales y corrí como una loca para poder llegar al puerto antes de que atracase el barco.
Me planté en el muelle cuando los marineros acababan de arrojar las amarras y unos hombres, seguramente de entre los muchos curiosos que habían acudido, las ataban a los noráis.
Al mirar hacia la cubierta el corazón me dio un vuelco. Allá arriba, de pie, agitando un pañuelo de púrpura, con una sonrisa de oreja a oreja, se encontraba Séneca. Aún lo veo como si estas rocas fuesen el puerto de Pontia. Lo veo descendiendo por la escalerilla y corriendo hacia mí.
—Eres libre —me dice mientras nos abrazamos—, puedes volver a Roma. Tu tío Claudio es ahora emperador. ¡Tengo tantas cosas que contarte!
—¿Y mi hermano Gayo?
—Unos oficiales de las cohortes pretorianas, aprovechando un descuido de la guardia germana, lo cosieron a puñaladas. Al parecer se defendió como un bravo, pero nada pudo hacer contra varios hombres a la vez. Luego mataron a su mujer y a su hija pequeña. Eso fue una matanza infame, gratuita.
—¿Mataron a Lolia Paulina? ¿Tuvo una hija con ella? Nada sabía.
—¡Hay tantas cosas que no sabes! Tu hermano se había casado por sexta vez, con Milonia Cesonia.
—¿Con ésa? Pero si tenía tres hijos.
—Pues tuvo uno más con tu hermano, una niña a la que pusieron Drusila.
—¿No le harían a la niña lo mismo que a la hija de Sejano?
—No, ten en cuenta que no hubo condena. Un pretoriano cogió a la nena por las piernas y le estrelló la cabeza contra un muro.
Me quedo ensimismada, pensando en el triste destino de mi hermano y su hija, hasta que Séneca me hace volver a la realidad:
—También se casó tu tío Claudio.
—¿De nuevo?
—Por tercera vez. Y tuvo una hija, Octavia, ahora de un año de edad. Espera otro retoño, pues su mujer está a punto de dar a luz. Alumbrará en estos próximos días.
—No me has dicho quién es su mujer.
—Mesalina.
—¿Mi queridísima y repulsivísima sobrinita?
—La misma.
—Todo lo que me cuentas es de locos. Mi tío emperador… ¡quién iba a imaginárselo! Y casado con esa ninfómana. No va a ganar para cuernos. ¿Se han vuelto todos locos en Roma?
—Tengo sed —me replica Séneca—. Me apetece un buen vaso de vino. Vamos a aquella taberna que estoy viendo allí. A veces hay que mezclarse con el pueblo.
—Pues sabrás que entro ahí de vez en cuando. Me he acostumbrado a charlar con los isleños. Con alguien tengo que hablar en esta maldita isla.
Nos dirigimos a la taberna de las Tres Sirenas y nos sentamos a una rústica mesa de madera. Pido una botella de vino y el entremés típico del lugar: un molusco de aspecto grotesco que solo se da en las islas pónticas. Lo llaman pernil, porque cuando se clava erguido en la arena parece la pata de un cerdo. En busca de alimento, abre entonces su concha desmesuradamente, tanto que sus valvas pueden llegar a separarse, en caso de tener espacio, hasta un pie de distancia, y la rádula de su boca es como una especie de peine compuesto por dos hileras apretadas de dientes afilados. En el interior de su cuerpo se encuentra un gran trozo de carne de un sabor exquisito.
—¡Cómo has cambiado! —me dice Séneca—. Te encuentro mucho más fuerte. Mucho más delgada también, pero más fuerte. Y por el color de tu piel pareces ahora una etíope.
—Nado mucho y me da mucho el sol. Sin el ejercicio físico ya me habría vuelto loca.
—Como los romanos, según tú.
—Pero, cuéntamelo de una vez. ¿A qué se deben esos cambios tan extremos? ¿No podían haber nombrado emperador a otra persona? A alguno de mis primos. A Rubelio Plauto, por ejemplo.
—Al morir tu hermano ocurrió justamente lo que yo había predicho. Los senadores proclamaron la República. Se reunieron en el Capitolio para no hacerlo en la sede habitual del Senado, ya que ese edificio, al llamarse curia Julia, lleva el nombre del enterrador de la República. Decretaron que fuesen destruidos todos los templos que fueron construidos por los miembros de la dinastía Julio Claudia. Transfirieron los fondos del tesoro desde el templo de Saturno al Capitolio y los pusieron bajo vigilancia armada. Promulgaron una ley por la cual todos los Césares eran condenados a ser borrados de la memoria colectiva. Sus estatuas serían destruidas, sus nombres tachados. Nada debía recordarlos.
—¿Y qué pasó entonces?
