Salvo las ejecuciones de Avilio Flaco y Latino Latiaro y de unas pocas personas más implicadas directamente en las persecuciones a nuestra familia, así como las muertes de los que participaron en aquella primera conspiración contra su persona, mi hermano reinó dos años seguidos haciendo gala de clemencia. No defraudó las esperanzas que el pueblo había depositado en él. Para la inmensa mayoría de los romanos siguió siendo un príncipe ejemplar.
En lo único que podría reprochársele que se excediera un poco fue en los desmesurados honores póstumos que rindió a nuestra hermana Drusila.
Drusila se vio afectada por una tos pertinaz que se volvió crónica y fue haciéndose cada vez más virulenta. Se quejaba de que amanecía siempre con la cama empapada en sudor. Me confesó una vez que las tos era particularmente violenta por las mañanas, al levantarse, cuando solía expectorar mucho y expulsaba unas mucosidades asquerosas de color verdusco.
Se sentía siempre indispuesta, falta de fuerzas y perdió completamente el apetito. Sentía dificultades al respirar, decía que le faltaba el aire, adelgazó de manera alarmante, quedándose prácticamente en los huesos.
De repente se agudizaron sus molestias respiratorias y empezó a expulsar sangre cada vez que escupía.
Murió el diez de junio del año treinta y ocho. Los médicos, tras haberla atiborrado de medicamentos, haberla hecho comer a la fuerza y haberse pasado más tiempo en consultas que atendiendo a mi hermana, dijeron que había muerto de tisis y que nada fue lo que pudieron hacer.
Cuando habían transcurrido tres meses desde su muerte, el veintitrés de septiembre de ese mismo año, coincidiendo con la fiesta del natalicio del divino Augusto, mi hermano hizo que el Senado la divinizara. Jamás se había divinizado a una mujer en toda la historia de Roma.
Durante los Juegos Melanésicos ordenó que una efigie suya tallada en marfil fuese exhibida en el Circo Máximo en un carro tirado por seis elefantes. La nombró Panthea, «pandiosa», y mandó colocar un efigie suya de oro en la curia del divino Julio para que los padres conscriptos la adorasen e hiciesen libaciones junto a la diosa Victoria antes de comenzar las deliberaciones del Senado. Ordenó colocar otra en el templo de Venus Engendradora que se encuentra en el foro Julio. Dispuso que allí se emplazase la estatua de oro de mi hermana junto a la de la diosa y de igual tamaño. Ordenó también que le construyeran un templo y designó, entre pontífices y sacerdotisas, a veinte personas para que la adorasen.
Al senador Livio Gémino, que juró por lo más sagrado haber visto a mi hermana no solo subiendo a los cielos, sino hablando también con los dioses inmortales, le recompensó con dos millones de sestercios.
Su dolor no parecía tener límites. Creí a veces que se volvía loco. Temí que recrudeciera su enfermedad.
Y ahora que pienso en Emilio Lépido, la verdad es que no sabría decir si le dolió más la muerte de mi hermana o el hecho de que bajaba un escalón más en esas gradas imaginarias que podrían haberle conducido a convertirse en príncipe de los romanos.
Para colmo, poco después, en ese mismo año, mi hermano contrajo matrimonio por quinta vez, con lo que las aspiraciones de Lépido se desvanecieron. Se casó entonces mi hermano con Lolia Paulina, una mujer increíblemente hermosa, extraordinariamente rica, desmesuradamente engreída y tremendamente tonta.
En las reuniones de sociedad lucía alhajas de esmeraldas y perlas por un valor de cuarenta millones de sestercios, el equivalente a la fortuna mínima de cuarenta senadores. Y para los que no la creían, llevaba siempre consigo las facturas que demostraban el valor de las mismas.
Aquella imagen de Lolia Paulina exhibiendo ostentosamente sus joyas y enseñando las facturas a cuantos la rodeaban me perseguiría como una pesadilla en los banquetes que ofrecía mi hermano.
Pero solo fueron aquellos excesos motivados por la adoración que siempre había sentido por Drusila y el dolor que le ocasionó su muerte lo único que podría reprochársele a mi hermano en aquellos sus dos primeros años dirigiendo los destinos del Imperio romano.
Sin embargo, cuando comenzaba el tercer año de su principado, a finales de enero del año treinta y nueve, Afranio Burro, a la sazón prefecto urbano, descubrió una terrible conjura contra mi hermano, en la que incluso dos cónsules estuvieron implicados. Con sus propias manos mi hermano Gayo les rompió las fasces y los abofeteó antes de ordenar su detención.
Creo que aquélla fue la gota que colmó el vaso. Mi hermano se convencería definitivamente de que de nada le valía ser justo y clemente. Pensaría que su liberalidad estaba siendo interpretada como debilidad. Decidiría dar un cambio de ciento ochenta grados.
