Tras aquel tremendo rapapolvos que dio mi hermano a los senadores, muchos creyeron que se trataría únicamente de una de esas tormentas de verano, tan imprevisibles como pasajeras, pero lo cierto es que la filípica se convirtió en guerra abierta y declarada.
Siempre que el emperador soslayaba algún peligro, la costumbre dictaba que el Senado se deshiciera en alabanzas y decretase medidas expiatorias, rogativas a los dioses, consagración de estatuas y cuantas formas de adulación se le ocurren a la imaginación humana.
Sin embargo, una vez descubierta la segunda conjura, prohibió a los senadores que le rindieran honores.
Inspirándose en los monarcas orientales y haciendo suya la frase de un drama de Acio «¡Que me odien, con tal de que me teman!», mi hermano optó por inspirar el miedo colectivo con el fin de que caballeros y senadores se pusieran a delatarse entre sí, para lo cual mandó grabar sobre planchas de bronce, para su publicidad y perpetuidad, la terrible ley de delitos de lesa majestad, con lo que reintrodujo los procesos vergonzosos con los que se reprimía arbitrariamente cualquier injuria, real o supuesta, contra el emperador.
A principios de julio, durante los Juegos Apolíneos, se descubrió una tercera conspiración. La reacción de mi hermano fue desconcertante. En vez de reaccionar mandando cortar cabezas, tal como hicieron siempre en tales casos mi bisabuelo Augusto y mi tío abuelo Tiberio, quienes organizaron auténticas matanzas, mi hermano, salvo unas pocas ejecuciones y algunos suicidios, fue muy comedido en sus represalias físicas.
La respuesta de mi hermano fue más bien la burla. Humilló a caballeros y senadores anulando las ordenanzas por las cuales gozaban del privilegio de tener puestos reservados en el circo y el teatro.
Empezó a mofarse de los aristócratas y les plantó ante los ojos la caricatura de sí mismos. Ridiculizó todo aquello que tenían por sagrado. Por eso nombró cónsul a su querido caballo Incitato, para demostrarles que esa magistratura carecía de todo valor. Ser cónsul con Calígula tenía, a fin de cuentas, el mismo valor que en las épocas de Augusto y Tiberio, pero ahora a esa magistratura se la despojaba de la mentira para convertirla en una verdad, y esa verdad, con mi hermano, tenía un nombre: Incitato.
Regaló a su caballo un palacio espléndido, en el que mandó construir un establo de mármol con comedero de marfil. Incitato solo podía ser abrigado con mantas de fina púrpura y tenía vajilla de oro y plata para sus invitados. Puso a su disposición una legión de sirvientes, entre esclavos y libertos. Dio, en suma, a su caballo todo aquello que ambicionaba poseer cualquier patricio romano.
Desdeñó a la nobleza romana y se rodeó de reyes y aristócratas provincianos. En vez de contratar a caballeros para dirigir sus finanzas y los demás asuntos de Estado, basó su poder en libertos y esclavos. Empezó a fiarse más de su guardia germana que de los propios pretorianos.
A veces sus actos me horrorizaban, otras me hacían reír. Solía organizar subastas, pues siempre andaba falto de dinero. En una de esas subastas se quedó dormido un pretor y se puso a dar cabezadas. Mi hermano indicó al subastador que tuviese en cuenta aquellos gestos de asentimiento. Cuando el pobre pretor se despertó, se encontró con que había adquirido trece gladiadores por un valor de nueve millones de sestercios. Al verse arruinado, se cortó las venas.
En aquellos meses hice todo lo contrario de mi hermano. Mientras él se enemistaba con patricios y caballeros, yo me iba ganando a senadores y militares. A lo único que me dediqué, en realidad, fue a aprovecharme del gran prestigio que tenía mi familia, tal como lo había palpado durante la marcha triunfal que celebró mi hermano desde Miseno hasta Roma.
Me rodeé así de un grupo nutrido de fieles, dispuestos a dalla vida por mí, como se demostraría más tarde. Aquello sería años después mi salvación.