—Que esa República duró tan solo veinticuatro horas. Los pretorianos dieron un golpe de Estado. El pueblo no protestó. No tendría muchas ganas de volver a los tiempos republicanos en los que la aristocracia nadaba en privilegios.
—Voy entendiendo. Mi tío se hizo proclamar emperador en contra del Senado.
Séneca suelta entonces la carcajada.
—No precisamente —me dice—. Mataron a tu hermano en el teatro del palacio, cuando lo abandonaba y salía por un corredor muy estrecho. Allí se habían apostado sus asesinos. Por eso no pudo socorrerlo la guardia germana. Luego se extendió el caos por todo el palacio. Los germanos, locos de rabia, se pusieron a matar a diestro y siniestro, pues aún no sabían quiénes habían sido los asesinos y creyeron que los homicidas provenían del público. Eso permitió a los conspiradores ir a buscar a la esposa y a la hija de tu hermano. En esa búsqueda registraron el palacio. Y de repente, detrás de unas cortinas, temblando de miedo, un tribuno militar sorprendió escondido a tu tío Claudio.
»El oficial no se lo pensó dos veces. Se apoderó de tu tío, le puso escolta, y lo llevó a toda prisa al cuartel del pretorio, donde lo proclamaron emperador, no sin antes haberle hecho prometer recompensas principescas y nuevos privilegios para la oficialidad y los soldados.
»Los pretorianos se olieron que el Senado reinstauraría la República y decidieron adelantarse. Claudio era lo más próximo a la línea sucesoria de Augusto. Ahí puedes darte cuenta del gran peso que sigue teniendo tu familia pese a Tiberio y tu hermano.
—Y los senadores, ¿qué hicieron?
—Declararon a Claudio enemigo público y traidor a la patria, prohibiéndole la entrada al Senado. De momento no dejan entrar a Claudio en la curia, pero ya se calmarán los ánimos. No pueden hacer nada. Acabarán por resignarse.
—¡Por todos los dioses infernales! —exclamo—. ¿Me estás diciendo que ahora Mesalina es la emperatriz?
—Peor es que el tonto de tu tío sea el emperador.
—¿Y el cuerpo de mi hermano?
—Su amigo el rey Herodes Agripa se encargó de rescatarlo. Lo incineró a toda prisa y enterró sus restos en los Jardines de Lenio, en la finca imperial que hay en la cima del Esquilino, fuera del perímetro urbano. He visto la tumba. No es más que un mísero cúmulo de turba.
Siento que algo me atraviesa el corazón. Un escalofrío me recorre todo el cuerpo. Me digo que quizás haya abusado esta vez, pasándome demasiado tiempo en las frías aguas. Me niego a reconocer que la noticia me afecta.
—¿Y por qué no lo enterraron como a Tiberio, en el mausoleo de Augusto? —pregunto, afectando indiferencia.
—El Senado decretó que se borrara su memoria. En los cuadros y en los frescos ya ha sido raspado su rostro y cubierto luego con excrementos de animales carnívoros. Claudio se dedica a destruir sus estatuas y a fundir las monedas con su efigie. Lo de las estatuas resulta curioso, pues ha ordenado que las derriben de noche. Al parecer Gayo era más popular y querido de lo que algunos pensamos.
Me quedo pensativa y le digo al fin:
—Todo me asquea. Cuando nombraron a mi hermano emperador, los senadores lo definieron como «príncipe que gobierna solo, sin rendir cuentas a nadie», con lo cual proclamaron voluntariamente la monarquía. Y ahora me cuentas que quisieron reinstaurar la República. Verás lo poco que tardan en arrastrarse ante Claudio.
—No lo veo yo tan fácil, querida Julia. Me temo que se avecinan tiempos terribles.
Como no zarpamos hasta dentro de un par de días, nos vamos a dar una vuelta por Pontia. Séneca no ha estado nunca en una isla y quiere que se la enseñe. Todo le interesa. Sobre todo las rocas y la orografía. Hasta la vegetación le entusiasma. Me da entonces un discurso sobre piedras y volcanes.
Cuando alcanzamos la punta norte y nos quedamos contemplando el pequeño islote que se alza no muy lejos de la isla, Séneca me dice entusiasmado:
—¿Sabes que éste sería el lugar ideal para escribir una tragedia? Este sitio me inspira. Muchos creen que fue aquí donde las sirenas atraían a los marineros con sus dulces cánticos y los hacían encallar. Por estas aguas pasaría Odiseo amarrado al palo mayor.
»Otros, como mi paisano Pomponio Mela, creen que fue en esta isla donde Homero situó la morada de la bruja Circe. Aquí vendría a parar Odiseo y vería a su tripulación convertida en una piara de cerdos.
»Quizás seas tú la sirena que me ha hecho venir a esta isla encantada y ahora has recobrado tu auténtica forma, la de la Circe hechicera, y pienses retenerme con tus encantos.