Y no le faltaría razón, pues transcurridos un par de meses habría una tercera conjura y no terminaría ese año sin que se viese amenazado por una conspiración de más grande envergadura, por una conjura que hubiese acabado con la vida de cualquier otro emperador que no hubiese sido mi hermano. En esa conjura también participaría yo. Aún no sé exactamente por qué lo hice. Es quizás lo que más me atormenta en esta vida.
En cuanto a las transformaciones que se produjeron en mi hermano, tuve el privilegio de presenciar la escena que determinó el cambio radical en la política que había seguido hasta entonces mi hermano Gayo. Muerta Drusila, mi hermano volcó en mí todo su amor, me eligió como favorita. Habló incluso de nombrarme su heredera y sucesora.
El día en que habría de producirse aquella escena me llamó a palacio a primera hora del día, cuando aún no había amanecido del todo, me abrazó, me besó en los labios y me dijo sonriente:
—Vamos a desayunar juntos. He convocado al Senado y he comunicado a los senadores que nos reuniremos aquí, en palacio. ¿Sabes para qué? Para que puedas presenciar la sesión. No me atrevo a pedirte que asistas, pues eso escandalizaría muchísimo más a los padres conscriptos que lo que pienso decirles durante la asamblea. Pero he dispuesto que te pongan un sillón detrás de unos cortinones. Podrás escuchar todo cómodamente. Y como estarás en un recinto a oscuras, te han dejado una rendija desde la que podrás ver perfectamente, sin que te vean, el salón donde nos reuniremos. Podrás abarcar todo con la mirada. Te vas a divertir. Hoy será un día muy particular.
Luego me apoltrono en un mullido sillón y me dispongo a escuchar las deliberaciones del Senado. Creo que soy la primera mujer en toda la historia de Roma que va a asistir, aunque sea oculta, a una reunión de los padres conscriptos.
Los veo llegar erguidos, con paso firme y seguro, al igual que avanzan nuestras legiones, altaneros, convencidos de que son la flor y nata del Imperio. Convencidos también de que lo gobiernan y de que ejercen el poder, pues promulgan leyes, deliberan sobre todo asunto celestial y terreno, juzgan y dictan sentencias. Son conscientes de que dirigen los destinos de Roma desde hace más de quinientos cuarenta y ocho años, desde que fue destronado Tarquino el Soberbio, el último de los monarcas. Toman asiento con grave majestuosidad, como si sus posaderas fuesen las basas sobre las que descansan las columnas que sostienen el universo.
Luego se presenta mi hermano, sin toga, vistiendo una vistosa túnica de estilo griego, pide la palabra al presidente del Senado y comienza su discurso con voz pausada.
Les habla, como si no estuviesen enterados, de los acosos que sufrió nuestra madre y de su trágica muerte, les relata con todo lujo de detalles su martirio y el de mis hermanos. Se refiere también a la muerte de nuestra abuela materna, desterrada por Augusto y asesinada por Tiberio, y al trágico destino de la hermana de nuestra madre, también desterrada por Augusto y asesinada en realidad por Tiberio, A continuación alza un poco la voz y les dice:
—Todos sabemos, senadores, que esas muertes fueron decididas por Tiberio en complicidad con Sejano. ¿No es así, senadores?
Nadie responde. Los padres conscriptos titubean.
—¿No es así, senadores? —insiste mi hermano, alzando aún más la voz—. ¡Respondedme!
—Sí, así es —contestan en coro.
—¡Bravo, senadores, bravo! Os habéis aprendido muy bien la lección. Como niños aplicados en el parvulario. Os felicito, senadores.
»Pero os equivocáis. Vosotros sois culpables de cada una de esas muertes. Más culpables incluso, muchísimo más, que mi tío abuelo Tiberio. Os pregunto: ¿quiénes fueron los denunciantes?, ¿quiénes los testigos?, ¿quiénes aprobaron todo cuanto os sugirió Tiberio?, ¿quiénes juzgaron?, ¿quiénes dictaron sentencia?
»¡Contestadme, senadores!: ¿quiénes fueron?
Un silencio espeso se extiende por la sala. Los senadores enmudecen. Tan solo escucho la respiración entrecortada de algunos de ellos.
—¿Es que un buey os ha puesto la pata en la lengua? —pregunta mi hermano—. Pues yo os diré quiénes fueron los asesinos de mi madre y mis hermanos, de mi abuela y mi tía. Fuisteis vosotros, senadores. Nadie más que vosotros. Vosotros y un puñado de esbirros y espías que tuvisteis a sueldo. Vosotros sois peores incluso que Tiberio. Vosotros lo engañasteis, le alimentasteis con noticias falsas, vosotros le hicisteis creer que mi madre y mis hermanos se habían confabulado contra él. Vosotros y solo vosotros los tildasteis de enemigos públicos. De haber sido solo por vosotros, hubiesen sido ejecutados mucho antes. Podría disculpar a Tiberio, pero no a vosotros.