Cuando ahora rememoro aquellos días tengo que reconocer que estaba muy confundida. Mi hermana Livila me confesó en cierta ocasión que nuestro hermano le infundía miedo, miedo de que significase nuestra perdición. Llegaría el día en que alguna de esas conjuras triunfaría. Entonces no solo moriría nuestro hermano, sino que la venganza se extendería a toda su familia, a nosotras.
A todo esto Emilio Lépido me hacía la corte y me insinuaba veladamente que ambos podríamos ser la salvación de Roma. Muerta mi hermana Drusila, estaba claro que necesitaba otra descendiente directa de Augusto para poder aspirar al trono. Tan solo quedábamos Livila y yo. Pero yo tenía algo que Livila no tenía: un hijo varón, el único descendiente directo del divino Augusto. Conmigo estaba asegurada la continuación de la dinastía. Por eso me había elegido a mí y no a Livila, muchísimo más guapa y atractiva que yo.
Emilio Lépido era amigo íntimo de Cornelio Getúlico, el todopoderoso legado provincial que disponía nada menos que de diez legiones, que eran además las que más cerca estaban de Italia.
Otro amigo suyo y amigo también de Séneca, Lucilio Minor, era procurador de la zona montañosa que separa Italia de las Galias, por lo que controlaba los pasos de montaña que hay que atravesar para dirigirse al norte de Europa. Lucilio me hablaba también extensamente del malestar en el ejército y en el Senado. Me aseguraba una y otra vez que Roma era un bosque reseco expuesto a los ardores del estío. Cualquier chispa provocaría una terrible conflagración.
Sumergida en un mar de incertidumbre, vino un día Séneca a visitarme. No solo me sinceré con él, cosa que siempre hacía, sino que le expuse abiertamente todas mis dudas y angustias.
—No sé qué hacer, Lucio —le dije—, hay personas que me incitan a la acción. Entre ellas, también amigos tuyos.
—¿Quiénes?
—Amigos íntimos tuyos. Cornelio Getúlico, por ejemplo. También Lucilio.
—Me lo imaginaba.
—¿Qué piensas que debo hacer?
—Esta mañana vino a verme Cornelio Mérula. Me contó algo terrible. Hace dos días Gayo ordenó ejecutar a su hijo. Y ayer tu hermano invitó a Cornelio a cenar. ¿Sabes qué le puso de cena? Los hígados adobados y fritos de su hijo. Le reveló qué era lo que comía. Y mi amigo tuvo que comer y hacer como si no le importara. ¿Puedes imaginarte cuánto tuvo que sufrir ese padre devorando el cuerpo de su propio hijo? No sé cómo pudo contenerse y fingir de tal manera. ¿Y sabes por qué lo hizo? Pues porque aún le queda otro hijo.
—Es horrible lo que me cuentas. Aunque no me sorprende. He llegado a enterarme de muchísimas cosas.
—Roma es un volcán a punto de estallar. Si nosotros no controlamos la explosión, ésta nos devorará a todos. Hay que hacer algo.
—¿Piensas que he de aliarme con Marco Lépido? Es también muy amigo tuyo, por cierto.
—Pienso que hemos de preocuparnos del futuro. Un estallido no controlado podría significar el fin del principado, la vuelta a la República. Y eso sería la perdición para todos nosotros. Volveríamos a los tiempos de la República agonizante, a los enfrentamientos entre Pompeyo y César, a las guerras civiles, al caos y a la anarquía. La República es pasado, el futuro está en la monarquía, pero en un monarca que sea clemente y justo. Y el presente está en conservar la obra del divino Augusto. Hay que volver a la armonía entre el príncipe y el Senado. Hay que recobrar el equilibrio del orbe. Los espigones del universo tienen que deslizarse de nuevo en sus quicios. Hay que regresar a esos tiempos o corremos el peligro de que la reacción en contra de tu hermano culmine en la aniquilación de todos los que pertenecen a la estirpe de los Julio Claudios. Vuestros amigos caeríamos también junto con vosotras.
Imagino que serían esas palabras de Séneca las que precipitaron mi decisión. Me atreví a dar un paso del que ya no podía echarme atrás. Me encontré de repente conspirando junto con mi hermana Livila en contra de nuestro hermano Gayo.