Esa noche volví a acostarme con Séneca. Pero le advertí, cuando estaba encima de mí:
—Mi querido Lucio, te pido por favor que esta vez no dejes de pensar en tu sacerdote egipcio.
Al día siguiente, cuando atravesábamos por la mañana el túnel que conduce a la playa del Claro de Luna, Séneca se detuvo de repente, se puso delante de mí, me sujetó por los hombros, me miró fijamente y me espetó de buenas a primeras:
—¿Qué quisiste decir anoche cuando me advertiste que no echase en saco roto las enseñanzas del sacerdote egipcio?
—Nada más que lo que dije —le respondí—. Cuando tuve a Lucio me juré no volver a quedar embarazada. Desde entonces siempre tomo medidas cuando hago el amor. Contigo sé que no hacen falta preservativos. Pero quería recordártelo, por mera precaución. Eso es todo. No le des más vueltas.
Séneca sigue con su vista clavada en mis ojos y no solo no me suelta, sino que me aprieta aún más los hombros. Me siento incómoda.
—¿No me estabas confesando acaso que en aquella ocasión te quedaste embarazada? ¡Dime la verdad!
—¡Me haces daño! —le grito, soltándome con brusquedad—. Apenas nos ha dado el sol, ¿y ya tienes una insolación? ¡Deja de desvariar!
—No desvarío. Sumo dos y dos y me dan cuatro.
—¿Te imaginas que eres el padre de mi hijo? ¿Es eso lo que imaginas? Pues puedo sacarte de dudas: ¡no, no lo eres!
Lo miro de arriba abajo, simulando desprecio. Como soy mucho más alta que él, sé que le intimido físicamente. Me envalentono y le digo con rabia:
—¡No sé qué te has creído! Si fueses su padre, ya te lo habría dicho. ¡Me ofendes!
—Discúlpame —me dice Séneca, bajando la mirada—. Interpreté mal tus palabras. Quizás sea el deseo de recuperar al hijo perdido. De vivir ahora, mi pequeño Lucio tendría la misma edad que Lucio.
De repente siento una punzada de celos y me entran ganas de gritarle: «¡Eso significa que los engendraste al mismo tiempo!». Y más tarde, cuando después de nadar y de pasarnos un rato tendidos lánguidamente al sol, Séneca se dedica a acariciarme y acaba haciéndome sentir un orgasmo tras otro, tengo un ataque de debilidad y estoy a punto de revelarle que él es el padre de mi hijo. Pero me contengo a tiempo. No puedo confesar lo inconfesable. ¿Cómo voy a reconocer que somos merecedores de la pena de muerte según las leyes dinásticas del principado?
¿O lo que no quería reconocer es que había una mancha en la persona de mi hijo, precisamente en la persona en la que se centraban mis más ambiciosos planes? La verdadera paternidad permanecerá oculta por los siglos de los siglos. Con ese secreto me iré a la tumba.
Zarpamos al cuarto día y fuimos a Pandateria a recoger a Livila. El reencuentro fue inolvidable. Aún me parece sentir su cuerpo pegado al mío, sacudido por el llanto, en aquel largo abrazo que nos dimos. Tantas cosas teníamos que contarnos después de aquella larga separación, tantas que ni siquiera sabíamos por dónde empezar. Curiosamente empezamos por hablar de nuestro hermano Gayo. A las dos nos remordía la conciencia. Sabíamos que nos podía haber condenado a muerte. No solo no lo hizo, sino que daría orden de que nos tratasen bien. En ningún momento sufrimos escarnio alguno durante el exilio.
Al llegar a Roma lo primero que hicimos las dos fue subir al Esquilmo a desenterrar los restos mortales de nuestro hermano Gayo. Limpiamos sus huesos con aceite y vino, los metimos en una urna de marfil y esperamos a que se hiciera de noche. Con una nutrida escolta de esclavos tracios, fuertemente armados, atemorizamos a los guardianes del mausoleo del divino Augusto y luego compramos su silencio con un generoso soborno.
Entramos en el panteón familiar, abrimos el nicho que contenía la urna con los restos de Tiberio y la suplantamos por la de nuestro hermano. Luego desperdigamos los huesos calcinados del viejo tirano por un descampado del Campo de Marte. Algún lobo merodeador se daría un buen festín esa noche.