»Y si Tiberio era un monstruo, como ahora afirmáis, ¿por qué lo adorasteis? Si era un asesino, ¿por qué no lo juzgasteis? Si era culpable, ¿por qué no lo condenasteis? ¿Por qué, si era un tirano, como pregonáis ahora a los cuatro vientos, no liberasteis a Roma de un tirano? ¿No sois, acaso, la autoridad suprema?
»Fijaos bien, senadores, fijaos bien en lo hipócritas que sois: ensalzasteis a Sejano, lo corrompisteis y luego lo ejecutasteis, ¿qué puedo entonces esperar yo de vosotros? ¿Cómo he de poder fiarme? Carecéis de toda decencia humana. Os creéis personas honorables, os hacéis llamar varones ilustrísimos, pero no sois más que escoria, podredumbre humana.
Mi hermano hace entonces una seña a dos de sus secretarios, que se acercan llevando entre los dos una enorme caja de cuero, ancha y de forma cilíndrica, tan grande como tres tambores militares. Los secretarios quitan la tapa y muestran su contenido, alzando la caja sobre sus cabezas e inclinándola un poco. Desde mi escondite observo que la caja está repleta de esos cilindros en los que se conservan los rollos de pergamino.
—¿Veis eso, senadores? —pregunta mi hermano—. Son las actas, las cartas, los documentos que demuestran vuestra participación en la destrucción de mi familia. En esos documentos tengo todos vuestros nombres. Estoy informado de vuestras bellaquerías.
Yo también me quedo de piedra. ¿Así que mi hermano no quemó más que copias en el Foro? ¡Qué callado se lo tenía! Me siento embobada. Todo me parece de vértigo. Estoy asistiendo a un acontecimiento histórico de gran transcendencia, de consecuencias insospechadas.
Mi hermano acaba de destapar la mentira tan bien conservada desde los tiempos de mi bisabuelo Augusto. Acaba de revelar la esencia de las relaciones entre el príncipe y el Senado, de esas relaciones que no son otra cosa más que las existentes entre el oportunista y los aduladores, unas relaciones rezumantes de hipocresía, falsedad y fingimiento.
De un manotazo les ha quitado la careta. También él se ha quitado la careta. Y al acabar con la mentira, ha acabado también con el principado y se ha proclamado rey. No sé si admirarlo o temerlo, si alegrarme o temblar.
Nada ha cambiado, en realidad, y sin embargo, todo ha cambiado radicalmente, pues a partir de ahora se llamará a las cosas por su nombre.
El tumulto se adueña de la sala. Los senadores le ruegan que recapacite, dan fe de su buena voluntad, le imploran, le suplican, muchos se mesan los cabellos y lloran amargamente, otros se echan a sus pies y le besan las sandalias, todos hablan a la vez, gesticulan y se arrastran ante mi hermano, pidiéndole que tenga compasión de ellos, que no sea injusto, que piense en lo mucho que le adoran, que le veneran, que tenga en cuenta que se vieron coaccionados por Tiberio y Sejano.
Siento incluso vergüenza ajena. El espectáculo es denigrante. Me repele, pero también me asombra. ¿Conque ésos son los hombres que se consideran infinitamente superiores a nosotras, las mujeres, que se complacen en citar a Aristóteles cuando este afirma que las mujeres provienen del semen defectuoso de los hombres? En estos momentos entiendo las palabras de Cicerón: «Si se permitiese a las mujeres reunirse y conferenciar en secreto, los hombres correrían el peligro de ser destruidos».
No es que corriesen ningún peligro, es que nos reiríamos de ellos, de su vanidad y su petulancia.
Viendo a los padres conscriptos humillándose ante mi hermano y ofreciendo un espectáculo tan deplorable, no puedo menos que pensar en otra frase ciceroniana que tanto me enfureció de niña: «¡Qué desdichado Estado sería aquél en que las mujeres se arrogasen las prerrogativas de los hombres (en el Senado, en el ejército, en las magistraturas)!». ¿Sería realmente más desdichado que el gobernado por los hombres? ¿Seríamos nosotras tan prontas a la hora de perder nuestra dignidad?
Sumida en estas reflexiones advierto que mi hermano llama a su guardia germana y ordena que desaloje a latigazos la sala. Acto seguido se retira sin despedirse. Mi bisabuelo Augusto y mi tío abuelo Tiberio humillaron a los senadores con la mentira, pero mi hermano acaba de humillarlos con la verdad y yo sé que eso nunca se perdona.