Pero ¿fueron en verdad las palabras de Séneca la causa última de mi traición? ¿No se fraguó mi conducta despreciable en el miedo y la avaricia? Me dije en aquel entonces que quería salvar a Roma de las locuras de mi hermano Gayo. Mis móviles eran altruistas. Me sacrificaba por el legado de mis antepasados. Ninguna importancia tenía mi persona ante la magnitud de nuestra empresa. Los intereses del pueblo romano estaban por encima de todo. Por la Roma eterna arriesgaba mi vida. Y tal era mi espíritu de sacrificio, que ni siquiera titubeaba a la hora de ofrendar la vida de mi hermano ante el altar de la patria inmortal.
Aun hoy en día tiemblo al recordar las mentiras que me inventé para engalanar mi traición. Incluso creo que es hoy el primer día de mi existencia en que me atrevo a decirme abiertamente que mi conducta fue vil y denigrante. En el curso de nuestras vidas realizamos actos que ni siquiera nos podemos confesar a nosotros mismos. Esos actos son crímenes perpetrados pollos posos turbulentos que se agitan en las cloacas de nuestras almas. No podemos aceptarlos, los rechazamos como no existentes, pues son un espejo en el que no nos atrevemos a mirarnos, ya que la imagen que veríamos sería tan terrible, tan espantosa, tan cruelmente descarnada, que jamás podríamos volver a mirarnos en ningún espejo: habríamos muerto ante nosotros mismos.
No, no fueron aquellas palabras las que determinaron mi conducta. Fui yo misma. Fueron mis miedos y mis ambiciones. Temí perder cuanto tenía, sobre todo aquello que me había dado generosamente mi hermano. Tenía que decidir entre su vida y sus regalos.
Me incliné por sus regalos. En el fondo era consciente de que estaba traicionando al ser que más me quería en el mundo, a la persona que incluso después me perdonó la vida. Sabía que nuestra victoria, el triunfo de los conspiradores, implicaba inexorablemente la muerte de mi hermano. ¿Cómo pude hacerme cómplice de aquella monstruosidad?
Lo único que inclina un poco la balanza en mi descargo es que no fue una decisión fácil. Mil tormentos sufrí antes de tomarla. No creo haber dudado tanto en toda mi vida.
Sin embargo, una vez que decidí alzarme contra mi hermano, mis dudas se disiparon, me persuadí de que seguía la senda de todos cuantos habían dado su vida por la patria y de que mi conducta gozaba del beneplácito de los dioses inmortales.
Acordé entonces con Livila que yo sería la que me casaría con Marco Lèpido, pues aportaba a esa unión al único descendiente directo de nuestro bisabuelo Augusto, por lo que las probabilidades de hacer de Lèpido el próximo emperador se multiplicaban por mucho. Mi hermana se conformaba con la seguridad y el poder que le otorgaría yo como emperatriz consorte.
Marco Lèpido gozaba de un gran prestigio en el ejército y el Senado, era hombre de gran valía y contaba además con el apoyo incondicional de su amigo Cornelio Getúlico.
Cornelio Getúlico era el más poderoso de todos los legados provinciales. Llevaba ya más de diez años gobernando la Alta Germania, provincia esta en la que sucedió a su hermano, del que recibió tropas adictas a la familia. Bajo su mando, acantonadas en la Alta Germania, se encontraban cuatro legiones de aguerridos veteranos.
En la Baja Germania gobernaba su suegro, Lucio Apronio, desde hacía ya quince años, y sus cuatro legiones estaban también bajo las órdenes de su yerno.
Panonia la regía Calvisio Sabino, íntimo amigo de Cornelio Getúlico y casado con su hermana, Cornelia Getúlica. Sabino tan solo tenía dos legiones a su mando, pero éstas se encontraban muy cerca de Italia y, desde luego, también a disposición del todopoderoso Cornelio Getúlico.
Comoquiera que en las Galias no había ni una sola legión y que en Hispania tan solo estaba acantonada una sola, en la parte nordoccidental de la península, y que todas las demás legiones se encontraban desperdigadas por África y Asia, las fuerzas de que disponía Cornelio Getúlico tenían un poder aplastante y serían decisivas a la hora de un pronunciamiento militar.