El día doce de febrero Mesalina dio a luz a un hijo varón. Mi tío Claudio disponía así de su heredero. Empecé a temer por mi hijo. Además, me di cuenta por primera vez de lo vulnerable y desvalida que me encontraba en mi condición de viuda. Sin un hombre a mi lado ni siquiera podía recobrar completamente a mi hijo. A la muerte de mi esposo, el pretor urbano designó un tutor a mi hijo, quien decidió que se quedase en casa de su tía Lépida debido a que era demasiado pequeño. Y aunque ahora lo hubiese recobrado de los brazos de su tía, mi hijo seguía estando bajo la tutela de Asconio Labeo, con quien, afortunadamente, me llevaba bastante bien. Pero en cuanto mi hijo tuviese ocho años de edad, tendría que irse a vivir con su tutor. Aquella situación me sublevaba. Las mujeres éramos buenas para parir hijos, pero no para tenerlos bajo nuestra potestad.
Al noveno día del nacimiento del hijo de Claudio y Mesalina se celebró la ceremonia de la purificación, donde pusieron al niño el nombre de Tiberio.
Según una vieja costumbre no podría utilizar su nombre propio en la vida pública hasta haber cumplido los diecisiete años de edad. Pero pasados dos años Claudio iba a conquistar las islas de los britanos y recibiría del Senado el título honorífico de Británico, que él rechazaría para delegarlo en su hijo, por lo que el niño jamás llegó a ser conocido como Tiberio Claudio César, sino simplemente como Británico.
Por ser el miembro más anciano de la familia, Claudio presidió la lustración. Con una suave esponja del mar Egeo, empapada en el agua recogida por las vírgenes vestales en la fuente de Iuturna, mi tío limpió la frente y los labios de su hijito, le aplicó con el índice saliva en las sienes para protegerlo del mal de ojos y le deseó que fuese el pretendido de las mozas y que por donde pasase fuesen naciendo flores.
Livila y yo no tuvimos más remedio que hacer acto de presencia en aquella estúpida ceremonia. Se celebró en la capilla del palacio y luego pasamos al salón donde se ofrecía el banquete.
No teníamos que haber asistido. Desde un primer momento tuve un mal presentimiento, casi la certeza de que algo horrible iba a ocurrir. Yo detestaba a mi sobrinita, pero mi hermana la odiaba a muerte, no la soportaba, era superior a sus fuerzas. Siempre le pareció una mujerzuela, una ramera del barrio de la Subura. Le ponía los nervios de punta, siempre le entraban ganas de abofetearla.
Cuántas veces habré rememorado la desdichada escena del banquete, cuántas veces me habré reprochado el no haber hecho algo para evitar lo que sucedió.
Mesalina se pavoneaba como si fuese la mismísima reina de Saba. Andaba de triclinio en triclinio, seguida de dos nodrizas: una con el recién nacido en sus brazos, y otra con la pequeña Octavia.
A todos mostraba aquella criatura que más se asemejaba a un mono que a un ser humano. Era escuálido y diminuto, apenas se le veía entre sus ropitas de lana. Tenía un aspecto más bien enfermizo y una carita de bobalicón. No podía negar que había salido a su padre.
Comíamos Livila y yo acompañadas de su esposo y de Séneca. Al acercarse a donde nos encontrábamos, lo hizo de una forma harto extraña, no sabría cómo definirla, ni siquiera hoy en día podría decir exactamente en qué consistía lo extraño de su actuación. Se nos aproximó como si celebrara un desfile triunfal, al son de las trombas y los clarines, como si viniera gritando:
—¡Fíjate, Julia Agripina, aquí está el verdadero heredero, el que será emperador después de Claudio! ¡Ninguna posibilidad tiene tu hijo de llegar a serlo! Y tú, Livila, ¡mírame, ya tengo una hija y ahora tengo un hijo varón! No soy como tú, ¡una mujer estéril!
Quizás exagerase yo en mi apreciación, pero eso fue lo que me pareció que nos venía diciendo. Eso fue lo que oí. No sé lo que oiría mi hermana. Imagino que cosas peores.
Cuando Mesalina nos muestra la criatura, mi hermana se queda mirando largamente al niño, luego le hace una caricia en la mejilla y dice como si hablase consigo misma y nadie la escuchara:
—¡Pobrecito, qué lástima me da! Nunca sabrá quién fue su padre. Tan solo se enterará de que pudo haber sido cualquier romano.
Mesalina se pone hecha una furia y descarga sobre mi hermana una andanada de invectivas.
Mi hermana se limita a responder con un gesto que suele utilizar únicamente en presencia de Mesalina, pues sabe que la enfurece: se lleva las manos a las orejas y se tapa los oídos, dando a entender claramente:
—¡No te soporto más!
Mesalina la amenaza y mi hermana le contesta con un gesto un tanto ordinario y que jamás había apreciado en ella: la mira despectivamente y le muestra ostentosamente el dedo meñique, como si le gritase:
—¡Fíjate, tontuela, este dedo pequeño me basta y sobra para acabar contigo!
Mesalina se marcha entonces hecha una furia y luego puedo observar que habla acaloradamente con Claudio, haciendo toda suerte de aspavientos y señalándonos a veces con la mano.