Getúlico había mantenido relaciones de amistad con Sejano, incluso su hija había estado comprometida con el hijo del que fuera prefecto del pretorio. Al caer Sejano, en la ola de represiones que siguió, Tiberio quiso destituir y quizás ejecutar a Getúlico. Éste le envió una carta recordándole que él, como príncipe, se había equivocado con Sejano y se había dejado engañar por él, y le preguntaba que a cuento de qué no podía él equivocarse y dejarse engañar también. Por lo demás, le decía, lo mejor para los dos sería que Tiberio conservase su principado y él siguiese estando al mando de su provincia. Ante tan clara amenaza, aun cuando pareciese velada, Tiberio, amedrentado, dio su brazo a torcer.
Con un hombre tan poderoso entre los conjurados, nuestra conspiración tenía el triunfo asegurado de antemano. Eso era, al menos, lo que todos pensábamos. No conocíamos bien a nuestro hermano.
Tampoco conocía yo bien a Séneca en aquel entonces. Me dejaba embaucar fácilmente con sus palabras. Pero eso era todo cuanto se podía esperar de Séneca: palabras. Me animó a participar en la conjura, la justificó con los argumentos más contundentes que una pueda imaginar, me convenció de que no había más salida posible que derrocar a mi hermano, pero él no participó. Se mantuvo al margen y dejó que los demás diésemos la cara. De esa habilidad suya para enviar a los demás al frente mientras él se quedaba en retaguardia me daría cuenta muchos años después, cuando ya era demasiado tarde.
Me podían haber hecho recapacitar las excusas que nos dio. Primero adujo lo de la muerte de su padre, que falleció a los noventa y cuatro años de edad. Dijo sentirse muy afectado y sin ánimos para salir de casa. Tenía que haberme dado cuenta de que Séneca siempre sufrió bajo la despótica tutela del padre y que lo más probable era que se le hubiese quitado un gran peso de encima. ¡Cuántas veces me hablaría de lo mucho que había padecido de niño y de joven bajo la tiranía del padre y de las humillaciones que aún tenía que soportar de mayor!
Pero la suerte parecía acompañarlo en eso de las excusas, pues poco después, al dar a luz a su primer hijo, moría la esposa, a quien nunca quiso en realidad, pues se la había impuesto el padre. Aseguró sentirse destrozado por la muerte de su mujer, a quien tanto había amado. Habló de su desconcierto e impotencia al verse de repente solo y con un nene en los brazos. En su vida tan solo parecía existir el pequeño Marco.
En una conversación que mantuvimos por aquellos días llegó a asegurarme, sin ruborizarse siquiera, que se había quedado solo al cuidado de su hijito desvalido. Creo que en aquella época eran más de trescientos los esclavos que le atendían en su casa.
También por aquellos días, y creo que instigada por Séneca, me fui a la cama con Marco Lépido. Nos hicimos amantes por conveniencia y luego acabamos cobrándonos cariño. Pero lo más importante en aquella relación fue que nos necesitábamos mutuamente. Yo lo necesitaba porque solamente un varón podía acceder al principado. Y yo, por mi parte, no solo le aportaba mi sangre, sino también un heredero, el único varón en toda Roma con aspiraciones legítimas.
Recuerdo que ese hecho me producía vértigo. Las legiones de Germania y Panonia y las tropas de los pasos fronterizos no eran suficientes para garantizar el éxito de la conspiración. Los conjurados necesitaban también a mi hijo, a mi pequeño Lucio, que a la sazón no tenía más que año y medio de edad. Valía tanto ese pequeñajo como diez aguerridas legiones.
Aquel verano del año treinta y nueve Livila y yo desplegamos una actividad febril. Intensificamos nuestros contactos con el ejército y el Senado, nos hicimos amigas de generales, oficiales, ediles y pretores, repartimos favores y dinero y ofrecimos continuos banquetes para camuflar nuestras operaciones clandestinas. Llevamos una existencia de continuos sobresaltos, acuciadas por esa excitación tan peculiar que produce el temor a ser descubierta y que, pese a los momentos terribles de angustia que acarrea, no deja de tener un algo difuso que resulta muy placen tero.
Encontrándome sumida en esa existencia ajetreada de intrigas y confabulaciones, de repente, a principios del mes de septiembre, mi hermano Gayo abandonó Roma a toda prisa en dirección al norte. Salió acompañado de su escolta germana y de varias cohortes de la guardia pretoriana. Pensaba ponerse al frente de las legiones acantonadas en las Galias y en Germania y emprender la conquista de Britania, un viejo sueño imperial que ya había acariciado nuestro tatarabuelo Julio César.
A unas cien millas al norte de Roma, en la ciudad de Mevania, mi hermano asentó sus reales y se instaló cómodamente en la villa que yo poseía a orillas del Clitumno. Desde allí nos mandó llamar, a Livila, a Lépido y a mí, para que nos incorporásemos a la expedición.
Yo particularmente me sentía entusiasmada. La perspectiva de atravesar el canal y poner pie en tierras de britanos me alborozaba, me hacía sentir que seguíamos los pasos de Julio César y de todos los grandes generales romanos. Al añadir una provincia, el mapa del Imperio ganaría en extensión. Un nerviosismo excitante me recorría todo el cuerpo. Olvidé incluso que estaba conspirando contra mi hermano.
Me dije que, ante un enemigo exterior, las desavenencias en el seno de un pueblo carecen de toda importancia, por lo que en esos momentos lo único que contaba era ponerse al servicio del emperador. Creo que lo que realmente deseaba en mi interior era que mi hermano, al ensanchar los límites del Imperio y eliminar la última amenaza a dos provincias tan importantes como eran las Galias, aglutinase alrededor de su persona al ejército y al Senado y se convirtiese en el verdadero príncipe de todos los romanos. Nuestra conjura carecería entonces de sentido.
¿Pensaba realmente en aquella época que los seres humanos se guían por motivos altruistas y están dispuestos a corregir sus actos y a cambiar de rumbo en lo que advierten que están equivocados? ¡Por Venus Engendradora!, ¿cómo se puede ser tan ingenua a los veintitrés años?
En mi pecho explotó entonces un volcán de pasiones. En el fondo no quería hacer lo que estaba haciendo. Hablé largo y tendido con Livila. Nos abrazamos llorando. Nos convencimos mutuamente de que la conjura ya no tenía razón de ser y nos propusimos desmantelarla. En nuestra pueril inocencia creímos que en nuestras manos estaba detener un ejército en marcha. Y como quiera que decidimos dejar de ser conspiradoras, llegamos a convencernos de que la conspiración había terminado. Tan solo teníamos que hablar con unas cuantas personas.
En ese estado de ánimo nos dirigimos al encuentro de nuestro hermano. Utilizando coches de caballos del servicio imperial de postas y emulando la velocidad a nuestro tatarabuelo Julio César, tardamos en llegar tan solo un día y una noche.
Divisamos la ciudad de Mevania a eso del amanecer, cuando los primeros rayos del sol arrancaban destellos rojizos a los tejados de sus casas y la alegre algarabía de las aves nos saludaba con sus trinos desde el tupido follaje de los chopos y sauces que pueblan las riberas del río.
Ya al entrar en la ciudad me llamó la atención la omnipresencia de las tropas germanas. Mi hermano tenía que haber aumentado considerablemente los efectivos de su guardia germana. La ciudad era un auténtico fortín. Destacamentos de zapadores trabajaban febrilmente para subsanar cualquier punto débil que hubiese en sus murallas. Daba la impresión de que mi hermano se hubiese refugiado en Mevania para protegerse en esa ciudad de sus enemigos, bien se encontrasen éstos en Roma o en las provincias.
Cuando llegamos a mi casa, mi hermano salió a recibirnos, nos saludó cariñosamente y nos agasajó. Entre banquetes y caminatas por los bosques pasamos unos días muy agradables, charlando siempre con mi hermano sobre su proyecto de invasión a Britania. Mi hermano estaba loco de alegría con la perspectiva de añadir una provincia más al Imperio. Parecía un chiquillo con un juguete nuevo. He de confesar que a todos nos contagió su entusiasmo.
Inmersas en los preparativos de la inminente invasión, participando de la planificación detallada de la expedición militar, llegamos a olvidarnos de la conjura e incluso convencimos a Marco Lépido para que renunciase a sus planes. O eso fue al menos lo que nosotras creímos.
Habían pasado ya diez días desde que llegamos a Mevania, nos encontrábamos alegres y distendidas, disfrutando de lo que para nosotras eran unas auténticas vacaciones, cuando a eso del mediodía nos convocó mi hermano al patio de armas que había improvisado en la explanada que se extendía por delante de mi mansión.
Cierro los ojos y aún tiemblo al recordar aquel día. Veinte años han transcurrido desde entonces y aún puedo evocar con lacerante nitidez hasta el más mínimo detalle.
Mi hermano se encuentra apoltronado en un trono a la entrada de la casa, rodeado de germanos fuertemente armados, con los yelmos encasquetados, tal como es la costumbre antes de entrar en combate.
A ambos lados se despliegan tropas germanas y pretorianas en la formación típica de una parada militar.
Un tribuno nos indica con gesto nada cortés que permanezcamos de pie frente al emperador, manteniendo una distancia de unos treinta pasos.
El silencio es sobrecogedor. Tan solo se escucha el suave murmullo del constante rozar de las hojas de los árboles cuyas ramas se ven agitadas por la brisa que llega del norte.
De repente se acerca un jinete a galope tendido, pasa por delante de donde nos encontramos y nos arroja una cabeza humana, que rueda y da volteretas por el suelo hasta detenerse justamente a nuestros pies.
Atónitas, seguimos sus evoluciones con la mirada, y al detenerse descubrimos que se trata de la cabeza del legado Cornelio Getúlico.
Mi hermano se echa a reír entonces de una forma espantosa, lanzando carcajadas horripilantes.
—¡Ahí tenéis vuestras legiones! —nos grita—. ¿No se os apetece utilizarlas quizás, queridas hermanas, para ir a combatir a los partos? A lo mejor ganaríais los laureles que pensó obtener nuestro tatarabuelo Julio César antes de que lo asesinaran. ¿No sería mejor eso que tratar de asesinarme a mí? Pero vosotras no estáis hechas de la misma madera que Bruto y Casio. No hubieseis servido ni para matar al gordo de Cicerón. No sois más que dos pobres aprendizas a conspiradoras, dos principiantas rodeadas de ineptos bobalicones. ¡Como ese traidor que tenéis a vuestro lado!
Se queda callado y nos deja de pie, contemplando la cabeza de Getúlico. Parecemos tres ratoncillos, como ésos que algunas personas utilizan para dar de comer a las serpientes que cuidan en sus casas en terrarios. Estamos hipnotizadas, vemos cómo nos acecha el monstruo y nada hay que podamos hacer.
—Sí, contemplad bien la cabeza. Advierto que os gusta. Miradla bien, que es un regalo de nuestro buen amigo Sulpicio Galba. Antes de que llegaseis lo envié a Tréveris con orden de detener y ejecutar a Getúlico. No os podéis ni imaginar cuán fácilmente cayó en la trampa ese cretino traidor. No hay nada como la codicia para volver a la gente ciega. Galba le comunicó de parte mía que le daría el mando del ejército invasor y que por eso venía a sustituirlo temporalmente. Tanto se alegró, que le cedió el mando, celebró un banquete, agasajó a Galba a cuerpo de rey, se emborrachó y se pavoneó. El resto lo veis a vuestros pies.
De nuevo nos deja de pie contemplando la cabeza. De nuevo el silencio sobrecogedor. Y de nuevo sus horripilantes carcajadas, que me producen escalofríos.
—¿No os parece, queridas hermanas, que una sola cabeza es muy poca cosa? ¿No serían mejor dos?… ¡Tribuno, cumple con tu deber!
No ha acabado de pronunciar esas palabras cuando dos centuriones y un tribuno militar abandonan la formación, se acercan a dónde estamos y se apoderan de Lépido.
Lo conducen a un punto situado a mitad de camino entre nuestro hermano y nosotras, donde un legionario pretoriano se apresura a colocar un enorme tocón de árbol despojado cié sus raíces. Obligan a Lépido a arrodillarse y colocar la cabeza sobre la superficie aserrada, y sin preámbulo alguno, el tribuno militar desenvaina su espada y de un tajo le separa la cabeza del cuerpo. Un centurión la recoge entonces, agarrándola por los cabellos, y viene a tirarla a nuestros pies. La cabeza ensangrentada de Lépido rueda por la tierra y va a chocar contra la de Getúlico, quedando las dos de perfil, rostro con rostro, como si se miraran.
De nuevo las carcajadas de mi hermano, a quien esta vez entra un ataque de hilaridad.
—¡Observad eso —grita—, se están besando! Ya sabía yo que esos dos eran del otro bando. ¿Y a ese afeminado tenías por amante, hermanita? ¡Vaya con tus gustos!
Mi hermana lanza un chillido y prorrumpe en un llanto histérico. Se abraza a mí, temblando de un modo convulsivo. Yo tengo la sensación de haber abandonado mi cuerpo. Me creo en otra parte, quizás en algún remoto lugar entre las nubes, desde donde contemplo lo que está ocurriendo en la explanada que se extiende por delante de mi casa. Todo me parece irreal.
Abrazo a mi hermana, pues tengo miedo de que se desplome al suelo. Livila hunde su rostro en mi pecho; escucho sus sollozos y siento en mi cuerpo las violentas sacudidas del suyo, pero escucho y siento como si mis percepciones me llegasen desde un escenario situado a gran distancia de mí, quizás incluso desarrollándose en un tiempo pasado.
En esos momentos mi hermano ordena detenernos y nos conducen a un cuarto en el sótano que tiene un ventanuco enrejado desde el que se puede divisar el patio de armas.
Allí permanecemos dos días encerradas sin que nadie se asome a interesarse por nosotras. Llegamos a creer que nuestro hermano ha decidido matarnos de inanición.
A través del ventanuco observamos cómo preparan rápidamente una pira a base de leña e incienso y queman en ella el cuerpo de Lépido. Su cabeza y la de Getúlico las clavan en sendas picas, que dejan expuestas al fondo del patio de armas, adonde no tenemos más remedio que mirar siempre que nos asomamos. Puedo ver cómo unos cuervos se posan en ellas y les arrancan los ojos.
Al tercer día vienen por nosotras y nos obligan a recoger de entre las cenizas de la pira los huesos calcinados de Lépido, que lavamos con vinagre y vino.
Luego me obligan a meterlos en una urna y me comunican que el príncipe ha ordenado que vuelva a Roma caminando y sosteniendo en mis brazos la urna con los restos mortales del traidor.
A Livila le entregan un estuche de marfil, forrado en su interior de terciopelo, que contiene tres puñales, las armas que, según mi hermano, estaban destinadas a acabar con su vida. Tiene que llevarlos a Roma y depositarlos en el templo de Marte Vengador.
Escoltadas por un pequeño destacamento de la guardia pretoriana, esta vez tardamos cuatro días en llegar a Roma. No sé cuántas lágrimas derramé a lo largo del camino. Pero sí sé que las derroché de noche, cuando nadie me veía. No iba a dar esa satisfacción a los esbirros de mi hermano.
En Roma nos permiten descansar un día y luego nos conducen al puerto de Ostia, donde nos embarcan en un trirreme de la marina de guerra. Nos hacemos a la mar y bajamos bordeando la costa hasta divisar la ciudad de Neápolis. Viramos entonces a estribor y nos alejamos de la costa. Ya en alta mar nos acercamos a un grupo de islas diminutas. Hacemos escala en lo que a mí se me antoja un islote de mala muerte y me entero de que se trata de la isla de Pandateria, donde murió mi madre. Allí nos separan. Mi hermana tiene que desembarcar.
A mí me llevan a una isla no muy lejana de Pandateria, la de Pontia, la misma en que murió mi hermano Nerón. Quince meses habría de pasar en un lugar que podía recorrer de punta a punta en poco más de una hora. Mi hermana me contaría años después que tan solo necesitaba treinta minutos para medir con sus pasos el perímetro entero de su isla.
Si de un extremo al otro de la isla no había más que cerca de cinco millas, en cuanto a su anchura, en la parte norte no llegaba a los ciento treinta pasos; y en el sur no alcanzaba ni la milla y media. Nunca hubiese imaginado que el mundo pudiese ser tan pequeño.
Aunque es minúscula, la isla está densamente poblada: por doquier hay viñedos, plantaciones de higueras y campos de algarrobos y almendros. Su orografía es muy accidentada, todo son colinas entrelazadas y en el sur tiene hasta su pequeña montaña. La costa es acantilada y sus escasas playas tan solo son accesibles por mar.
Al desembarcar me llevo varias sorpresas. La pequeña ciudad de Pontia, en el extremo sur de la isla, no deja de tener sus encantos, posee incluso un teatro, un circo y unas termas. Me llevan a vivir a un auténtico palacio, donde disfruto de todos los lujos que he dejado en Roma.
A los pocos días de mi llegada se aclara el misterio. La isla había sido lugar de veraneo de la nobleza romana. Luego mi bisabuelo Augusto la dedicó al disfrute familiar, hasta que Tiberio decidió convertirla en lugar de destierro. Pasarán siglos, pero no creo que estos sean suficientes para borrar de la isla el estigma de ser refugio de condenados. De un lugar de recreo podemos hacer una prisión, pero no podemos convertir una cárcel en un hospedaje de lujo: nadie se hospedaría en él.
Los habitantes de Pontia aún añoran los tiempos en que la corte imperial pasaba allí sus vacaciones, y mucho más aún añoran los tiempos en que los patricios romanos acudían allí con sus queridas a divertirse y descansar. Muchas tabernas y tiendas cerradas son mudos testigos de un pasado esplendor.
La isla tiene un origen volcánico y dos enormes cráteres han dejado en su litoral dos calas magníficas. Al final acabaría por conocer cada piedra de la isla de Pontia.
Otra de mis grandes sorpresas es el largo túnel excavado en el basalto para poder acceder a la cala más bella de la isla con su playa llamada del Claro de Luna. Supongo que sería mi bisabuelo Augusto quien ordenó construir ese túnel de ciento veinte pasos de longitud. Pronto me acostumbro a ir todos los días a bañarme y nadar en esa playa.
Me dedico a leer y a nadar. Para no morirme de aburrimiento, escribo mis memorias. Me digo que algún día las publicaré. Es evidente que no he perdido completamente la esperanza de salir de allí.
Sin embargo, a veces me entra la angustia de no saber cuánto tiempo habré de pasar en esa isla. ¿Moriré en ella, en el destierro, como murieron mi madre y las dos primeras Julias, como murió mi hermano? ¿Volveré a ver Roma? ¿No se cumplirá conmigo el destino de las tres Julias? ¿Van a resultar proféticas las advertencias de mi madre?
Cuando pienso en eso creo volverme loca.
Sí, recuerdo que más de una vez creí estar a punto de perder la razón. En más de una ocasión experimenté la angustia de tener la certeza de que al instante siguiente entraría en el reino de la locura. ¿No es quizás lo mismo que me ocurre ahora? ¿Hasta cuándo voy a vivir alimentándome de mi propio monólogo? ¿Cuándo se romperá la débil cuerda que demarca el lindero entre la demencia y la cordura? Vivo la misma situación que antaño. El mismo lujo, la misma legión de sirvientes, la misma inacción, la misma impotencia. El mismo mar Tirreno. Tan solo hay una diferencia: entonces me rodeaba el mar por todas partes. Ahora, al menos, tan solo por una.
Al año de estar en la isla me entero de que después de que fuimos desterradas fueron enjuiciados en Roma un gran número de senadores, ediles y pretores por simpatizar con nosotras. La mayoría fueron relegados a lugares destinados al exilio.
Y un día, encontrándome al atardecer en la cala del Infierno, adonde había bajado descendiendo como un gamo por el acantilado, al pensar en los condenados, pensé también que a todo lo largo y ancho del Imperio romano había lugares como en el que yo me encontraba en que pasarían sus días una legión de desterrados que simpatizaban con mi causa. Aquella certeza me infundió ánimos. Mas, ¿qué certeza tengo ahora? ¿Queda alguien en quien me pueda apoyar?
Cuando llevo más de un año de destierro me llega la noticia de la muerte de mi esposo en la ciudad etrusca de Pyrgi, adonde habría ido seguramente a tratarse su hidropesía. De esa enfermedad murió.
Con él moría también un período de mi vida con el que quedaba enterrada completamente mi juventud.